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William Golding 4 страница



—Tú siempre tienes miedo. ¡ Eh! ¡ Gordo!

—La caracola la tengo yo —dijo Piggy desalentado. Se volvió a Ralph—. La caracola la tengo yo, ¿ verdad Ralph?

Ralph se apartó con dificultad del esplé ndido y temible espectá culo.

—¿ Qué dices?

—La caracola. Tengo derecho a hablar. Los mellizos se rieron a la vez.

—Querí ais humo...

—Y ahora mira...

Un teló n de varios kiló metros de anchura se alzaba sobre la isla. Todos los muchachos, excepto Piggy, empezaron a reí r; segundos despué s no podí an dominar las carcajadas.

Piggy perdió la paciencia.

—¡ Tengo la caracola! ¡ A ver si me escuchá is! Lo primero que tení amos que haber hecho era construir refugios allá abajo, junto a la playa. Hací a buen frí o allá abajo de noche. Pero en cuanto Ralph dice «una hoguera» salí s corriendo y chillando hasta la montañ a. ¡ Como una panda de crí os!

Todos escuchaban ahora su diatriba.

—¿ Có mo queré is que nos rescaten si no hacé is las cosas por su orden y no os portá is como es debido?

Se quitó las gafas y pareció que iba a soltar la caracola, pero cambió de parecer al ver que casi todos los mayores se abalanzaban sobre ella. Cobijó la caracola bajo el brazo y se acurrucó junto a la roca.

—Luego, cuando llegá is aquí hacé is una hoguera que no sirve para nada. Ahora mirar lo que habé is hecho, prender fuego a toda la isla. Tendrá mucha gracia que se queme toda la isla. Fruta cocida, eso es lo que vamos a tener de comida, y cerdo asado. ¡ Y eso no es para reí rse!

Dijisteis que Ralph es el jefe y no le dais ni tiempo para pensar. Luego, en cuanto dice algo, salí s pitando como, como...

Se detuvo para tomar aliento y oyeron al fuego rugirles.

—Y eso no es todo. Esos niñ os. Los peques. ¿ Quié n se ha ocupado de ellos? ¿ Quié n sabe cuá ntos tenemos? Ralph dio un rá pido paso adelante.

—Te dije a ti que lo hicieses. ¡ Te dije que hicieses una lista con sus nombres!

—¿ Có mo iba a hacerlo —gritó Piggy indignado— yo solo? Esperaron dos minutos y se lanzaron al mar; se metieron en el bosque, se fueron por todas partes. ¿ Có mo iba a saber cuá l era cuá l?

Ralph se mojó sus pá lidos labios.

—¿ Entonces no sabes cuá ntos deberí amos estar aquí?

—¿ Có mo iba a saberlo con todos esos pequeñ os corriendo de un lado a otro como insectos? Y cuando volvisteis vosotros tres, en cuanto dijiste «hacer una hoguera», todos se largaron y no pude...

—¡ Ya basta! —dijo Ralph con dureza, y le arrebató la caracola.

—Si no lo has hecho, pues no lo has hecho.

—... luego subí s aquí y me birlá is las gafas. Jack se volvió hacia é l.

—¡ A callar!

—... y esos pequeñ os andaban por ahí, donde está el fuego. ¿ Có mo sabé is que no está n por ahí todaví a?

Piggy se levantó y señ aló al humo y las llamas. Se alzó entre los muchachos un murmullo que fue apagá ndose poco a poco. Algo raro le ocurrí a a Piggy porque apenas podí a respirar.

—Aquel peque —jadeó Piggy—, el de la mancha en la cara; no le veo. ¿ Dó nde está?

El grupo estaba tan callado como la muerte.

—El que hablaba de las serpientes. Estaba allí abajo... Un á rbol estalló en el fuego como una bomba. Las trepadoras, como largas mechas, se alzaron por un momento ante la vista, agonizaron y volvieron a caer. Los muchachos má s pequeñ os gritaron:

—¡ Serpientes! ¡ Serpientes! ¡ Mira las serpientes!

