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13 de enero



 

Un dí a oscuro y pesado. Por la mañ ana abandoné el lecho sin saber qué harí a primero, si calzarme las zapatillas o empezar a vestirme de inmediato, encender la radio para escuchar las noticias, peinarme y afeitarme. Volví a acostarme y me pasé alrededor de una hora serená ndome, contemplando las franjas oscuras de las tiras de la persiana proyectadas en la pared de enfrente. Entonces me levanté. Habí a nubes bajas; por los cristales de las ventanas se deslizaban arroyuelos. Los tejados circundantes —lató n verde y rojo crudo ennegrecido— brillaban como tapas de cacerolas en una cocina penumbrosa.

A los once me cortaron el pelo. Fui a almorzar lejos, a la calle Sesenta y tres, y comí sentado a un mostrador blanco entre olores de pescado frito, mirando los pilares de hierro en la calle y los enormes ladrillos del pavimento, como las placas de la sala de calderas en un gran trasatlá ntico. Por encima del restaurante, en la otra esquina, una hamburguesa con brazos y piernas en equilibrio sobre un alambre ardiente se inclinaba hacia un tarro de mostaza. Limpié el sedimento dulce de mi taza con un trozo de pan y salí a pasear entre los grandes copos que se fundí an. Entré en una tienda de todo a diez centavos, examiné las tarjetas humorí sticas de San Valentí n, pensé en comprar sobres, pero me decidí por una bolsa de bombones. Me los comí con avidez. A continuació n me atrajo una galerí a de tiro. Pagué por veinte disparos y usé menos de la mitad, sin acertar ni una sola vez en el blanco. De nuevo en la calle, me calenté junto a un barril de petró leo en cuyo interior habí a una fogata, cerca de un quiosco de prensa con su pared de revistas alzada bajo el abrigo del ferrocarril elevado. Escenas de amor y horror. Luego fui a una sala de lectura de Christian Science y tomé el Monitor. No lo leí. Permanecí sentado con el perió dico en las manos, tratando de recordar el nombre de la compañ í a cuyas estufas de gas se anunciaban en la primera pá gina del Manchester Guardian. Poco despué s me encontraba de nuevo en la calle, delante del gimnasio de Coulon, mirando fotografí as de boxeadores. «Young Salemi, ahora con los Rangers4 en el Pací fico Sur. » ¡ Qué hermosura de hombros!

Inicié el regreso, eligiendo calles con las que no estaba familiarizado. Resultó que no eran diferentes de las que conocí a. Dos hombres estaban serrando un á rbol. Un perro se abalanzó desde detrá s de una valla, sin avisar, ladrando. Detesto a esos perros. Un hombre enfundado en un chaquetó n y con botas rojas estaba en el centro de un solar, arrojando cajas a un fuego. En la ventana alta de una casa de piedra, un niñ o, un muchacho rubio, jugaba a ser rey con una corona de papel. Llevaba una manta sobre los hombros y, a modo de cetro, sus delgados dedos sujetaban un delgado palo verde. Al verme, de repente convirtió el cetro en una escopeta. Me apuntó y disparó, moviendo los labios para exclamar: «¡ Bang! ». Sonrió cuando me quité el sombrero y señ alé consternado un agujero imaginario.

El libro llegó con el correo del mediodí a. Esta noche lo encontraré. Espero que sea el ú ltimo engañ o que se me impone.

 



  

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