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11 de enero
La otra noche Iva estaba buscando en los estantes un libro que habí a dejado allí meses antes y hablaba en voz alta, extrañ ada de su desaparició n. Yo la escuchaba distraí do mientras me cortaba las uñ as, guiando la minú scula tijera para evitar que me cortara la carne, y, como suele sucederme con las pequeñ as cosas, estaba absorto en la recogida de los recortes cuando de improviso recordé que le habí a prestado un libro a Kitty Daumler. —¿ Qué libro has dicho que está s buscando? —¿ No me has oí do antes? Un libro pequeñ o, de color azul, Dublineses. ¿ Lo has visto? —Debe de estar por ahí. —Ayú dame a buscarlo. —Probablemente está sepultado entre los demá s. ¿ Por qué no lees otro libro? Hay muchos. Pero no era posible disuadir a Iva con tanta facilidad. Siguió con su bú squeda, amontonando libros en el suelo, cerca de donde yo estaba sentado. —No lo encontrará s —le dije al cabo de un rato. —¿ Por qué no? —Los libros tienden a perderse de vista y reaparecer al cabo de meses. Puede que se haya caí do detrá s de la estanterí a. —Vamos a moverla. —Yo no. La pró xima vez que Marí a haga limpieza general. —Recogí los recortes de uñ as con dos dedos y los eché a la papelera—. La verdad es que deberí a enterrarlos. —¿ Eso? ¿ Por qué? —Se puso en pie y apoyó en la pared la espalda cubierta por una bata estampada—. No puedo estar agachada mucho tiempo. Me hago vieja. —Las uñ as, el pelo, todos los recortes y desperdicios del cuerpo. Quizá sea temor a la brujerí a. —La puerta ha estado cerrada con llave durante dí as. El no ha podido habé rselo llevado. En cualquier caso, ¿ qué harí a con Dublineses? —¿ Vanaker? —Sí. Iva seguí a convencida de que nuestro vecino era responsable de la desaparició n de sus frascos de perfume. —Mañ ana encontraré el libro —le dije. —Pero deberí a estar aquí. —De acuerdo, deberí a. Pero si no está, no aparecerá por mucho que te empeñ es. —¿ Quieres decir que no está en la habitació n? —No estoy diciendo eso. —Entonces ¿ qué quieres decir? —Quiero decir que preferirí as pasarte la noche buscá ndolo en vez de leer otro libro. —Tú mismo me dijiste que lo leyera —replicó ella, indignada—. Insististe en ello. —Pero eso fue hace mucho tiempo, hace un montó n de meses. Deberí as haberlo leí do en unas pocas horas. —Sí —dijo ella—. Y ha pasado un montó n de meses desde que te interesaste por mí. Ú ltimamente me haces tan poco caso que es como si no estuviera aquí. No prestas atenció n a lo que digo. Si me ausentara de casa una semana no me echarí as de menos. Recibí esta acusació n en silencio. —¿ Y bien? —inquirió ella en tono agresivo. —No dices má s que tonterí as. —Eso no es una respuesta. —Es la situació n en que nos encontramos, Iva. Nos ha cambiado a los dos. Pero no es permanente. —Quieres decir que pronto te marchará s y ese será el final del asunto. —Vamos, no rezongues —repliqué irritado—. Es la situació n. Sabes que lo es. —Desde luego, a ti te ha cambiado. —Pues claro que sí; cambiarí a a cualquiera. Me levanté, tomé el abrigo del perchero y me dirigí a la puerta. —¿ Adonde vas? —A tomar el aire. El ambiente está muy cargado. —¿ No ves que está lloviendo? Pero supongo que incluso eso es mejor que pasar la velada con una mujer gruñ ona. —¡ Exacto, es mejor! —exclamé. Se me habí a agotado la paciencia—. Por diez centavos me dará n un catre en un albergue para vagabundos, sin preguntarme nada. No me esperes esta noche. —Eso es, anuncia a toda la casa... —Es muy propio de ti que te preocupes por lo que dirá n los inquilinos. Que se vayan a hacer puñ etas. Es má s vergonzoso actuar así que de manera que los otros se enteren. ¡ Me importan un carajo! —¡ Joseph! —me gritó. Cerré la puerta con brusquedad, consciente ya, por debajo de mi có lera, de que esa conducta era indigna de mí y totalmente desproporcionada con respecto a la provocació n. Me encasqueté el sombrero para protegerme de la lluvia. Nuestras ventanas, con la luz que se filtraba a travé s de las persianas, formaban dos rectá ngulos anaranjados, marcas registradas de calidez y comodidad, contra el aguacero y