Al oeste, olvidado, el sol yací a a unos centí metros tan só lo sobre el mar. Los rostros estaban iluminados de rojo desde abajo.

Piggy tropezó en una roca y a ella se agarró con ambas manos.

—El chico con la mancha en la... cara... ¿ dó nde está... ahora? Yo no le veo.

Los muchachos se miraron unos a otros atemorizados, incré dulos.

—... ¿ dó nde está ahora?

Ralph murmuró la respuesta como avergonzado:

—A lo mejor volvió hacia el... el... Abajo, en el lado hostil de la montañ a, seguí a el redoble de tambores.

Jack se habí a doblado materialmente. Estaba en la posició n de un corredor preparado para la salida, con la nariz a muy pocos centí metros de la hú meda tierra. Encima, los troncos de los á rboles y las trepadoras que los envolví an se fundí an en un verde crepú sculo diez metros má s arriba; la maleza lo dominaba todo. Se veí a tan só lo el ligero indicio de una senda: en ella, una rama partida y lo que podrí a ser la huella de media pezuñ a. Inclinó la barbilla y observó aquellas señ ales como si pudiese hacerlas hablar. Despué s, rastreando como un perro, a duras penas, aunque sin ceder a la incomodidad, avanzó a cuatro patas un par de metros, y se detuvo. En el lazo de una trepadora, un zarcillo pendí a de un nudo. El zarcillo brillaba por el lado interior; evidentemente, cuando los cerdos atravesaban el lazo de la trepadora rozaban con su hirsuta piel el zarcillo.

Jack se encogió aú n má s, con aquel indicio junto a la cara, y trató de penetrar con la mirada en la semioscuridad de la maleza que tení a enfrente. Su cabellera rubia, bastante má s larga que cuando cayeron sobre la isla, tení a Jack se habí a doblado materialmente. Estaba en la posició n de un corredor preparado para la salida, con la nariz a muy pocos centí metros de la hú meda tierra. Encima, los troncos de los á rboles y las trepadoras que los envolví an se fundí an en un verde crepú sculo diez metros má s arriba; la maleza lo dominaba todo. Se veí a tan só lo el ligero indicio de una senda: en ella, una rama partida y lo que podrí a ser la huella de media pezuñ a. Inclinó la barbilla y observó aquellas señ ales como si pudiese hacerlas hablar. Despué s, rastreando como un perro, a duras penas, aunque sin ceder a la incomodidad, avanzó a cuatro patas un par de metros, y se detuvo. En el lazo de una trepadora, un zarcillo pendí a de un nudo. El zarcillo brillaba por el lado interior; evidentemente, cuando los cerdos atravesaban el lazo de la trepadora rozaban con su hirsuta piel el zarcillo.

Jack se encogió aú n má s, con aquel indicio junto a la cara, y trató de penetrar con la mirada en la semioscuridad de la maleza que tení a enfrente. Su cabellera rubia, bastante má s larga que cuando cayeron sobre la isla, tení aJack se habí a doblado materialmente. Estaba en la posició n de un corredor preparado para la salida, con la nariz a muy pocos centí metros de la hú meda tierra. Encima, los troncos de los á rboles y las trepadoras que los envolví an se fundí an en un verde crepú sculo diez metros má s arriba; la maleza lo dominaba todo. Se veí a tan só lo el ligero indicio de una senda: en ella, una rama partida y lo que podrí a ser la huella de media pezuñ a. Inclinó la barbilla y observó aquellas señ ales como si pudiese hacerlas hablar. Despué s, rastreando como un perro, a duras penas, aunque sin ceder a la incomodidad, avanzó a cuatro patas un par de metros, y se detuvo. En el lazo de una trepadora, un zarcillo pendí a de un nudo. El zarcillo brillaba por el lado interior; evidentemente, cuando los cerdos atravesaban el lazo de la trepadora rozaban con su hirsuta piel el zarcillo.

