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26 de diciembre



 

Al parecer, soy incapaz de no meterme en lí os. Anoche hice un papeló n en casa de mi hermano. Puedo tomá rmelo a la ligera, pero a Iva le molesta profundamente.

Mi hermano Amos, que tiene doce añ os má s que yo, es rico. Inició su carrera como mensajero en la Bolsa y, antes de cumplir los veinticinco añ os, era miembro de ese organismo, con un asiento propio. La familia está muy orgullosa de é l, y é l, a su vez, ha sido un hijo muy formal, muy consciente de sus deberes. Al principio adoptó una actitud protectora hacia mí, pero no tardó en abandonarla y confesó desconocer qué era lo que yo buscaba. Se mostró dolido cuando me volví radical, y el dí a que le aseguré que habí a dejado de serlo se sintió aliviado. Mi matrimonio con Iva le decepcionó. El padre de su mujer, Dolly, era rico. Me habí a instado a que siguiera su ejemplo y me casara con una mujer acomodada. Su decepció n fue incluso mayor cuando, en vez de aceptar el puesto que me ofrecí a en su negocio, me dediqué a lo que é l consideraba un empleo de baja categorí a en Inter-American. Dijo que era un necio, y durante casi un añ o no nos vimos. Entonces Iva y é l arreglaron la reconciliació n. Desde entonces nuestras relaciones han sido bastante buenas, por extrañ as que a é l le parezcan la profesió n que he elegido y mis costumbres. Procura no desaprobarme de una manera demasiado abierta, pero nunca ha sabido que me ofende su modo de interrogarme cuando nos vemos. A menudo carece de tacto y en ocasiones es grosero. Por alguna razó n no ha podido aceptar el hecho de que un miembro de su familia sea capaz de vivir con unos medios tan modestos.

—¿ Todaví a no te han subido el sueldo? ¿ Cuá nto ganas? Bueno, ¿ necesitas dinero?

Jamá s se lo he aceptado.

Ahora que estoy sin trabajo desde mayo, se ha vuelto má s apremiante. Varias veces me ha enviado cheques por grandes cantidades, que le he devuelto de inmediato. La ú ltima vez que sucedió esto me dijo:

—Yo lo aceptarí a, no te quepa duda. Yo no serí a tan orgulloso y obstinado. Oh, no, el hermano Amos no serí a así. Algú n dí a intenta ofrecerme dinero y verá s si lo dejo escapar.

Hace un mes, cuando le visitamos (nos invita a comer con frecuencia, presumiblemente convencido de que no comemos lo suficiente), hizo tal escena cuando rechacé unas ropas que se empeñ aba en darme, que Iva acabó por susurrarme en un tono suplicante: «¡ Qué datelas, Joseph, acé ptalas ya! », y cedí.

Dolly, mi cuñ ada, es bonita, todaví a esbelta, de senos grandes pero atractivos, morena, el fino cabello peinado hacia arriba de una manera destinada a realzarle el cuello al má ximo. Tiene un cuello muy elegante, y siempre lo he admirado. Es uno de los rasgos que ha heredado mi sobrina Etta, de quince añ os. Para mí siempre ha sido una de las caracterí sticas exquisitas de la feminidad. Comprendo muy bien por qué el profeta Isaí as dijo: «Por cuanto son altivas las hijas de Sió n, y andan con el cuello estirado y guiñ ando los ojos, y andan a pasitos menudos, y con sus pies hacen tintinear las ajorcas, rapará el Señ or el crá neo de las hijas de Sió n, y Yahvé destapará su desnudez».

Me asombra que tanto en la mente de Isaí as como en la mí a se forme la misma asociació n, aunque con un matiz distinto. Desde luego es el «cuello estirado», o la delicadeza en conjunció n con la antigua y vigorosa maquinaria procreadora, lo que durante largo tiempo mi imaginació n ha identificado con la naturaleza femenina. Aquí finaliza el paralelo, pues soy exactamente lo opuesto a vengativo con respecto a esta dualidad y, desde luego, me ha complacido reconocerlo.

Mi sobrina y yo no nos llevamos bien, hay entre nosotros un antagonismo que viene de largo. No era la nuestra una familia rica. Amos cuenta a menudo có mo tuvo que luchar, lo mal que vestí a en su infancia, lo poco que mi padre podí a darle. Y é l y Dolly han educado a Etta de modo que identifique la pobreza no tanto con el mal como con la falta de importancia, para que, como hija de un hombre rico, se sienta a una distancia infinita de quienes llevan una existencia gris, en pisos mal iluminados, sin criados, que visten ropas de calidad inferior y tienen tan poco orgullo que son deudores. Prefiere el mundo de su madre. Sus primos tienen automó viles y residencias de verano. Tenerme por pariente no es algo que le enorgullezca.

