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14 de enero. 15 de enero



14 de enero

 

Hoy me encontré con Sam Pearson, el primo de Iva, en la calle Cincuenta y siete.

—Vaya, no esperaba verte —me dijo—. ¿ Todaví a está s entre nosotros?

É l sabí a que lo estaba.

—No estoy en Alaska —repliqué malhumorado.

—¿ Y a qué te dedicas ú ltimamente?

—No hago nada.

É l sonrió, aceptando mi broma.

—¿ Quié n me dijo que estabas siguiendo un curso en una escuela de comercio...?

R: «Eso es solo un rumor».

P: «¿ Qué haces entonces? ».

R: «Me limito a vivir a expensas de Iva».

É l sonrió de nuevo, pero ya no estaba seguro de sí mismo.

P: «Tení a entendido que estabas estudiando o algo por el estilo. »

R: «No, me paso el dí a en casa sin hacer nada».

P: «¿ Nada? ».

R: «Absolutamente nada».

P: «Bueno, supongo que todos nos incorporaremos pronto a filas, ¿ verdad? ».

(Sam tiene tres hijos medio crecidos. )

R: «Si la falta de hombres se intensifica».

Era hora de que fuese descorté s con Sam. Con su manera de interrogarme, siempre ha ejercido sobre mí una tiraní a social o familiar, comprobando hasta qué punto soy apropiado para Iva. Sin duda informará de esto a los Almstadt.

 

15 de enero

 

Cuida de ti mismo, y así servirá s mejor al mundo.

Ayer tuve una charla con el señ or Fanzel, el sastre, un caballero alsaciano. La primavera pasada compró hilo de Lille, unos doscientos carretes, a un precio de ganga. Pagó veinticinco centavos por carrete; hoy el precio es de setenta y cinco centavos. No tiene intenció n de vender ninguno. El aumento repercute en las prendas que confecciona, y ahora está má s ocupado de lo que estuvo en su mejor añ o, 1928. Uno de sus clientes acaba de encargarle seis nuevos trajes y dos chaquetas deportivas. «Puede que muy pronto me quede sin material. Tengo que mirar hacia el futuro. Así que subo el precio», dice el señ or Fanzel. Esta es su clase de prudencia, la prudencia comercial. Si todo el mundo cuida del nú mero uno, el bienestar general está asegurado. Hace un añ o el señ or Fanzel me cosió un botó n de la chaqueta gratis; este añ o me ha cobrado quince centavos. Puede que haya utilizado su precioso hilo de Lille, o es posible que esta vez el valor de su tiempo se haya incrementado, ahora que tiene tantos clientes. El señ or Fanzel está asustado. Exteriormente da muestras de confianza y de que está capeando el temporal, pero manifiesta su terror de muchas maneras. Los inquilinos de su edificio que hace cuatro añ os viví an del socorro estatal, ahora se han convertido en trabajadores de defensa muy bien pagados, y uno de ellos, para su consternació n, la semana pasada bajó a su casa y le encargó un traje de ochenta dó lares. Hasta ahora, los clientes del señ or Fanzel han sido los ricos del distrito de Kenwood. No podí a dejar de hablar de ese inquilino al que en otro tiempo estuvo a punto de desahuciar y que ahora gana ciento diez dó lares a la semana. El señ or Fanzel solo es dueñ o de las tijeras y las agujas, no del destino má s amplio que produce tales cambios, y, en su temor, con guerras, inquilinos transformados y, tal vez, incluso la sombra del avió n derribado de Jeff Forman cruzando su seguridad, resuelve protegerse cobrando ochenta dó lares por trajes que valen cuarenta y quince centavos por un botó n que antes cosí a por amabilidad. El señ or Fanzel es inocente. Culpo al clima espiritual. En ese clima disfrutamos de la hazañ a de Jeff Forman sin dedicarle un pensamiento y no digamos una palabra de gratitud. La oferta es la oferta y la demanda es la demanda. Estará n satisfechos, ya sea con peines, pí fanos, caucho, whisky, carne en mal estado, guisantes enlatados, sexo o tabaco. Gracias a una maravillosa providencia, para cada necesidad hay un empresario. Puedes encontrar un hombre que entierre a tu perro, te restriegue la espalda, te enseñ e suahili, te haga el horó scopo, asesine a tu competidor. Todo esto es posible en la megaló polis. En los tiempos de John Law, el especulador escocé s, habí a un lisiado parisiense que se instalaba en la calle y alquilaba su joroba como pupitre a personas que no teman un lugar conveniente para realizar sus transacciones.

