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17 de diciembre



 

Es un embotamiento narcó tico. Hay ocasiones en las que ni siquiera soy consciente de que esta clase de vida no está bien. Pero, por otro lado, hay ocasiones en las que me despierto perplejo y desazonado, y entonces me considero una ví ctima moral de la guerra. He cambiado. Dos incidentes ocurridos la semana pasada me han mostrado hasta qué punto. Al primero apenas puedo llamarlo incidente. Estaba hojeando Poesí a y verdad de Goethe y encontré la siguiente frase: «Esta aversió n a la vida tiene unas causas tanto fí sicas como morales... ». Me sentí lo bastante estimulado para seguir leyendo: «Todo cuanto reconforta en la vida se basa en la aparició n regular de fenó menos externos. Los cambios del dí a y la noche, de las estaciones, de las flores y los frutos y todos los demá s placeres recurrentes que se nos ofrecen y de los que podemos y debemos disfrutar, tales son los mó viles principales de nuestra vida terrena. Cuanto má s abiertos estamos a estos goces, tanto má s felices somos; pero si estos fenó menos cambiantes se despliegan y no nos interesamos por ellos, si somos insensibles a tan hermosas incitaciones, entonces sobreviene el mal má s doloroso, la dolencia má s abrumadora: consideramos la vida como una carga odiosa. Dicen de un inglé s que se ahorcó para no tener que vestirse y desvestirse nunca má s». Seguí leyendo con una sensació n desacostumbrada. El encabezamiento en la siguiente pá gina del texto de Goethe decí a «Cansancio de la vida». Exactamente. El cansancio de la vida radix malorum est. Entonces leí la afirmació n: «Nada ocasiona tanto esta fatiga como la recurrencia de la pasió n del amor». Dejé el libro, profundamente decepcionado.

No obstante, sin poder evitarlo veí a de qué manera tan diferente este mundo me habrí a afectado un añ o atrá s, y lo mucho que yo habí a cambiado. Entonces podrí a haberme parecido cierto pero no especialmente notable. La ané cdota de ese inglé s podrí a haberme divertido, pero no conmovido. Ahora su hastí o arrojó a la sombra esa «pasió n de amor» y é l ocupó al instante su lugar para mí, al lado de ese asesino, Barnardine, en Medida por medida, cuyo desprecio por la vida igualaba a su desprecio de la muerte, de modo que no salí a de su celda para que lo ejecutaran. Sentirme atraí do por esos dos era prueba de que realmente habí a cambiado.

Y ahora el segundo incidente.

Mi suegro, el viejo Almstadt, atrapó un fuerte resfriado, e Iva, sabiendo lo inepta que es su madre, me pidió que fuese allá y echara una mano.

Los Almstadt viven en el Northwest Side, a una deprimente hora de viaje en el Ferrocarril Elevado. Encontré la casa en un gran desorden. La señ ora Almstadt trataba de hacer las camas, cocinar, atender a su marido y responder al telé fono, todo a la vez. El telé fono no estaba en silencio má s de cinco minutos seguidos. Sus amigos llamaban sin cesar, y a cada uno le repetí a la historia completa de sus sinsabores. Mi suegra siempre me ha desagradado. Es una mujer de baja estatura, rubia, con un notable aspecto de solterona. Su color natural, cuando permite que se le vea, es sano. Tiene los ojos grandes y con una expresió n de complicidad, pero, como no hay nada de lo que ser có mplice, tan solo reflejan su estupidez. Se empolva a conciencia y se pinta los labios dá ndoles la forma que se ha convertido en el recurso universal de sensualidad de todas las mujeres, desde las que apenas han madurado hasta las muy ancianas. La señ ora Almstadt, que se aproxima a la cincuentena, tiene ya muchas arrugas, algo que le preocupa sobremanera, y siempre está atenta a la aparició n de nuevas mascarillas y lociones faciales.

