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29 de enero. 30 de enero. 31 de enero. 1 de febrero



29 de enero

 

Cuando pasaba ante el jardí n que es el vertedero favorito de Vanaker, vi en un arbusto, entre las botellas, un par de calcetines que tení an un aspecto familiar. Tomé uno de ellos y lo examiné. Era mí o. No podí a haber ninguna duda al respecto; hace alrededor de un añ o compré varios pares con ese dibujo. A fin de asegurarme por partida doble, me llevé un calcetí n a casa y lo comparé con los otros. Eran idé nticos hasta el ú ltimo detalle. Tal vez Vanaker habí a robado el perfume de Iva. Hasta entonces habí a sido reacio a creerlo. La señ ora Briggs me ha dicho que ese hombre tiene un buen empleo en un taller de reparaciones de coches. Los domingos por la mañ ana, cuando le vemos partir hacia la iglesia, va bien vestido. ¿ Qué puede haberle impulsado a robar mis calcetines usados? No le dije nada a Iva, pero envolví la prueba en una hoja de papel y la tiré.

 

30 de enero

 

Le escribí a Abt sin mencionarle su panfleto. Sin duda se va a enfadar.

 

31 de enero

 

El frí o ha disminuido un poco. El furor de la limpieza. Una de mis camisas ha vuelto de la lavanderí a sin un solo botó n. Debo quejarme.

 

1 de febrero

 

Cerca del cruce de la Sesenta y tres y Stony Island me encontré con Alf Steidler, a quien no habí a visto en varios añ os.

Estaba enterado de que me habí an llamado a filas, y yo sabí a lo mismo acerca de é l.

—Me han rechazado —me dijo—. Dentadura en mal estado, problemas del corazó n y no apto desde el punto de vista emocional. Esto ú ltimo sobre todo. Pero a Jack Brill lo pescaron.

—¿ Lo han aceptado?

—En diciembre. Formará parte de la dotació n de un bombardero.

—¿ Qué está s haciendo tan lejos de la calle Huró n?

—Voy a ver a mi hermano, que está en el hospital. El martes tuvo un accidente con su taxi.

—No me digas. ¿ Se ha hecho mucho dañ o?

—No, solo se ha desfigurado un poco la cara, eso es todo.

Le dije que lamentaba lo ocurrido.

—Así es la suerte —dijo Steidler—. No tiene mucha importancia, ahora que está casado. No será un obstá culo en sus aficiones de tenorio.

—No sabí a que estaba casado.

—¿ Có mo ibas a saberlo? No salió en las primeras planas.

—Quiero decir que me sorprende. ¿ Quié n...?

—Wilma. Se casó con la chica.

—¿ La chica con la que le vi en el Paxton?

—La misma.

Cada vez que me encuentro con Steidler, pienso en el sobrino de Rameau, a quien Diderot describió como «... un (personnage) composé de hauteur et de bassesse, de bon sens et de dé raison». Pero menos enfá tico, má s sentimental (a su manera) y no tan astuto ni mucho menos.

Aplicó un fó sforo a la colilla del cigarro y aspiró. El cabello negro, recié n cortado, peinado hacia atrá s como de costumbre, como si estuviera pintado, pegado a la protuberancia de la cabeza. Proporcionaba a su cara, con el contraste de las mejillas alargadas, los huesos prominentes, la nariz y los labios carnosos, una curiosa desnudez. Estaba muy pá lido, con un tono casi calizo, a la polvorienta luz del sol bajo las columnas del ferrocarril elevado. Se habí a afeitado y aplicado polvos de talco, y llevaba una nueva corbata a rayas. Pero su chaqueta, en otro tiempo elegante, estaba raí da y el cinturó n marró n parecí a verdoso.

—¿ Có mo está Morris, nuestro viejo camarada de estudios? —me preguntó.

—¿ Abt? Le va muy bien. Está en Washington.

—¿ Y qué me dices de ti?

—Estoy esperando la llamada del ejé rcito. ¿ A qué te dedicas, Alf?

—Oh, lo de siempre. Sigo tratando de llevar una vida decorosa. Lo de la WPA5 se vino abajo, ¿ sabes? Funcionó bien durante un par de añ os. Fui un respetado artista de la repú blica. Primero me dediqué al teatro, ¿ recuerdas? Entonces organicé un ballet acuá tico para el sistema de parques, y a continuació n dirigí un coro en un centro bené fico. Ah, pero empecé por abajo. Mi primer trabajo consistió en cavar a lo largo de una calle. Tení a que explicar a quienes me preguntaban qué estaba haciendo que era geó logo. ¡ Ja, ja! Despué s fui vigilante de humo.

—No comprendo.