Jack se encogió aú n má s, con aquel indicio junto a la cara, y trató de penetrar con la mirada en la semioscuridad de la maleza que tení a enfrente. Su cabellera rubia, bastante má s larga que cuando cayeron sobre la isla, tení a ahora un tono má s claro, y su espalda, desnuda, era un manchó n de pecas oscuras y quemaduras del sol despellejadas. Con su mano derecha así a un palo de má s de metro y medio de largo, de punta aguzada, y no llevaba má s ropa que un par de pantalones andrajosos sostenidos por la correa de su cuchillo. Cerró los ojos, alzó la cabeza y aspiró suavemente por la nariz, buscando informació n en la corriente de aire cá lido. Estaban inmó viles, é l y el bosque.

Por fin expulsó con fuerza el aire de sus pulmones y abrió los ojos. Eran de un azul brillante, y ahora parecí an a punto de saltarle, enfurecidos por el fracaso. Se pasó la lengua por los labios secos y nuevamente su mirada trató de penetrar en el mudo bosque. Despué s volvió a deslizarse hacia adelante, serpenteando para abrirse paso.

El silencio del bosque era aú n má s abrumador que el calor, y a aquella hora del dí a ni siquiera se oí a el zumbido de los insectos. El silencio no se rompió hasta que el propio Jack espantó de su tosco nido de palos a un llamativo pá jaro; su grito agudo desencadenó una sucesió n de ecos que parecí an venir del abismo de los tiempos. Jack no pudo evitar un estremecimiento ante aquel grito, y su respiració n, sorprendida, sonó como un gemido; por un momento dejó de ser cazador para convertirse en un ser furtivo, como un simio entre la marañ a de á rboles. El sendero y el fracaso volvieron a reclamarle y rastreó ansiosamente el terreno. Junto a un gran á rbol, de cuyo tronco gris surgí an flores de un color pá lido, se detuvo una vez má s, cerró los ojos e inhaló de nuevo el aire cá lido; pero esta vez, entrecortada la respiració n y casi lí vido, hubo de esperar unos instantes hasta recuperar la animació n de la sangre. Pasó como una sombra bajo la oscuridad del á rbol y se inclinó, observando el trillado terreno a sus pies. Las deyecciones aú n estaban cá lidas; amontonadas sobre la tierra revuelta. Eran blandas, de un color verde aceitunado y desprendí an vapor. Jack alzó la cabeza y se quedó observando la masa impenetrable de trepadoras que se atravesaban en la senda. Levantó la lanza v se arrastró hacia adelante. Pasadas las trepadoras, la senda vení a a unirse a un paso que por su anchura y lo trillado era ya un verdadero camino. Las frecuentes pisadas habí an endurecido el suelo y Jack, al ponerse de pie, oyó que algo se moví a. Giró el brazo derecho hacia atrá s y lanzó el arma con todas sus fuerzas. Del camino llegó un fuerte y rá pido patear de pezuñ as, un sonido de castañ uelas; seductor, enloquecedor: era la promesa de carne. Saltó fuera de la maleza y se precipitó hacia su lanza. El ritmo de las pisadas de los cerdos fue apagá ndose en la lejaní a.

Jack se quedó allí parado, empapado en sudor, manchado de barro oscuro y sucio por las vicisitudes de todo un dí a de caza. Maldiciendo, se apartó del sendero y se abrió paso hasta llegar al lugar donde el bosque empezaba a aclarar y desde donde se veí an coronas de palmeras plumosas y á rboles de un gris claro, que sucedí an a los desnudos troncos y el oscuro techo del interior. Tras los troncos grises se hallaba el resplandor del mar y se oí an voces.

Ralph estaba junto a un precario armazó n de tallos y hojas de palmeras, un tosco refugio, de cara a la laguna, que parecí a a punto de derrumbarse. No advirtió que Jack le hablaba.

—¿ Tienes un poco de agua?

Ralph apartó la mirada, fruncido el ceñ o, del amasijo de palmas. Ni aun entonces se dio cuenta de la presencia de Jack frente a é l.

—Digo que si tienes un poco de agua. Tengo sed. Ralph apartó su atenció n del refugio y, sobresaltado, se fijó en Jack.