Cuando entré, estaba ocupada, hablando con alguien por telé fono, y fui a la habitació n de mi suegro. Estaba acostado, con las rodillas erguidas y los hombros alzados, de modo que la cabeza parecí a unida directamente al cuerpo, sin el cuello. A travé s de una abertura del pijama se le veí a la carne blanca y adiposa bajo un vello grisá ceo. Parecí a una persona desconocida, debido a la chaqueta del pijama abotonada y con un emblema en el bolsillo, y un poco ridí cula. El pijama era cosa de la señ ora Almstadt. Ella le compraba la ropa, y lo habí a vestido para la cama como un mandarí n o un prí ncipe Romanoff. Sus anchos nudillos estaban unidos sobre el edredó n de seda. Me saludó con una sonrisa no del todo sincera y una expresió n que parecí a revelar el temor de que caer enfermo pudiera considerarse poco viril o impropio de un padre. Sin embargo, al mismo tiempo procuraba dejar claro que podí a permitirse pasar unos pocos dí as en cama. Llevaba una buena delantera; el negocio (esto me lo dijo con una mezcla conflictiva de despreocupació n y desafí o) estaba en buenas manos.

El telé fono volvió a sonar, y una vez má s la señ ora Almstadt se puso a contar sus cosas a uno de sus innumerables conocidos (¿ quié n sabe quié nes son? ). Su marido habí a enfermado el dí a anterior, y llamaron al mé dico, quien dijo que este invierno hay una epidemia de gripe en toda regla. Estaba agotada, sencillamente agotada, tratando de llevar la casa y cuidar del señ or Almstadt. No podrí as dejar a un enfermo solo... ¿ y qué puedes hacer sin una criada? Sus palabras caí an sobre nosotros como una lluvia de bolitas de cristal. El viejo Almstadt no daba ninguna indicació n de que la oyera; en ocasiones parecí a automá ticamente sordo a lo que decí a su mujer. Pero, claro, era imposible no oí rla, pues la mujer tiene una voz aguda, atonal, que penetra en cualquier parte. Y lo que ahora me producí a curiosidad era si no le afectaba o si la consideraba un incordio. Durante los cinco añ os transcurridos desde que empecé a ser su yerno, no le he oí do nunca ni criticar ni defender a su esposa, salvo en las dos ocasiones en que dijo: «Katy es todaví a una niñ a; no ha llegado a hacerse adulta».

Antes de que fuera consciente de lo que decí a, le pregunté:

—¿ Có mo ha podido aguantar tanto tiempo, señ or Almstadt?

—¿ Aguantar? —replicó é l—. ¿ Qué?

—Con ella —seguí aventurá ndome—. A mí me fastidiarí a, de eso no hay duda.

—¿ De qué me está s hablando? —inquirió el viejo, perplejo y enojado. Supongo que serí a deshonroso permitir que nadie le dijera tales cosas a la cara. Pero yo no podí a contenerme. En aquel momento no me parecí a un error, sino una pregunta de lo má s natural. De improviso me encontraba en un estado mental que requerí a franqueza para su satisfacció n. Ninguna otra cosa servirí a—. No sé qué quieres decir. ¿ De qué me está s hablando? —repitió.

—Bueno, escú chela.

—Ah, te refieres al telé fono.

—Sí, el telé fono.

É l pareció un tanto aliviado.

—A eso no le presto ninguna atenció n. Todas las mujeres son parlanchí nas. Puede que Katy hable má s que la mayorí a, pero uno tiene que permití rselo. Ella...

—¿ No ha llegado a hacerse adulta? —le interrumpí.

Dudo de que esto fuese lo que é l pretendí a decir, pero como la frase era suya no podí a disentir. Con los labios muy prietos, asintió.

—Sí, en efecto. Algunas personas resultan ser distintas de las demá s. No todo el mundo es igual.

Hablaba con rigidez; aú n estaba enojado. Tambié n tení a que hacerme concesiones, de vez en cuando. De esa manera, indirectamente, me daba a entender que mi conducta no siempre era como deberí a ser. Habí a enrojecido mucho, y el color de su cara tardaba en volver a la normalidad, á spera y roja brillaba bajo el aplique de dos brazos cuya luz poseí a una tonalidad singular, como de té. ¿ Estaba disimulando a propó sito una opinió n que, es preciso admitirlo, tení a todo el derecho a sostener en privado, o creí a realmente lo que decí a? Esta ú ltima era la explicació n má s probable. La chá chara, el tedio y todo lo demá s eran de esperar; acompañ aban a todo matrimonio. Aú n habí a otra posibilidad a considerar, la de que no se resignaba y no hací a caso omiso a su mujer como afirmaba, sino que (y con toda probabilidad no era consciente de ello) la oí a y le encantaba, querí a que fuese desaliñ ada, charlatana, idiota y afectada, que soportarla fuese una satisfacció n. Su cara, mientras nos mirá bamos el uno al otro, adoptó un aspecto canino. Me sentí turbado, y rechacé mis imaginaciones.

