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William Golding 1 страница



 

 

William Golding

El Señ or de las Moscas


 

 

A mi madre y a mi padre


 

 

El toque de caracola

El muchacho rubio descendió un ú ltimo trecho de roca y comenzó a abrirse paso hacia la laguna. Se habí a quitado el sué ter escolar y lo arrastraba en una mano, pero a pesar de ello sentí a la camisa gris pegada a su piel y los cabellos aplastados contra la frente. En torno suyo, la penetrante cicatriz que mostraba la selva estaba bañ ada en vapor. Avanzaba el muchacho con dificultad entre las trepadoras y los troncos partidos, cuando un pá jaro, visió n roja y amarilla, saltó en vuelo como un relá mpago, con un antipá tico chillido, al que contestó un grito como si fuese su eco;

—¡ Eh —decí a—, aguarda un segundo!

La maleza al borde del desgarró n del terreno tembló y cayeron abundantes gotas de lluvia con un suave golpeteo.

—-Aguarda un segundo —dijo la voz—, estoy atrapado.

El muchacho rubio se detuvo y se estiró las medias con un ademá n instintivo, que por un momento pareció transformar la selva en un bosque cercano a Londres.

De nuevo habló la voz.

—No puedo casi moverme con estas dichosas trepadoras.

El dueñ o de aquella voz salió de la maleza andando de espaldas y las ramas arañ aron su grasiento anorak. Tení a desnudas y llenas de rasguñ os las gordas rodillas. Se agachó para arrancarse cuidadosamente las espinas. Despué s se dio la vuelta. Era má s bajo que el otro muchacho y muy gordo. Dio unos pasos, buscando lugar seguro para sus pies, y miró tras sus gruesas gafas.

—¿ Dó nde está el hombre del megá fono? El muchacho rubio sacudió la cabeza.

—Estamos en una isla. Por lo menos, eso me parece. Lo de allá fuera, en el mar, es un arrecife. Me parece que no hay personas mayores en ninguna parte.

El otro muchacho miró alarmado.

—¿ Y aquel piloto? Pero no estaba con los pasajeros, es verdad, estaba má s adelante, en la cabina.

El muchacho rubio miró hacia el arrecife con los ojos entornados.

—Todos los otros chicos... —siguió el gordito—. Alguno tiene que haberse salvado. ¿ Se habrá salvado alguno, verdad?

El muchacho rubio empezó a caminar hacia el agua afectando naturalidad. Se esforzaba por comportarse con calma y, a la vez, sin parecer demasiado indiferente, pero el otro se apresuró tras é l.

—¿ No hay má s personas mayores en este sitio?

—Me parece que no.

El muchacho rubio habí a dicho esto en un tono solemne, pero en seguida le dominó el gozo que siempre produce una ambició n realizada, y en el centro del desgarró n de la selva brincó dando media voltereta y sonrió burlonamente a la figura invertida del otro.

—¡ Ni una persona mayor!

En aquel momento el muchacho gordo pareció acordarse de algo.

—El piloto aquel.

El otro dejó caer sus pies y se sentó en la tierra ardiente.

—Se marcharí a despué s de soltarnos a nosotros. No podí a aterrizar aquí, es imposible para un avió n con ruedas.

—¡ Será que nos han atacado!

—No te preocupes, que ya volverá.

Pero el gordo hizo un gesto de negació n con la cabeza.

—Cuando bajá bamos miré por una de las ventanillas aquellas. Vi la otra parte del avió n y salí an llamas. Observó el desgarró n de la selva de arriba abajo.

—Y todo esto lo hizo la cabina del avió n. El otro extendió la mano y tocó un tronco de á rbol mellado. Se quedó pensativo por un momento.

—¿ Qué le pasarí a? —preguntó —. ¿ Dó nde estará ahora?

—La tormenta lo arrastró al mar. Menudo peligro, con tantos á rboles cayé ndose. Algunos chicos estará n dentro todaví a.

Dudó por un momento; despué s habló de nuevo.

