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William Golding 3 страница



Ralph carraspeó.

—Bien.

De pronto descubrió que le era difí cil hablar con soltura y explicar lo que tení a que decir. Se paso una mano por el rubio pelo y dijo:

—Estamos en una isla. Subimos hasta la cima de la montañ a y hemos visto que hay agua por todos lados. No vimos ninguna casa, ni fuego, ni huellas de pasos, ni barcos, ni gente. Estamos en una isla desierta, sin nadie má s.

Jack le interrumpió.

—Pero sigue haciendo falta un ejé rcito... para cazar. Para cazar cerdos...

—Sí. Hay cerdos en esta isla.

Los tres intentaron trasmitir a los demá s la sensació n de aquella cosa rosada y viva que luchaba entre las lianas.

—Vimos...

—Chillando...

—Se escapó...

—Y no me dio tiempo a matarle... pero... ¡ la pró xima vez!

Jack clavó la navaja en un tronco y miró a su alrededor con cara de desafí o.

La reunió n recobró la tranquilidad.

—Como veis —dijo Ralph—, necesitamos cazadores para que nos consigan carne. Y otra cosa.

Levantó la caracola de sus rodillas y observó en torno suyo aquellas caras quemadas por el sol.

—No hay gente mayor. Tendremos que cuidarnos nosotros mismos.

Hubo un murmullo y el grupo volvió a guardar silencio.

—Y otra cosa. No puede hablar todo el mundo a la vez. Habrá que levantar la mano como en el colegio.

Sostuvo la caracola frente a su rostro y se asomó por uno de sus bordes.

—Y entonces le daré la caracola.

—¿ La caracola?

—Se llama así esta concha. Daré la caracola a quien le toque hablar. Podrá sostenerla mientras habla.

—Pero...

—Mira...

—Y nadie podrá interrumpirle. Só lo yo. Jack se habí a puesto de pie.

—¡ Tendremos reglas! —gritó animado—. ¡ Muchí simas! Y cuando alguien no las cumpla...

—¡ Uayy!

—¡ Zas!

—¡ Bong!

—¡ Bam!

Ralph sintió a alguien levantar la caracola de sus rodillas. Cuando se dio cuenta, ya estaba Piggy de pie, meciendo en sus brazos el gran caracol blanquecino, y el griterí o fue apagá ndose poco a poco. Jack, todaví a de pie, miró perplejo a Ralph, que sonrió y le señ aló el tronco con una palmada. Jack se sentó. Piggy se quitó las gafas y, mientras las limpiaba con la camisa, miró parpadeante a la asamblea.

—Está is distrayendo a Ralph. No le dejá is llegar a lo má s importante. Se detuvo.

—¿ Sabe alguien que estamos aquí? ¿ Eh?

—Lo saben en el aeropuerto.

—El hombre de la trompeta...

—Mi papá.

Piggy se puso las gafas.

—Nadie sabe que estamos aquí —dijo. Estaba má s pá lido que antes y falto de aliento—. A lo mejor sabí an a dó nde í bamos; y a lo mejor, no. Pero no saben dó nde-estamos porque no llegamos a donde í bamos a ir.

Les miró fijamente durante unos instantes, luego giró y se sentó. Ralph cogió la caracola de sus manos.

—Eso es lo que yo iba a decir —siguió —, cuando todos vosotros, cuando todos... —observó sus caras atentas—. El avió n cayó en llamas por los disparos. Nadie sabe dó nde estamos y a lo mejor tenemos que estar aquí mucho tiempo.

Hubo un silencio tan completo que podí a oí rse el angustioso subir y bajar de la respiració n de Piggy. El sol entraba oblicuamente y doraba media plataforma. Las brisas, que se habí an entretenido en la laguna persiguié ndose la cola, como los gatos, se abrí an ahora camino a travé s de la plataforma en direcció n a la selva. Ralph se echó hacia atrá s la marañ a de pelo rubio que le cubrí a la frente.

—Así que a lo mejor tenemos que estar aquí mucho tiempo.

