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16 de diciembre



 

He empezado a observar que, cuanto má s activo se vuelve el resto del mundo, con tanta mayor lentitud me muevo, y que mi soledad aumenta en la misma proporció n que su barullo y frenesí. Esta mañ ana la mujer de Tad en Washington escribe diciendo que é l ha volado a Á frica del Norte. Jamá s en la vida me habí a sentido tan inmovilizado. Ni siquiera soy capaz de ir a la tienda en busca de tabaco, aunque me gustarí a fumar un poco. Esperaré. Y tan solo porque Tad está ahora desembarcando en Argel u Orá n o ya está dando su primer paseo por la Kasba (el añ o pasado vimos juntos Pepé le Mokó ). Me alegro sinceramente por é l, no siento envidia. Pero persiste la sensació n de que mientras é l vuela a Á frica raudo como un cohete y nuestro amigo Stillman viaja a Brasil, yo echo raí ces en mi silla. Es una sensació n real, fí sica. Tal vez podrí a levantarme, dar vueltas alrededor de la habitació n o incluso ir a la tienda, pero hacer ese esfuerzo me pondrí a en un estado desagradable. Esta situació n pasará si le hago caso omiso. Siempre he estado sometido a tales alucinaciones. En pleno invierno, al aislar una pared en la que daba el sol, he sido capaz de persuadirme de que, pese al hielo circundante, corrí a el mes de julio y no febrero. De modo similar, he invertido el verano y me he sugestionado para temblar pese al calor. Lo mismo sucede con la hora del dí a. Supongo que es un truco corriente. Tal vez puedes llevarlo demasiado lejos y dañ ar el sentido de la realidad. Cuando entre Marie para hacer la cama, me levantaré, me pondré el abrigo e iré a la tienda, y así terminará esta sensació n.

Por regla general, estoy demasiado deseoso de encontrar un motivo para salir de mi habitació n. En cuanto me encuentro en ella, empiezo a buscar uno. Cuando salgo, no voy muy lejos. Mi radio normal es de tres manzanas. Siempre temo tropezar con un conocido que se muestre sorprendido al verme y me haga preguntas. Evito ir al centro de la ciudad y, cuando debo hacerlo, me mantengo prudentemente alejado de ciertas calles. Y creo que desde mi é poca de escolar arrastro la sensació n de que estar en la calle, ocioso, en pleno dí a, es un tanto ilí cito.

Sin embargo, carezco de habilidad para encontrar motivos. No suelo salir má s de cuatro veces al dí a, tres para comer y la cuarta para hacer un recado cuya necesidad me he inventado u obedeciendo a un impulso sin objetivo. No suelo dar largos paseos. Me estoy engordando debido a la falta de ejercicio. Cuando Iva protesta, le digo que, cuando esté en el ejé rcito, perderé peso con mucha rapidez. En esta é poca del añ o el ambiente en las calles es lú gubre, y, ademá s, no tengo chanclos. En ocasiones hago una excursió n má s larga, voy a la lavanderí a o la peluquerí a o a Woolworth’s, en busca de sobres, o incluso má s lejos, a instancias de Iva, para pagar una factura; o, sin que ella lo sepa, voy a ver a Kitty Daumler. Y luego está n las visitas obligatorias a la familia.

He adquirido el há bito de cambiar de restaurante con regularidad. No quiero ser demasiado asiduo en ninguno de ellos, amigo de los hombres anuncio, las camareras y los cajeros, y verme en la necesidad de inventar mentiras para ellos.

Desayuno a las ocho y media. Luego voy a casa y me siento a leer el perió dico en la mecedora junto a la ventana. Lo leo de la primera plana a la ú ltima, de una manera ritual, sin perderme una sola palabra. Empiezo por las tiras có micas (las sigo porque lo he hecho así desde la infancia y me obligo a leer incluso las má s recientes y má s desabridas), a continuació n leo las noticias serias y los artí culos de opinió n y, finalmente, los chismorreos, la pá gina familiar, las recetas, las necroló gicas, las noticias de sociedad, los anuncios, los crucigramas infantiles, todo. Reacio a dejarlo de lado, incluso vuelvo a leer las tiras có micas para ver si me he dejado algo.

Al volver a la vida consciente tras la regeneració n (cuando es tal cosa) del sueñ o, paso corporalmente de la desnudez al vestido y, en el aspecto mental, de una pureza relativa a la contaminació n. Subo la hoja de la ventana y examino el tiempo; abro el perió dico y admito la entrada del mundo en mi vida.

Ahora estoy lleno del mundo, y despierto del todo. Es casi mediodí a, hora de almorzar. Desde las once me he ido sintiendo cada vez má s inquieto, imaginando que vuelvo a tener apetito. Ciertos sonidos acentú an el silencio de la casa, el cierre de una puerta en otra habitació n, el goteo de un grifo, el susurro del vapor en el radiador, el repiqueteo de una má quina de coser en el piso de arriba. En la cama sin hacer y las paredes hay brillantes franjas de luz solar. La muchacha de servicio llama y abre la puerta. Tiene un cigarrillo en los labios. Creo que soy el ú nico ante quien se permite fumar; reconoce que carezco por completo de importancia.

