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William Golding 2 страница



Algo oscuro andaba a tientas dentro del rombo brumoso de la playa. El primero que lo vio fue Ralph y su atenta mirada acabó por arrastrar hacia aquel lugar la vista de los demá s. La criatura salió del á rea del espejismo y entró en la transparente arena, y vieron entonces que no toda aquella oscuridad era una sombra, sino, en su mayor parte, ropas. La criatura era un grupo de chicos que marchaban casi a compá s, en dos filas paralelas. Vestí an de extrañ a manera. Llevaban en la mano pantalones, camisas y otras prendas, pero cada muchacho traí a puesta una gorra negra cuadrada con una insignia de plata. Capas negras con grandes cruces plateadas al lado izquierdo del pecho cubrí an sus cuerpos desde la garganta a los tobillos, y los cuellos acababan rematados por golas blancas. El calor del tró pico, el descenso, la bú squeda de alimentos y ahora esta caminata sudorosa a lo largo de la playa ardiente habí an dado a la piel de sus rostros el aspecto de una ciruela recié n lavada. El muchacho al mando del grupo vestí a de la misma forma, pero la insignia de su gorra era dorada. Cuando su grupo se encontró a unos diez metros de la plataforma, gritó una orden y todos se pararon, jadeantes, sudorosos, balanceá ndose en la rabiosa luz. El propio jefe dio unos pasos al frente, saltó a la plataforma, revoloteando su capa, y se asomó a lo que para é l era casi total oscuridad.

—¿ Dó nde está el hombre de la trompeta? Ralph, al advertir en el otro la ceguera del sol, contestó:

—No hay ningú n hombre con trompeta. Era yo.

El muchacho se acercó y, fruncido el entrecejo, miró a Ralph. Lo que pudo ver de aquel muchacho rubio con una caracola de color cremoso no pareció satisfacerle. Se volvió rá pidamente y su capa negra giró en el aire.

—¿ Entonces no hay ningú n barco?

Se le veí a alto, delgado y huesudo dentro de la capa flotante; su pelo rojo resaltaba bajo la gorra negra. Su cara, de piel cortada y pecosa, era fea, pero no la de un tonto. Dos ojos de un azul claro que destacaban en aquel rostro, indicaban su decepció n, pronta a transformarse en có lera.

—¿ No hay ningú n hombre aquí? Ralph habló a su espalda.

—No. Pero vamos a tener una reunió n. Quedaos con nosotros.

El grupo empezó a deshacer la formació n y el muchacho alto gritó:

—¡ Atenció n! ¡ Quieto el coro!

El coro, obedeciendo con cansancio, volvió a agruparse en filas y permaneció balanceá ndose al sol. Pero unos cuantos empezaron a protestar tí midamente.

—Por favor, Merridew. Por favor..., ¿ por qué no nos dejas?

En aquel momento uno de los muchachos se desplomó de bruces en la arena y la fila se deshizo. Alzaron al muchacho a la plataforma y le dejaron allí sobre el suelo. Merridew le miró fijamente y despué s trató de corregir lo hecho.

—De acuerdo. Sentaos. Dejadle solo.

—Pero, Merridew...

—Siempre se está desmayando —dijo Merridew—. Hizo lo mismo en Gibraltar y en Addis, y en los maitines se cayó encima del chantre.

Esta jerga particular del coro provocó la risa de los compañ eros de Merridew, que posados como negros pá jaros en los troncos desordenados observaban a Ralph con interé s. Piggy no preguntó sus nombres. Se sintió intimidado por tanta superioridad uniformada y la arrogante autoridad que despedí a la voz de Merridew. Encogido al otro lado de Ralph, se entretuvo con las gafas.

Merridew se dirigió a Ralph.

—¿ No hay gente mayor?

—No.

Merridew se sentó en un tronco y miró al cí rculo de niñ os.

—Entonces tendremos que cuidarnos nosotros mismos. Seguro al otro lado de Ralph, Piggy habló tí midamente.