Todos permanecieron callados. De repente, Ralph sonrió.

—Pero esta es una isla estupenda. Nosotros... Jack, Simó n y yo..., nosotros escalamos la montañ a. Es fantá stico. Hay comida, y bebida, y...

—Rocas...

—Flores azules...

Piggy, a medio recuperarse, señ aló a la caracola que Ralph tení a en sus manos, y Jack y Simó n se callaron. Ralph continuó.

—Podemos pasarlo bien aquí, mientras esperamos. Hizo un amplio gesto con las manos.

—Es como lo que cuentan en los libros. Surgió un clamor.

—La Isla del Tesoro...

—Golondrinas y Amazonas...

—La Isla de Coral... Ralph agitó la caracola.

—Es nuestra isla. Es una isla estupenda. Podemos divertirnos muchí simo hasta que los mayores vengan por nosotros.

Jack alargó el brazo hacia la caracola.

—Hay cerdos —dijo—. Hay comida y agua para bañ arnos ahí en ese arroyo pequeñ o... y de todo. ¿ Alguno de vosotros ha encontrado algo má s?

Devolvió la caracola a Ralph y se sentó. Al parecer, nadie habí a encontrado nada.

Los chicos mayores se fijaron por primera vez en el niñ o, al tratar é ste de resistirse. Un grupo de chiquillos le empujaban hacia delante, pero no querí a avanzar. Era un pequeñ uelo, de unos seis añ os, con una mancha de nacimiento morada que cubrí a un lado de su cara. Estaba de pie ante ellos, combado su cuerpo ahora por la rabiosa luz de la publicidad, y frotaba la hierba con la punta de un pie. Balbuceaba algo y parecí a a punto de llorar.

Los otros pequeñ os, hablando en voz baja, pero muy serios, le empujaron hacia Ralph.

—Bueno —dijo Ralph— venga de una vez. El niñ o miró a todos con pá nico.

—¡ Habla!

El pequeñ o alargó el brazo hacia la caracola y el grupo rompió en carcajadas; rá pidamente retiró las manos y rompió a llorar.

—¡ Dale la caracola! —gritó Piggy—. ¡ Dá sela!

Por fin, Ralph logró que la cogiese, mas para entonces el golpe de risas habí a dejado sin voz al niñ o. Piggy se arrodilló junto a é l, con una mano sobre la gran caracola, para escucharle y hacer de inté rprete ante la asamblea.

—Quiere saber qué vais a hacer con esa serpiente. Ralph se echó a reí r y los otros mayores rieron con é l. Cada vez se encorvaba má s el pequeñ o.

—Cué ntanos có mo era esa serpiente.

—Ahora dice que era una fiera.

—¿ Una fiera?

—Se parecí a a una serpiente. Pero grandí sima. La vio é l.

—¿ Dó nde?

—En el bosque.

Las brisas errantes, o tal vez el ocaso del sol, dejaron posarse cierto frescor bajo los á rboles. Los muchachos lo advirtieron y se agitaron inquietos.

No puede haber ni fieras salvajes ni tampoco serpientes en una isla de este tamañ o —explicó Ralph amablemente—. Só lo se encuentran en paí ses grandes como Á frica o la India.

Murmullos, y el serio asentir de las cabezas.

—Dice que la bestia vino por la noche.

—¡ Entonces no pudo verla! Risas y aplausos.

—¿ Habé is oí do? Dice que vio esa cosa de noche...

—Sigue diciendo que la vio. Vino, y luego se fue, y volvió, y querí a comerle...

—Estaba soñ ando.

Ralph, entre risas, recorrió con su mirada el anillo de rostros en busca de asentimiento. Los mayores estaban dé acuerdo; pero aquí y allá, entre los pequeñ os, quedaba el resto de duda que necesita algo má s que una garantí a racional.

—Tuvo una pesadilla. Por haber andado entre todas esas trepadoras.

De nuevo, un serio asentir; sabí an muy bien lo que eran las pesadillas.

—Dice que vio esa fiera, como una serpiente, y quiere saber si esta noche va a volver.