la oscuridad, el brillo de los á rboles, el blindaje de hielo de la calle. Habí a desaparecido el intenso frí o de la semana anterior. Le habí a sucedido la niebla, que se alzaba como una esponjosa floració n gris de las paredes empapadas, se cerní a en los patios y sobre los charcos acribillados por la lluvia que reflejaban los cambios de color de los amortiguados semá foros, verde, á mbar, rojo, á mbar, verde, y se extendí a calle abajo. Se abrió la ventana del señ or Vanaker. Este así a una botella por el gollete, como si fuese la empuñ adura de una espada, y la arrojó a la calle. Aterrizó suavemente en el barro, junto a las otras; entre los arbustos habí a docenas de botellas, por cuyas superficies corrí a el agua como si gotas de mercurio desprendidas de las chimeneas cayeran sobre ellas. El hombre se apresuró a cerrar la ventana. Mientras caminaba, mis zapatos, con las punteras en otro tiempo impecables raspadas y dobladas hacia arriba, recibieron la acometida de media docena de escapes de agua. Me dirigí a la esquina, inhalando los olores de ropa mojada, carbó n mojado, papel mojado, tierra mojada, que se desplazaban con los jirones de niebla. Una sirena emitió un sonido sordo y distante; cesó y, al cabo de un momento, sonó de nuevo. La farola se inclinaba sobre el bordillo como una mujer que no pudiera regresar a casa hasta haber encontrado la moneda o el anillo que se le habí a caí do en el cieno y el hielo del arroyo. Oí a mis espaldas un taconeo femenino y, por un instante, pensé que Iva habí a salido en mi busca, pero era una desconocida que pasó bajo el toldo de la tienda en la esquina, la cara difuminada por la vaga luz y la prenda de piel oscura que le rodeaba la garganta. El toldo se ondulaba, y serpentinas de agua se deslizaban a travé s de sus desgarrones. La sirena sonó de nuevo en el lago, advirtiendo a los remolcadores de los promontorios invisibles en la niebla. No era difí cil imaginar que allí no habí a ninguna ciudad, ni siquiera un lago, sino un pantano y aquel grito desesperado que lo cruzaba; á rboles echados a perder en vez de edificios y estolones de enredadera en vez de cables telefó nicos. La campana de un tranví a que se aproximaba diluyó esta imagen. Lo paré, pagué el billete y me quedé en la plataforma. No estaba lejos de la casa de Kitty. Si mis zapatos hubieran sido impermeables, habrí a ido a pie. No iba expresamente a recoger el libro, aunque, por supuesto, podrí a pedirle que me lo devolviera ya que estaba allí, sino para ver a Kitty. No recuerdo las circunstancias en las que me pidió el libro ni por qué me ofrecí a dá rselo. Ella no habí a oí do hablar de la obra, y no puedo imaginar de qué le estaba hablando cuando se lo mencioné. Era una confluencia má s que yo no podí a rastrear ni interpretar. Kitty —pero no lo digo con menosprecio— no es una chica inteligente, ni siquiera lista. Es sencilla, afectuosa, sin complicaciones y prá ctica. Hace dos añ os le planifiqué un viaje al Caribe, y al regresar me contó lo bien que lo habí a pasado y me expresó su deseo de que apreciara algunas de las cosas que habí a comprado. A tal fin fui a su piso. Ella aceptó mi veredicto sobre sus adquisiciones de turista con tanta naturalidad y me trató con una simpatí a tan marcada que, no sin cierta agradable excitació n, empecé a pensar que no estaba tan interesada en la valoració n de los objetos como en mi persona. A la primera oportunidad que tuve le mencioné a Iva, pero resultó evidente por su reacció n, o su falta de reacció n, que habí a dado por sentada mi condició n de casado. Me dijo que para ella el matrimonio como tal no existí a. Solo existí an los seres humanos. Entonces inició una conversació n sobre el matrimonio y el amor que no deseo recordar con detalle. Le dejé muy claro que, si bien estaba dispuesto a hablar de tales cuestiones, no me aventurarí a má s allá de la conversació n. Sin embargo, me halagaba que una mujer tan guapa se sintiera atraí da por mí. Me estaba diciendo que otras pasajeras del crucero habí an actuado de una manera absurda con los guí as y los chicos de la playa. Ella no podí a soportar esa clase