—¿ Có mo te llamas?

—Ralph.

El gordito esperaba a su vez la misma pregunta, pero no hubo tal señ al de amistad. El muchacho rubio llamado Ralph sonrió vagamente, se levantó y de nuevo emprendió la marcha hacia la laguna. El otro le siguió, decidido, a su lado.

—Me parece que muchos otros estará n por ahí. ¿ Tú no has visto a nadie má s, verdad?

Ralph contestó que no, con la cabeza, y forzó la marcha, pero tropezó con una rama y cayó ruidosamente al suelo. El muchacho gordo se paró a su lado, respirando con dificultad.

—Mi tí a me ha dicho que no debo correr —explicó —, por el asma.

—¿ Asma?

—Sí. Me quedo sin aliento. Era el ú nico chico en el colegio con asma —dijo el gordito con cierto orgullo—. Y llevo gafas desde que tení a tres añ os.

Se quitó las gafas, que mostró a Ralph con un alegre guiñ o de ojos; luego las limpió con su mugriento anorak. Quedó pensativo y una expresió n de dolor alteró los pá lidos rasgos de su rostro. Enjugó el sudor de sus mejillas y en seguida se ajustó las gafas.

—Esa fruta... Buscó en torno suyo.

—Esa fruta —dijo—, supongo... Puestas las gafas, se apartó de Ralph para esconderse entre el enmarañ ado follaje.

—En seguida salgo...

Ralph se escabulló en silencio y desapareció por entre el ramaje. Segundos despué s, los gruñ idos del otro quedaron detrá s de é l. Se apresuró hacia la pantalla que aú n le separaba de la laguna. Saltó un tronco caí do y se encontró fuera de la selva.

La costa apareció vestida de palmeras. Se sostení an frente a la luz del sol o se inclinaban o descansaban contra ella, y sus verdes plumas se alzaban má s de treinta metros en el aire. Bajo ellas el terreno formaba un ribazo mal cubierto de hierba, desgarrado por las raí ces de los á rboles caí dos y regado de cocos podridos y retoñ os del palmar. Detrá s quedaban la oscuridad de la selva y el espacio abierto del desgarró n.

Ralph se paró, apoyada la mano en un tronco gris, con la mirada fija en el agua tré mula. Allá, quizá a poco má s de un kiló metro, la blanca espuma saltaba sobre un arrecife de coral, y aú n má s allá, el mar abierto era de un azul oscuro. Limitada por aquel arco irregular de coral, la laguna yací a tan tranquila como un lago de montañ a, con infinitos matices del azul y sombrí os verdes y morados. La playa, entre la terraza de palmeras y el agua, semejaba un fino arco de tiro, aunque sin final discernibles, pues a la izquierda de Ralph la perspectiva de palmeras, arena y agua se prolongaba hacia un punto en el infinito. Y siempre presente, casi visible, el calor. Saltó de la terraza. Sintió la arena pesando sobre sus zapatos negros y el azote del calor en el cuerpo. Comenzó a notar el peso de la ropa: se quitó con una fuerte sacudida cada zapato y de un solo tiró n cada media. Subió de otro salto a la terraza, se despojó de la camisa y se detuvo allí, entre los cocos que semejaban calaveras, deslizá ndose sobre su piel las sombras verdes de las palmeras y la selva. Se desabrochó la hebilla adornada del cinturó n, dejó caer pantaló n y calzoncillo y, desnudo, contempló la playa deslumbrante y el agua. Por su edad —algo má s de doce añ os— habí a ya perdido la prominencia del vientre de la niñ ez; pero aú n no habí a adquirido la figura desgarbada del adolescente. Se adivinaba ahora, por la anchura y peso de sus hombros, que podrí a llegar a ser un boxeador, pero la boca y los ojos tení an una suavidad que no anunciaba ningú n demonio escondido. Acarició suavemente el tronco de palmera y, obligado al fin a creer en la realidad de la isla, volvió a reí r lleno de gozo y a saltar y a voltearse. De nuevo á gilmente en pie, saltó a la playa, se dejó caer de rodillas y con los brazos apiló la arena contra su pecho. Se sentó a contemplar el agua, brillá ndole de alegrí a los ojos.