—¡ Pero si no hay ninguna fiera!

—Dice que por la mañ ana se transformó en una de esas cosas de los á rboles que son como cuerdas y que se cuelga de las ramas. Pregunta si volverá está noche.

—¡ Pero si no hay ninguna fiera!

Ya no habí a rastro alguno de risas, sino una atenció n má s preocupada.

Ralph, divertido y exasperado a la vez, se pasó ambas manos por el pelo y miró al niñ o

Jack asió la caracola.

—Ralph tiene razó n, eso desde luego. No hay ninguna serpiente. Pero si hay una serpiente la cazaremos y la mataremos. Vamos a cazar cerdos para traer carne a todos. Y tambié n buscaremos la serpiente esa...

—¡ Pero si no hay ninguna serpiente!

—Lo sabremos seguro cuando vayamos a cazar.

Ralph se sintió molesto y, por un momento, vencido. Sintió que se habí a enfrentado con algo inasequible. Los ojos que le miraban con tanta atenció n habí an perdido su alegrí a.

—¡ Pero si no hay ninguna fiera!

Una reserva de energí a que no sospechaba escondida en é l se avivó y le forzó a insistir de nuevo y con má s fuerza.

—¡ Pero si os digo que no hay ninguna fiera!

La asamblea permaneció en silencio. Ralph alzó la caracola una vez má s y recobró el buen humor al pensar en lo que aú n tení a que decir.

—Ahora llegamos a lo má s importante. He estado pensando. Pensaba mientras escalá bamos la montañ a —lanzó a los otros dos una mirada de connivencia— y ahora aquí, en la playa. Esto es lo que he pensado. Queremos divertirnos. Y queremos que nos rescaten.

El apasionado rumor de conformidad que brotó de la asamblea le golpeó con la fuerza de una ola y é l se perdió. Pensó de nuevo.

—Queremos que nos rescaten; y, desde luego, nos van a rescatar.

Creció el murmullo. Aquella declaració n tan sencilla, sin otro respaldo que la fuerza de la nueva autoridad de Ralph, les trajo claridad y dicha. Tuvo que agitar la caracola en el aire para hacerse oí r.

—Mi padre está en la Marina. Dice que ya no quedan islas desconocidas. Dice que la Reina tiene un cuarto enorme lleno de mapas y que todas las islas del mundo está n dibujadas allí. Así que la Reina tiene dibujada esta isla.

De nuevo se oyó el rumor de la alegrí a y el optimismo.

—Y antes o despué s pasará por aquí algú n barco. Hasta podrí a ser el barco de papá. Así que ya lo sabé is. Antes o despué s vendrá n a rescatarnos.

Tras aclarar su argumento, se detuvo. La asamblea se vio alzada a un lugar seguro por sus palabras. Sentí an simpatí a y ahora respeto hacia é l. Le aplaudieron espontá neamente y pronto la plataforma entera resonó con los aplausos. Ralph se sonrojó al observar de costado la abierta admiració n de Piggy y al otro lado a Jack, que sonreí a con afectació n y demostraba que tambié n é l sabí a aplaudir.

Ralph agitó la caracola en el aire.

—¡ Basta! ¡ Esperad! ¡ Escuchadme!

Prosiguió cuando hubo silencio, alentado por el triunfo.

—Hay algo má s. Podemos ayudarles para que nos encuentren. Si se acerca un barco a la isla, puede que no nos vea. Así que tenemos que lanzar humo desde la cumbre de la montañ a. Tenemos que hacer una hoguera,

—¡ Una hoguera! ¡ Vamos a hacer una hoguera!

Al instante, la mitad de los muchachos estaban ya en pie. Jack vociferaba entre ellos, olvidada por todos la caracola.

—¡ Venga! ¡ Seguidme!

El espacio bajo las palmeras se llenó de ruido y movimiento. Ralph estaba tambié n de pie, gritando que se callasen, pero nadie le oí a. En un instante el grupo entero corrí a hacia el interior de la isla y todos, tras Jack, desaparecieron. Hasta los má s pequeñ os se pusieron en marcha, luchando contra la hojarasca y las ramas partidas como mejor pudieron. Ralph, sosteniendo la caracola en las manos, se habí a quedado solo con Piggy.