—Ah, hola. ¿ Agua? Ahí, junto al á rbol. Debe quedar un poco.

Jack escogió de un grupo de cocos partidos, colocados a la sombra, uno que rebosaba agua fresca y bebió. El agua le salpicó la barbilla, el cuello y el pecho. Terminó con un ruidoso resuello.

—Me hací a falta.

Simó n habló desde el interior del refugio:

. —Levanta un poco.

Ralph se volvió hacia el refugio y alzó una rama, toda ella alicatada de hojas.

Las hojas se desprendieron y agitaron hasta parar en el suelo. Por el agujero asomó la cara compungida de Simó n.

—Lo siento.

Ralph observó con disgusto el desastre.

—No lo vamos a terminar nunca.

Se tumbó junto a los pies de Jack. Simon permaneció en la misma postura, mirá ndoles desde el hoyo del refugio.

Tumbado, Ralph explicó:

—Llevamos trabajando un montó n de dí as. ¡ Y mira! Dos refugios se hallaban en pie, pero no muy firmes. Este otro era una ruina.

—Y no hacen má s que largase por ahí. ¿ Te acuerdas de la reunió n? ¿ Que todos í bamos a trabajar duro hasta terminar los refugios?

—Menos yo y mis cazadores...

—Menos los cazadores. Bueno, pues con los peques es...

Hizo un gesto con la mano, en busca de la palabra

—Es inú til. Los mayores son tambié n por el estilo. ¿ Ves? Llevo trabajando todo el dí a con Simó n. Nadie má s. Está n todos por ahí, bañ á ndose o comiendo o jugando.

Simó n asomó lentamente la cabeza.

—Tú eres el jefe. Regá ñ ales.

Ralph se tendió del todo en el suelo y alzó la mirada hacia las palmeras y el cielo.

——Reuniones. Nos encantan las reuniones, ¿ verdad? Todos los dí as. Y hasta dos veces al dí a para hablar —se apoyó en un codo—. Te apuesto que si soplo la caracola ahora mismo vienen corriendo. Y entonces... ya sabes, nos pondrí amos muy serios y alguno dirí a que tenemos que construir un reactor o un submarino o un televisor. Al terminar la reunió n se pondrí an a trabajar durante cinco minutos y luego se irí an a pasear por ahí o a cazar.

A Jack se le encendió la cara.

—Todos queremos carne.

—Pues hasta ahora no la hemos tenido. Y tambié n queremos refugios. Ademá s, el resto de tus cazadores volvieron hace horas. Se han estado bañ ando.

—Yo seguí —dijo Jack—. Dejé que se marcharan. Tení a que seguir. Yo...

Trató de comunicarle la obsesió n, que le consumí a, de rastrear una presa y matarla.

—Yo seguí. Pensé, si voy yo solo... Aquella locura le volvió a los ojos.

—Pensé que podrí a matar,

—Pero no lo hiciste.

—Pensé que podrí a.

Una có lera escondida vibró en la voz de Ralph.

—Pero todaví a no lo has hecho. Su invitació n podrí a haberse tomado como una observació n sin malicia, a no ser por algo escondido en su tono.

—Supongo que no querrá s ayudarnos con los refugios, ¿ verdad?

—Queremos carne...

—Y no la tenemos.

La rivalidad se hizo ahora patente.

—¡ Pero la conseguiré! ¡ La pró xima vez! ¡ Necesito un hierro para esta lanza! Herimos a un cerdo y la lanza se soltó. Si pudié semos ponerle una punta de hierro...

—Necesitamos refugios.

De repente, Jack gritó enfurecido:

— ¿ Me está s acusando?...

—Lo ú nico que digo es que hemos trabajado muchí simo. Eso es todo.

Los dos estaban sofocados y les era difí cil mirarse de frente. Ralp se volteó sobre su estó mago y se puso a jugar con la hierba.

—Si vuelve a llover como cuando caí mos aquí vamos a necesitar refugios, eso desde luego. Y, ademá s, hay otra cosa. Necesitamos refugios porque...

Calló durante un momento y ambos dominaron su enfado. Entonces pasó a un nuevo tema, menos peligroso.

