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15 de diciembre, 1942



 

Hubo un tiempo en que los hombres tení an la costumbre de dirigirse a sí mismos con frecuencia y por ello no les avergonzaba dejar constancia de sus transacciones interiores. Pero llevar un diario hoy en dí a se considera una especie de complacencia para consigo mismo, una debilidad, y de mal gusto, porque vivimos en una era en la que priva el endurecimiento. Hoy en dí a, el có digo del atleta, del muchacho duro (creo que una herencia norteamericana del gentleman inglé s, esa curiosa mezcla de esfuerzo, ascetismo y rigor, cuyos orí genes se remontan segú n algunos a Alejandro Magno) es má s fuerte que nunca. ¿ Tienes sentimientos? Existen formas correctas e incorrectas de indicarlos. ¿ Tienes vida interior? Eso no es asunto de nadie má s que tuyo. ¿ Tienes emociones? Estrangú lalas. Hasta cierto grado, todo el mundo obedece a este có digo. Y lo cierto es que admite una clase de sinceridad limitada, una franqueza con la boca cerrada. Sin embargo, tiene un efecto inhibidor de la sinceridad má s auté ntica. La mayor parte de las cuestiones serias son inaccesibles para las personas de cará cter duro. Carecen de prá ctica en la introspecció n y, en consecuencia, está n mal equipados para enfrentarse a adversarios contra los que no pueden disparar como si fuesen caza mayor ni superar en atrevimiento.

Si tienes dificultades, lidia con ellas en silencio, dice uno de sus mandamientos. ¡ Al diablo con eso! Me propongo hablar de las mí as, y si tuviera tantas bocas como Shiva tiene brazos y las hiciera hablar todas a la vez, seguirí a sin poder hacerme justicia. En mi estado actual de desmoralizació n, ha llegado a serme necesario llevar un diario —es decir, hablar conmigo mismo— y no me siento en absoluto culpable ni demasiado indulgente hacia mi persona. Los hombres de cará cter duro reciben una compensació n por su silencio: pilotan aviones o torean o se dedican a la pesca del tarpó n, mientras que yo no suelo abandonar mi cuarto.

En una ciudad donde uno ha vivido casi toda su vida, no es probable que alguna vez sea un solitario, y, sin embargo, en un sentido muy real, eso es precisamente lo que soy. Me paso a solas diez horas diarias entre las cuatro paredes de una habitació n. El cuarto no está mal, la verdad sea dicha, aunque tiene las molestias habituales de las casas de hué spedes: olores de cocina, cucarachas y vecinos peculiares. Pero en el transcurso de los añ os me he ido acostumbrando a esas tres cosas.

Estoy bien provisto de libros. Mi mujer siempre me trae tí tulos nuevos con la esperanza de que los lea. Ojalá pudiera. En el pasado, cuando tení amos un piso propio, leí a constantemente. Siempre estaba comprando nuevos libros, má s rá pido, lo reconozco, de lo que mi capacidad de lectura me permití a leerlos. Pero mientras estuviera rodeado de ellos, eran garantes de una vida má s amplia, mucho má s preciosa y necesaria de la que me veí a obligado a llevar cada dí a. Si era imposible mantener siempre esa vida superior, por lo menos podí a tener sus signos al alcance de la mano. Cuando se volví a insustancial, podí a verlos y tocarlos. Ahora, sin embargo, ahora que estoy ocioso y deberí a ser capaz de dedicarme a los estudios que en otro tiempo comencé, descubro que soy incapaz de leer. Los libros no me sostienen. Al cabo de dos o tres pá ginas o, como sucede a veces, pá rrafos, sencillamente no puedo continuar. Han pasado casi siete meses desde que renuncié a mi puesto de trabajo en la agencia de viajes Inter-American para presentarme cuando el ejé rcito me llamara a filas. Todaví a lo estoy esperando. Parece tratarse de algo trivial, una especie de comedia burocrá tica encorsetada por las formalidades. Al principio yo mismo adopté esa actitud hacia el asunto. Empezó como unas vacaciones, un breve aplazamiento, en mayo pasado, cuando me enviaron a casa debido a que mis papeles no estaban en regla. Llevo viviendo aquí dieciocho añ os, pero aú n soy canadiense, sú bdito britá nico, y aunque sea un extranjero amistoso, no me podí an reclutar sin una investigació n previa. Esperé cinco semanas y entonces le pedí al señ or Mallender, de la Inter-American, que volviera a aceptarme temporalmente, pero me dijo que el negocio ha decaí do tanto que se habí a visto obligado a despedir a los señ ores Trager y Bishop, a pesar de sus largos añ os de servicio, y no tení a ninguna posibilidad de ayudarme. A fines de septiembre recibí una carta en la que me informaban de que habí a sido investigado y aprobado y de nuevo, de acuerdo con las normas, me indicaban que me sometiera a un segundo aná lisis de sangre. Al cabo de un mes me notificaron que figuraba en 1A y me dijeron que debí a estar preparado. Esperé una vez má s. Finalmente, cuando llegó noviembre, empecé a hacer averiguaciones y descubrí que, debido a una nueva clá usula que afectaba a los hombres casados, mi reclutamiento habí a sido pospuesto. Pedí que volvieran a clasificarme, aduciendo que me habí a visto imposibilitado de volver al trabajo. Al cabo de tres meses de explicaciones me transfirieron a 3A. Pero antes de que pudiera actuar (una semana despué s, para ser exacto), me dieron cita para un nuevo aná lisis de sangre (cada uno de ellos solo es vá lido durante dos meses). Y así volvió a retrasarse mi incorporació n a filas. Esta tediosa situació n no ha terminado todaví a, estoy seguro de ello. Se prolongará durante otros dos, tres o cuatro meses.

