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22 de diciembre
Esta tarde me he puesto como una fiera, algo tan impropio de mí cuando estaba en compañ í a de Myron Adler. Me he comportado de una manera incomprensible, una gran sorpresa para mí mismo y que, por supuesto, ha dejado a Myron perplejo. É l me habí a telefoneado para hablarme de un trabajo temporal que consistirí a en hacer preguntas a la gente con destino a una encuesta que está preparando. Me apresuré a ir al Arrow para almorzar con é l. Llegué primero, ocupé una mesa hacia el fondo y de inmediato me sumí en una depresió n. Hací a añ os que no entraba en el Arrow. En otro tiempo fue un garito de auté nticos excé ntricos donde, casi a cualquier hora de la tarde o de la noche, oí as hablar de socialismo, psicopatologí a o el destino del Hombre Europeo. Fui yo quien le sugirió que comié ramos allí; por alguna razó n, fue el primer local que se me ocurrió. Entonces, cuando miré a mi alrededor, a las mesas calentadas a vapor (para conservar caliente la comida), los pó sters de barcos que se hundí an y caras de japoneses, de improviso vi a Jimmy Burns, sentado a una mesa con un hombre a quien yo no conocí a. Desde los tiempos en que é ramos el camarada Joe y el camarada Jim no nos habí amos visto má s de dos o tres veces. Parecí a cambiado; tení a la frente má s alta y la expresió n má s severa. Le saludé con una inclinació n de cabeza, pero é l no reconoció la molestia que me tomaba, me miraba sin verme, a la manera que oficialmente se recomienda para tratar a los «renegados». Cuando llegó Myron, al cabo de unos minutos, y enseguida se puso a hablarme del trabajo, le interrumpí con impaciencia. —Espera, espera. Solo un momento. —¿ Qué pasa? —Algo muy especial —respondí —. Espera a que te lo diga. ¿ Ves ese hombre de ahí, el del traje marró n? Es Jim Burns. Hace diez añ os tuve el privilegio de llamarle camarada Jimmy. —¿ Y qué? —replicó Myron. —Le he saludado y é l no me ha hecho el menor caso. —¿ Y qué tiene eso de raro? —¿ Te parece natural? En el pasado fuimos amigos í ntimos. —¿ Y qué? —¡ Deja de decir eso, quieres! —le dije exasperado. —Vamos a ver, ¿ pretendes que te eche los brazos al cuello? —me preguntó Myron. —Es que no lo entiendes. Le desprecio. —En ese caso te confieso que no lo entiendo. —No. Escucha. No tiene por qué hacerme caso omiso. Esto es algo que me ocurre siempre. No lo entiendes porque no tienes ninguna experiencia polí tica, pero sé lo que esto significa y voy a ir ahí y saludarle tanto si le gusta como si no. —No seas necio —replicó Myron—. ¿ Para qué quieres armar jaleo? —Porque tengo ganas de armarlo. ¿ Me conoce o no? Me conoce perfectamente bien. —Mi enojo aumentaba por momentos—. Me sorprende que no seas capaz de verlo. —He venido aquí para hablar de un trabajo, no para verte patalear. —Patalear, vaya. ¿ Crees que ese me importa? No, es una cuestió n de principios. Parece ser que eso no te entra en la cabeza. Tan solo porque no pertenezco a su partido le han dado instrucciones, a é l y a otros idiotas como é l, para que no me hable. ¿ No te das cuenta de lo que eso significa? —No —respondió Myron con despreocupació n. —Te diré lo que significa. Tengo derecho a que me hablen. Es lo má s elemental del mundo. Es así de sencillo. Insisto en ello. —Vamos, Joseph —dijo Myron. —No, en serio, escú chame. Prohí be a un hombre hablar con otro, prohí bele comunicarse con alguien, y le has prohibido pensar, porque, como te dirá n muchos grandes escritores, el pensamiento es una clase de comunicació n. Y su partido no quiere que piense, sino que siga una disciplina. Así que ya ves, porque es supuestamente un partido revolucionario. Eso es lo que me ofende. Cuando un hombre obedece una orden así, está ayudando a abolir la libertad y a instaurar la tiraní a. —Vamos, vamos —dijo Myron—. No es para tanto. —Es para tanto y mucho má s —repliqué —. Se trata de algo muy importante. —Pero rompiste con ellos hace añ os, ¿ no es cierto? ¿ Me está s diciendo que acabas de descubrirlo? —No lo he olvidado, eso es todo. Mira, creí a que esa gente era distinta. No he olvidado mi creencia de que estaban al servicio de alguna solemne tonterí a, la Raza, le genre humain. ¡ Oh, sí, ya lo creo que lo estaban! Cuando me marché, comprendí que cualquier enfermera hací a má s por el genre humain con una cuñ a que ellos con toda su organizació n. Es curioso pensar que hubo una é poca en que oí r tal cosa me habrí a horrorizado. ¿ Qué? ¿ Reformismo? —He oí do hablar de eso. —Pues claro que sí. ¡ Reformismo! Algo terrible. Como un mes despué s de que rompié ramos, le escribí a Jane Addams una carta de disculpa. Ella aú n viví a. —¿ Hiciste eso? —replicó é l, mirá ndome con curiosidad. —No se la envié. Tal vez deberí a haberlo hecho. ¿ No me crees? —¿ Por qué no habrí a de creerte? —Cambié de idea y, en vez de rehacer el mundo de arriba abajo, a la Karl Marx, me decidí por vendar unas pocas heridas a la vez. Por supuesto, eso tambié n fue temporal... —¿ Lo fue? —¡ Por el amor de Dios! —exclamé —. Eso ya lo sabes, Mike. —El hombre que estaba sentado con Burns se volvió, pero este seguí a fingiendo que no me veí a. —De acuerdo —dije—. Anda, mira al otro lado. Ese chico está loco, Myron. Nunca ha estado en su sano juicio. Todo ha cambiado, é l se ha quedado muy atrá s, pero cree que las cosas está n como antes. Sigue llevando ese flequillo de proletario sobre la frente y sueñ a con llegar a ser un Robespierre norteamericano. Los demá s han transigido todo lo que hací a falta e incluso má s, pero é l sigue creyendo en la revolució n. Correrá la sangre, el poder cambiará de manos y entonces el estado se atrofiará de acuerdo con la inexorable ló gica de la historia. Apostarí a mi camisa a que es así. Sé có mo piensa. Dé jame que te diga una cosa acerca de é l. ¿ Sabes lo que tení a en su habitació n? Un dí a subí con é l, y tení a un mapa de la ciudad a gran escala, lleno de alfileres. Así que le pregunté: «¿ Para qué es esto, Jim? ». Y entonces, te juro que es verdad, me explicó que estaba preparando una guí a para la lucha callejera, el dí a de la insurrecció n. Habí a señ alado las calles esenciales por medio de có digos que representaban só tanos y tejados, el material de pavimentació n, el nú mero de quioscos de prensa en cada esquina que era posible convertir en barricadas (los quioscos parisienses, ¿ recuerdas? ). Incluso cloacas abandonadas para ocultar armas. Las habí a localizado en los archivos del ayuntamiento. En aquel entonces yo no sabí a hasta qué punto estaba loco. Las cosas que solí amos aceptar como naturales... ¡ hombre, es increí ble! Y sigue en ello. Apostarí a a que todaví a tiene ese mapa. Es un faná tico. Todos son faná ticos, Mike. ¡ Eh, Burns! —grité —. ¡ Eh! —¡ Calla, Joseph! Por el amor de Dios. ¿ Qué está s haciendo? Todo el mundo te mira. Burns miró brevemente en mi direcció n y siguió conversando con el otro, quien, sin embargo, se volvió para examinarme. —¿ Qué te parece eso? Burns no tiene el menor interé s por mí. No se inmuta. Para é l he desaparecido, así —chasqué los dedos—. Soy un despreciable renegado pequeñ oburgué s. ¿ Podrí a ser algo peor? ¡ Ese idiota! ¡ Eh, faná tico! —grité. —¿ Te has vuelto loco? Vamos. —Myron echó la silla atrá s—. Voy a sacarte de aquí antes de que provoques una pelea. Creo que acabarí as a puñ etazos. ¿ Dó nde está tu abrigo, cuá l de ellos es? ¿ Adonde...? ¡ Está s chiflado! ¡ Vuelve aquí! Pero me encontraba ya fuera de su alcance. Me detuve ante Burns. —Antes te he saludado. ¿ No te has dado cuenta? É l no me respondió. —¿ No me conoces? Me parece que te conozco muy bien. Conté stame, ¿ no sabes quié n soy? —Sí, lo sé —replicó Burns en voz baja. —Eso era lo que querí a escuchar —le dije—. Solo querí a estar seguro. Ya voy, Myron. —Aparté el brazo que é l trataba de asirme y salimos del local. Era consciente de que mi actitud habí a causado una mala impresió n en Myron, pero no me molesté en rectificar, má s allá de explicarle en pocas palabras que ú ltimamente estaba descentrado. Pero no se lo dije hasta el segundo plato de la comida que tomamos en otro restaurante. Estaba muy tranquilo. No sabí a, y sigo sin saberlo, de dó nde habí a salido aquel arrebato. Sospechaba que tení a su origen en el puro desarreglo mental. Pero ¿ có mo podí a explicá rselo a Myron sin enredarme en una larga descripció n del estado en que me encontraba y de sus causas? Le pondrí a los pelos de punta y, al compadecerme de mí mismo, derrocharí a mis sentimientos. Hablamos del trabajo, y é l me prometió que me recomendarí a a sus superiores. Dijo que confiaba en que me lo darí an (por telé fono habí a parecido totalmente seguro de ello). A Myron le gusto, lo sé, pero se ha esforzado mucho por llegar a su posició n actual y, como es realista, no puede haber tardado mucho en llegar a la conclusió n de que no puede responsabilizarse de mí. Podrí a revelarme informal, armar jaleo por «una cuestió n de principios» y, por un capricho u obedeciendo a un impulso, causar su ruina. No podí a culparle despué s de lo que acababa de ocurrir. Cierto que tampoco podí a condenarme a mí mismo del todo. Hacer una escena era un error, pero, al fin y al cabo, estar indignado con Burns no era tan erró neo. Sin embargo, no habí a duda de que inventarme una carta dirigida a Jane Addams estaba mal. ¿ Por qué diablos habí a hecho tal cosa? Sí, tení a que dejar algo claro, pero se me podrí a haber ocurrido una mejor manera de hacerlo. Por un momento, obedeciendo a una honestidad elemental, pensé en confesar. Pero si me limitaba a decirle eso (y no querí a decirle nada má s), é l se sentirí a incluso má s confuso y desconfiado. ¿ Y para qué iba a molestarme? Y así, cuando está bamos a punto de separarnos, le dije: —Escucha, Mike, si has pensado en alguien má s para ese trabajo, no dudes en ofrecé rselo. No sé durante cuá nto tiempo voy a estar libre. Pueden llamarme cualquier dí a, y entonces me verí a obligado a marcharme de improviso. Eso no estarí a bien. Pero gracias por haber pensado en mí... —Vamos, Joseph, mira... —No te preocupes, Mike. Te lo digo en serio. —Propondré tu nombre. Y tendrí amos que reunimos, Joseph. Quiero hablar contigo. Uno de estos dí as. —Sí, de acuerdo. Pero mi compañ í a no es apropiada, ¿ sabes? Estoy en el aire. Y olvida lo del trabajo. Me apresuré a alejarme, con la certeza de que le habí a librado de un peso y, al hacerlo así, habí a compensado de una manera decente mi actitud anterior. Luego, al reflexionar en esos incidentes, me sentí menos inclinado a cargar con toda la culpa. Me pareció que Myron podrí a haber estado menos preocupado por el espectá culo que yo daba y la atenció n que atraí a hacia é l, y má s preocupado por la causa de mi arranque. Si hubiera pensado en ello, habrí a visto que tení a motivos para comportarme de aquel modo, unos