de libertinaje, y las caras latinas bellas, romá nticas y sin cará cter le llenaban de aversió n. Aquellos hombres parecí an muy insulsos. Cuando me marchaba, su mano concluyó un gesto posá ndose amigablemente sobre mi hombro. Confiaba en que volverí a a visitarla para charlar. La pró xima vez serí a yo quien llevara la voz cantante. Ella era tambié n una buena oyente. No volví a verla durante un mes. Entonces, un dí a, entró en la Inter-American, se acercó a mi mesa y, sin ningú n preá mbulo, me preguntó por qué no le habí a visitado. Le respondí que habí a estado muy ocupado. —Pero puedes salir una noche, ¿ no? —Por supuesto, si quiero salir, puedo hacerlo. —Entonces ¿ por qué no vienes el jueves? Podemos cenar juntos. Ú ltimamente Iva y yo no nos llevá bamos bien. No creo que la culpa fuese del todo suya. Yo la habí a dominado durante añ os, pero ahora era capaz de rebelarse (como sucedió, por ejemplo, en la fiesta de Servatius). Al principio no comprendí a el cará cter de su rebelió n. ¿ Era posible que no quisiera que yo la guiase y formara? Esperaba cierta oposició n por su parte. Nadie, habrí a dicho entonces, nadie llegaba con sencillez y de motu proprio, sin esfuerzo, a valorar las tradiciones má s auté nticamente humanas, las ciudades celestiales. Tení an que enseñ arte a avanzar esforzá ndote hacia ellas. La inclinació n no era suficiente. Antes de que pudieras hacer girar las hé lices, tení an que remolcarte fuera de los bají os. Pero ahora era evidente que Iva no querí a que la remolcara. Aquellos sueñ os inspirados por las grandes damas renacentistas de Burckhardt y las no menos profundas mujeres del neoclasicismo estaban en mi cabeza, no en la de ella. Finalmente supe que Iva era incompatible con mis caprichos pasajeros. Hay cosas como las prendas de vestir, las apariencias, el mobiliario, la diversió n ligera, los relatos de misterio, las atracciones de las revistas de modas, la radio, una agradable velada. ¿ Qué podí a decir uno de todo esto? Las mujeres, razonaba yo, no está n preparadas, gracias al adiestramiento, a oponer resistencia a esas cosas. Puedes obligarles a leer a Jacob Boehme durante diez añ os sin que se reduzca su apetito de ellas; puedes enseñ arles a admirar Walden, pero nunca conseguirá s que se pongan ropa vieja. Iva estaba formada a los quince añ os, cuando la conocí, con gustos y desagrados propios que (como, por alguna extrañ a razó n, me oponí a a ellos) dejó de lado hasta que llegase el momento en que los pudiera defender o, sencillamente, imponer. De ahí nuestras dificultades. Tení amos los nervios a flor de piel, y las discusiones eran inevitables. Con su nueva actitud de desafí o, valiente y aú n poco firme, empezaba a disfrutar de su independencia. Yo la dejaba en paz, fingiendo que era indiferente. Entonces empecé a visitar con frecuencia a Kitty Daumler. Viví a en una casa de hué spedes similar a aquella en la que Iva y yo nos alojamos durante los dos primeros añ os de nuestro matrimonio, antes de que pudié ramos permitirnos alquilar un piso. En parte culpaba al piso del cambio que Iva habí a experimentado, y por ello me sentí a a gusto en las habitaciones de Kitty. Sus muebles estaban sucios, el papel de pared cerca del espejo estaba manchado de carmí n, habí a prendas de vestir diseminadas por todas partes, la cama estaba siempre sin hacer y ella era descuidada con su aspecto personal, trataba de dominarse el cabello con un simple peine y tiraba de é l continuamente hacia atrá s, apartá ndolo de la cara de rasgos firmes, con sus grandes cejas y su ancha boca. Una cara afectuosa, mundana, impú dica y generosa. Hablá bamos de toda clase de cosas corrientes. Uno tras otro, mis amigos estaban abandonando la ciudad. De todos modos, no hallaba ningú n consuelo en ellos. No habrí a podido sostener aquellas conversaciones con nadie má s que Kitty, pero habí a aprendido a discernir a la Kitty real, la joven animada, rolliza, de vivos colores, perfumada y basta que estaba detrá s de la charla. Me gustaba. Sin embargo, má s allá de la conversació n, Kitty y yo no intimá bamos. Ella admití a sin tapujos que le «gustaba