¿ Qué puede hacer el pobre señ or Fanzel? Debe ganar dinero mientras pueda; forma parte de la gente insignificante.

Apenas logró conservar su propiedad durante la Depresió n. Aunque sabe que no trabajo, debe cobrarme quince centavos por coserme el botó n. De lo contrario, debido a su misma amabilidad, puede encontrarse entre los ú ltimos de la cola, donde el diablo, que está tan adelantado entre los de la cabecera que ha dado otra vuelta, puede atraparle. Y si el señ or Fanzel mantiene sus precios bajos y se permite impulsos de caridad, ¿ quié n le proveerá de su asado, su col, su panecillo y su café, su cama, su tejado, su Tribune matutino, su entrada de cine y su tabaco Prince Albert?

Me mostró un artí culo del ex presidente Hoover en el que abogaba por la abolició n de todo control de precios, estimulando así la iniciativa manufacturera en interé s de la incrementada producció n armamentí stica.

—¿ Qué le parece? —me preguntó.

—¿ Qué le parece a usted, señ or Fanzel?

—Un plan así salvarí a al paí s.

—Pero ¿ debemos pagarles para que salven al paí s? ¿ No tienen ninguna otra razó n para fabricar esas cosas?

—Se dedican a los negocios.

—¿ No está n ganando ahora montones de dinero?

—Si ganan má s será mejor para todo el mundo. Son los negocios. —Se echó a reí r y sacudió la mano—. Usted no lo entiende. Ellos trabajará n má s duro y nosotros ganaremos la guerra antes.

—Pero los precios subirá n, y entonces má s dinero equivaldrá a menos dinero.

—No, desde luego no lo entiende usted —replicó é l, y su risa se abrió paso entre los pelos de color jengibre de la nariz y el bigote.

—Dí game, señ or Fanzel, cuando le hace un vestido a su esposa, ¿ tambié n se lo cobra?

—Solo confecciono prendas de caballero, no de señ ora.

Dejé tres monedas en el mostrador y tomé la chaqueta.

—Pié nselo —me dijo cuando me marchaba—. No eligen a un hombre presidente por nada.

Salí de la sastrerí a manoseando el botó n que durante semanas habí a amenazado con caerse, sopesando el valor de su estabilidad contra el de los quince centavos, que representaban tres tazas de café o tres cigarros o un vaso y medio de cerveza o cinco perió dicos matutinos o algo menos de un paquete de cigarrillos o tres llamadas telefó nicas o un desayuno. Como habí an retenido la paga de Iva en la biblioteca, prescindí del desayuno. Esta semana el dinero ha escaseado. Pero no me inquieta saltarme una comida de vez en cuando. No consumo tantas calorí as como un hombre activo y tengo suficiente reserva de grasa. Estoy seguro de que el señ or Fanzel se habrí a consternado de saber que me habí a privado de la tostada y el café, pese a que tiene todo el derecho teó rico a una conciencia limpia. Deberí a cuidar de mí mismo. Recuerdo las palabras del personaje Luzhin en Crimen y castigo. Ha estado leyendo a los economistas ingleses, o afirma haberlo hecho. Dice: «Si cortara mi chaqueta por la mitad, a fin de beneficiar a algú n desdichado, no se beneficiarí a nadie. Los dos temblarí amos de frí o». ¿ Y por qué han de temblar los dos de frí o? ¿ No es mejor que uno de los dos esté caliente? Una conclusió n irrefutable. Si le dijera esto al señ or Fanzel (sin mencionarle el desayuno), desde luego estarí a de acuerdo. La vida es dura. Vae victis! Los desdichados deben sufrir.

 



  

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