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20 de enero



 

Iva y yo nos encontramos en el centro a las seis. La ocasió n era nuestro sexto aniversario de boda. Ella habí a decidido que nos merecí amos una celebració n. Nos habí amos saltado la de Nochevieja. Habí a finalizado un mal añ o... razó n de má s para una buena cena y una botella de vino francé s. Ella estaba decidida a que esta no fuese una velada má s.

Tomé el ferrocarril elevado y me apeé en la estació n de Randolph y Wabash. En un extremo de la calle habí a curvas lí neas rojas y, en el otro, una franja negra, suave como un trazo de carbó n, de la que pendí an las minú sculas luces de la orilla del lago. En el andé n, la multitud a la hora punta se fundí a bajo los haces luminosos de los trenes que llegaban. A cada tren le seguí a un intervalo de oscuridad, cuando las luces gemelas encarnadas del ú ltimo vagó n desaparecí an renqueando alrededor de la curva. Chispas procedentes de la calle que discurrí a por debajo llegaban a la escala horizontal de traviesas, donde se extinguí an. Las palomas bajo los tiznados aleros de plancha de hierro dormí an ya; sus sombras, que parecí an enguatadas, incidí an sobre las vallas publicitarias y, a cada tren que pasaba, aleteaban como si un merodeador hubiera saltado desde el tejado a su percha.

Caminé a lo largo de la calle East Randolph, detenié ndome ante los escaparates para mirar los suculentos pasteles y frutos tropicales. Cuando llegué al gris callejó n paralelo a la biblioteca de donde salen los coches en direcció n al sur, vi a un hombre tendido delante de mí, y enseguida estuve en el centro de una gran multitud y, a una distancia que no podí a ser tan grande como parecí a, un policí a a caballo apostado junto a un coche Cottage Grove miraba al suelo desde lo alto de su montura.

El hombre caí do iba bien vestido y era de edad má s que mediana. Tení a el sombrero aplastado bajo la voluminosa y calva cabeza, la lengua le asomaba entre los labios y estos parecí an hinchados. Me agaché y tiré del cuello de su camisa. Saltó uno de los botones. Por entonces el policí a habí a avanzado. Retrocedí, limpiá ndome las manos en un trozo de papel. Juntos miramos la cara del hombre caí do. Entonces la cara del policí a me llamó la atenció n. Era larga y estrecha como una bota. Las facciones estaban muy marcadas, rojizas, curtidas por el viento, la mandí bula era potente, las patillas blancuzcas, cruzadas por las correas de la rí gida gorra azul. Tocó su silbato de acero, aunque la señ al no era necesaria. Otros hombres uniformados se dirigí an ya hacia nosotros. El primero en llegar era muy mayor. Se agachó, metió las manos en los bolsillos del caí do y sacó una cartera anticuada, sujeta con una correa, como la de mi padre. Sostuvo en alto una tarjeta y deletreó el nombre. El holgado abrigo de la ví ctima estaba levantado por detrá s, el pecho y el abdomen se alzaban al uní sono mientras, con una especie de ronquido, se esforzaba por respirar. Despejaron el camino para la ambulancia que se aproximaba, cuya campana sonaba con rapidez; los espectadores se apartaron, reacios a retirarse. ¿ Se volverí a gris la cara roja, las manos hú medas dejarí an de moverse, le caerí a la mandí bula? Tal vez era tan solo un ataque epilé ptico.

Mientras me retiraba con los demá s, me toqué la frente; habí a empezado a escocerme. Las yemas de mis dedos buscaron el rasguñ o que tí a Dina dejó en ella la noche en que murió mi madre. La enfermera nos llamó, y acudimos corriendo desde todos los lugares de la casa. Mi madre aú n podrí a estar viva, aunque tení a los ojos cerrados, pues cuando tí a Dina se abalanzó sobre ella, pareció que torcí a los labios en un ú ltimo esfuerzo por hablar o dar un beso. Tí a Dina gritó. Intenté apartarla del cuerpo, y ella me atacó, arañ á ndome furiosamente. Durante aquellos instantes de desconcierto, mi madre expiró. La estaba mirando, con la mano en la cara, y oí a gritar a tí a Dina: «¡ Querí a decirme algo! ¡ Querí a hablar conmigo! ».

Para muchos espectadores fascinados, la figura del hombre en el suelo debí a de haber sido lo mismo que era para mí: un presagio. Derribado, sin previo aviso. Una piedra, una viga, una bala chocan con la cabeza, el hueso cede como cristal de un horno tosco; o un enemigo má s sutil se libra de las ataduras de los añ os; la negrura desciende; yacemos, un gran peso en la cara, tensá ndonos hacia el ú ltimo aliento que llega como el crujido de la grava bajo una pesada bota.

Subí los escalones de la biblioteca y desde allí vi la alta ambulancia azul que se alejaba del estrecho callejó n, el sereno caballo apartá ndose del coche.

No le conté nada de esto a Iva; querí a ahorrá rselo. Pero yo no podí a ahorrá rmelo, y durante la noche varias veces la imagen del hombre caí do se interpuso entre la comida y yo, y dejé el tenedor a un lado. No disfrutamos de nuestra celebració n. Ella pensó que estaba enfermo.

 



  

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