—Te has dado cuenta, ¿ no?

Jack soltó la lanza y se sentó en cuclillas.

—¿ Que si me he dado cuenta de qué?

—De que tienen miedo.

Giró el cuerpo y observó el rostro violento y sucio de Jack.

—Quiero decir de lo que pasa. Tienen pesadillas Se les puede oí r. ¿ No te han despertado nunca por la noche? Jack sacudió la cabeza.

—Hablan y gritan. Los má s pequeñ os. Y tambié n algunos de los otros. Como si...

—Como si é sta no fuese una isla estupenda. Sorprendidos por la interrupció n, alzaron los ojos y vieron la seria faz de Simó n.

—Como si —dijo Simó n— la bestia, la bestia o la serpiente, fuese de verdad. ¿ Os acordá is?

Los dos chicos mayores se estremecieron al escuchar aquella palabra vergonzosa. Ya no se mentaban las serpientes, eran algo que ya no se podí a nombrar.

—Como si esta no fuese una isla estupenda —dijo Ralph lentamente—. Sí, es verdad. Jack se sentó y estiró las piernas.

—Está n chiflados.

—Como chivas. ¿ Te acuerdas cuando fuimos a explorar?

Sonrieron al recordar el hechizo del primer dí a. Ralph continuó:

—Así que necesitamos refugios que sean como un...

—Hogar.

—Eso es.

Jack encogió las piernas, rodeó las rodillas con las manos y frunció el ceñ o, en un esfuerzo por lograr claridad.

—De todas formas... en la selva. Quiero decir, cuando sales a cazar... cuando vas por fruta no, desde luego..., pero cuando sales por tu cuenta...

Hizo una pausa, sin estar seguro de que Ralph le tomara en serio.

—Sigue.

—Si sales a cazar, a veces te sientes sin querer... Se le encendió de repente el rostro.

—No significaba nada, desde luego. Es só lo la impresió n. Pero llegas a pensar que no está s persiguiendo la caza, sino que... te está n cazando a tí; como si en la jungla siempre hubiese algo detrá s de ti.

Se quedaron de nuevo callados: Simó n, atento, Ralph, incré dulo y ligeramente disgustado. Se incorporó, frotá ndose un hombro con una mano sucia.

—Pues no sé que decirte.

Jack se puso en pie de un salto y empezó a hablar muy deprisa.

—Así es como te puedes sentir en el bosque. Desde luego, no significa nada. Só lo que..., que...

Dio unos cuantos pasos ligeros hacia la playa; despué s, volvió.

—Só lo que sé lo que sienten. ¿ Sabes? Eso es todo.

—Lo mejor que podí amos hacer es conseguir que nos rescaten.

Jack tuvo que pararse a pensar unos instantes para recordar lo que significaba «rescate».

—¿ Rescate? ¡ Sí, desde luego! De todos modos, primero me gustarí a atrapar un cerdo...

Asió la lanza y la clavó en el suelo. Le volvió a los ojos aquella mirada opaca y dura. Ralph le miró con disgusto a travé s de la melena rubia.

—Con tal que tus cazadores se acuerden de la hoguera...

—¡ Tú y tu hoguera!

Los dos muchachos bajaron saltando a la playa y, volvié ndose cuando llegaron al borde del agua, dirigieron la vista hacia la montañ a rosa. El hilo de humo dibujaba una blanca lí nea de tiza en el limpio azul del cielo, temblaba en lo alto y desaparecí a. Ralph frunció el ceñ o.

—Me gustarí a saber hasta qué distancia se puede ver eso.

—A muchos kiló metros.

—No hacemos bastante humo.

La base del hilo, como si hubiese advertido sus miradas, se espesó hasta ser una mancha clara que trepaba por la dé bil columna.

—Han echado ramas verdes —murmuró Ralph—. ¿ Será que.,.? —entornó los ojos y giró para examinar todo el horizonte.

—¡ Ya está!

Jack habí a gritado tan fuerte que Ralph dio un salto.