—Por eso nos ha reunido Ralph. Para decidir lo que hay que hacer. Ya tenemos algunos nombres. Ese es Johnny. Esos dos —son mellizos— son Sam y Eric. ¿ Cuá l es Eric...? ¿ Tú? No, tu eres Sam...

—Yo soy Sam.

—Y yo soy Eric.

—Debí amos conocernos por nuestros nombres. Yo soy Ralph —dijo é ste.

—Ya tenemos casi todos los nombres —dijo Piggy—• Los acabamos de preguntar ahora.

—Nombres de niñ os —dijo Merridew—. ¿ Por qué me va nadie a llamar Jack? Soy Merridew.

Ralph se volvió rá pido. Aquella era la voz de alguien que sabí a lo que querí a.

—Entonces —siguió Piggy—, aquel chico... no me acuerdo...

—Hablas demasiado —dijo Jack Merridew—. Cá llate, Fatty *.

Se oyeron risas.

—¡ No se llama Fatty —gritó Ralph—, su verdadero nombre es Piggy!

—¡ Piggy!

—¡ Piggy!

—¡ Eh, Piggy!

Se rieron a carcajadas y hasta el má s pequeñ o se unió al jolgorio. Durante un instante, los muchachos formaron un cí rculo cerrado de simpatí a, que excluyó a Piggy. Se puso é ste muy colorado, agachó la cabeza y limpió las gafas una vez má s.

Por fin cesó la risa y continuaron diciendo sus nombres. Maurice, que seguí a a Jack en estatura entre los del coro, era ancho de espaldas y lucí a una sonrisa permanente. Habí a un chico menudo y furtivo en quien nadie se habí a fijado, encerrado en sí mismo hasta lo má s profundo de su ser. Murmuró que se llamaba Roger y volvió a guardar silencio. Bill, Robert, Harold, Henry. El muchacho que sufrió el desmayo se arrimó a un tronco de palmera, sonrió, aú n pá lido, a Ralph y dijo que se llamaba Simó n. Habló Jack:

—Tenemos que decidir algo para que nos rescaten. Se oyó un rumor; Henry, uno de los pequeñ os, dijo que se querí a ir a casa.

—Cá llate —dijo Ralph distraí do. Alzó la caracola—. Me parece que debí amos tener un jefe que tome las decisiones.

—¡ Un jefe! ¡ Un jefe!

—Debo serlo yo —dijo Jack con sencilla arrogancia—, porque soy el primero en el coro de la iglesia y soy tenor. Puedo dar el do sostenido.

De nuevo un rumor.

—Así que —dijo Jack—, yo...

Dudó por un instante. El muchacho moreno, Roger, dio al fin señ ales de vida y dijo:

—Vamos a votar.

—¡ Sí!

* Gordo.

—¡ A votar por un jefe!

—¡ Vamos a votar!...

Votar era para ellos un juguete casi tan divertido como la caracola.

Jack empezó a protestar, pero el alboroto cesó de reflejar el deseo general de encontrar un jefe para convertirse en la elecció n por aclamació n del propio Ralph. Ninguno de los chicos podrí a haber dado una buena razó n para aquello; hasta el momento, todas las muestras de inteligencia habí an procedido de Piggy, y el que mostraba condiciones má s evidentes de jefe era Jack. Pero tení a Ralph, allí sentado, tal aire de serenidad, que le hací a resaltar entre todos; era su estatura y su atractivo; mas de manera inexplicable, pero con enorme fuerza, habí a influido tambié n la caracola. El ser que hizo sonar aquello, que les aguardó sentado en la plataforma con tan delicado objeto en sus rodillas, era algo fuera de lo corriente.

—El del caracol.

—¡ Ralph! ¡ Ralph!

—Que sea jefe ese de la trompeta. Ralph alzó una mano para callarles.

—Bueno, ¿ quié n quiere que Jack sea jefe? Todos los del coro, con obediencia inerme, alzaron las manos.

—¿ Quié n me vota a mí?

Todas las manos restantes, excepto la de Piggy, se elevaron inmediatamente.

Despué s tambié n Piggy, aunque a regañ adientes, hizo lo mismo.

Ralph las contó.

—Entonces, soy el jefe.

