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18 de diciembre



 

Con fines legales, soy ese yo anterior, y si mi identidad se pusiera en duda, no podrí a hacer má s que indicar mis atributos de ayer. No he intentado ponerme al dí a, ni por indiferencia ni por temor. Muy poco del Joseph de hace un añ o me satisface. Me rí o de é l sin poder evitarlo, de algunos de sus rasgos y sus dichos.

Joseph, de veintisiete añ os de edad, empleado de la agencia de viajes Inter-American, un joven alto, ya ligeramente fofo y, sin embargo, apuesto, licenciado por la Universidad de Wisconsin (especializado en historia), casado desde hace cinco añ os, afable, considera que en general le quieren bien. Pero, al examinarlo má s de cerca, resulta ser un tanto peculiar.

¿ Peculiar? ¿ En qué sentido? Bien, para empezar, hay algo en su aspecto, algo erró neo. Tiene la nariz larga y recta, las facciones firmes. Luce un bigotillo que le hace parecer mayor de lo que es. Los ojos son oscuros y grandes, demasiado grandes, incluso un poco saltones. El cabello es negro. Carece de lo que la gente llama una mirada «franca», es comedido y en ocasiones, a pesar de su afabilidad, adusto. Es una persona muy interesada en mantener intacto y libre de estorbos el significado de su propio ser y la importancia que tiene. Sin embargo, no es anormalmente frí o, no es egoí sta. Se controla de un modo riguroso porque, como é l mismo explica, está empeñ ado en saber qué le sucede. No quiere perderse nada.

Su mujer no le recuerda sin bigote, y é l acababa de cumplir diecisiete añ os cuando se conocieron. Durante su primera visita a los Almstadt habló alto y de un modo bastante experto (por entonces era comunista) acerca de la socialdemocracia alemana y el eslogan «frente unido desde abajo». El padre de la muchacha pensó que tení a veinticinco añ os y le ordenó, enojado, que no trajera a casa hombres de pelo en pecho. Al señ or Almstadt le divierte contar esta ané cdota, que ahora es un chiste familiar. «Pensé que se la iba a llevar a Rusia», comenta.

Volviendo ahora a la indumentaria de Joseph (llevo las prendas que é l dejó ), diré que refuerza su aspecto de madurez. Sus trajes son oscuros y conservadores. Es cierto que sus zapatos acaban en punta y no son elegantes, pero es posible que ese detalle obedezca al deseo de establecer un contrapeso. Una puntera má s ancha corresponderí a a un hombre a mitad de la treintena. Como le sucede casi en todo, Joseph es consciente de un motivo en la elecció n de sus ropas. Es su respuesta a aquellos cuyo principio retador consiste en vestir mal, para quienes un traje arrugado es un sí mbolo de libertad. Quiere evitar los pequeñ os conflictos del inconformismo de modo que pueda dirigir toda su atenció n a defender sus diferencias internas, las que realmente importan. Ademá s, llevar lo que é l llama «el uniforme de los tiempos» le procura una satisfacció n triste o negativa. En una palabra, cuanto menos se distinga tanto mejor, para sus objetivos. De todos modos, se las ingenia para sobresalir.

Estas particularidades son las que en ocasiones hacen que sus amigos le encuentren ridí culo. Y, sí, dice é l, admite que es «raro» en muchos aspectos. Pero eso no tiene remedio. El aspecto y la conducta de los hombres reflexivos no suelen ser comparables a los de quienes son menos reflexivos, que sin vacilació n confí an todo cuanto representan a su aspecto y sus gestos. Lo que está tratando de hacer no es fá cil, y no es improbable que cuanto má s é xito tenga, tanto má s raro parezca. Ademá s, dice é l, todo el mundo tiene un elemento có mico o fantá stico. Es algo que nunca puedes dominar por completo.