A pesar de nuestro antagonismo, hasta hace muy poco habí a tratado de influir en la chica, enviá ndole libros y, el dí a de su cumpleañ os, á lbumes de discos. No se me ocultaba que eso tendrí a poco efecto en ella. Pero cuando cumplió doce añ os emprendí la tarea de enseñ arle francé s como un medio de abordar otros temas. (Como es natural, su padre querí a que tuviera una formació n completa. ) No me acompañ ó el é xito. Mi entusiasmo misionero se reveló demasiado pronto, antes de que me hubiera ganado su confianza. Le dijo a su madre que le estaba enseñ ando «cosas malas». ¿ Y có mo iba a explicarle a Dolly que estaba tratando de «salvar» a Etta? Habrí a sido insultante. Etta detestaba las lecciones, por simple extensió n me detestaba a mí y, si no le hubiera dado una excusa para interrumpirlas, ella pronto habrí a encontrado una.

Etta es una muchacha presumida. Estoy seguro de que se pasa muchas horas ante el espejo. Tambié n estoy seguro de que es consciente de su parecido conmigo, que va má s allá de las similitudes evidentes señ aladas por la familia. Nuestros ojos son exactamente iguales, lo mismo que las bocas y hasta la forma de las orejas, pequeñ as y bien definidas. Las de Dolly son del todo diferentes. Y hay tambié n otras similitudes, que no es posible definir con tanta facilidad, que ella ha de reconocer a la fuerza y que, dada nuestra hostilidad, deben de resultarle desagradables.

Mientras cená bamos la conversació n, en la que al principio apenas intervine, se centró en las penalidades del racionamiento. Dolly y Amos toman café con regularidad, pero, como patriotas, moderaron sus quejas con resignació n. Entonces hablaron de los zapatos y la ropa. El hermano de Dolly, Loren, que representa a una gran firma de calzado del Este, les habí a advertido de que el gobierno se proponí a limitar la venta de artí culos de cuero.

—No podrí amos arreglarnos con cuatro pares al añ o —dijo Dolly.

Pero eso era antipatriota, ¿ no? La contradicció n era demasiado evidente para que pasara desapercibida.

—Has de tener en cuenta aquello a lo que la gente está acostumbrada —comentó Amos—, su nivel de vida. Eso el gobierno lo pasa por alto. Hombre, ni siquiera las organizaciones caritativas dan las mismas cantidades a distintas familias. Si lo hicieran causarí an demasiados apuros.

—Sí, eso es lo que querí a decir —intervino Dolly—. No puedes llamarlo acaparamiento.

—No —repliqué, pues se habí a dirigido a mí.

—Má s adelante tambié n racionará n la ropa —afirmó Amos—. Así es el mercado de consumo cuando la gente se gana la vida.

—Claro que Joseph no tendrá que preocuparse. El ejé rcito cuidará de é l. Pero nosotros, pobres civiles...

—De todos modos, Joseph serí a indiferente —dijo Iva—. A é l no le afectarí a. Nunca se compra má s de un par de zapatos al añ o.

—No necesita má s, para lo que se mueve... —terció Etta. Su madre le dirigió una mirada severa.

—La verdad es que llevo una vida sedentaria —repliqué.

—Eso es todo lo que querí a decir, mamá —dijo Etta.

—Y lo que yo querí a decir —prosiguió Iva, hablando con rapidez—, es que esas cosas no le preocupan mucho. Tampoco le interesa en particular lo que come, mientras sea alimento. Cuando yo cocinaba, no tení a ningú n problema para satisfacerle.

—Ser así es una bendició n. No resulta nada fá cil satisfacer a Amos. Parece mentira que los haya criado la misma madre.

—A é l no fue tan fá cil criarlo, en todos los aspectos —dijo Amos, sonriente.

—¿ Cuá ndo te incorporas al ejé rcito, Joseph? —me preguntó Etta.

—Etta, por favor... —le reconvino Amos.

—Perdona, tí o Joseph. ¿ Cuá ndo te vas?

—No lo sé. Cuando Dios quiera.

Esta respuesta les divirtió.

—Desde luego, É l se está tomando su tiempo —comentó Dolly.

—No hay ninguna prisa —intervino Iva—. Cuanto má s tarde, mejor.

—Sí, claro —dijo Dolly—. Sé có mo te sientes.

—Pero Joseph no siente lo mismo al respecto, ¿ no es cierto, Joseph? —Amos me miró con una expresió n afable—. Estoy seguro de que le gustarí a encontrar la manera de apresurar a Dios. No se trata solo de la espera, sino que se perderá sus oportunidades de ascenso. Deberí a ingresar y convertirse en candidato a oficial.

—No creo que me interese tratar de convertirme en oficial.