El cí rculo de muchachos rompió en aplausos. Aplaudieron incluso los del coro. Las pecas del rostro de Jack desaparecieron bajo el sonrojo de la humillació n. Decidió levantarse, despué s cambió de idea y se volvió a sentar mientras el aire seguí a tronando. Ralph le miró y con el vivo deseo de ofrecerle algo:

—El coro te pertenece a ti, por supuesto.

—Pueden ser nuestro ejé rcito...

—O los cazadores...

—Podrí an ser...

Desapareció el sofoco de la cara de Jack. Ralph volvió a pedir silencio con la mano.

—Jack tendrá el mando de los del coro. Pueden ser... ¿ Tú qué quieres que sean?

—Cazadores.

Jack y Ralph sonrieron el uno al otro con tí mido afecto. Los demá s se entregaron a animadas conversaciones. Jack se levantó.

—Vamos a ver, los del coro. Quitaos las capas.

Los muchachos del coro, como si acabara de terminarse la clase, se levantaron, se pusieron a charlar y apilaron sobre la hierba las capas negras. Jack dejó la suya en un tronco junto a Ralph. Tení a los pantalones grises pegados a la piel por el sudor. Ralph los miró con admiració n, y al darse cuenta Jack explicó:

—Traté de escalar aquella colina para ver si está bamos rodeados de agua. Pero nos llamó tu caracola.

Ralph sonrió y alzó la caracola para establecer silencio.

—Escuchad todos. Necesito un poco de tiempo para pensar las cosas. No puedo decidir nada así de repente. Si esto no es una isla, nos podrá n rescatar en seguida. Así que tenemos que decidir si es una isla o no. Tené is que quedaros todos aquí y esperar. Y que nadie se mueva. Tres de nosotros... porque si vamos má s nos haremos un lí o y nos perderemos, así que tres de nosotros iremos a explorar y ver dó nde estamos. Iré yo, y Jack y...

Miró al cí rculo de animados rostros. Sobraba donde escoger.

—Y Simó n.

Los chicos alrededor de Simó n rieron burlones y é l se levantó sonriendo un poco. Ahora que la palidez del desmayo habí a desaparecido, era un chiquillo delgaducho y vivaz, con una mirada que emergí a de una pantalla de pelo negro, lacio y tosco.

Asintió con la cabeza.

—De acuerdo, iré.

—Y yo...

Jack sacó una navaja envainada, de respetable tamañ o, y la clavó en un tronco. El alboroto subió y decayó de nuevo.

Piggy se removió en su asiento.

—Yo iré tambié n. Ralph se volvió hacia é l.

—No sirves para esta clase de trabajo.

—Me da igual...

—No te queremos para nada —dijo Jack sin má s—; basta con tres.

Los muchachos del coro, como si acabara de terminarse

—Yo estaba con é l cuando encontró la caracola. Estaba con é l antes de que vinierais vosotros.

Ni Jack ni los otros le hicieron caso. Hubo una dispersió n general.

Ralph, Jack y Simó n saltaron de la plataforma y marcharon por la arena, dejando atrá s la poza. Piggy les siguió con esfuerzo.

—Si Simó n se pone en medio —dijo Ralph—, podremos hablar por encima de su cabeza.

Los tres marchaban al uní sono, por lo cual Simó n se veí a obligado a dar un salto de vez en cuando para no perder el paso. Al poco rato Ralph se paró y se volvió hacia Piggy.

—Oye.

Jack y Simó n fingieron no darse cuenta de nada. Siguieron caminando.

—No puedes venir.

De nuevo se empañ aron las gafas de Piggy, esta vez por humillació n.

—Se lo has dicho. Despué s de lo que te conté. Se sonrojó y le tembló la boca.

—Despué s que te dije que no querí a...

—Pero ¿ de qué hablas?

—De que me llamaban Piggy. Dije que no me importaba con tal que los demá s no me llamasen Piggy, y te pedí que no se lo dijeses a nadie, y luego vas y se lo cuentas a todos.