—Ralph...

El muchacho gordo bajó a la terraza de palmeras y se sentó cuidadosamente en su borde.

—Oye, perdona que haya tardado tanto. La fruta esa...

Se limpió las gafas y las ajustó sobre su corta naricilla. La montura habí a marcado una V profunda y rosada en el caballete. Observó con mirada crí tica el cuerpo dorado de Ralph y despué s miró su propia ropa. Se llevó una mano al pecho y asió la cremallera.

—Mi tí a...

Resuelto, tiró de la cremallera y se sacó el anorak por la cabeza.

—¡ Ya está!

Ralph le miró de reojo y siguió en silencio.

—Supongo que necesitaremos saber los nombres de todos —dijo el gordito— y hacer una lista. Debí amos tener una reunió n.

Ralph no se dio por enterado, por lo que el otro muchacho se vio obligado a seguir.

—No me importa lo que me llamen —dijo en tono confidencial—, mientras no me llamen lo que me llamaban en el colegio.

Ralph manifestó cierta curiosidad.

—¿ Y qué es lo que te llamaban? El muchacho dirigió una mirada hacia atrá s; despué s se inclinó hacia Ralph. Susurró:

—Me llamaban «Piggy» *.

Ralph estalló en una carcajada y, de un salto, se puso en pie.

—¡ Piggy! ¡ Piggy!

—¡ Ralph..., por favor!

Piggy juntó las manos, lleno de temor.

—Te dije que no querí a...

—¡ Piggy! ¡ Piggy!

Ralph salió bailando al aire cá lido de la playa y regresó imitando a un bombardero, con las alas hacia atrá s, que ametrallaba a Piggy.

—¡ Ta-ta-ta-ta-ta!

Se lanzó en picado sobre la arena a los pies de Piggy y allí tumbado volvió a reí rse.

—¡ Piggy!

Piggy sonrió de mala gana, no descontento a pesar de todo, porque aquello era como una señ al de acercamiento.

—Mientras no se lo digas a nadie má s...

Ralph dirigió una risita tonta a la arena. Piggy volvió a quedarse pensativo, de nuevo en su rostro el reflejo de una expresió n de dolor.

—Un segundo.

Se apresuró otra vez hacia la selva. Ralph se levantó y caminó a brincos hacia su derecha.

Allí, un rasgo rectangular del paisaje interrumpí a bruscamente la playa: una gran plataforma de granito rosa cortaba inflexible bosque, terraza, arena y laguna, hasta formar un malecó n saliente de casi metro y medio de altura. Lo cubrí a una delgada capa de tierra y hierba bajo la sombra de tiernas palmeras. No tení an é stas suficiente tierra para crecer, y cuando alcanzaban unos seis metros se desplomaban y acababan secá ndose. Sus troncos, en complicado dibujo, creaban un có modo lugar para asiento. Las palmeras que aú n seguí an en pie formaban un techo verde recubierto por los cambiantes reflejos que brotaban de la laguna. Ralph subió a aquella plataforma. Sintió el frescor y la sombra; cerró un ojo y decidió que las sombras sobre su cuerpo eran en realidad verdes. Se abrió camino hasta el borde de la plataforma, del lado del océ ano, y allí se detuvo a contemplar el mar a sus pies. Estaba tan claro que podí a verse su fondo, y brillaba con la eflorescencia de las algas y el coral tropicales. Diminutos peces resplandecientes pasaban rá pidamente de un lado a otro. Ralph, haciendo sonar dentro de sí los bordones de la alegrí a, exclamó:

—¡ Uhhh...!