Entretanto, mi mujer, Iva, me mantiene. Afirma que eso no es ninguna carga y que desea que disfrute de esta libertad, que lea y haga todas las cosas agradables que no podré hacer en el ejé rcito. Hace má s o menos un añ o, di comienzo, lleno de ambició n, a varios ensayos, en especial biográ ficos, sobre los filó sofos de la Ilustració n. Estaba en medio de uno sobre Diderot cuando me detuve. Pero quedó vagamente entendido, cuando empecé a estar en suspenso, que seguirí a con ellos. Iva no querí a que consiguiera un empleo. Al fin y al cabo, dada mi clasificació n de 1A, tal vez no encontrarí a uno adecuado.

Iva es una chica silenciosa. Tiene una manera de ser que no estimula la conversació n. Hemos dejado de confiar el uno en el otro; lo cierto es que son muchas las cosas que no puedo mencionarle. Tenemos amigos, pero ya no los vemos. Unos pocos viven en lugares distantes de la ciudad. Hay algunos en Washington, otros está n en el ejé rcito y uno en el extranjero. Mis amigos de Chicago y yo nos hemos ido distanciando sin cesar. No he tenido muchas ganas de verlos, aunque de haberlo hecho es posible que hubié ramos podido superar algunas de nuestras diferencias. Pero, tal como yo lo veo, el perno principal que nos mantení a unidos se ha roto, y hasta la fecha no he tenido ningú n incentivo para sustituirlo. Y por eso estoy muy solo. Me paso el tiempo sentado en mi habitació n sin hacer nada, dedicado a prever las pequeñ as crisis de la jornada, los golpecitos en la puerta de la muchacha de servicio, la llegada del cartero, los programas de la radio y las angustias infalibles y cí clicas de determinados pensamientos.

He pensado en trabajar, pero soy reacio a admitir que no sé qué hacer de mi libertad y me someto a la esclavitud del trabajo porque carezco de recursos; en una palabra, de cará cter. La ú ltima vez que volvieron a clasificarme intenté enrolarme en la Marina, pero el reclutamiento parece ser el ú nico canal abierto a los extranjeros. No puedo hacer má s que esperar, o permanecer en suspenso, y me siento cada vez má s desanimado. Tengo perfectamente claro que me estoy deteriorando, que voy haciendo acopio de una amargura y un rencor que, como si fuesen á cidos, corroen mi dotació n de generosidad y buena voluntad. Pero el retraso de siete meses es solo una de las fuentes de mi agobio. Una vez má s, a veces lo considero como el teló n de fondo contra el que se me ve oscilar. No es solo eso. Antes de que pueda evaluar con precisió n el dañ o que me ha hecho, tendrá n que cortar la cuerda de la que pendo.

 



  

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