«Un elemento có mico o fantá stico... »: esta clase de frases tienen un timbre curioso; y personas que han empezado a tomarle por un empleado en la Inter-American, un individuo bastante simpá tico, empiezan a mirarle de otra manera. Pero incluso sus amigos má s antiguos, los que como John Pearl y Morris Abt, han sido í ntimos desde la adolescencia, a menudo tienen dificultades para comprenderle. Y é l, a pesar de su afá n de ser comprendido, no siempre puede ayudarles.

Desde que finalizó la carrera, Joseph no ha dejado de considerarse un estudioso, y se rodea de libros. Antes de interesarse por la Ilustració n, realizó un estudio sobre los primeros ascetas y, anteriormente, sobre el romanticismo y el niñ o prodigio. Por supuesto, tiene que ganarse la vida, pero trata de establecer un equilibrio entre lo que quiere y lo que se ve obligado a hacer, entre la necesidad y el deseo. Existe un compromiso, claro que tales compromisos abundan en la vida humana. Está orgulloso de la habilidad con que se desenvuelve en ambos lados y, aunque un tanto erró neamente, le gusta considerarse maquiavé lico. Logra mantener la independencia de los papeles que representa, e incluso se desvive por ser un empleado excelente, tan solo para demostrar que los «visionarios» pueden ser realistas.

Sin embargo, todo el mundo admite que Joseph se conoce a fondo, que sabe lo que quiere y lo que debe hacer para conseguirlo. En los siete u ocho ú ltimos añ os lo ha hecho todo de acuerdo con un plan general. En este plan ha incluido a sus amigos, su familia y su mujer. Se ha tomado muchas molestias con su mujer, le ha instado a leer libros elegidos por é l, le ha enseñ ado a admirar lo que é l cree que es admirable. No sabe hasta qué punto ha tenido é xito.

No deberí a pensarse que, cuando Joseph habla de los «menos reflexivos» o de su «elemento có mico», es duro. No es severo hacia el mundo. Se considera a sí mismo un defensor acé rrimo de tout comprende c’est tout pardonner. Las teorí as sobre un mundo bueno por completo o del todo malevolente le parecen estú pidas. De quienes creen en un mundo bueno por completo dice que no comprenden la depravació n. En cuanto a los pesimistas, pregunta de ellos: «¿ Es eso todo lo que ven tales personas? ». Para é l, el mundo es ambas cosas y, en consecuencia, no es ni una ni otra. Para los representantes de cualquiera de las dos posturas, el mero hecho de hacer un juicio de esa clase constituye una satisfacció n, mientras que para é l, el juicio es posterior al asombro, a la especulació n sobre los hombres, embriagados y sobrios, celosos, ambiciosos, buenos, tentados, curiosos, cada uno en su propio tiempo y con sus costumbres y motivos, y llevando la impronta de la rareza en el mundo. En cierto sentido, todo es bueno porque existe. O, tanto si es bueno como si no, existe, es inefable y, por esa razó n, maravilloso.

Pero a pesar de todo, Joseph experimenta una sensació n de extrañ eza, de no pertenecer del todo al mundo, de yacer bajo una nube y alzar la vista para mirarla. Bien, pero todos los seres humanos comparten esa sensació n hasta cierto punto, se dice. El niñ o siente que sus padres son falsos; su auté ntico padre está en otra parte y algú n dí a le reclamará. Y para otros el mundo real no está ahí en absoluto y lo que se encuentra a mano es espurio y copiado. A veces la sensació n de extrañ eza de Joseph casi adopta la forma de una conspiració n: no una conspiració n maligna, sino una que contiene los esplendores diversificados, los cambios, las excitaciones, así como la materia comú n y neutral de una existencia. Vivir un dí a tras otro bajo la sombra de semejante conspiració n es duro. Si contribuye al asombro, contribuye todaví a má s a la inquietud, y uno se aferra a los transeú ntes má s cercanos, a hermanos, padres, amigos y esposas.

 



  

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