Habí a aú n má s para asombrarse allende la plataforma. La arena, por algú n accidente —un tifó n, quizá, o la misma tormenta que le acompañ ara a é l en su llegada—, se habí a acumulado dentro la laguna, formando en la playa una poza profunda y larga, cerrada por un muro de granito rosa al otro extremo. Ralph se habí a visto en otras ocasiones engañ ado por la falsa apariencia de profundidad de una poza de playa y se aproximó a é sta preparado para llevarse una desilusió n; pero la isla se mantení a fiel a su forma, y aquella increí ble poza, que evidentemente só lo en la pleamar era invadida por las aguas, resultaba tan honda en uno de sus extremos que el agua tení a un color verde oscuro. Ralph examinó detenidamente sus treinta metros de extensió n y luego se lanzó a ella. Estaba má s caliente que su propia sangre y era como nadar en una enorme bañ era.

Apareció Piggy de nuevo. Se sentó en el borde del muro de roca y observó con envidia el cuerpo a la vez blanco y verde de Ralph.

—Ni siquiera sabes nadar.

—Piggy-Piggy se quitó zapatos y calcetines, los extendió con cuidado sobre el borde y probó el agua con el dedo gordo.

—¡ Está caliente!

—¿ Y qué creí as?

—No creí a nada. Mi tí a...

—¡ Al diablo tu tí a!

Ralph se sumergió y buceó con los ojos abiertos. El borde arenoso de la poza se alzaba como la ladera de una colina. Se volteó apretá ndose la nariz, mientras una luz dorada danzaba y se quebraba sobre su rostro. Piggy se decidió por fin. Se quitó los pantalones y quedó desnudo: una desnudez pá lida y carnosa. Bajó de puntillas por el lado de arena de la poza y allí se sentó, cubierto de agua hasta el cuello, sonriendo con orgullo a Ralph.

—¿ Es que no vas a nadar? Piggy meneó la cabeza.

—No sé nadar. No me dejaban. El asma...

—¡ Al diablo tu asma!

Piggy aguantó con humilde paciencia.

—No sabes nadar bien.

Ralph chapoteó de espaldas alejá ndose del borde; sumergió la boca y soplo un chorro de agua al aire. Alzó despué s la barbilla y dijo:

—A los cinco añ os ya sabí a nadar. Me enseñ ó papá. Es teniente de naví o en la Marina y cuando le den permiso vendrá a rescatarnos. ¿ Qué es tu padre?

Piggy se sonrojó al instante.

—Mi padre ha muerto —dijo de prisa—, y mi madre... Se quitó las gafas y buscó en vano algo para limpiarlas.

—Yo viví a con mi tí a. Tiene una confiterí a. No sabes la de dulces que me daba. Me daba todos los que querí a. ¿ Oye, y cuando nos va a rescatar tu padre?

—En cuanto pueda.

Piggy salió del agua chorreando y, desnudo como estaba, se limpió las gafas con un calcetí n. El ú nico ruido que ahora les llegaba a travé s del calor de la mañ ana era el largo rugir de las olas que rompí an contra el arrecife.

—¿ Có mo va a saber que estamos aquí?

Ralph se dejó mecer por el agua. El sueñ o le envolví a, como los espejismos que rivalizaban con el resplandor de la laguna.

—¿ Có mo va a saber que estamos aquí?

Porque sí, pensó Ralph, porque sí, porque sí... El rugido de las olas contra el arrecife llegaba ahora desde muy lejos.

—Se lo dirá n en el aeropuerto.

Piggy movió la cabeza, se puso las gafas, que reflejaban el sol, y miró a Ralph.

—Allí no se va a enterar de nada. ¿ No oí ste lo que dijo el piloto? Lo de la bomba ató mica. Está n todos muertos.

Ralph salió del agua, se paró frente a Piggy y pensó en aquel extrañ o problema.

Piggy volvió a insistir.

—¿ Estamos en una isla, verdad?

—Me subí a una roca —dijo Ralph muy despacio—, y creo que es una isla.

—Está n todos muertos —dijo Piggy—, y esto es una isla. Nadie sabe que estamos aquí. No lo sabe tu padre; nadie lo sabe...