—¿ Qué? ¿ Dó nde? ¿ Es un barco?

Pero Jack señ alaba hacia los altos desfiladeros que descendí an desde la montañ a a la parte má s llana de la isla.

—¡ Claro! Ahí se deben esconder... tiene que ser eso; cuando e! sol calienta demasiado...

Ralph observó asombrado aquel excitado rostro.

—... suben muy alto. Hacia arriba y a la sombra, descansando cuando hace calor, como las vacas en casa...

—¡ Creí que habí as visto un barco!

—Podrí amos acercarnos a uno sin que lo notase..., con las caras pintadas para que no nos viesen..., quizá rodearles y luego...

La indignació n acabó con la paciencia de Ralph.

—¡ Te estaba hablando del humo! ¿ Es que no quieres que nos rescaten? ¡ No sabes má s que hablar de cerdos, cerdos y cerdos!

—¡ Es que queremos carne!

—Y me paso todo el dí a trabajando sin nadie má s que Simó n y vuelves y ni te fijas en las cabañ as.

—-Yo tambié n he estado trabajando...

—¡ Pero eso te gusta! —gritó Ralph—. ¡ Quieres cazar! Mientras que yo...

Se enfrentaron en Ja brillante playa, asombrados ante aquel choque de sentimientos. Ralph fue el primero en desviar la mirada, fingiendo interé s por un grupo de pequeñ os en la arena. Del otro lado de la plataforma llegó el griterí o de los cazadores nadando en la poza. En un extremo de la plataforma estaba Piggy, tendido boca abajo, observando el agua resplandeciente.

—La gente nunca ayuda mucho.

Querí a manifestar que la gente nunca resultaba ser del todo como uno se imagina que es.

—Simon sí ayuda —señ aló hacia los refugios—. Todos los demá s salieron corriendo. El ha hecho tanto como yo..., só lo que...

—Siempre se puede contar con Simó n.

Ralph se volvió hacia los refugios, con Jack a su lado.

—Te ayudaré un poco —dijo Jack entre dientes— antes de bañ arme. '

—No te molestes.

Pero cuando llegaron a los refugios no encontraron a Simó n por ninguna parte. Ralph se asomó al agujero, retrocedió y se volvió a Jack.

—Se ha largado.

—Se hartarí a —dijo Jack y se fue a bañ ar. Ralph frunció el ceñ o.

—Es un tipo raro.

Jack asintió, por el simple deseo de asentir má s que por otra cosa; y por acuerdo tá cito dejaron el refugio y se dirigieron a la poza.

—Y luego —dijo Jack—, cuando me bañ e y coma algo, treparé al otro lado de la montañ a a ver si veo algunas huellas. ¿ Vienes?

—¡ Pero si el sol está a punto de ponerse!

—Quizá s me dé tiempo...

Caminaron juntos, como dos universos distintos de experiencia y sentimientos, incapaces de comunicarse entre sí.

—¡ Si lograse atrapar un jabalí!

—Volveré para seguir con el refugio.

Se miraron perplejos, con amor y odio. El agua salada y tibia de la poza, y los gritos, los chapuzones y las risas fueron por fin suficientes para acercarles de nuevo.

Simon, a quien esperaban encontrar allí, no estaba en la poza.

Cuando los otros dos bajaban brincando a la playa para observar la montañ a, é l les habí a seguido unos cuantos metros, pero luego se detuvo. Habí a observado con disgusto un montó n de arena en la playa, donde alguien habí a intentado construir una casilla o una cabañ a. Luego volvió la espalda a aquello y penetró en el bosque con aire decidido. Era un muchacho pequeñ o y flaco, de mentó n saliente y ojos tan brillantes que habí an confundido a Ralph hacié ndole creer que Simó n serí a muy alegre y un gran bromista. Su melena negra le caí a sobre la cara y casi tapaba una frente ancha y baja. Vestí a los restos de unos pantalones y, como Jack, llevaba los pies descalzos. Simó n, de por sí moreno, tení a fuertemente tostada por el sol la piel, que le brillaba con el sudor.