En el restaurante descubro que no tengo nada de apetito, pero ahora no hay alternativa, así que como. Esta vez me cuesta un poco má s subir la escalera. Entro en la habitació n respirando con dificultad y enciendo la radio. Fumo. Escucho mú sica sinfó nica durante media hora, molesto cuando no logro adelantarme al locutor antes de que empiece a anunciar las prendas de vestir a cré dito de cierto comercio. A la una de la tarde la jornada ha variado, ha adquirido una nueva clase de inquietud. Me esfuerzo por leer, pero no logro concentrar la mente en las frases de la pá gina ni en las referencias de las palabras. Mi mente redobla sus esfuerzos, pero unos pensamientos de dudosa relevancia vienen y se van sin orden ni concierto, juntos los triviales y los importantes. Y de repente la dejo en blanco. Está tan vací a como la calle. Me levanto y enciendo de nuevo la radio. Las tres de la tarde y no me ha ocurrido nada; las tres de la tarde y ya llega la oscuridad; las tres de la tarde, y el cartero ha aparecido por ú ltima vez y no ha dejado nada en mi buzó n. He leí do el perió dico y hojeado un libro, y he tenido unos pocos pensamientos al azar...

 

       El señ or Cinco por cinco,

 

       mide cinco pies de altura

 

       y otros cinco de anchura...

 

 

y ahora, como cualquier ama de casa, estoy escuchando la radio.

La hija de la patrona nos ha advertido que no la pongamos demasiado alta, pues está enferma en cama desde hace má s de tres meses. Parece ser que la anciana no va a vivir mucho má s. Está ciega y casi calva; debe de tener cerca de noventa añ os. La veo en ocasiones, entre las cortinas, cuando subo la escalera. Su hija está al frente de la casa desde septiembre. Ella y su marido, el capitá n Briggs, viven en el tercer piso. É l pertenece a la Divisió n de Intendencia. Tiene unos cincuenta añ os (es mucho mayor que su mujer), y es un hombre de complexió n robusta, pulcro, de cabello gris y hablar pausado. A menudo le vemos pasear al otro lado de la valla, fumando un ú ltimo cigarrillo antes de retirarse.

A las cuatro y media oigo al vecino de al lado, el señ or Vanaker, que tose y gruñ e. Iva, por alguna razó n que solo a ella concierne, le llama el «hombre lobo». Es un ser extrañ o y fastidioso. Estoy convencido de que su tos se debe en parte al alcohol y en parte a los nervios. Y es tambié n una especie de actividad social. Iva no está de acuerdo en esto conmigo, pero sé que ese hombre tose para llamar la atenció n. Llevo tanto tiempo viviendo en casas de hué spedes que tengo buen ojo para distinguir a esa clase de persona. Hace añ os, en la avenida Dorchester, habí a un viejo que se negaba a cerrar la puerta de su cuarto, se sentaba o tendí a de cara al pasillo y observaba dí a y noche a cuantos pasaban. Y en la calle Schiller viví a otro el grifo de cuyo lavabo siempre estaba abierto. Esa era su manera de hacernos conocer su existencia. El señ or Vanaker tose. No solo eso, sino que cuando va al bañ o deja la puerta entreabierta. Camina pesadamente por el pasillo, y al cabo de un momento oyes los sonidos de su actividad. Ú ltimamente Iva se ha quejado de esto a la señ ora Briggs, quien ha fijado con chinchetas un aviso en la pared: «Se ruega a los ocupantes que cierren la puerta cuando usen el bañ o y que lleven bata para desplazarse». Por ahora no ha servido de nada.

Gracias a la señ ora Briggs nos hemos enterado de una serie de cosas interesantes acerca de Vanaker. Antes de que la anciana cayera enferma, le insistí a continuamente para que fuese al cine con é l. «Cuando es evidente para cualquiera que mamá no ve en absoluto. » Antes tení a la costumbre de bajar corriendo para responder al telé fono llevando solo los pantalones del pijama... el motivo de la advertencia sobre la bata. El capitá n tuvo que intervenir y poner fin a semejante proceder. Marie ha encontrado cigarros a medio fumar en los suelos de las habitaciones desocupadas, y sospecha que Vanaker fisgonea en la casa. No es un caballero. Ella le limpia la habitació n y lo sabe. Marie es muy exigente con el comportamiento de los blancos, y las aletas de la nariz se le ensanchan todaví a má s cuando habla de é l. Afirma que la anciana, la señ ora Kiefer, cierta vez le amenazó con echarlo.

Vanaker es ené rgico. Sin sombrero y con una chaqueta de molesquí n, se apresura calle arriba y entre los arbustos nevados. Cierra bruscamente la puerta de la calle y, en el primer escaló n, se quita la nieve de las botas. Entonces, tosiendo como un loco, sube corriendo la escalera.

A las seis me encuentro con Iva en el restaurante de Falló n para cenar. Lo hacemos en ese local con bastante regularidad. A veces vamos al Merit o a una cafeterí a de la calle Cincuenta y tres. En general, nuestras veladas son cortas. Volvemos a casa antes de medianoche.

 



  

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