motivos capaces de inquietar a un amigo. Y, ademá s, podrí a haber descubierto que lo que yo insinuaba no carecí a de importancia, pues la insolencia de Burns explicaba por completo la traició n de una promesa a la que me entregué en el pasado, y mi disgusto, aunque pareciera encontrar su objetivo en Burns, en realidad se dirigí a a quienes la habí an pervertido. Claro que tal vez esperaba demasiado de Myron. Tiene el orgullo de aquello en lo que se ha convertido: un joven de é xito, acomodado, respetado, a salvo en la actualidad de esos crá teres del espí ritu en cuyo interior he mirado ú ltimamente. Lo peor de todo es que, como muchos otros, Myron ha aprendido a valorar la conveniencia. Ha aprendido a ser acomodaticio. Ese no es un vicio particular, sino que tiene unas consecuencias ramificadas... y terribles.
Durante meses he estado enojado con mis amigos. He pensado que me «fallaban». Desde la fiesta de Servatius, en marzo pasado, he reflexionado sobre ello. Lo he exagerado hasta darle el aspecto de una gran tragedia, cuando no se trata en absoluto de eso, y de una manera obsesiva me he sentido objeto de traició n cuando, en realidad, lo ú nico defectuoso era mi falta de perspicacia, ademá s de las actitudes ampulosas, presuntuosas y de mal gusto de las que me desvinculo al achacá rselas a Joseph. En realidad, la fiesta de Servatius tan solo me obligó a prestar atenció n a ciertos defectos de quienes me rodeaban que, de haber sido tan astuto como deberí a, habrí a reconocido mucho antes, y de los que creo que, por lo menos en parte, debo de haber sido consciente desde el principio. En parte, digo. Y aquí considero necesario resucitar a Joseph, aquella criatura amante de los planes. Se habí a formulado un interrogante del que aú n me gustarí a que estuviera sin respuesta, a saber: «¿ Có mo deberí a vivir un hombre bueno; qué deberí a hacer? ». De ahí los planes. Por desgracia, la mayor parte de ellos eran absurdos. Tambié n le llevaban a no ser fiel consigo mismo. Cometí a errores de la clase que cometen quienes ven las cosas como desean verlas o, por el bien de sus planes, deben verlas. Podrí a haber cierta justicia en la opinió n de que el hombre es el asesino innato de su padre y de su hermano, presa de instintivos y sanguinarios furores, licencioso e ingobernable desde sus primeros dí as, un animal al que es preciso domar. Pero é l protestaba diciendo que no hallaba en sí mismo semejante historial de odio superado. No podí a hallarlo. Creí a en su bondad, creí a en ella hipó critamente. No permití a que esa creencia chocara con su astucia natural y perjudicara tanto a é l como a sus amigos. Estos no podí an darle lo que é l querí a. Lo que é l querí a era una «colonia del espí ritu», o un grupo cuyas clá usulas prohibieran el rencor y la crueldad. Herir, destrozar, asesinar era para aquellos en los que se habí a atrofiado el sentido de lo efí mera que es la vida. El mundo era burdo, peligroso y, si no se tomaban medidas, la existencia podí a volverse realmente —segú n una frase de Hobbes que mucho tiempo atrá s se habí a alojado en la mente de Joseph— «desagradable, brutal y breve». No tení a que volverse de ese modo si una serie de personas se combinaban para defenderse contra el peligro y la tosquedad. É l creí a haber encontrado a esas personas, pero incluso antes de la fiesta de Servatius é l (o má s bien yo) habí a empezado a tener recelos acerca del progreso que se estaba haciendo. Empezaba a ver que un plan o un programa difí cil como el mí o debí a tener en cuenta todo lo que era natural, incluida la corrupció n. Tení a que ser fiel a los hechos, y la corrupció n era uno de ellos. Pero la fiesta me indignó. No habí a querido ir. Fue Iva quien insistió, por lealtad a Minna Servatius y porque ella misma tení a experiencia de anfitriona decepcionada. Habí a pasado mucho tiempo desde que una fiesta, de cualquier clase, me procuraba placer. Nada me gustaba má s que ver a mis amigos solos o en parejas, pero cuando se reuní an en un gran grupo me descorazonaban. Sabí as de antemano lo que podí as esperar. Si surgí an los chistes, sabí as cuá les contarí an; si habí a exhibiciones, sabí as a cargo de quié n correrí an y a quié n le harí an sentirse dolido, avergonzado o satisfecho. Sabí as qué harí a Stillman, sabí as qué harí a George Hayza, sabí as que Abt se reirí a de todo el mundo y que Minna tendrí a dificultades con su marido. Sabí as que habrí a diabluras, tergiversaciones y tensió n, y sin embargo allá ibas. ¿ Y por qué? Porque Minna habí a organizado una fiesta y porque tus amigos estarí an presentes. Y ellos irí an porque tú ibas a estar allí, y de ninguna manera podí as defraudarlos. Cuando el calor y la estridencia de la fiesta salieron a nuestro encuentro a travé s de la puerta abierta, empecé a lamentar que, solo por esta vez, no hubiera sido má s firme en mi negativa. Minna nos recibió en el vestí bulo. Llevaba un vestido negro de cuello alto con adornos de plata; iba sin medias y calzada con sandalias rojas de tacó n alto. Al principio no se le notaba lo bebida que estaba, parecí a dueñ a de sí misma y seria; tení a la cara blanca, la frente llena de surcos. Entonces reparamos en lo mucho que sudaba y lo inestables que eran sus ojos. Miró primero a Iva y luego a mí, sin decir nada. No sabí amos a qué carta quedarnos. Entonces, con una brusquedad alarmante, gritó: —¡ Que suene el gong! Está n aquí. —¿ Quié