Cayó un silencio sobre ellos. Ralph miró a Piggy con má s comprensió n, y le vio afectado y abatido. Dudó entre la disculpa y un nuevo insulto.

—Es mejor Piggy que Fatty —dijo al fin, con la firmeza de un auté ntico jefe—. Y ademá s, siento que lo tomes así. Vué lvete ahora, Piggy, y toma los nombres que faltan. Ese es tu trabajo. Hasta luego.

Se volvió y corrió hacia los otros dos. Piggy quedó callado y el sonrojo de indignació n se apagó lentamente. Volvió a la plataforma.

Los tres muchachos marcharon rá pidos por la arena. La marea no habí a subido aú n y dejaba descubierta una franja de playa, salpicada de algas, tan firme como un verdadero camino. Una especie de hechizo lo dominó todo; les sobrecogió aquella atmó sfera encantada y se sintieron felices. Se miraron riendo animadamente; hablaban sin escucharse. El aire brillaba. Ralph, que se sentí a obligado a traducir todo aquello en una explicació n, intentó dar una voltereta y cayó al suelo. Al cesar las risas, Simó n acarició tí midamente el brazo de Ralph y se echaron a reí r de nuevo.

—Vamos —dijo Jack en seguida—, que somos exploradores.

—Iremos hasta el extremo de la isla —dijo Ralph— y veremos desde allí lo que hay al otro lado.

—Si es que es una isla...

Ahora, al acercarse la noche, los espejismos iban cediendo poco a poco.

Divisaron el final de la isla, bien visible y sin ningú n efecto má gico que ocultase su aspecto o su sentido. Se hallaron frente a un tropel de formas cuadradas que ya les eran familiares y un gran bloque en medio de la laguna. En é l tení an sus nidos las gaviotas.

—Parece una capa de azú car —dijo Ralph— sobre una tarta de fresa.

No vamos a ver nada desde el extremo porque no hay ningú n extremo —dijo Jack—. Só lo una curva suave... y fí jate que las rocas son cada vez má s peligrosas...

Ralph hizo pantalla de sus ojos con una mano y siguió el perfil mellado de los riscos montañ a arriba. Era el lugar de la playa má s cercano a la montañ a que hasta el momento habí an visto.

—Trataremos de escalar la montañ a desde aquí —dijo—. Me parece que este es el camino má s fá cil. Aquí hay menos jungla y má s de estas rocas de color rosa. ¡ Vamos!

Los tres muchachos empezaron a trepar. Alguna fuerza desconocida habí a dislocado aquellos bloques, partié ndolos en pedazos que quedaron inclinados, y con frecuencia apilados uno sobre otro en volumen decreciente. La forma má s caracterí stica era un rosado risco que soportaba un bloque ladeado, coronado a su vez por otro bloque, y é ste por otro, hasta que aquella masa rosada constituí a una pila de rocas en equilibrio que emergí a atravesando la ondulada fantasí a de las trepadoras del bosque. A menudo, donde los riscos rosados se erguí an del suelo aparecí an senderos estrechos que serpenteaban hacia arriba. Serí a fá cil caminar por ellos, de cara hacia la montañ a y sumergidos en el mundo vegetal.

—¿ Quié n harí a este camino?

Jack se paró para limpiarse el sudor de la cara. Ralph, junto a é l, respiraba con dificultad.

—¿ Hombres?

Jack negó con la cabeza.

—Los animales.

Ralph penetró con la mirada en la oscuridad bajo los á rboles. La selva vibraba sin cesar.

—Vamos.

Lo má s difí cil no era la abrupta pendiente, rodeando las rocas, sino las inevitables zambullidas en la maleza hasta alcanzar la vereda siguiente. Allí las raí ces y los tallos de las plantas trepadoras se enredaban de tal modo que los muchachos habí an de atravesarlos como dó ciles agujas. Aparte del suelo pardo y los ocasionales rayos de luz a travé s del follaje, lo ú nico que les serví a de guí a era la direcció n de la pendiente del terreno: que este agujero, aú n galoneado por cables de trepadoras, se encontrase má s alto que aquel.

Siguieron hacia arriba a pesar de todo.