El mé dico habí a extendido una receta y el viejo me pidió que fuese a la farmacia. Al salir oí que la señ ora Almstadt estaba diciendo: «Joseph, el marido de mi Iva está aquí para echarnos una mano. Ahora no trabaja, está esperando a que le llamen a filas, así que dispone de todo el tiempo del mundo». Di un respingo y me volví, lleno de indignació n, pero ella, apretando el negro instrumento en forma de riñ ó n contra la mejilla, me sonrió como si tal cosa. Me pregunté si serí a posible que no lo hubiera dicho intencionadamente, que fuese inocente, que sus pensamientos fuesen tan lisos y sin contenido como mostradores o fichas de dominó en blanco, que en ella se dieran a medias la malicia y la inocencia, o que actuara en ella una malicia de la que ella misma no sabí a nada.

En el exterior soplaba un fuerte viento; el sol, bajo y crudo en un campo de á speras nubes, enrojecí a los ladrillos y las ventanas. El viento habí a secado la calle (el dí a anterior habí a llovido), y presentaba uno de sus aspectos invernales, fileteada por delgadas franjas de nieve, casi desierta. Una brecha de casi una manzana de longitud se extendí a entre mí y el transeú nte má s pró ximo, que estaba en la calle por alguna razó n insondable, un hombre con un abrigo largo de aire militar al que el sol habí a dado su propio color. Y entonces la farmacia donde esperé, tomando una taza de café bajo el adorno de papel de crepé, hasta que me dieron el paquete envuelto en papel verde navideñ o.

 

Durante el trayecto de regreso, los objetos expuestos en el escaparate de una barberí a me llamaron la atenció n: «Artí culos de fantasí a procedentes de chucherí as de cocina creados por la señ ora J. Kowalski, avenida Pierce 3538». Y habí a allí un mosaico de imá genes, trozos de cerilla sobre esterillas de hoja extraí da de colillas de rancios cigarros, ceniceros hechos con latas de conservas y pieles de pomelo lacadas, un cinturó n de celofá n trenzado, un abrecartas taraceado con trocitos de vidrio y dos imá genes religiosas pintadas a mano. En su vitrina de vidrio, el poste rayado giraba suavemente, el Tigre Afortunado1 vigilaba desde un bosquecillo de frascos, el peluquero leí a una revista. Me di la vuelta con mi paquete en la mano, seguí caminando y, entre las columnas grises y la fea puerta cuya hoja producí a un ruido metá lico al tocar los buzones, entré en la triste caverna del portal.

Una vez en casa, me ocupé ené rgicamente del viejo. Le pedí a la señ ora Almstadt que preparase una jarra de naranjada, administré al enfermo una dosis de medicamento y le restregué con alcohol. É l gruñ ó de placer durante el masaje y me dijo que soy má s fuerte de lo que parezco. Esta vez nos llevamos mejor, pero yo no iba a dejar que me arrastrara a una conversació n. Si guardaba silencio, no podrí a cometer otro error. Si empezaba a hablar, no tardarí a en explicarle mi posició n y defender mi ociosidad. El viejo Almstadt no sacó el tema a colació n. Debo decir que, a ese respecto, mi propio padre me trata con menos consideració n. É l me habrí a preguntado a qué me dedicaba, pero el señ or Almstadt no lo mencionó.

Me bajé las mangas y estaba a punto de marcharme cuando mi suegra me recordó que me habí a dejado un vaso de naranjada en la cocina. Eso no era una comida, pero era mejor que nada. Fui a la cocina y vi en la fregadera un pollo a medio limpiar, las patas amarillas rí gidas, la cabeza doblada como para examinar las entrañ as enredadas sobre el escurridero empapado que salpicaban de sangre el esmalte. A su lado estaba el zumo de naranja, en el que flotaba una pluma marró n. Lo tiré al desagü e. Con el sombrero y la bufanda puestos, me encaminé a la sala de estar, donde habí a dejado el abrigo. Los señ ores Almstadt estaban conversando en el dormitorio. Miré por la ventana.

