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28 de febrero



 

En cama con un resfriado. Por la mañ ana Marie me hizo té. Iva volvió a casa despué s del almuerzo, para cuidar de mí. Trajo una caja de fresas de Louisiana y, como un lujo, las cubrió con azú car en polvo. El cubrecama quedó sembrado de tallos verdes. Se mostró má s solí cita y generosa que nunca. Me leyó durante una hora, y entonces nos dormimos juntos. Me desperté en plena tarde, y ella seguí a durmiendo. Examiné la có moda habitació n y oí el ritmo ligero y mezclado de su respiració n y la mí a. Esto me hizo sentir má s afecto por ella del que podrí a fomentar cualquier favor. Los cará mbanos y los dibujos de la escarcha en la ventana se volvieron brillantes; los á rboles, como instrumentos, abrieron todos sus sonidos al viento, y los audaces y gé lidos colores del cielo, la nieve y las nubes destacaron con intensidad. Era un dí a para un mundo sin deformidades ni amenazas de dañ o, y el placer que me causaba el tiempo era tanto mayor cuanto que retení a su propia belleza y no se preocupaba de nada má s que de sí mismo. La luz daba un aire de inocencia a algunos de los objetos corrientes de la habitació n, liberá ndolos de la fealdad. Perdí la aversió n que hasta entonces habí a experimentado por la alfombra oblonga roja al pie de la cama, la tela de tapicerí a que serví a como funda del radiador, las burbujas de pintura sobre el dintel blanco y los seis pomos de la có moda que cierta vez comparé con las feas narices de otros tantos hermanos enanos. En medio del suelo, como un accidental artefacto de serenidad, yací a un trozo de cordó n rojo.

 

Ejercen sobre nosotros una gran presió n para lograr que nos infravaloremos. Por otro lado, la civilizació n nos enseñ a que cada ser humano es un bien inestimable. Hay, pues, estos dos preparativos: uno para la vida y el otro para la muerte. En consecuencia, nos valoramos y nos avergonzamos de valorarnos, somos severos. Nos adiestran para que seamos discretos y, si uno de nosotros de vez en cuando se forma una opinió n de sí mismo, lo hace desapasionadamente, como si estuviera examiná ndose las uñ as, no su alma, frunciendo el ceñ o por las imperfecciones que encuentra como lo harí a uno al encontrar una muesca o un poco de suciedad. Porque, desde luego, se nos invita a aceptar la imposició n de toda clase de injusticias, a esperar en fila bajo un sol ardiente, a correr por una estruendosa playa, a ser centinelas, exploradores o trabajadores, a ser quienes viajan en el tren cuando salta por los aires o los que se encuentran en las puertas cuando está n cerradas, a carecer de importancia, a morir. El resultado es que aprendemos a ser insensibles y carecer de curiosidad hacia nosotros mismos. ¿ Quié n puede ser el concienzudo cazador de sí mismo cuando sabe que es a su vez una presa? O bien nada tan inconfundible como una presa, sino un individuo de un cardumen, empujado hacia las encañ izadas.

Pero debo saber lo que soy.

Era agradable estar acostado, despierto, sin soñ ar. Encerrado todo el dí a, inactivo, por la noche estoy enervado y, en consecuencia, duermo mal. Nunca he dormido sin soñ ar. En el pasado, mis sueñ os me enojaban por su prolijidad. Iba a hacer recados absurdos, organizaba y llevaba a cabo los debates má s aburridos. Pero ahora mis sueñ os son má s descarnados y de mal agü ero. Algunos de ellos son temibles. Hace unas noches me encontré en una cá mara baja con hileras de grandes cunas o moisé s de mimbre en los que yací an los muertos de una matanza. Estoy seguro de que eran ví ctimas de una matanza, porque mi misió n consistí a en reclamar a uno para una familia determinada. Mi guí a miraba una etiqueta y decí a: «A este lo encontraron cerca de... ». No recuerdo el nombre, pero terminaba en tanza. Tal vez fuese Constanza.

O bien habí a sido allí o bien en Bucarest donde a los asesinados por la Guardia de Hierro los colgaron de ganchos en un matadero. He visto las fotografí as. Miré el rostro yacente y musité que no conocí a personalmente al fallecido. Tan solo me habí an pedido, aunque era ajeno a la familia... ni siquiera la conocí a bien. Entonces mi guí a se volvió, sonriente, y supuse que querí a decir (no habí a suficiente luz en la cripta para que su significado careciera de ambigü edad, pero creí comprenderlo): «Es conveniente que uno quede libre de toda sospecha en un caso así ». Tal fue la advertencia que me hací a. Aprobaba mi neutralidad. Mientras adoptara el papel del emisario humano, no me ocurrirí a ningú n dañ o. Pero me ofendí a llegar a un acuerdo con aquel hombre y recibir la sonrisa de complicidad que aparecí a en su cara afilada. ¿ Podrí a ser yo semejante hipó crita? «¿ Cree usted que es posible encontrarlo? », le pregunté. «¿ Estarí a é l aquí? » Le mostré mi desconfianza. Seguimos avanzando por el pasillo; era má s parecido a una corriente de aire que a algo tan só lido como un suelo. Como he dicho, los cadá veres yací an en cunas y parecí an notablemente infantiles, las caras contraí das y heridas. No recuerdo mucho má s. Solo puedo imaginar la sala alargada y de poca pendiente como una de las salas del Museo Industrial en Jackson Park; los cuerpos de aspecto infantil con las cabezas y los miembros horadados; mi guí a, rá pido como una rata entre los cuerpos a su cargo; una atmó sfera de terror como la que mi padre, muchos añ os atrá s, podí a evocarme al describir el Gehenna y a los condenados hasta que yo gritaba y le rogaba que no siguiera, y las sí labas tanza.