Piggy respiraba ya casi con normalidad.

—¡ Igual que unos crí os! —dijo con desdé n—. ¡ Se portan como una panda de crí os!

Ralph le miró inseguro y colocó la caracola sobre un tronco.

—Te apuesto a que ya han pasado las cinco —dijo Piggy—. ¿ Qué crees que van a hacer en la montañ a?

Acarició la caracola con respeto, luego se quedó quieto y alzó los ojos.

—¡ Ralph! ¡ Oye! ¿ A dó nde vas?

Ralph trepaba ya por las primeras huellas de vegetació n aplastada que marcaban la desgarradura del terreno. Las risas y el ruido de pisadas sobre el ramaje se oí an a lo lejos.

Piggy le miró disgustado.

—Igual que una panda de crí os...

Suspiró, se agachó y se ató los cordones de los zapatos. El ruido de la errá tica asamblea se alejaba hacia la montañ a. Piggy, con la expresió n sufrida de un padre que se ve obligado a seguir la loca agitació n de sus hijos, asió la caracola y se dirigió hacia la selva, abrié ndose paso a lo largo de la franja destrozada.

En la ladera opuesta de la montañ a habí a una plataforma cubierta por el boscaje. Ralph, una vez má s, se vio esbozando el mismo gesto circular con las manos.

—Podemos coger toda la leñ a que queramos allá abajo.

Jack asintió con la cabeza y dio un tiró n a su labio. La arboleda que se ofrecí a a unos treinta metros bajo ellos, en el lado má s pendiente de la montañ a, parecí a ideada para proveer de combustible. Los á rboles crecí an fá cilmente bajo el hú medo calor, pero disponí an de insuficiente tierra para crecer plenamente y pronto se desplomaban para desintegrarse; las trepadoras los envolví an y nuevos retoñ os buscaban camino hacia lo alto.

Jack se volvió a los muchachos del coro, que aguardaban preparados a obedecer. Llevaban las gorras negras inclinadas sobre una oreja, como boinas.

—Venga. Vamos a formar una pila.

Buscaron el camino má s có modo de descenso y, una vez allí, comenzaron a recoger leñ a. Los chicos má s pequeñ os lograron alcanzar la cima y se deslizaron tambié n hacia aquel lugar; pronto todos excepto Piggy estaban ocupados en algo. La mayor parte de la madera estaba tan podrida que cuando tiraban de ella se deshací a en una lluvia de astillas, gusanos y residuos; pero lograron sacar algunos troncos en una sola pieza. Los mellizos, Sam y Eric, fueron los primeros en conseguir un buen leñ o, pero no pudieron hacer nada con é l hasta que Ralph, Jack, Simon, Roger y Maurice se abrieron sitio para echar una mano. Subieron aquella cosa grotesca y muerta monte arriba y la dejaron caer en la cima. Cada grupo de chicos añ adí a su parte, grande o pequeñ a, y la pila crecí a. Al regresar, Ralph se encontró con Jack, queriendo hacerse con un tronco; ambos se sonrieron y compartieron aquella carga. De nuevo la brisa, los gritos y la oblicua luz del sol sobre la alta montañ a infundieron aquel encanto, aquella extrañ a e invisible luz de amistad, aventura y dicha.

—Casi imposible moverla. Jack le devolvió la sonrisa.

—Si lo hacemos entre los dos, no.

Juntos, unidos en un mismo esfuerzo por aquella carga, subieron tambaleá ndose hasta escalar el ú ltimo saliente. Cantaron juntos, ¡ Uno! ¡ Dos! ¡ Tres! y arrojaron el leñ o sobre la gran pila. Al apartarse, estaban tan alegres por aquel triunfo que Ralph no tuvo má s remedio que dar una voltereta inmediatamente. Má s abajo los chicos seguí an trabajando, aunque algunos de los má s pequeñ os habí an perdido interé s y buscaban fruta en aquel nuevo bosque. Llegaron ahora a la cima los mellizos, que, con inteligencia no sospechada, traí an brazadas de hojas secas que vertieron sobre el montó n. Uno a uno, los muchachos fueron abandonando la tarea al comprender que ya tení an bastante para la hoguera; allí esperaron, en la cima quebrada y rosa de la montañ a. La respiració n se habí a vuelto tranquila y el sudor se secaba.