En uno de los momentos má s difí ciles, cuando se encontraban atrapados en aquella marañ a, Ralph se volvió a los otros con ojos brillantes.

—¡ Bá rbaro!

—¡ Fantá stico!

—¡ Estupendo!

No era fá cil explicar la razó n de su alegrí a. Los tres se sentí an sudorosos, sucios y agotados. Ralph estaba lleno de arañ azos. Las trepadoras eran tan gruesas como sus propios muslos y no dejaban má s que tú neles por donde seguir avanzando. Ralph gritó para sondear, y escucharon los ecos amortiguados.

—Esto sí que es explorar —dijo Jack—. Te apuesto a que somos los primeros que entramos en este sitio.

—Deberí amos dibujar un mapa —dijo Ralph—. Lo malo es que no tenemos papel.

—Podrí amos hacerlo con la corteza de un á rbol —dijo Simó n—, raspá ndola y luego frotando con algo negro.

De nuevo, en la temerosa penumbra, brotó la solemne comunió n de ojos brillantes.

—¡ Bá rbaro!

—¡ Fantá stico!

No habí a espacio para volteretas. Aquella vez Ralph tuvo que expresar la intensidad de su entusiasmo fingiendo derribar a Simó n de un golpe; y pronto formaron un montó n alegre y efusivo bajo la sombra crepuscular. Cuando se desenlazaron, Ralph fue el primero en hablar.

—Tenemos que seguir.

El granito rosado del siguiente risco se encontraba má s alejado de las trepadoras y los á rboles, y resultaba fá cil seguir la vereda. Esta, a su vez, les condujo hacia un claro del bosque, desde donde se vislumbraba el mar abierto. El sol secó ahora sus ropas empapadas por el oscuro y hú medo calor soportado. Para llegar hasta la cumbre ya no habrí an de zambullirse má s en la oscuridad, sino trepar tan só lo por la roca rosada. Eligieron su camino por desfiladeros y afilados peñ ascos.

—¡ Mira! ¡ Mira!

Las piedras desgarradas se alzaban como chimeneas a gran altura en aquel extremo de la isla. La roca que escogió Jack para apoyarse cedió, rechinando, al empuje.

—Venga...

Pero este «venga» no era una incitació n a seguir hacia la cumbre. La cumbre serí a asaltada má s tarde, una vez que los tres muchachos respondieran a este reto. La roca era tan grande como un automó vil pequeñ o.

—¡ Empuja!

Adelante y atrá s; habí a que coger el ritmo.

—¡ Empuja!

Tiene que aumentar el vaivé n del pé ndulo, aumentar, aumentar, hay que arrimar el hombro en el punto que má s oscila... aumentar... aumentar.

—¡ Empuja!

La enorme roca dudó un segundo, se balanceó en un pie, decidió no volver, se lanzó al espacio, cayó, golpeó el suelo, giró, zumbó en el aire y abrió un profundo hueco en el dosel del bosque. Volaron pá jaros y rumores, flotó en el aire un polvo rosado y blanco, retumbó el bosque a lo lejos como si lo atravesara un monstruo enfurecido y luego enmudeció la isla.

—¡ Qué bá rbaro!

—¡ Igual que una bomba!

No pudieron apartarse de aquel triunfo suyo en un buen rato. Pero al fin se alejaron.

El camino a la cumbre resultó fá cil despué s de aquello. Al iniciar el ú ltimo tramo, Ralph quedó inmó vil.

—¡ Fí jate!

Habí an llegado al borde de un circo, o anfiteatro, esculpido en la ladera. Estaba cubierto de azules flores de montañ a que le rebasaban y colgaban en profusió n hasta el dosel del bosque. El aire estaba cargado de mariposas que se elevaban, volaban y volví an a las flores.

Má s allá del circo aparecí a la cima cuadrada de la montañ a y pronto se encontraron en ella.

Habí an sospechado desde un principio que estaban en una isla: mientras trepaban por las rosadas piedras, con el mar a ambos lados y el alto aire cristalino, un instinto les habí a dicho que se encontraban rodeados por el mar. Pero era mejor no decir la ú ltima palabra hasta pisar la propia cumbre y ver el redondo horizonte de agua.