n? —respondió Jack Brill, asomando la cabeza a la puerta. —Joseph e Iva. Siempre los ú ltimos en llegar. Vienen cuando todo el mundo está trompa, para observar có mo nos ponemos en ridí culo. —La culpa es mí a —murmuró Iva. Los dos está bamos desconcertados por la clamorosa protesta de Minna—. Estoy resfriada y... —Solo bromeaba, querida —replicó Minna—. Pasad. Nos precedió a la sala de estar. Allí las dos puertas del fonó grafo estaban abiertas, pero los invitados hablaban y nadie parecí a escuchar la mú sica. Y allí estaba la escena, predecible hasta el ú ltimo detalle, horas, dí as, semanas antes: los muebles ligeros al popular estilo sueco, la alfombra marró n, los grabados de Chagall y Gris, las enredaderas que pendí an de la repisa de la chimenea, la ponchera de Cohasset. Minna habí a invitado a varios «forasteros», es decir, conocidos que no pertenecí an al cí rculo interior. Habí a una mujer joven a quien me presentaron cierta vez. La recordaba debido al labio algo protuberante y velloso. Sin embargo, era muy bonita. Su nombre me eludí a. ¿ Trabajaba en la oficina de Minna? ¿ Estaba casada con el gordo que llevaba gafas de montura metá lica? ¿ Tambié n conocí a yo a aquel hombre? Nunca lo sabrí a. Y con el ruido que habí a era inevitable que me fuese indiferente, lo mismo que les sucedí a a los desconocidos. A algunos, como Jack Brill, llegabas a conocerlos bien, con el tiempo. Los demá s siguieron agrupados de una manera confusa y, si surgí a la necesidad, los recordabas como «aquel tipo de las gafas» o «aquella pareja de aspecto pá lido». Uno tras otro, los amigos se presentaron: Abt, George Hayza, Myron, Robbie Stillman. Ellos eran el centro de la fiesta, ellos actuaban. Los otros miraban, ¿ y quié n podí a decir si se divertí an o estaban resentidos por su exclusió n, o incluso si eran conscientes de que los habí an excluido? La fiesta proseguí a a su alrededor. Si se percataban de lo que estaba sucediendo, lo encajaban de la mejor manera posible. Lo mismo que hací as tú. Tras la primera vuelta a la sala, te quedaste a un lado con un vaso y un cigarrillo. Tomaste asiento, si pudiste encontrar un lugar, y miraste a los que actuaban y bailaban. Oí ste a Robbie Stillman contar el relato que habí a contado innumerables veces, sobre los infortunios de una chica tartamuda o sobre un vagabundo con una radio portá til con quien se encontró un dí a en los escalones del acuario. No te gustaba menos porque lo contara. De alguna manera tení as la sensació n de que tambié n é l se veí a obligado a soportar aquello, que comenzaba de mala gana y se sentí a bajo la coacció n de terminar lo que nadie querí a escuchar có mo terminaba. No podí as culparle. Minna se desplazaba por la sala, de un grupo a otro, vacilante, como si corriera el peligro de caerse desde sus tacones altos. Finalmente se detuvo ante George Hayza. Les oí mos discutir. Resultó que ella querí a que grabara en el fonó grafo un poema que é l habí a popularizado añ os atrá s, cuando jugaba a ser surrealista. Dicho sea en su honor, é l se negó. Es decir, intentó negarse, ruborizando y sonriendo con inquietud. Querí a que se borrara de su mente. Todo el mundo estaba harto de aquello, y é l má s que nadie. Otros acudieron en su ayuda. Abt dijo, con un tono de impaciencia, que a George deberí a permití rsele juzgar si tení a que recitarlo o no. Y puesto que todo el mundo lo habí a escuchado, una docena de veces... —No lo ha escuchado todo el mundo —replicó Minna—. Ademá s, quiero que quede grabado. Es inteligente. —En otro tiempo lo consideraron inteligente. —Sigue sié ndolo. Es muy inteligente. Abt dejó de discutir, pues empezaba a resultar patente lo peculiar de la situació n. Abt y Minna estuvieron prometidos, pero, por razones que ninguno de nosotros conocí a, ella decidió de repente casarse con Harry Servatius. Así pues, entre Abt y Minna existí a una compleja historia de sentimientos heridos, y, en una atmó sfera de creciente turbació n, Abt se retiró y Minna se salió con la suya. El poema se grabó. La voz de George surgió extrañ amente aguda y titubeante. «Estoy solo Y me como el pelo como un almanaque de arrepentimientos... » George, con una mueca de disculpa, se apartó del fonó grafo. Solo Minna estaba satisfecha. Puso el disco de nuevo. —¿ Qué ocurre está noche? —le pregunté a Myron. —Oh... supongo que es Harry. Está en el estudio con Gilda Hillman. Llevan ahí toda la noche. Hablando. Iva, que estaba sentada cerca de mí, alzó su vaso. —¿ Me traes un poco má s, Joseph? —Despacio, Iva —le dijo Jack Brill, con una risa de advertencia. —¿ Con qué? ¿ Con el ponche? —Tiene un sabor suave, pero no lo es en absoluto. —Tal vez no deberí as beber má s —le sugerí —, ya que no te encuentras bien. —No sé por qué tengo tanta sed. No he comido nada salado. —Te traeré un vaso de agua, si quieres. —Agua. —Retiró el vaso con un gesto de desprecio. —Preferirí a que no bebieras. Es un ponche fuerte. Mi tono era inequí voco. No le daba opció n a desobedecerme. Sin embargo, poco despué s la vi junto a la ponchera y observé la rapidez con que alzaba el brazo y bebí a. Me sentí lo bastante irritado para considerar por un momento la posibilidad de ir a su lado y arrebatarle el vaso. En lugar de hacer eso, entablé una conversació n con Abt sobre el primer tema a mano, la guerra en Libia. Charlando, entramos en la cocina. Abt es uno de mis amigos mejores y má s antiguos. Siempre le