Se abrió camino remontando el desgarró n del bosque; pasó la gran roca que Ralph habí a escalado aquella primera mañ ana; despué s dobló a la derecha, entre los á rboles. Caminaba con paso familiar a travé s de la zona de frutales, donde el menos activo podí a encontrar un alimento accesible, si bien poco atractivo. Flores y frutas crecí an juntas en el mismo á rbol y por todas partes se percibí a el olor a madurez y el zumbido de un milló n de abejas libando. Allí le alcanzaron los chiquillos que habí an corrido tras é l. Hablaban, chillaban ininteligiblemente y le fueron empujando hacia los á rboles. Entre el zumbido de las abejas al sol de la tarde, Simó n les consiguió la fruta que no podí an alcanzar; eligió lo mejor de cada rama y lo fue entregando a las interminables manos tendidas hacia é l. Cuando les hubo saciado, descansó y miró en torno suyo. Los pequeñ os le observaban, sin expresió n definible, por encima de las manos llenas de fruta madura.

Simó n les dejó y se dirigió hacia el lugar a donde el apenas perceptible sendero le llevaba. Pronto se vio encerrado en la espesa jungla. De unos altos troncos salí an inesperadas flores pá lidas en hileras, que subí an hasta el oscuro dosel donde la vida se anunciaba con gran clamor. Aquí, el aire mismo era oscuro, y las trepadoras soltaban sus cuerdas como cordajes de barcos a punto de zozobrar. Sus pies iban dejando huellas en el suave terreno y las trepadoras temblaban enteras cuando tropezaba con ellas.

Por fin llegó a un lugar donde penetraba mejor el sol.

Las trepadoras, como no tení an que ir muy lejos en busca de la luz, habí an tejido una espesí sima estera suspendida a un lado de un espacio abierto en la jungla; aquí, -la roca casi afloraba y no permití a crecer sobre ella má s que plantas pequeñ as y helechos. Aquel espacio estaba cercado por oscuros arbustos aromá ticos, y todo é l era un cuenco de luz y calor. Un gran á rbol, caí do en una de las esquinas, descansaba contra los á rboles que aú n permanecí an en pie y una veloz trepadora lucí a sus rojos y amarillos brotes hasta la cima.

Simó n se detuvo. Miró por encima de su hombro, como habí a hecho Jack, hacia los tupidos accesos que quedaban a su espalda y giró rá pidamente la vista en torno suyo para confirmar que estaba completamente solo. Por un momento, sus movimientos se hicieron casi furtivos. Despué s se agachó y se introdujo, como un gran gusano, por el centro de la estera. Las trepadoras y los arbustos estaban tan pró ximos que iba dejando el sudor sobre ellos, y en cuanto é l pasaba volví an a cerrarse. Una vez alcanzado el centro, se encontró seguro en una especie de choza, cerrada por una pantalla de hojas. Se sentó en cuclillas, separó las hojas y se asomó al espacio abierto frente a é l. Nada se moví a excepto una pareja de brillantes mariposas que bailaban persiguié ndose en el aire cá lido. Sosteniendo la respiració n, aguzó el oí do a los sonidos de la isla. Sobre la isla iba avanzando la tarde; las notas de las fantá sticas aves de colores, el zumbido de las abejas, incluso los chillidos de las gaviotas que volví an a sus nidos entre las cuadradas rocas, eran ahora má s tenues. El mar, rompiendo a muchos kiló metros, sobre al arrecife, difundí a un leve rumor aú n menos imperceptible que el susurro de la sangre.

Simó n dejó caer la pantalla de hojas a su posició n natural. Habí a disminuido la inclinació n de las franjas color de miel que la luz del sol creaba; se deslizaron por los arbustos, pasaron sobre los verdes capullos de cera, se acercaron al dosel y la oscuridad creció bajo los á rboles. Al decaer la luz se apagaron los atrevidos colores y fueron debilitá ndose el calor y la animació n. Los capullos de cera se agitaron. Sus verdes sé palos se abrieron ligeramente y las blancas puntas de las flores asomaron suavemente para recibir el aire exterior.



  

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