Algunos de los otros sueñ os solo han sido ligeramente menos temibles. En uno de ellos era zapator del ejé rcito en el norte de Á frica. Habí amos llegado a un pueblo, y mi tarea consistí a en desactivar las trampas de granadas dentro de una de las casas. Entré reptando por la ventana, me dejé caer desde el alfé izar de arcilla y vi una granada conectada a la puerta, con resaltes y fea. Pero no sabí a por dó nde empezar, qué cable tocar primero. Disponí a de un tiempo limitado, me esperaban otros trabajos. Empecé a temblar y sudar, y entonces fui al extremo de la habitació n, apunté con mi pistola a los resaltes, durante largo tiempo y cuidadosamente, y disparé. Cuando cesó el estré pito, comprendí que, de haber acertado al blanco, me habrí a matado. Pero apenas tení a un momento para sentirme aliviado. Tenazas en mano, me adelanté para cortar el primer cable.

 

Reconozco en el guí a del primer sueñ o a un personaje del pasado, disfrazado temporalmente solo para que mi temor aumentase cuando se revelara.

Nuestro primer encuentro tuvo lugar en un embarrado callejó n trasero. De dí a era un sendero por donde pasaban las carretas, pero a aquellas horas de la noche solo una cabra deambulaba por las frí as rodadas que se habí an vuelto tan duras como los bordes de acero que las habí an producido. De improviso oí que otras pisadas se añ adí an a las mí as, má s pesadas y crujientes, y mis premoniciones se convirtieron en temor incluso antes de que notara que me tocaban la espalda y me volviera. Entonces aquella cara hinchada se aproximó con rapidez a la mí a hasta que noté sus cerdas y la frí a presió n de su nariz; los labios me besaron en la frente con una risa y un gruñ ido. Corrí a ciegas, oyendo de nuevo el crujido de las botas. Los perros, que se habí an despertado detrá s de las tablas desvencijadas de las vallas, se pusieron a ladrar furiosamente. Corrí, tambaleá ndome entre montones de cenizas, hasta salir a la calle.

¿ Podrí a ser que el hombre caí do de la semana pasada hubiera visto, de haber tenido la posibilidad de abrir los ojos, la muerte en el rostro de aquel policí a que se inclinó sobre é l? Sabemos que nos buscan y esperamos que nos encuentren. Es asombrosa la cantidad de formas que adopta el asesino. Sincero o sencillo o un hombre profundo y cultivado, o tal vez prosaico, sin distinció n. No obstante, es el asesino, el desconocido que, un dí a, te mirará con la sonrisa de la cortesí a o la costumbre para mostrarte el arma que tiene en la mano, el medio para darte muerte. ¿ Quié n no le conoce, el que te evalú a en la calle o en la escalera, aquel cuya presencia debes ignorar en la habitació n a oscuras si has de cerrar los ojos y dormirte, el agente que te lleva, en el ú ltimo acto implacable, a la inexistencia? ¿ Quié n no le espera cuando se abre la puerta, y quié n, pasada la infancia, piensa en la huida o en la resistencia o en hacer cualquier cosa que no sea ponerle las manos en los hombros con gesto iró nico, sí, incluso de bienvenida, cuando llega? Es é l quien elige el momento. Puede llegar en un instante culminante de satisfacció n o de maldad; puede llegar como quien llega para reparar una radio o un grifo, calladamente, o a pasar el dí a jugando a las cartas, o, sin ningú n preliminar, enrojecido por horrible có lera, extendiendo una mano que te tapa la boca; o, con una má scara de serenidad, apresurá ndote a que exhales el ú ltimo aliento, extraí do de su sombra con un suspiro balbuceante.

¿ Có mo será? ¿ Có mo? ¿ Hundido en el fondo del á spero mar? ¿ O, como he soñ ado, al cortar un alambre? ¿ O hecho trizas en un rí o, entre juncos cortados y agua arremolinada, la sangre rezumando a travé s de la tela de mangas y hombros?

 

Puedo pensar sin riesgo en tales cosas en una soleada tarde como la de hoy. Cuando acuden de noche, el corazó n, como un sapo, exuda su temor con un soplo de repulsió n. Pero tambié n es cierto que, hacia la mañ ana, tiendo a someterme a juicio, y eso resulta incluso má s intolerable. A medias consciente, llamo a una variedad de testigos sobre mi caso y me enfrento a las injusticias, errores, mentiras, oprobios y temores de toda una vida. Me veo obligado a juzgarme y formular unas preguntas que darí a cualquier cosa por no hacer: «¿ Para qué es esto? » y «¿ Para qué soy? » y «¿ Estoy hecho para esto? ». Mis creencias son inadecuadas, no me protegen. Invariablemente pienso en el toldo de esa tienda de la esquina. Ofrece tanta protecció n contra la lluvia y el viento como la que ofrecen mis creencias contra el caos al que me veo obligado a enfrentarme. «Dios no ama a quienes son incapaces de dormir profundamente», reza un viejo dicho. Por la mañ ana me visto y llevo a cabo mi «actividad». Paso una jornada má s que no se diferencia de las otras. Llega la noche y he de enfrentarme a otra sesió n de sueñ o (esa «siniestra aventura», la llama Baudelaire) y despertar gradualmente a travé s de una pesadilla de juicio o inventario, mi mente aleteando como un trapo en un tendedero sacudida por un frí o viento.

Hemos tenido una esplé ndida puesta de sol, una variedad impresionante de colores llamativos, rojos y morados apocalí pticos, como los que deben de haber aparecido en los cuerpos castigados de grandes santos, profundos azules. Desperté a Iva y la contemplamos cogidos de la mano. Era agradable el contacto de su mano frí a. Yo tení a algo de fiebre.

 



  

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