he tenido mucho apego y lo he valorado tal vez má s de lo que é l me ha valorado a mí. Eso no significa gran cosa; desde luego, me tiene un gran afecto y cierto respeto. En la universidad fuimos compañ eros de habitació n durante algú n tiempo. Luego hubo un distanciamiento temporal por razones polí ticas. Al regresar a Chicago reanudamos nuestra amistad, y mientras é l preparaba el doctorado (hasta junio pasado fue profesor de ciencias polí ticas) prá cticamente viví a con nosotros. —Les debemos mucho a los italianos —decí a Abt—. Tienen una actitud juiciosa hacia la guerra. Quieren irse a casa. Y no es eso lo ú nico que les debemos. El capitalismo nunca los ha hecho ví ctimas de la suma y la resta. Han seguido siendo un pueblo reflexivo. —Hablaba lentamente, por lo que supe que estaba improvisando; era un viejo há bito suyo—. Y nunca se han vuelto fanfarrones. Tienen mejor gusto y menos falso orgullo que los herederos de Arminio. Por supuesto, eso fue un error de los italianos. Tá cito exageró las caracterí sticas de los alemanes... Mi irritació n con Iva se desvaneció y escuché, regocijado, su alabanza de los italianos. —De modo que estamos en deuda —repliqué, sonriendo—. ¿ Crees que van a salvarnos? —No nos hará n ningú n dañ o. Empieza a parecer como si la civilizació n pudiera iniciar su retorno desde el Mediterrá neo, donde nació. —¿ Le has comentado esto al doctor Rood? —Me tomarí a en serio e intentarí a robarme la idea. El doctor Arnold Rood, o Mary Baker Rood, como a Abt le gustaba llamarle, era el director de su facultad y decano de la universidad. —¿ Có mo está el viejo? —Sigue siendo empalagoso, sigue siendo el profesor mejor pagado de la ciudad y tan ignorante como siempre. Me he vuelto su problema de conversió n predilecto y he de verle dos veces a la semana para hablar de Ciencia y Salud. Una bonita tarde le clavaré un cuchillo y le diré: «Reza para salir de esta, cabró n». Eso es una refutació n vulgar, como la de Johnson dando un puntapié a la piedra para triunfar sobre Berkeley. Pero no se me ocurre otra manera de tratar con é l. Me eché a reí r, y en aquel momento otra risa, má s aguda, casi un clamor, llegó desde la parte delantera de la casa. Miré al otro extremo del pasillo. —Minna —dijo Abt. —Ojalá pudiera hacerse algo... Me sentí consternado al oí r aquel grito y recordar la expresió n de su cara cuando nos saludó en el vestí bulo. En el interior proseguí a el estré pito de la fiesta, y empecé a pensar en lo que significaba una reunió n como aquella. Y de repente caí en la cuenta de que el objetivo de tales ocasiones siempre habí a sido el de liberar la carga de sentimiento en el corazó n acorralado, y que, de la misma manera que los animales buscaban instintivamente la sal o la cal, así tambié n nosotros, impulsados por esa necesidad, volá bamos juntos, como lo hicimos en Eleusis, con ritos y danzas, y en otros grandes festivales y jaranas para presenciar dolores y torturas, para dar libertad temporal y juego al desprecio, el odio y el deseo. Solo nosotros hací amos tales cosas sin elegancia ni misterio, pues carecí amos de las formas para ellas y, confiando en la embriaguez, cada uno asesinaba a los dioses en el otro y gritaba lleno de venganza y dolor. Fruncí el ceñ o ante una escena tan espantosa. —Oh, sí —dijo Abt—, lo está pasando mal. Oí rle decir esto me tranquilizó, pues vi que é l sentí a lo mismo que yo. —Pero no deberí a permitirse... —Unas pisadas rá pidas avanzaron hacia la cocina—. Deberí a tener en cuenta... Pero una vez má s no finalizó la frase. Llegó Minna acompañ ada de George. —¿ Qué es lo que deberí a tener en cuenta? —le preguntó Minna. —¿ Eras tú quien chillaba? —No chillaba. Apá rtate del frigorí fico. George y yo venimos en busca de cubitos de hielo. Por cierto, ¿ por qué está is escondidos en la cocina? Aquí hay una fiesta. Estos dos —le dijo a George— siempre está n juntos en un rincó n. É l con su traje de director de pompas fú nebres, y este... con ojeras. Como un par de conspiradores. Salió de la cocina tambaleá ndose. George, con la cara seria y una expresió n desaprobadora, llevaba el cuenco lleno de cubitos de hielo. —La chica está pasando una noche esplé ndida, ¿ no es cierto? —comentó Abt. —¿ Harry tambié n está bebido? ¿ Qué les pasa a esos dos? —Puede que é l esté un poco trompa —respondió Abt—, pero creo que sabe lo que está haciendo. No es asunto nuestro... —Creí a que se llevaban bien. —Tienen alguna clase de problema. En fin... —Hizo una mueca—. Es muy desagradable. —Desde luego que lo es —convine. —Tambié n yo he pasado un momento de apuro. Ese condenado poema de George. —Ah, sí, lo sé. —No voy a meterme en lí os. Mi inquietud aumentaba por momentos. A juzgar por su tono y su expresió n, Abt se sentí a excepcionalmente descontento. No es que sentirse descontento fuese algo raro en é l; no solí a ser de otra manera. Pero aquella noche habí a un grado mucho mayor de aspereza en su acostumbrada mezcla de frivolidad y crueldad. Yo habí a reparado en ello y, aunque me habí a reí do, tambié n me habí a estremecido un poco cuando habló de acuchillar al doctor Rood. Suspiré. Por supuesto, todaví a estaba enamorado de Minna. ¿ O serí a mejor decir que nunca se habí a recuperado de la decepció n que se llevó con ella? Pero yo sabí a que eso no era todo, que su profundo descontento no se prestarí a a formulaciones tan sencillas como «amor» y «decepció n». Má s aú n, me