Le temblaron los labios y una neblina empañ ó sus gafas.

—Puede que nos quedemos aquí hasta la muerte.

Al pronunciar esa palabra pareció aumentar el calor hasta convertirse en una carga amenazadora, y la laguna les atacó con un fulgor deslumbrante.

—Voy por mi ropa —murmuró Ralph—, está ahí.

Corrió por la arena, soportando la hostilidad del sol; cruzó la plataforma hasta encontrar su ropa, esparcida por el suelo. Llevar de nuevo la camisa gris producí a una extrañ a sensació n de alivio. Luego alcanzó la plataforma y se sentó a la sombra verde de un tronco cercano. Piggy trepó tambié n, casi toda su ropa bajo el brazo. Se sentó con cuidado en un tronco caí do, cerca del pequeñ o risco que miraba a la laguna. Sobre é l temblaba una malla de reflejos.

Reanudó la conversació n.

—Hay que buscar a los otros. Tenemos que hacer algo.

Ralph no dijo nada. Se encontraban en una isla de coral. Protegido del sol, ignorando el presagio de las palabras de Piggy, se entregó a sueñ os alegres.

Piggy insistió.

—¿ Cuá ntos somos?

Ralph dio unos pasos y se paró junto a Piggy.

—No lo sé.

Aquí y allá, ligeras brisas serpeaban por las aguas brillantes, bajo la bruma del calor. Cuando alcanzaban la plataforma, la fronda de las palmeras susurraba y dejaba pasar manchas borrosas de luz que se deslizaban por los dos cuerpos o atravesaban la sombra como objetos brillantes y alados.

Piggy alzó la cabeza y miró a Ralph. Las sombras sobre la cara de Ralph estaban invertidas: arriba eran verdes, má s abajo resplandecí an por efecto de la laguna. Uní mancha de sol se arrastraba por sus cabellos.

—Tenemos que hacer algo.

Ralph le miró sin verle. Allí, al fin, se encontraba aquel lugar que uno crea en su imaginació n, aunque sin forma del todo concreta, saltando al mundo de la realidad. Los labios de Ralph se abrieron en una sonrisa de deleite, y Piggy, tomando esa sonrisa como señ al de amistad, rió con alegrí a.

Si de veras es una isla...

—¿ Qué es eso?

Ralph habí a dejado de sonreí r y señ alaba hacia la laguna. Algo de calor cremoso resaltaba entre las algas.

—Una piedra.

—No. Un caracol.

Al instante, Piggy se sintió prudentemente excitado.

—¡ Es verdad! ¡ Es un caracol! Ya he visto antes uno de esos. En casa de un chico; en la pared. Lo llamaba caracola y la soplaba para llamar a su madre. ¡ No sabes lo que valen!

Un retoñ o de palmera, a la altura del codo de Ralph, se inclinaba hacia la laguna. En realidad, su peso habí a comenzado a levantar el dé bil suelo y estaba a punto de caer. Ralph arrancó el tallo y con é l agitó el agua mientras los brillantes peces huí an por todos lados. Piggy se inclinó peligrosamente.

—¡ Ten cuidado! Lo vas a romper...

—¡ Calla la boca!

Ralph lo dijo distraí damente. El caracol resultaba interesante y bonito y serví a para jugar; pero las animadas quimeras de sus ensueñ os se interponí an aú n entre é l y Piggy, que apenas si existí a para é l en aquel ambiente. El tallo, doblá ndose, empujó el caracol fuera de las hierbas. Con una mano como palanca, Ralph presionó con la otra hasta que el caracol salió chorreando y Piggy pudo alcanzarlo.

El caracol ya no era algo que se podí a ver, pero no tocar, y tambié n Ralph se sintió excitado. Piggy balbuceaba:

—... una caracola; carí simas. Te apuesto que habrí a que pagar un montó n de libras por una de esas. La tení a en la tapia del jardí n y mi tí a...