Ralph y Jack se miraron mientras el grupo aguardaba en torno suyo. La vergonzosa verdad iba creciendo en ellos y no sabí an có mo comenzar la confesió n.

Ralph fue el primero en hablar; su cara estaba roja como el carmí n.

—¿ Quieres...? Tosió y siguió.

—¿ Quieres encender el fuego?

Ahora que la absurda situació n estaba al descubierto, Jack se sonrojó tambié n. Murmuró vagamente:

—Frotas dos palos. Se frotan...

Lanzó una ojeada a Ralph, que acabó por hacer confesió n final de su impotencia.

—¿ Alguien tiene cerillas?

—Se hace un arco y se da vueltas a la flecha —dijo Roger. Frotó las manos en imitació n. —Psss. Psss.

Corrí a un airecillo sobre la montañ a. Y con é l llegó Piggy, en camisa y calzoncillos, en un lento esfuerzo para acabar de salir al claro; la luz del atardecer se reflejaba en sus gafas.

Llevaba la caracola bajo el brazo.

Ralph le gritó:

—¡ Piggy! ¿ Tienes cerillas?

Los demá s muchachos repitieron el grito hasta que resonó el eco en la montañ a. Piggy contestó que no con un gesto y se acercó hasta la pila.

—¡ Vaya! Menudo montó n habé is hecho. Jack señ aló, rá pido, con la mano.

—Sus gafas... vamos a usarí as como una lente. Piggy se encontró rodeado antes de poder escapar.

—¡ Oye... dé jame en paz! — Su voz se convirtió en un grito de terror cuando Jack le arrebató las gafas. —¡ Ten cuidado! ¡ Devué lvemelas! ¡ No veo casi! ¡ Vais a romper la caracola!

Ralph le empujó a un lado de un codazo y se arrodilló junto a la pila.

—Quitaos de la luz.

Se empujaban, se daban tirones unos a otros y gritaban oficiosos. Ralph acercaba y retiraba las gafas y las moví a de un lado a otro, hasta que una brillante imagen blanca del sol declinante apareció sobre un trozo de madera podrida. Casi inmediatamente se alzó un fino hilo de humo que le hizo toser. Tambié n Jack se arrodilló y sopló suavemente, impulsando el humo, cada vez má s espeso, hacia lo lejos, hasta que apareció por fin una llama diminuta. La llama, casi invisible al principio a la brillante luz del sol, rodeó una ramita, creció, se enriqueció en color y alcanzó a otra rama que estalló con un agudo chasquido. La llama aleteó hacia lo alto y los chicos rompieron en ví tores.

—¡ Mis gafas! —chilló Piggy—. ¡ Dame mis gafas!

Ralph se apartó de la pila y puso las gafas en las manos de Piggy, que buscaba a tientas. Su voz bajó hasta no ser má s que un murmullo.

—Só lo cosas borrosas, nada má s. Casi no veo ni mis manos...

Los muchachos bailaban. La madera estaba tan podrida y ahora tan seca que las ramas enteras, como yesca, se entregaban a las impetuosas llamas amarillas; una gran barba roja, de má s de cinco metros, surgió en el aire El calor que despedí a la hoguera sacudí a a varios metros como un golpe, y la brisa era un rí o de chispas. Los troncos se deshací an en polvo blanco.

Ralph gritó:

—¡ Má s leñ a! ¡ Todos por má s leñ a!