sentí a molesto conmigo mismo porque sabí a que en el fondo estaba harto del descontento de Abt y de verle reaccionar a é l como un boxeador agotado pero todaví a há bil. No querí a admitirlo. Hice un esfuerzo por sentirme solidario. Al fin y al cabo, estaba descontento, ¿ no era cierto? Regresamos a la sala de estar. Iva estaba sentada al lado de Stillman en el banco del piano. Por fin habí an aparecido Servatius y Gilda Hillman, y bailaban. Ella inclinaba la cabeza y la apoyaba en su pecho; estaban abrazados y se moví an lentamente. —Hacen buena pareja, ¿ verdad? —dijo Minna. Estaba detrá s de nosotros. Nos volvimos con inquietud—. Sí que la hacen —siguió diciendo—. Harry baila bien. Ella tampoco es mala. —No le replicamos—. Ah, qué par de bobos sois. —Empezó a alejarse, pero se lo pensó mejor—. No es necesario que tengá is unas opiniones tan elevadas de vosotros mismos. Tú no te puedes comparar con Harry, y tú tampoco. —Minna... —le dije. —¡ Ni Minna ni narices! Nos alejamos de ella. —Cada vez está peor —comenté, sintié ndome violento—. Deberí amos marcharnos. Abt no respondió nada. Le dije a Iva que iba a buscar su abrigo. —¿ Para qué? —replicó ella—. Aú n no quiero irme. Consideraba el asunto zanjado. Miró a su alrededor con serenidad. Estaba ligeramente bebida. —Se está haciendo tarde —insistí. —Oh, no agü é is la fiesta —dijo Stillman—. Quedaos un poco má s. Unos minutos despué s se nos acercó Jack Brill, con el rostro enrojecido y sonriente. —Minna te está buscando, Morris —le dijo. —¿ A mí? —replicó Morris—. ¿ Qué quiere? —Ni idea. Pero estoy seguro de que, sea lo que fuere, lo conseguirá. —¡ Morris! —¡ Morris! —Te lo he dicho —comentó Brill—. Ahí la tienes. Minna puso la mano en el hombro de Morris. —Quiero que hagas algo por la fiesta. Hay que animarla^ se está marchitando. —Me temo que no puedo ayudarte —dijo Abt. —Sí que puedes. Tengo una idea estupenda. Nadie le preguntó cuá l era la idea. Jack Brill sonrió al ver el desconcierto de todos y tomó la iniciativa: —¿ Qué idea es esa, Minna? —Morris va a hipnotizar a alguien. —Está s en un error —respondió Abt—. He abandonado el hipnotismo de aficionado. Tendrá s que pedirle a otro que anime tu fiesta. Le habí a hablado frí amente y sin mirarla. —No es una buena idea, Minna —tercié. —Te equivocas, es una idea estupenda. No te metas en esto. —Vamos, Minna, dé jalo correr —dijo George Hayza—. Nadie quiere ver eso. —Tú tambié n cierra el pico, George. Morris —le dijo en tono suplicante—. Sé que está s enfadado conmigo. Pero, por favor, hazlo solo esta vez. La fiesta se vendrá abajo si no ocurre algo enseguida. —He olvidado có mo se hace. Ya no puedo hipnotizar a nadie. Hace añ os que lo dejé. —No, hombre, có mo vas a olvidar una cosa así. Puedes hacerlo. Tienes una mente fuerte. —Lá rgate, Minna —le dije. Jack Brill se rió entre dientes. —Se saldrá con la suya —afirmó —. Espera y verá s. —Tú la estimulas —repliqué con severidad. —Ella lo hace todo sin necesidad de estí mulo. No me culpes. —Seguí a sonriendo, pero detrá s de su sonrisa habí a una frialdad rencorosa y hostil—. Mira, me gusta ver có mo se las arregla para salirse con la suya. —Hazlo, Morris, por favor. —Pí dele a otro que haga trucos. Pí deselo a Myron. —Myron es demasiado estirado para hacer trucos. No conoce ninguno. —Doy gracias a Dios por ello —intervino Myron. —Bueno, voy a buscarte un sujeto de experimentació n —dijo Minna. —No quiero ningú n sujeto. Esperamos a ver lo que Abt decí a. Hasta entonces no habí a dado ninguna indicació n de lo que le parecí a la propuesta. Miraba a Minna con las cejas alzadas como un mé dico que reflexiona en la manera de responder a la pregunta de un profano mientras, con la mirada burlona y ocultadora, le hace esperar. La luz indirecta del techo daba a su cara el aspecto de una hoja de papel grueso, ingeniosamente doblada en el ojo y perforada, en lo alto de la frente, por los pelos rectos y negros. —Que me aspen —me dijo en voz queda Jack Brill—. Le va a tomar la palabra. —No, imposible —repliqué. Abt titubeó. —¿ Y bien? —inquirió Minna. —De acuerdo —< lijo é l—. ¿ Por qué no? —Morris... É l me hizo caso omiso. Los demá s tambié n protestaron. —Está bebida —observó Stillman. —¿ Está s seguro de que sabes lo que vas a hacer? —le preguntó George. Pero é l tambié n les hizo caso omiso y no trató de explicarse ni justificarse. Se encaminó con Minna al estudio. —Os llamaremos —dijo Minna—. Quiero decir que Morris os llamará, y entonces todos podré is entrar. Cuando se marcharon, los demá s guardamos silencio. El baile habí a cesado. Jack Brill, con un hombro apoyado en la pared, fumaba su pipa y, al parecer, se deleitaba mirá ndonos. Harry Servatius y Gilda ocupaban un estrecho asiento en un rincó n. Eran los ú nicos que hablaban; sin embargo, sus palabras no eran audibles y solo nos llegaba el sonido gutural de la voz de Harry y, de vez en cuando, la risa entrecortada de Gilda. ¿ Qué diablos debí a de estar dicié ndole que ella encontraba tan divertido? Se estaba comportando como un idiota, y si era cierto lo que decí a Abt, que no estaba demasiado borracho, entonces era doblemente idiota. Iva seguí a teniendo el vaso sobre la tapa del piano y de vez en cuando tomaba un sorbito. No me gustaba la concentració n sin objeto con que alisaba la servilleta de papel sobre la rodilla ni la rá pida pero vaga manera en que sus ojos recorrí an la sala. Cuando Abt nos llamó, Iva se