estar con hombres» si eran de la clase que le interesaba. Cada uno era afable con el otro, y no dejá bamos de sonreí r. Y la carga de la amabilidad y las sonrisas, tal como ambos la entendí amos, era doble: la intenció n y su freno; las sonrisas nos frenaban. Yo continuaba sonriendo. Hasta que una noche hú meda y prematuramente frí a a comienzos del otoñ o, al llegar a su casa la encontré en cama, tomando un té aromatizado con ron. Sorprendida por la lluvia sin protecció n, se habí a resfriado. Me senté al lado de la cama, con una taza de whisky que tení a manchas de carmí n en el borde (su marca: toallas, fundas de almohada, cucharas, servilletas, tenedores, todo tení a algú n toque de carmí n). La habitació n, en su estado habitual (la lá mpara con hojas de bronce, el papel de seda de las cajas de zapatos, la muñ eca con el telé fono escondido en su enagua, la escena veneciana enmarcada, la combinació n puesta a secar, pendiente de un codo de la tuberí a de vapor), por alguna razó n ya no era el confortable fondeadero de siempre. Yo no sonreí a. No habí a sonreí do desde que entré. Ella tomaba la infusió n a sorbos, la cabeza erguida en la hendidura entre las almohadas alzadas, la barbilla, cuando bajaba la taza, anidada sobre la otra hendidura, la ilustració n del nú mero má s bella que existe, la tierna divisió n de la carne que comenzaba muy por encima de la lí nea de encaje de su camisa de dormir. La sangre se agolpó con rapidez en mi cara. Cuando me habló, estaba abrumado y farfullé mi respuesta. No le habí a oí do. —¿ Qué? —Te he dicho si quieres traerme el bolso. Está en la habitació n de al lado. Me levanté de un modo desgarbado. —Quiero empolvarme. —Sí, claro. Mis zapatos habí an producido una gran mancha gris en la alfombra redonda. —He dejado mis huellas en la estera —le dije—. Perdona. Ella se inclinó con la taza en la mano y examinó el desaguisado. —Deberí a haberte pedido que te quitaras los zapatos. —La culpa es mí a —repliqué —. Llé vala a que la limpien y te lo pagaré. Mi rubor era cada vez má s intenso. —No, hombre, no querí a decir eso en absoluto. Pobrecillo, debes de estar empapado. Descá lzate ahora mismo y dé jame ver tus calcetines. Me agaché para desatarme los cordones, la cabeza sú bitamente atiborrada de sangre. —Completamente mojados —dijo ella—. Dá melos y te los colgaré. —Vi que mis calcetines desaparecí an debajo de la combinació n. Ahora estaba ante mí, tendié ndome una toalla—. Sé cate. ¿ Quieres atrapar una pulmoní a? Mientras me sentaba en la silla, la mano de Kitty pasó por encima de mi cabeza, asió la cadena de la lá mpara y tiró de ella ené rgicamente. La oí en la oscuridad, golpeando el casquillo de la bombilla. Aguardé a que finalizara el sonido y entonces alcé la mano. Ella interceptó mis dedos. —Solo lo retrasarí a, Joey —me dijo. Retiré mi mano y me apresuré a desvestirme. Ella palpó alrededor de la silla y se sentó en la cama—. Sabí a que má s tarde o má s temprano lo verí as a mi manera. —¡ Cariñ o! Lo «vi a su manera» durante dos meses, o hasta que ella empezó a insinuarme que dejara a Iva. Afirmaba que Iva no me trataba bien y que no está bamos hechos el uno para el otro. Nunca le habí a dado motivos para que pensara tal cosa, pero aseguraba que lo percibí a. Yo no tení a ganas de actuar con engañ o; la tensió n de vivir en ambos campos era excesiva, y eso era impropio de mí, no armonizaba con mi cará cter. No tardé en darme cuenta de que en la raí z de todo aquello estaba mi renuencia a perderme algo. Un pacto con una mujer deja fuera de nuestro alcance lo que otras podrí an darnos para nuestro goce; las suaves rubias y las afrodisí acas mujeres morenas de nuestra imaginació n quedan aparte. ¿ Nos iremos de este mundo sin conocerlas? ¿ Debemos hacerlo? La avidez de nuevo. En cuanto la reconocí, empecé a concluir mi aventura con Kitty. Se extinguió en el transcurso de una larga conversació n, en la que le dejé claro que un hombre debe aceptar sus lí mites y no puede ceder al alocado deseo de ser todo y todos y todo para todos. Ella se mostró decepcionada, pero tambié n complacida por mi seriedad y el tono en que