Era una carrera del tiempo contra el fuego, y los muchachos se esparcieron por la selva alta. El objetivo inmediato era mantener en la montañ a una bandera de pura llama ondeante y nadie habí a pensado en otra cosa. Incluso los má s pequeñ os, a no ser que se sintiesen reclamados por los frutales, traí an trocitos de leñ a que arrojaban al fuego. El aire se moví a má s ligero y pasó a convertirse en un viento suave, y así sotavento y barlovento se hallaban bien diferenciados. El aire era fresco en un lado, pero en el otro el fuego alargaba un colé rico brazo de calor que rizaba inmediatamente el pelo. Los muchachos, al sentir el viento de la tarde en sus rostros empapados, se pararon a disfrutar del fresco y advirtieron entonces que estaban agotados. Se tumbaron en las sombras escondidas entre las despedazadas rocas. La barba flamí gera disminuyó rá pidamente; la pila se desplomó con un ruido suave de cenizas, y lanzó al aire un gran á rbol de chispas que se dobló hacia un costado y se alejó en el viento. Los chicos permanecieron tumbados, jadeando como perros.

Ralph levantó la cabeza, que habí a descansado en los brazos.

—No ha servido para nada.

Roger escupió con tino a la arena caliente.

—¿ Qué quieres decir?

—Que no habí a humo, só lo llamas. Piggy se habí a instalado en el á ngulo de dos piedras, y estaba allí sentado con la caracola sobre las rodillas.

—Hemos hecho una hoguera para nada —dijo—• No se puede sostener ardiendo un fuego así, por mucho que hagamos.

—Pues sí que tú has hecho mucho —dijo Jack con desprecio—. Te quedaste ahí sentado.

—Hemos usado sus gafas —dijo Simó n manchá ndose de negro una mejilla con el antebrazo—. Nos ayudó así.

—¡ La caracola la tengo yo —dijo Piggy indignado—, dé jame hablar a mí!

—La caracola no vale en la cumbre de la montañ a —dijo Jack—, así que cierra la boca.

—Tengo la caracola en la mano.

—Hay que echar ramas verdes —dijo Maurice—. Esa es la mejor manera de hacer humo.

—Tengo la caracola...

—¡ Tú te callas!

Piggy se acobardó. Ralph le quitó la caracola y se dirigió al cí rculo de muchachos.

—Tiene que formarse un grupo especial que cuide del fuego. Cualquier dí a puede llegar un barco —dirigió la mano hacia la tensa cuerda del horizonte—, y si tenemos puesta una señ al vendrá n y nos sacará n de aquí. Y otra cosa. Necesitamos má s reglas. Donde esté la caracola, hay una reunió n. Igual aquí que abajo.

Dieron todos su asentimiento. Piggy abrió la boca para hablar, se fijó en los ojos de Jack y volvió a cerrarla. Jack tendió los brazos hacia la caracola y se puso en pie, sosteniendo con cuidado el delicado objeto en sus manos llenas de hollí n.

—Estoy de acuerdo con Ralph. Necesitamos má s reglas y hay que obedecerlas. Despué s de todo, no somos salvajes. Somos ingleses, y los ingleses somos siempre los mejores en todo. Así que tenemos que hacer lo que es debido.

Se volvió a Ralph.

—Ralph, voy a dividir el coro... mis cazadores, quiero decir, en grupos, y nos ocuparemos de mantener vivo el fuego...

Tal generosidad produjo una rociada de aplausos entre los muchachos que obligó a Jack a sonreí rles y luego a agitar la caracola para demandar silencio.

—Ahora podemos dejar que se apague el fuego. Ademá s, ¿ quié n iba a ver el humo de noche? Y cuando queramos podemos encenderlo otra vez. Contraltos, esta semana os encargá is vosotros de mantener el fuego, y los sopranos la semana que viene...

La asamblea, gravemente, asintió.

—Y tambié n nos ocuparemos de montar una guardia.

Si vemos un barco allá afuera —siguieron con la vista la direcció n de su huesudo brazo—, echaremos ramas verdes. Así habrá má s humo.

Observaron fijamente el denso azul del horizonte, como si una pequeñ a silueta fuese a aparecer en cualquier momento.