—Allá arriba, en el distrito fabril del West Side, me sentaba en un tejado con una tabla de seis tonalidades de humo y me pasaba ocho horas al dí a mirando las chimeneas. Entonces vino el proyecto teatral. La cuestió n es que todo se fue al garete, y me trasladé a la Costa. Oye, hay un Thompson por el camino, ¿ qué te parece si vamos a tomar una taza de café? Estupendo. Hací a añ os que no nos veí amos. Se me ocurrieron algunas ideas y traté de ponerme en contacto con Lubitsch, pero no encontré a nadie que me presentara. Aquello es una locura, ¿ sabes? Es el mayor manicomio del mundo. ¿ Has estado alguna vez en la Costa?

—No, nunca.

—Pues no te acerques por allí, es criminal. Claro que si quieres ver lo que puede arrojar a la orilla la vida del paí s, haz el viaje. Tengo un poco de mundo, pero en Los Á ngeles me estafaron mis cincuenta dó lares como si fuese una criatura. Claro que me atraen unos cí rculos distintos de los tuyos. En fin, me quedé sin blanca, así que le puse un telegrama a mi madre y recibí veinte dó lares y una nota sobre lo poco que rendí a el saló n de belleza. Esa fue una semana complicada. Tuve que trabajar durante algú n tiempo, para conseguir dinero. —Me miró sombrí amente, un prí ncipe españ ol venido a menos, de nariz ancha y el largo labio superior festoneado por el bigote. Sus ojos azules se oscurecieron todaví a má s—. No lo tuve fá cil.

»Pero una cosa agradable tiene la Costa —siguió diciendo, animá ndose—, y es que, cuando no hay demasiados soldados, las posibilidades de echar un polvo son excelentes. Solo tienes que silbar y ya está. ¿ Te enteraste de aquel estú pido juicio? Bueno, eso fue divertido de veras. Si fué ramos má s civilizados lo representarí amos en el escenario. Un oficial canadiense mantení a a una chica en un hotel. Pero solo era una relació n fraternal, dijo ella. É l la llamaba su pequeñ a strumpet. «Quiere decir crumpet», dijo el abogado defensor. En aquel momento debió de saber que el caso estaba perdido. «No», insistió ella, «strumpet. Es un tipo de galleta que les gusta a los britá nicos». —Alf se echó a reí r, manteniendo el azucarero y la cucharilla suspendidos sobre la taza—. Bueno, con esa clase de pruebas no habrí an condenado a nadie.

Al extender el brazo para pasarme el azú car, reveló un ejemplar de Variety enrollado en un bolsillo de la chaqueta. La broma le habí a sosegado; meditativo, sonriente, removió el café, tomó un sorbo y humedeció otro cigarro a lo largo del labio inferior.

A los veintiocho añ os, Alf era anticuado. Tení a todas las costumbres de una generació n teatral que ya estaba en trance de muerte cuando, en la é poca del instituto, é l hací a novillos para admirar a sus envejecidos comediantes en el raí do esplendor del Oriental. Creció detrá s del saló n de belleza de su madre. Cuando le conocí, a los diecisé is añ os, ya era un caballero del escenario, y cada dí a se levantaba a las dos de la tarde para desayunar a base de té y sardinas. Se pasaba las noches en el Arrow, entre charlas de aficionados sobre Magda y Deseo bajo los olmos. Actuaba en todas las producciones locales, era Joxur en Juno y el pavo real e interpretó a Cyrano durante una semana triunfal (que é l jamá s olvidó ) en el auditorio de la escuela.

—No habrí a regresado de la Costa —me dijo—, pero salió mi nú mero y la junta me llamó. Que me rechazaran es una buena señ al para el paí s. Merecerí an perder si me admitieran en su ejé rcito. El psiquiatra me preguntó a qué me dedicaba, y le respondí: «Si he de serle del todo sincero, he sido un gorró n durante toda mi vida». «¿ Có mo crees que te irá en el ejé rcito? », me preguntó entonces, y contesté: «¿ A usted que le parece, doctor? ».

—¿ Le dijiste eso?

—Claro, era sincero. Jamá s les serí a de utilidad. Como especialista en dar gato por liebre, batirí a el ré cord de todos los tiempos. Vosotros, los cabrones normales sois los que tené is que luchar. Le pregunté: «¿ Qué le parece? », y é l echó otro vistazo a mis papeles y dijo: «Aquí dice que tienes problemas cardí acos. Bien, esto será definitivo». Y anotó: «Tipo esquizoide». Eso significaba que tení a una doble personalidad, ¿ no? Lo averigü é. ¿ Crees que un tí o puede detectar eso con solo mirarte? ¿ O porque le has dicho que eres un gorró n? Eso no basta, ¿ verdad?

—No —repliqué —, necesitan má s pruebas, eso no basta. No te preocupes por ello.

—Oh, no me preocupo, no te engañ es. —Los cristales de sus gafas duplicaron la llama triangular de otra cerilla—. No sabrí an qué hacer conmigo, porque no soy el tipo corriente. Ya lo sé. Hombre, no podrí a luchar. No es mi estilo. Lo mí o es arreglá rmelas.

—¿ Y có mo te las arreglas, Alf?