—Pues no veo por qué no habrí a de interesarte —replicó Amos—. ¿ Por qué no?

—Tal como lo veo, la guerra es una desgracia. No quiero ascender gracias a ella.

—Pero tiene que haber oficiales. ¿ Quieres quedarte sentado y dejar que algú n idiota haga lo que tú puedes hacer mil veces mejor?

—Estoy acostumbrado a eso —respondí, encogié ndome de hombros—. Así sucede tambié n en muchos aspectos de la vida. El ejé rcito no es una excepció n.

—¿ Vas a permitir que mantenga esta actitud, Iva? Buen ejé rcito tendrí amos.

—Es una convicció n que tengo —afirmé —. Iva no podrí a cambiarla, y me inclino a pensar que no querrí a hacerlo. Muchos hombres llevan consigo las ambiciones de la vida civil y no les importa ascender sobre las espaldas de los muertos, por así decirlo. Ser soldado raso no es ninguna deshonra, ¿ sabes? Só crates era un simple soldado de infanterí a, un hoplita.

—Só crates, ¿ eh? —replicó Amos—. Bien, esa es una razó n buena y suficiente.

Despué s de la cena, Amos me pidió que le siguiera y fuimos a su dormitorio, donde sacó un billete de cien dó lares y me lo puso como un pañ uelo en el bolsillo de la camisa, al tiempo que decí a:

—Este es el regalo de Navidad que te hacemos.

—Gracias, pero no puedo aceptarlo.

Me saqué el billete del bolsillo y lo dejé sobre la có moda.

—¿ Por qué no puedes aceptarlo? Es una tonterí a, no puedes rechazarlo. Te digo que es un regalo. —Tomó el billete con gesto impaciente—. Sé un poco má s realista, ¿ quieres? Siempre está s en las nubes. ¿ Sabes lo que pagué solo de impuestos sobre la renta el añ o pasado? ¿ No? Bueno, esto no llega a una gota en ese cubo. No me privo de nada por dá rtelo.

—Pero ¿ qué voy a hacer con este dinero, Amos? No lo necesito.

—Eres el burro má s obstinado que he visto jamá s. No soportas que alguien te ayude, aunque solo sea un poco.

—¿ Có mo que no? Llevo tu camisa y tus calcetines. Los aprecio, pero no quiero nada má s.

—¡ Joseph! —exclamó mi hermano—. No sé qué hacer contigo. ¡ Estoy empezando a pensar que no está s del todo en tus cabales, con tus convicciones y tus espe...! Ojalá hubiera sabido có mo ibas a resultar. Al final vas a echarte a perder. Piensa en Iva de vez en cuando. ¿ Qué futuro le espera?

—Ah, el futuro.

—Eso es lo que he dicho.

—Bueno, ¿ quié n diablos tiene futuro?

—Todo el mundo —respondió Amos—. Yo lo tengo.

—Pues tienes suerte. Yo, en tu lugar, pensarí a un poco en ello. Hay mucha gente, centenares de millares de personas, que se han visto obligadas a no pensar para nada en el futuro. Ya no existe ningú n futuro personal. Por eso solo puedo reí rme de ti cuando me dices que busque mi futuro en el ejé rcito, en esa tragedia. No apostarí a un ardite por mi futuro. En cuanto al tuyo... —Hacia el final me habí a empezado a temblar la voz.

Amos se quedó un rato mirá ndome en silencio.

—Toma el dinero, Joseph —me dijo entonces, y se dio la vuelta. Le oí bajar la escalera.

Me senté en la cama, aturdido, la cabeza entre las manos. Una lá mpara de luz muy dé bil estaba encendida en un rincó n y una franja luminosa salí a de su abertura cobriza y cruzaba la cortina; el resto de la habitació n estaba casi a oscuras. El techo se habí a convertido en una pantalla donde se proyectaban los movimientos accidentales de la calle verdosa al otro lado de la ventana, y en la mitad de su anchura permanecí a intacto el reflejo de la persona, como las espinas de algú n pez de tiempos inmemoriales. ¿ Qué clase de impresió n habí an causado en Amos mis palabras? Era imposible decirlo. ¿ Qué podí a pensar? Tal vez me consideraba má s incorregible que nunca. Pero ¿ qué pensaba yo mismo? ¿ Era lo que habí a dicho tan cierto como impetuoso, o siquiera alcanzaba lo primero la mitad de lo segundo? Rechazaba la ordenada visió n de la seguridad personal que tení a mi hermano, pero no un futuro de otra clase. Sin embargo, ¿ có mo podí a razonar con é l? Estaba a una distancia incalculable de los crá teres del espí ritu, de modo que no eran má s que pequeñ os hoyos en su horizonte. Pero con el tiempo se irí an acercando. Sí, todo el mundo llegaba ante ellos cuando esos horizontes se reducí an, como no podí an dejar de hacerlo. Fui al bañ o y me lavé. Los sentimientos que me embargaban el corazó n empezaron a disiparse, y cuando colgué la toalla de la barra de vidrio estaba menos confuso. Recogí el billete de cien dó lares de la oscura alfombra donde habí a caí do. Sabí a que el intento de devolvé rselo era inú til. Examiné la superficie del tocador, en busca de una aguja o cierre, y como allí no habí a nada, abrí los cajones uno tras otro hasta que encontré un acerico. Fui al lecho y clavé el billete en el cubrecama sobre la almohada. Entonces salí al vestí bulo y permanecí un momento inmó vil, oyendo la ronca voz del locutor que llegaba desde abajo y las risas y comentarios de los demá s. Decidí no reunirme con ellos.