le hablé, y se sintió honrada porque me dirigí a así a su mente, a su naturaleza superior. Convinimos en que seguirí a visitá ndola como amigo. No habí a nada malo en ello, ¿ verdad? ¿ Por qué no ser juiciosos? A ella le gustaba, le encantaba escucharme, ya habí a aprendido mucho. ¿ No comprendí a, le pregunté, que mis motivos no tení an nada que ver personalmente con ella? En muchos aspectos era reacio... no... no era la clase de hombre que podí a tener demasiadas cosas entre manos, concluyó ella por mí afablemente. Fue un gran alivio, pero el asunto no habí a terminado. Me sentí a obligado a visitarla, al principio, como para asegurarle que la valoraba tanto como siempre. De haber pensado que mi interé s por ella habí a terminado, se habrí a ofendido profundamente. Pero mis visitas ya no eran obligatorias y unilaterales, pues al iniciarse aquella etapa de mi vida en la que me hallaba en suspenso, era un verdadero alivio ir a verla de vez en cuando para fumar unos cigarrillos y tomar un vaso de ron. La relació n con Kitty era có moda. El libro desaparecido me recordó que llevaba varias semanas sin verla, y pensé que pasarí a el resto de la noche con ella y evitarí a reñ ir con Iva y acostarme de mal temple. El montante sobre la puerta de Kitty se encontraba a oscuras, pero la habitació n no estaba desocupada. Oí su voz antes de llamar. Hubo un breve silencio. Me quité el guante y volví a llamar. El montante de Kitty habí a sido laqueado porque, desde la escalera, se podí a ver fá cilmente el interior del piso. Por ello no resultaba fá cil saber si las luces estaban apagadas. Y aunque lo estuvieran, era posible que ella se hallase en la pieza contigua, la cocina. Pero al llamar por tercera vez, la luz brilló de repente a travé s de las raspaduras y los brochazos irregulares del montante. Oí que hablaba con alguien, y entonces el pomo de la puerta giró y apareció Kitty, atá ndose el cinturó n de la bata. Por supuesto, no se mostró encantada de verme y vi, ademá s, que estaba un tanto contrariada. Le dije que pasaba por allí y habí a decidido recuperar mi libro. Ella no me invitó a pasar, aunque mencioné con una ironí a inadecuada que tení a los pies mojados. —Ahora... no puedo buscarlo. Está todo patas arriba. ¿ Por qué no vuelves mañ ana por la mañ ana? —Mañ ana no sé si podré —repliqué. —¿ Muy ocupado? —Sí. Entonces fue ella la que se mostró iró nica. Empezaba a gustarle la situació n y, con el brazo desenfadadamente extendido en el vano de la puerta, me sonrió. Ahora no parecí a en modo alguno molesta porque la habí a descubierto. —¿ Está s trabajando? —No. —Entonces ¿ qué es lo que te tiene ocupado? —Ha surgido algo. No puedo venir. Pero necesito el libro. No es mí o, ¿ sabes? —¿ Es de Iva? Asentí. Miré hacia el interior de la habitació n y vi una camisa de hombre colgada del respaldo de una silla. De haber avanzado unos pocos centí metros, sé que habrí a visto un brazo masculino sobre el cubrecama. La habitació n siempre estaba caldeada en exceso y, a travé s de la calima, se difundí a el aroma denso y agradable, pero excitante, que habí a llegado a asociar con ella. Se filtraba al pasillo, donde me encontraba, despertaba en mi interior nostalgia y envidia, y no podí a evitar la sensació n de que, como un necio, habí a desperdiciado irrevocablemente el consuelo y el placer que ella me habí a ofrecido en una existencia desprovista de ambos. Miró atrá s y entonces se volvió hacia mí con una sonrisa, pero medio despectiva, como si dijera: «No tengo la culpa de que no sea tu camisa la que cuelga de la silla». —¿ Cuá ndo puedo tenerlo? —le pregunté, enojado. —¿ El libro? —Es importante que lo recupere —le dije—. ¿ Puedes localizarlo ahora? Esperaré. Ella pareció sorprendida. —Me temo que no. Mira, te lo enviaré mañ ana por correo. ¿ Te parece bien así? —Qué remedio, parece que no tengo má s opció n. —Bien, entonces buenas noches, Joseph. Dicho esto, cerró la puerta. Me quedé en el umbral, mirando el montante. Los haces de luz se apagaron, dejando una superficie parda, mate y manchada. Empecé a bajar la escalera, respirando un aire viciado, con olores a col