quedó en la sala, con Harry y Gilda. Los demá s nos apiñ amos en el estudio y, en un incó modo silencio, contemplamos a Minna, que estaba tendida en el sofá. Al principio me costaba creer que no fingí a, pues el cambio parecí a excesivo, pero pronto me convencí de que aquello era del todo real. Estaba estirada con las piernas extendidas y relajadas, y detrá s de ella habí a una luz intensa dirigida contra la pared. Una de las sandalias se le habí a desprendido y le colgaba por debajo del taló n. Tení a las manos abiertas a los lados. Uno reparaba en lo estrechas y huesudas que eran sus muñ ecas y el lunar entre dos ramales de una vena en el antebrazo. Pero, a pesar de la anchura de sus caderas y las prominencias femeninas, las rodillas bajo el vestido, el pecho, la unió n de la garganta y la claví cula, no parecí a tan concretamente femenina como un ser humano má s generalizado, y un ser triste, por cierto. La imagen que ofrecí a me afectó sobremanera, e incluso me sentí má s predispuesto en contra de la actuació n de Abt. É l tomó asiento a su lado y le habló en un tono consolador. Su respiració n era regular, pero algo ronca. Tení a el labio superior un poco retirado de los dientes. Abt empezó por hacerle sentir frí o. —Alguien debe de haber apagado la calefacció n. Estoy helado. ¿ No sientes tú tambié n el frí o? Pareces frí a. Aquí hace frí o, casi bajo cero. Y ella resolló un poco y contrajo las piernas. Abt siguió dicié ndole que cuando le pellizcara la mano no sentirí a dolor, así que ella no sintió nada, aunque la piel, en el lugar donde é l la habí a retorcido, permaneció blanca mucho tiempo despué s. Le privó de la capacidad de mover un brazo y entonces le ordenó que lo alzara. Ella se debatió hasta que Abt la liberó. Los demá s, medio sumidos en un trance, ansiosos de ver y, no obstante, atemorizados por lo que veí amos, nos concentramos en la cara de Minna, con los labios entreabiertos y las arrugas alrededor de los ojos. Le permitió descansar, pero solo un momento. Entonces le pidió que recordara cuá ntos vasos de ponche habí a tomado. El le darí a una serie de cifras y ella harí a una señ al al oí r la correcta. Esto ú ltimo hizo que los ojos de Minna se movieran o temblaran bajo los pá rpados, como si protestara. É l empezó a contar. Me encontraba en una esquina del sofá, en tal posició n que su taló n descalzo, el mismo del que pendí a la sandalia, me rozaba la pernera del pantaló n. Sentí el impulso de tocarle el lunar del brazo con un dedo. De improviso, mientras le miraba la cara y los pá rpados cerrados, mi impaciencia con Abt se transformó en có lera. Sí, esto le gusta de veras, me dije. Traté de pensar qué podrí a haber para detener aquello. Entretanto é l contaba. —¿ Seis? ¿ Siete? —Ella se esforzaba, pero era incapaz de responder. Tal vez era consciente del insulto—. ¿ Así que no lo recuerdas? —inquirió Abt—. ¿ No? —Ella movió la cabeza a los lados—. ¿ Tal vez te has olvidado de contar? Veamos si es eso lo que ocurre. Te voy a dar varios golpecitos en la mejilla. Cué ntalos y dime cuá ntos son. ¿ Lista? —Despié rtala, Morris, ya es suficiente —le pedí. É l no pareció oí rme. —Bueno, empiezo —dijo, y la golpeó ligeramente cuatro veces. Los labios de Minna empezaron a formar la «c», pero se detuvieron, y un instante despué s estaba erguida, con los ojos abiertos. —¡ Harry! —exclamó —. ¡ Oh, Harry! Entonces se echó a llorar, la expresió n petrificada y perpleja. —Te he advertido de que ibas demasiado lejos —le dije a Abt, y este, sorprendido, tendió la mano hacia ella. —¡ Dé jala en paz! —gritó alguien. —¡ Oh, Harry, Harry, Harry! —¡ Haz algo, Morris! —le ordenó Robbie Stillman—. ¡ Dale una bofetada, está sufriendo un ataque! —No la toques —dijo Jack Brill—. Traeré a Servatius. Se apresuró a salir, pero el marido de Minna ya estaba en la puerta y contemplaba la escena. —¡ Harry, Harry, Harry! —Apartaos, que no le ve —dijo George. —Despejemos la habitació n. —Jack Brill empezó a hacernos salir—. Vamos, no os quedé is ahí. Abt hizo a un lado la mano de Brill y me susurró algo que no entendí. Iva ya no estaba en la sala de estar. Fui en su busca y la encontré en el porche contiguo a la cocina. —¿ Qué está s haciendo aquí? —le pregunté bruscamente. —Ahí dentro hací a calor. Querí a refrescarme. Tiré de ella para que entrara en la casa. —¿ Qué te pasa esta noche? —quise saber—. ¿ A qué viene esta actitud? La dejé en la cocina y regresé al estudio. Brill hací a guardia en la puerta. —¿ Có mo está ahora? —pregunté. —Se recuperará —respondió Brill—. George y Harry está n ahí con ella. Qué manera de terminar la fiesta. —Mi mujer tambié n está bebida. —Tu mujer. Te refieres a Iva. —Sí, Iva. Tení a razó n. Todaví a le trataba como a un medio desconocido, y eso le molestaba. Me habí a irritado antes, cuando pensé que estaba incitando a Minna; pero ahora vi que, despué s de todo, no era peor que cualquiera de los otros. —Bueno, la fiesta ha terminado en un desastre terrible, ¿ verdad? —Sí —convine. —¿ Te has preguntado alguna vez qué es lo que le ocurre a esta gente? —Pues lo cierto es que eso me ha intrigado —repliqué —. ¿ Tú qué crees? —Así que quieres conocer mi opinió n —dijo Brill, sonriente—. ¿ Quieres ver esto tal como lo ve alguien de fuera? —Vamos, Jack, no eres exactamente alguien de fuera. —Solo os conozco desde hace cinco o seis añ os. En fin, si quieres saber lo que me parece... —Te está s poniendo un poco