Ralph se volvió a los otros.

—Todo esto es nuestro.

Su forma vení a a ser la de un barco: el extremo donde se encontraban se erguí a encorvado y detrá s de ellos descendí a el arduo camino hacia la orilla. A un lado y otro, rocas, riscos, copas de á rboles y una fuerte pendiente. Frente a ellos, toda la longitud del barco: un descenso má s fá cil, cubierto de á rboles e indicios de la piedra rosada, y luego la llanura selvá tica, tupida de verde, contrayé ndose al final en una cola rosada. Allá donde la isla desaparecí a bajo las aguas, se veí a otra isla. Una roca, casi aislada, se alzaba como una fortaleza, cuyo rosado y atrevido bastió n les contemplaba a travé s del verdor.

Los muchachos observaron todo aquello; despué s dirigieron la vista al mar. La tarde empezaba a declinar y desde el alto mirador ningú n espejismo robaba al paisaje su nitidez.

—Eso es un arrecife. Un arrecife de coral. Los he visto en fotos.

El arrecife cercaba gran parte de la isla y se extendí a paralelo a lo que los muchachos llamaron su playa, a una distancia de má s de un kiló metro de ella. El coral semejaba blancos trazos hechos por un gigante que se hubiese encorvado para reproducir en el mar la fluida lí nea del contorno de la isla y, cansado, abandonara su obra sin acabarla. Dentro del agua multicolor, las rocas y las algas se veí an como en un acuario; fuera, el azul oscuro del mar. Del arrecife se desprendí an largas trenzas de espumas que la marea arrastraba consigo, y por un instante creyeron que el barco empezaba a ciar.

Jack señ aló hacia abajo.

—Allí es donde aterrizamos.

Má s allá de los barrancos y los riscos podí a verse la cicatriz en los á rboles; allí estaban los troncos astillados y luego el desgarró n del terreno, dejando entre é ste y el mar tan só lo una orla de palmeras. Allí estaba tambié n, apuntando hacia la laguna, la plataforma, y cerca de ella se moví an figuras que parecí an insectos.

Ralph trazó con la mano una lí nea en zig-zag que partí a del á rea desnuda donde se encontraban, seguí a una cuesta, despué s una hondonada, atravesaba un campo de flores y, tras un rodeo, descendí a a la roca donde empezaba el desgarró n del terreno.

—Esta es la manera má s rá pida de volver. Brillá ndoles los ojos, extasiados, triunfantes, saborearon el derecho de dominio. Se sintieron exaltados; se sintieron amigos.

—No se ve el humo de ninguna aldea y tampoco hay barcos —dijo Ralph con seriedad—. Luego lo comprobaremos, pero creo que está desierta.

—Buscaremos comida —dijo Jack entusiasmado—. Tendremos que cazar; atrapar algo... hasta que vengan por nosotros.

Simó n miró a los dos sin decir nada, pero asintiendo con la cabeza de tal forma que su melena negra saltaba de un lado a otro. Le brillaba el rostro.

Ralph observó el otro lado, donde no habí a arrecife.

—Ese lado tiene má s cuesta —dijo Jack. Ralph formó un cí rculo con las manos.

—Ese trozo de bosque, ahí abajo... lo sostiene la montañ a.

Todos los rincones de la montañ a sostení an á rboles; á rboles y flores. En aquel momento el bosque empezó a palpitar, a agitarse, a rugir. El á rea de flores má s cercanas fue sacudida por el viento y durante unos instantes la brisa llevó aire fresco a sus rostros.

Ralph extendió los brazos.

—Todo es nuestro. Gritaron, rieron y saltaron.

—Tengo hambre.

Al mencionar Simó n su hambre, los otros se dieron cuenta de la suya.

—Vá monos —dijo Ralph—. Ya hemos averiguado lo que querí amos saber.

 

Bajaron a tropezones una cuesta rocosa, cruzaron entre flores y se hicieron camino bajo los á rboles. Se detuvieron para ver los matorrales con curiosidad.