Ralph le quitó la caracola y sintió correr por su brazo unas gotas de agua. La concha tení a un color crema oscuro, tocado aquí y allá con manchas de un rosa desvanecido. Casi medio metro medí a desde la punta horadada por el desgaste hasta los labios rosados de su boca, levemente curvada en espiral y cubierta de un fino dibujo en relieve. Ralph sacudió la arena del interior.

—... mugí a como una vaca —siguió — y ademá s tení a unas piedras blancas y una jaula con un loro verde. No soplaba las piedras, claro, pero me dijo...

Piggy calló un segundo para tomar aliento y acarició aquella cosa reluciente que tení a Ralph en las manos.

—¡ Ralph!

Ralph alzó los ojos,

—Podemos usarla para llamar a los otros. Tendremos una reunió n. En cuanto nos oigan vendrá n... Miró con entusiasmo a Ralph.

—¿ Eso es lo que habí as pensado, verdad? ¿ Por eso sacaste la caracola del agua, no?

Ralph se echó hacia atrá s su pelo rubio. —¿ Có mo soplaba tu amigo la caracola?

—Escupí a o algo así —dijo Piggy—. Mi tí a no me dejaba soplar por el asma. Dijo que habí a que soplar con esto —Piggy se llevó una mano a su prominente abdomen—. Trata de hacerlo, Ralph. Avisa a los otros.

Ralph, poco seguro, puso el extremo má s delgado de la concha junto a la boca y sopló. Salió de su boca un breve sonido, pero eso fue todo. Se limpió de los labios el agua salada y lo intentó de nuevo, pero la concha permaneció silenciosa.

—Escupí a o algo así.

Ralph juntó los labios y lanzó un chorro de aire en la caracola, que contestó con un sonido hondo, como una ventosidad. Los dos muchachos encontraron aquello tan divertido que Ralph siguió soplando en la caracola durante un rato, entre ataques de risa.

—Mi amigo soplaba con esto.

Ralph comprendió al fin y lanzó el aire desde el diafragma. Aquello empezó a sonar al instante. Una nota estridente y profunda estalló bajo las palmeras, penetró por todos los resquicios de la selva y retumbó en el granito rosado de la montañ a. De las copas de los á rboles salieron nubé culas de pá jaros y algo chilló y corrió entre la maleza. Ralph apartó la concha de sus labios.

—¡ Qué bá rbaro!

Su propia voz pareció un murmullo tras la á spera nota de la caracola. La apretó contra sus labios, respiró fuerte y volvió a soplar. De nuevo estalló la nota y, bajo un impulso má s fuerte, subió hasta alcanzar una octava y vibró como una trompeta, con un clamor mucho má s agudo todaví a. Piggy, alegre su rostro y centelleantes las gafas, gritaba algo. Chillaron los pá jaros y algunos animalillos cruzaron rá pidos. Ralph se quedó sin aliento; la octava se desplomó, transformada en un quejido apagado, en un soplo de aire.

Enmudeció la caracola; era un colmillo brillante El rostro de Ralph se habí a amoratado por el esfuerzo, y el clamor de los pá jaros y el resonar de los ecos llenaron el aire de la isla.

—Te apuesto a que se puede oí r eso a má s de un kiló metro.

Ralph recobró el aliento y sopló de nuevo, produciendo unos cuantos estallidos breves.

—¡ Ahí viene uno!, exclamó Piggy.

Entre las palmeras, a unos cien metros de la playa, habí a aparecido un niñ o. Tendrí a seis añ os, má s o menos; era rubio y fuerte, con la ropa destrozada y la cara llena de manchones de fruta. Se habí a bajado los pantalones por una razó n evidente y los llevaba a medio subir. Saltó de la terraza de palmeras a la arena y los pantalones cayeron a los tobillos; los abandonó allí y corrió a la plataforma. Piggy le ayudó a subir. Entre tanto, Ralph seguí a sonando la caracola hasta que un griterí o llegó del bosque. El pequeñ o, en cuclillas frente a Ralph, alzó hacia é l la cabeza con una alegre mirada. Al comprender que algo serio se preparaba allí quedó tranquilo y se metió en la boca el ú nico dedo que le quedaba limpio: un pulgar rosado.