Las nubes habí an cubierto el sol, y empezaba a nevar. La nieve salpicaba los poros negros de la grava y yací a en delgadas franjas sobre los tejados en pendiente. Desde la altura del tercer piso, abarcaba una buena extensió n. No muy lejos se alzaban chimeneas, su humo de un gris má s ligero que el gris del cielo; y, delante de mí, hileras de viviendas humildes, almacenes, vallas publicitarias, alcantarillas, letreros elé ctricos desconcertantemente encendidos, coches aparcados y en movimiento, aquí y allá el esquema de un á rbol desnudo. Examiné todo esto, apretando la frente contra el vidrio. Tení a la dolorosa obligació n de mirar y de hacerme la pregunta invariable: ¿ dó nde habí a una partí cula de lo que, en otros lugares o en el pasado, habí a hablado a favor del hombre? No podí a haber ninguna duda de que aquellas vallas publicitarias, calles, ví as, casas, feas y ciegas, se relacionaban con la vida interior. Y no obstante, me dije, tení a que haber una duda. Alrededor de aquellas calles y casas habí a vidas humanas organizadas, y yo no podí a admitir que ellas, digamos las casas, eran aná logas, que aquello que los hombres creaban lo eran tambié n, por algú n medio trascendente. Tení a que haber una diferencia, una cualidad que, no sabí a por qué, se me escapaba, una diferencia entre las cosas y las personas e incluso entre los actos y las personas. Por lo demá s, la gente que habitaba aquí era realmente un reflejo de las cosas entre las que viví a. Siempre me he esforzado por evitar culparles. A decir verdad, ¿ no es esa la motivació n de mi lectura cotidiana del perió dico? En sus actividades y su polí tica, sus tabernas, pelí culas, asaltos, divorcios, asesinatos, continuamente he tratado de encontrar signos claros de su humanidad comú n.

Era innegable que esta actitud redundaba en mi interé s, porque estaba mezclado con ellos, porque, tanto si me gustaba como si no, eran mi generació n, mi sociedad, mi mundo. É ramos personajes del mismo argumento, plasmados juntos para siempre. Sabí a, ademá s, que su existencia, tal como era, posibilitaba la mí a. Y si, como decí an a menudo, esta parte del siglo se estaba aproximando a la curva má s baja de un ciclo, entonces tambié n yo permanecerí a en el fondo y allí, extinto, me limitarí a a añ adir mi cuerpo, mi vida, a la base de un tiempo venidero. Probablemente esta serí a una era condenada. Pero... podrí a ser un error considerarla de esa manera. El cristal se empañ aba, se despejaba y volví a a empañ arse al ritmo de mi respiració n. Tal vez un error. Y cuando pensaba en las eras condenadas y en los innominados que yacen en su oscuridad, me preguntaba... ¿ De qué modo hemos sabido có mo fue? En todos los aspectos principales, el espí ritu humano debe de haber sido el mismo. Al parecer, Dios dejó menos rastros. E í bamos a saber que habí amos juzgado mal é pocas enteras. Ademá s, los gigantes del siglo pasado tuvieron sus Liverpools y sus Londres, sus Lilles y sus Hamburgos contra los que luchar, como nosotros tenemos nuestros Chicagos y Detroits. Y podrí a existir la posibilidad de que estuviera engañ ado, incluso con esas ruinas ante mis ojos, empapadas, ellas mismas del color del profé tico perió dico que leí a a diario... Los mundos que buscá bamos no eran jamá s los que veí amos; los mundos con los que habí amos contado no eran nunca los mundos que conseguí amos.

He hablado de una «cuestió n invariable», pero lo cierto es que durante muchos meses no fue en modo alguno invariable. Esas fueron cosas que podrí a haber pensado el invierno anterior, y ahora, en su turbulenta densidad, solo serví an para recordarme la clase de persona que habí a sido. Durante largo tiempo, las expresiones «humanidad corriente» y «resignarme a admitir» habí an estado del todo ausentes de mi vocabulario. Y de repente vi có mo me habí a apartado de ese yo anterior al que ellos le habí an parecido tan naturales.

 



  

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