Simó n fue el primero en hablar.

—Parecen cirios. Plantas de cirios. Capullos de cirios.

Las plantas, que despedí an un olor aromá tico, eran de un verde oscuro y sus numerosos capullos verdes, replegados para evitar la luz, brillaban como la cera. Jack cortó uno con la navaja y su olor se derramó sobre ellos.

—Capullos de cirios.

—No se pueden encender —dijo Ralph—. Parecen velas, eso es todo.

—Velas verdes —dijo Jack con desprecio—; no se pueden comer. Venga, Vá monos.

Habí an ¡ legado al lugar donde comenzaba la espesa selva, y caminaban cansados por un sendero cuando oyeron ruidos —en realidad gruñ idos— y duros golpes de pezuñ as en un camino. A medida que avanzaban aumentaron los gruñ idos hasta hacerse frené ticos. Encontraron un jabato atrapado en una marañ a de lianas, debatié ndose entre las elá sticas ramas en la locura de su angustiado terror. Lanzaba un sonido agudo, afilado como una aguja, insistente. Los tres muchachos avanzaron corriendo y Jack blandió de nuevo su navaja. Alzó un brazo al aire. Se hizo un silencio, una pausa; el animal continuó gruñ endo, siguieron agitá ndose las lianas y la navaja brillando al extremo de un brazo huesudo. La pausa sirvió tan só lo para que los tres comprendieran la enormidad que serí a la caí da del golpe. En ese momento, el jabato se libró de las ramas y se escabulló en la maleza. Se quedaron mirá ndose y contemplaron el lugar del terror.

El rostro de Jack estaba blanco bajo las pecas. Advirtió que aú n sostení a la navaja en lo alto; bajó el brazo y guardó el arma en su funda. Rieron los tres algo avergonzados y retrocedieron hasta alcanzar el camino abandonado.

—Estaba buscando un buen sitio —dijo Jack—; só lo esperé un momento para decidir dó nde clavarla.

—Los jabalí es se cazan con venablo —dijo Ralph con violencia—. Siempre se habla de cazar el jabalí con venablo.

—Hay que cortarles el cuello para que les salga la sangre —dijo Jack—. Si no, no se puede comer la carne.

—¿ Por qué no le has...?

Sabí an muy bien por qué no lo habí a hecho: hubiese sido tremendo ver descender la navaja y cortar carne viva; hubiese sido insoportable la visió n de la sangre.

—Lo iba a hacer —dijo Jack.

Se habí a adelantado y no pudieron ver su cara.

—Estaba buscando un buen sitio. ¡ La pró xima vez...!

De un tiró n sacó la navaja de su funda y la clavó en el tronco de un á rbol. La pró xima vez no habrí a piedad. Se volvió y les miró con fiereza, retá ndoles a que le desmintiesen. A poco salieron a la luz del sol y se entretuvieron algú n tiempo en busca de frutos comestibles, devorá ndolos mientras avanzaban por el desgarró n hacia la plataforma y la reunió n.

Cuando Ralph cesó de sonar la caracola, la plataforma estaba atestada, pero aquella reunió n era bastante diferente de la que habí a tenido lugar por la mañ ana. El sol vespertino entraba oblicuo por el otro lado de la plataforma y la mayorí a de los muchachos, aunque demasiado tarde, al sentir el escozor del sol, se habí an vestido; el coro, menos compacto como grupo, habí a abandonado sus capas.

Ralph se sentó en un tronco caí do, dando su costado izquierdo al sol. A su derecha se encontraba casi todo el coro; a su izquierda, los chicos mayores, que antes de la evacuació n no se conocí an; frente a é l, los má s pequeñ os se habí an acurrucado en la hierba.

Ahora, silencio. Ralph dejó la caracola marfileñ a y rosada sobre sus rodillas; una repentina brisa esparció luz sobre la plataforma. No sabí a qué hacer, si ponerse en pie o permanecer sentado. Miró de reojo a la poza, que quedaba a su izquierda. Piggy estaba sentado cerca, pero no ofrecí a ayuda alguna.



  

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