—Es algo que me asombra, pero la cuestió n es que llega cada mes de enero y ahí me tienes: he pasado otro añ o. Cierto que no sé có mo lo he hecho. Trabajo un poco, gorroneo un poco, juego un poco. Supongo que soy un gorró n. O lo seré hasta que sea lo que quiero ser. Bueno, entretengo a las personas que son objeto de mis sablazos. Eso es algo, de todos modos.

—¿ Esperas de mí que te pague el café? —le pregunté.

—¿ Pagá rmelo tú, Joseph? Esto es una invitació n a escote. ¡ Qué chiste tan malo! —Parecí a ofendido.

—Me referí a a la diversió n.

—Ah, uno de estos dí as espero un estreno...

—No es eso lo que querí a decir.

—Olví dalo. ¿ Quié n te va a tener en cuenta tus chistes malos? ¿ Me has visto en alguna de las producciones federales? No estuve mal. ¿ Recuerdas? ¡ Ja, ja! Bueno, es una caracterí stica de la familia. ¿ Has oí do alguna vez cantar a mi madre, has estado alguna vez presente cuando lo ha hecho? Pues te has perdido algo bueno. Mi hermano tambié n escribe letras de canciones. Acaba de escribir una para las Naciones Unidas. Se titula «Unamos las manos por encima del océ ano». No deja de darme la lata para que haga algo con ella. Está seguro de que saldrí a en la lista de é xitos. Ahora quiere que vaya a Nueva York, con el dinero del seguro. Wilma se opone.

—¿ Piensas ir?

—Hace un añ o habrí a ido sin dudarlo ni un momento. Pero como Wilma está en contra... Le debo a la chica un favor. La metí en lí os hace unos añ os. Phil le puso un ojo morado cuando viví an juntos por sacarle veinte dó lares del bolsillo. Solo que no fue ella, sino yo, quien se los sacó.

—¿ Lo confesaste?

—¡ Confesar! Me habrí a desacreditado ante é l para siempre. Estaba seguro de que no tardarí an en hacer las paces. Le dio una soberana paliza. Ella lloró...

—¿ Estabas presente cuando ocurrió?

—Allí mismo, en la habitació n, pero no podí a intervenir.

—¿ Y qué hiciste con el dinero?

—Lo invertí en una falsa esperanza. Supongo que te parece terrible, ¿ eh? Bien, esto quizá te parezca duro, y puede que no te lo creas, pero son má s humanos cuando se pelean. Ademá s, era como una pelí cula. É l tení a remordimientos, ella le perdonó porque era su hombre y así sucesivamente. Fue un gran placer para los dos, lo sé. Yo era su intermediario. Pero ahora Wilma dice que, si alguien ha de ir a Nueva York con la canció n, es ella. Supongo que se ve en Tin-Pan Alley, 6 las lá grimas corrié ndole por la cara...

—Bah, no es posible que llegue a ese extremo.

—¿ Có mo que no? No conoces a las mujeres como ella. Voy a decirte lo que hace. Se oculta durante toda la noche en el trastero de un editor y, por la mañ ana, sorprende al señ or Snaith-Hawkins. «¿ Qué está haciendo aquí? » «Por favor, señ or, escuche esto. Lo ha escrito mi marido. » É l se niega en redondo y ella se arroja a sus pies. «Vamos, vamos, muchacha», le dice é l. No es mal hombre, como ves. «No es solo por mí, sino por la democracia, y... » Mientras ella prosigue, é l transige. «No deberí a tenderse en el suelo, querida. A ver, sié ntese en esta silla. Le pediré al señ or Trubshevsky que la examine (la partitura). Espera —yo habí a tratado de interrumpirle—, Trubshevsky toca; Snaith-Hawkins frunce el ceñ o, se acaricia la barba. Su expresió n cambia. Trubshevsky toca extasiado. Cantan juntos, «Unamos las manos», etcé tera. «¡ Esto es magní fico, no hay duda», exclama Snaith-Hawkins. Y Trubshevsky, entusiasmado, con los ojos brillantes: «¡ Su marido es un genio, señ ora, no hay duda». «Vamos, no llore, querida», dice Snaith-Hawkins. «Usted no puede comprenderlo, señ or. Todos esos añ os de lucha, conduciendo un taxi, trabajando en su mú sica despué s de la cena. » Está n emocionados. ¿ Te das cuenta? —inquirió Steidler—. Así es como piensan. Probablemente ella irá. Es dinero desperdiciado. En fin, é l no estará satisfecho de otra manera.

—Qué lastima.

—No es ninguna lá stima. Está bien así. Imagina lo que serí a el mundo si sus sueñ os llegaran a realizarse.

O si llegaran a realizarse los tuyos, me sentí tentado de decir.

Me pasé todo el dí a con é l. Me acompañ ó a casa y se quedó hasta las cinco, hablando sin cesar y fumando tantos cigarros que tuve que ventilar la habitació n despué s de que se marchara. Estaba tan fatigado como si hubiera empleado la jornada en disipaciones de una clase especialmente degradante con Steidler como có mplice. No le hablé a Iva de la visita. A ella no le gusta ese hombre.

 



  

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