Al oeste, el sol era una gota de oro ardiente que se deslizaba con rapidez hacia el alfé izar del mundo. En ese mismo momento comprendieron que el ocaso significaba el fin de la luz y el calor.

Roger cogió la caracola y lanzó a su alrededor una mirada entristecida.

—He estado mirando al mar y no he visto ni una señ al de un barco. Quizá no vengan nunca por nosotros.

Un murmullo se alzó y se apagó alejá ndose. Ralph cogió de nuevo la caracola.

—Ya os he dicho que algú n dí a vendrá n por nosotros. Hay que esperar, eso es todo.

Atrevido, a causa de su indignació n, Piggy cogió la caracola.

—¡ Eso es lo que yo dije! Estaba hablando de las reuniones y cosas así y me decí s que cierre la boca...

Su voz se elevó en un tono de justificado reproche. Los demá s se agitaron y empezaron a gritarle que se callase.

—Habé is dicho que querí ais un fuego pequeñ o y vais y hacé is un montó n como un almiar. Si digo algo —gritó Piggy con amargo realismo—, me decí s que me calle, pero si es Jack o Maurice o Simó n...

Se detuvo en medio del alboroto, de pie y mirando por encima de ellos hacia el lado hostil de la montañ a, hacia el amplio espacio oscuro donde habí an encontrado la leñ a. Se echó entonces a reí r de una manera tan extrañ a que los demá s se quedaron silenciosos, observando con atenció n el destello de sus gafas. Siguieron la direcció n de sus ojos hasta descubrir el significado del amargo chiste.

—Ahí tené is vuestra fogata.

Se veí a salir humo aquí y allá entre las trepadoras que festoneaban los á rboles muertos o moribundos. Mientras observaban, un destello de fuego apareció en la base de unos tallos y el humo fue hacié ndose cada vez má s espeso. Llamas pequeñ as se agitaron junto al tronco de un á rbol y se arrastraron entre las hojas y el ramaje seco, dividié ndose y creciendo. Un brote rozó el tronco de un á rbol y trepó por é l como una ardilla brillante. El humo creció, osciló y rodó hacia fuera. La ardilla saltó sobre las alas del viento y se asió a otro de los á rboles en pie, devorá ndolo desde la copa. Bajo el oscuro dosel de hojas y humo, el fuego se apoderó de la selva y empezó a roer cuanto encontraba. Hectá reas de amarillo y negro humo rodaron implacables hacia el mar. Al ver las llamas y el curso incontenible del fuego, los muchachos rompieron en chillidos y ví tores excitados. Las llamas, como un animal salvaje, se arrastraron, lo mismo que se arrastra un jaguar sobre su vientre, hacia una fila de retoñ os con aspecto de abedules que adornaban un crestó n de la rosada roca. Aletearon sobre el primero de los á rboles, y de las ramas brotó un nuevo follaje de fuego. El globo de llamas saltó á gilmente sobre el vací o entre los á rboles y despué s recorrió la fila entera columpiá ndose y despidiendo llamaradas. Allá abajo, má s de cincuenta hectá reas de bosque se convertí an furiosamente en humo y llamas. Los diversos ruidos del fuego se fundieron en una especie de redoble de tambores que sacudió la montañ a.

—Ahí tené is vuestra fogata.

Alarmado, Ralph advirtió que los muchachos se quedaban paralizados y silenciosos, sintié ndose invadir por el temor ante el poder desencadenado a sus pies. El conocimiento de ello y el temor le hicieron brutal.

—¡ Cá llate ya!

—Tengo la caracola —dijo Piggy con lastimada voz—. Tengo derecho a hablar.

Le miraron con ojos indiferentes a lo que veí an y oí dos atentos al tomborilear del fuego. Piggy volvió una nerviosa mirada hacia aquel infierno y apretó contra sí la caracola.

—Ahora hay que dejar que todo eso se queme. Y era nuestra leñ a.

Se pasó la lengua por los labios.

—No podemos hacer nada. Hay que tener má s cuidado. Estoy asustado...

Jack hizo un esfuerzo para separar la vista del fuego.



  

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