y tocino y el polvo acumulado en el papel de la pared. Cuando me aproximaba a la primera planta, vi en el piso de abajo, a travé s de la puerta entreabierta, a una mujer en combinació n, sentada ante el espejo, con una navaja de afeitar en la mano, el brazo doblado hacia atrá s, un cigarrillo en el borde de la radio a su lado y el humo que se alzaba de dos tenacillas para rizar el pelo. Esta escena hizo que me detuviera un momento; entonces, posiblemente porque habí a cesado el sonido de mis pasos, o porque notaba que la estaban mirando, la mujer alzó la vista, alarmada; tení a una cara ancha y colé rica. Me apresuré a bajar los escalones que quedaban hasta el vestí bulo, con sus atemporales e innominadas colgaduras de casa de hué spedes, sus sillones de felpa, las puertas correderas altas y barnizadas y, en la madera de roble veteada, los pezones de lató n de los timbres. Desde diversas partes de la casa llegaban sonidos: de grifos abiertos y freidura, de voces alzadas al discutir o bajadas para apaciguar o persuadir, de canciones populares:
Dinner in the diner
Notbing could be finer
Cbattanooga choochoo... 3
de timbres de telé fono, de la resonante radio del portero una planta má s abajo. Sobre un pedestal de bronce, Laoconte sostení a en sus manos sufrientes una enorme pantalla de lá mpara terriblemente sucia y con festones de ennegrecido encaje. Me abroché los guantes y crucé el portal, dicié ndome que Kitty ya habrí a vuelto a la cama y que ella y su compañ ero (busqué una manera de decirlo) volví an a estar juntos, el apetito del hombre aumentado por la intrusió n. Y si bien no podí a encontrar objetivamente ninguna razó n por la que ella no pudiera hacer lo que le viniese en gana, de una manera ambigua me sentí a celoso e insultado. La niebla y la lluvia habí an desaparecido, suprimidas por un fuerte viento, y, en lugar del pantano imaginado donde la muerte aguardaba en las espesas aguas, sus fauces de lagarto abiertas, habí a una ní tida extensió n de calle y á rboles de ramas agitadas. El viento habí a despejado de nubes un trecho de cielo, en el que se veí an algunas estrellas. Corrí a la esquina, saltando por encima de los charcos. Vi un tranví a que avanzaba con estré pito, balanceá ndose en la ví a de un lado a otro y arrancando chispas del cable oscilante. Lo abordé cuando aú n estaba en movimiento y me quedé en la plataforma, jadeando. El conductor me dijo que era mal asunto saltar al vehí culo con un tiempo tan hú medo, que uno debí a ser prudente y no correr esos riesgos. El viento hací a traquetear las ventanillas, y su rugido ahogaba el sonido de la campana. —Menuda tormenta —dijo el cobrador, asiendo la barandilla. Subieron un soldado y una chica, los dos bebidos; una anciana de cara alargada, lobuna; un policí a desastrado, que permaneció en pie con las manos en los bolsillos, de manera que parecí a sujetarse el abdomen, y la cabeza gacha, de modo que el mentó n le tocaba la solapa; una mujer de falda corta y abultado cuello de piel, las medias arrugadas por encima de las rodillas, los ojos acuosos y los dientes apretados. Mientras la mujer avanzaba por el pasillo, el cobrador comentó: —Uno dirí a que una mujer así, que ya no es moza, estarí a en casa junto a la estufa en semejante noche, en vez de viajar en tranví a a estas horas. A menos —siguió dicié ndonos al policí a y a mí — que haya salido a trabajar. —Y al sonreí r mostró los dientes amarillentos. —¡ Pró xima parada Dorchester! ¡ Dorchester! Salté del vehí culo y me encaminé penosamente a casa contra el viento. Hice un alto bajo un toldo en una esquina y esperé un rato hasta recobrar el aliento. Las nubes se habí an retirado y un masa de estrellas titilaba en la negrura hemisfé rica: el universo, aquella medianoche ventosa, enfrascado en su actividad eterna. Cuando llegué, Iva me estaba esperando. No me preguntó adonde habí a ido, y supongo que estaba convencida de que habí a seguido mi costumbre despué s de una discusió n, la de ir a pasear por la orilla del lago. Por la mañ ana tuvimos una pequeñ a charla y nos reconciliamos.
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