Piggy se inclinó hacia é l.

—¿ Có mo te llamas?

—Johnny.

Murmuró Piggy el nombre para sí y luego lo gritó a Ralph, que no le prestó atenció n porque seguí a soplando la caracola. Tení a el rostro oscurecido por el violento placer de provocar aquel ruido asombroso y el corazó n le sacudí a la tirante camisa. El vocerí o del bosque se aproximaba.

Se divisaban ahora señ ales de vida en la playa. La arena, temblando bajo la bruma del calor, ocultaba muchos cuerpos a lo largo de sus kiló metros de extensió n; unos muchachos caminaban hacia la plataforma a travé s de la arena caliente y muda. Tres chiquillos, de la misma edad que Johnny, surgieron por sorpresa de un lugar inmediato, donde habí an estado atracá ndose de fruta Un niñ o de pelo oscuro, no mucho má s joven que Piggy, se abrió paso entre la maleza, salió a la plataforma y sonrió alegremente a todos. A cada momento llegaban má s. Siguieron el ejemplo involuntario de Johnny y se sentaron a esperar en los caí dos troncos de las palmeras. Ralph siguió lanzando estallidos breves y penetrantes. Piggy se moví a entre el grupo, preguntaba su nombre a cada uno y fruncí a el ceñ o en un esfuerzo por recordarlos. Los niñ os le respondí an con la misma sencilla obediencia que habí an prestado a los hombres de los megá fonos. Algunos de ellos iban desnudos y cargaban con su ropa; otros, medio desnudos o medio vestidos con los uniformes colegiales: jerseys o chaquetas grises, azules, marrones. Jerseys y medias llevaban escudos, insignias y rayas de color indicativas de los colegios. Sus cabezas se apiñ aban bajo la sombra verde: cabezas de pelo castañ o oscuro o claro, negro, rubio claro u oscuro, pelirrojas... Cabezas que murmuraban, susurraban, rostros de ojos inmensos que miraban con interé s a Ralph. Algo se preparaba allí.

Los niñ os que se acercaban por la playa, solos o en parejas, se hací an visibles al cruzar la lí nea que separaba la bruma cá lida de la arena cercana. Y entonces la vista de quien miraba en esa direcció n se veí a atraí da primero por una criatura negra, semejante a un murcié lago, danzando en la arena, y só lo despué s percibí a el cuerpo que se sostení a sobre ella. El murcié lago era la sombra de un niñ o, y el sol, que caí a verticalmente, la reducí a a una mancha entre los pies presurosos. Sin soltar la caracola, Ralph se fijó en la ú ltima pareja de cuerpos que alcanzaba la plataforma, suspendidos sobre una temblorosa mancha negra. Los dos muchachos, con cabezas apepinadas y cabellos como la estopa, se tiraron a los pies de Ralph, son-rié ndole y jadeando como perros. Eran mellizos, y la vista, ante aquella alegre duplicació n, quedaba sorprendida e incré dula. Respiraban a la vez, se reí an a la vez y ambos eran de aspecto vivo y cuerpo rechoncho. Alzaron hacia Ralph unos labios hú medos; parecí a no haberles alcanzado piel para ellos, por lo que el perfil de sus rostros se veí a borroso y las bocas tirantes, incapaces de cerrarse. Piggy inclinó sus gafas deslumbrantes hasta casi tocar a los mellizos. Se le oí a, entre los estallidos de la caracola, repetir sus nombres:

—Sam, Eric, Sam, Eric.

Despué s se confundió; los mellizos movieron las cabezas y señ alaron el uno al otro. El grupo entero rió.

Por fin dejó Ralph de sonar la caracola y con ella en una mano se sentó, la cabeza entre las rodillas. Las risas se fueron apagando al mismo tiempo que los ecos y se hizo el silencio.



  

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