duro conmigo —musité. —Sí, tienes razó n. Este es un grupo muy cerrado. Algunos de sus miembros me gustan. Minna me gusta mucho. Otros tienden al esnobismo y no son muy agradables. Son frí os. Incluso tú, si no te importa que te lo diga. —Yo no... —Está is todos rodeados por una valla. Tardé algú n tiempo en descubrir que no eras tan mal tipo. Al principio pensé que querí as que la gente se acercara a ti y te husmeara, como si fueras un á rbol. Pero no, eres un poco mejor que eso. En cambio Abt es un caso perdido. —Puede que necesite má s estudio. —Ojalá pudiera darle eso que má s necesita. No, hay algo erró neo en é l. Y luego parecé is encantados con esta clase de vida, en la que cada uno se dedica a tapar las vergü enzas de los otros. Todos los demá s se quedan al margen. Eso es ofensivo para las personas como yo. —Entonces ¿ por qué te unes al grupo? —le pregunté. —No lo sé —respondió Brill—. Supongo que me interesa observar vuestro comportamiento. —Ah, ya veo. —Me lo has preguntado. —Te comprendo perfectamente. Adió s, Jack. —Le ofrecí mi mano; al cabo de un momento de sorpresa (tal vez una sorpresa iró nica), é l me la estrechó. —Adió s, Joseph.
Iva no estaba en condiciones de caminar. Llamé a un taxi, le ayudé a subir y sostuve su cabeza sobre mi hombro durante todo el trayecto hasta casa. Cuando nos detuvimos en un cruce, miré su rostro en la penumbra. La luz amarilla del semá foro incidió en su sien, donde vi una sola vena cerca de la superficie de la piel, curvá ndose con el má s ligero surco del hueso. Reaccioné a esto casi como lo habí a hecho a Minna en el sofá. El taxi siguió avanzando por la oscura calle, cubierta por los restos de la nieve caí da aquella tarde y que se iba fundiendo bajo un viento ahora cá lido. ¿ Qué podí a decir de todo esto?, me preguntaba a intervalos y como si tambié n yo estuviera un poco bebido. Pensé que, de un salto, lo «desagradable, brutal y breve» se habí a instalado entre nosotros. Todos mis sentimientos, lo que habí a experimentado mientras contemplaba a Minna, lo que me habí an hecho sentir las palabras de Jack Brill y la desobediencia de Iva, ahora me atacaban a la vez. ¿ Qué podí a decir?, repetí, pero en medio de la pregunta percibí mi propó sito al formularla. Buscaba una manera de absolver a Abt o protegerlo y, a travé s de é l, lo que quedaba de la «colonia del espí ritu». Claro que, ¿ hasta qué punto se le podí a culpar? Y es que hemos de admitir la verdad. Uno se veí a constantemente amenazado, empujado y, en ocasiones, invadido por lo «desagradable, brutal y breve», perdí a peleas con ello en rincones inesperados. ¿ En la colonia? Incluso en uno mismo. ¿ Era alguien inmune por completo? ¿ En unos tiempos como los que corren? Habí a muchas traiciones; eran un medio, como el aire, como el agua; te penetraban y salí an de ti, se convertí an en có mplices tuyos; para ellas no habí a nada impenetrable. El coche se detuvo. Ayudé a Iva a entrar en casa, le quité la ropa y la acosté. Yací a sobre las mantas, desnuda, protegié ndose los ojos de la luz con la muñ eca. Apagué la luz y en la oscuridad me desvestí. ¿ Qué clase de barrera podí a uno alzar contra esas traiciones? Si en el caso de Abt la crueldad y el deseo de venganza se reducí an a pellizcar la mano de una mujer, ¿ qué presentarí a mi mente si uno examinaba sus quebradas y arroyuelos má s pequeñ os? ¿ Y qué decir de Iva? ¿ Y los demá s, qué decir de los demá s? Pero de repente me pareció que nada de esto excusaba a Abt y que este se habí a limitado a maniobrar astutamente para lograr el mismo fin que yo habí a empezado por rechazar. No, no podí a justificarle. Me habí a sublevado su manera de pellizcar a Minna. No encontraba nada que le excusara, nada en absoluto. Empezaba a comprender lo que sentí a hacia é l. Sí, me habí an sublevado la furia y la maldad que emergí an en el «juego»; habí a sido tan salvaje porque su objeto no podí a oponer resistencia. Pasó bastante tiempo antes de que pudiera conciliar el sueñ o. Mientras me enjugaba la frente con el borde de la sá bana, me prometí que al dí a siguiente pensarí a en ello con má s sensatez. Pero sabí a ya que habí a dado con la verdad y que no podrí a disiparla fá cilmente ni mañ ana ni ningú n otro dí a. Fue una noche inquieta, atormentada por pesadillas. Eso fue solo el principio. En los meses siguientes empecé a descubrir una debilidad tras otra en cuanto habí a construido a mi alrededor. Vi lo que Jack Brill habí a visto, pero, como estaba mejor informado, lo veí a de un modo má s penetrante y severo. A cualquier otro le resultarí a difí cil saber có mo me afectaba esto, puesto que nadie podrí a comprender tan bien como yo la naturaleza de mi plan, su rigidez, hasta qué extremo dependí a de é l. Podí an despreciar mi plan, pero no mi necesidad. Desde la fiesta no he visitado a Minna ni a Harry. No sé qué ocurrirí a despué s; supongo que al final sus dificultades quedarí an allanadas. Abt se ha trasladado a Washington. Escribe de vez en cuando, en general para preguntarme por qué razó n apenas tiene noticias mí as. Se desenvuelve bien en su empleo de administrador, uno de los «jó venes brillantes», aunque entiendo que no está satisfecho. No creo que jamá s llegue a estar satisfecho. Tal vez deberí a escribirle con mayor frecuencia; al fin y al cabo, es un viejo amigo. No tiene la culpa de haberme decepcionado.
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