Aunque sabí a que le estaba haciendo una mala pasada a Iva al dejarla con Dolly, Etta y Amos, subí al segundo piso. Allí, en lo que en otro tiempo fue un desvá n, Dolly habí a instalado una sala de mú sica. Uno de los lados estaba ocupado en su totalidad por un monstruoso piano que, acuclillado sobre sus patas arqueadas, aguardaba que lo tocaran. Sin embargo, casi nunca lo hací an, pues habí a sido sustituido en la planta baja por un instrumento má s garboso y elegante que mostraba los dientes como un artista de variedades negro. En el otro lado de la sala habí a un fonó grafo con un estante de discos por encima de é l. Me puse a buscar un disco que le compré a Etta el añ o anterior, un divertimento de Haydn para violoncelo, interpretado por Piatigorsky. Para encontrarlo, tuve que buscar entre una docena de á lbumes. Allí Dolly y Etta, pese a la importancia que daban a la propiedad, se mostraban descuidadas, pues habí a numerosos discos rotos, pero encontré el mí o indemne y, agradecido (mi desá nimo se habí a duplicado de no haberlo encontrado o verlo quebrado) lo puse en el fonó grafo y me senté ante el piano.

El primer movimiento, el adagio, era el que má s me gustaba. Sus sobrias notas iniciales, preliminares de una seria confesió n, me demostraron que todaví a era un aprendiz en sufrimiento y humillació n. Ni siquiera habí a empezado a experimentarlos y, por lo tanto, no tení a derecho a esperar evitarlos. Esto lo vi claro de inmediato. Sin duda nadie podí a suplicar que hagan de é l una excepció n; ese no era un privilegio humano. Lo que deberí a hacer con ellos, la manera de abordarlos, se manifestaba en la segunda declaració n: con elegancia, sin mezquindad. Y pese a que aú n no podí a aplicarme a mí mismo la respuesta, reconocí su rectitud y me conmovió con vehemencia. Hasta que llegara a ser un hombre completo, no podrí a ser tambié n mi respuesta. ¿ E iba a convertirme en ese hombre completo solo, sin ayuda? Era demasiado dé bil para eso, carecí a de la voluntad necesaria. ¿ Dó nde, pues, deberí a buscar ayuda, dó nde se encontraba la capacidad? ¿ Gracias a qué ley, bajo qué orden, requerido por quié n? ¿ Era personal, humano o universal? La mú sica nombraba una sola fuente, el uno universal, Dios. Pero qué lamentable rendició n serí a esa, nacida del desaliento y el caos, y del temor, fí sico e imperioso, que como una enfermedad pedí a un remedio y no le importaba quié n se lo proporcionara. Finalizó el disco, volvió a comenzar. No, Dios no, ninguna divinidad. Eso era anterior, no procedí a de mí. No estaba tan lleno de orgullo que no pudiera aceptar la existencia de algo má s grande que yo mismo, algo, tal vez, de lo que yo era una idea, o tan solo la fracció n de una idea. No se trataba de eso, pero yo no querí a, impelido por el pá nico, aferrarme a cualquier artimañ a. A mi modo de ver, eso era un gran delito. Cierto que la respuesta que escuchaba, que llegaba con tanta facilidad hasta la parte menos penetrable de mi ser, los matorrales casi nunca agitados alrededor del corazó n, procedí a de un hombre religioso. Pero ¿ no habí a manera de alcanzar esa respuesta si no era sacrificando la mente que buscaba su satisfacció n? Del mismo antí doto surgirí a otra enfermedad. No era esta una cuestió n nueva, sino que reflexionaba en ella con frecuencia, pero no con una emoció n tan desesperada ni con una necesidad de respuesta tan imperiosa ni con semejante sensació n de soledad. Era necesario que, desde mis propias fuerzas, emitiera un veredicto a favor de la razó n, con su insuficiencia parcial, y contra las ventajas de renunciar a ella.

Cuando empecé a escuchar el disco por tercera vez, Etta entró en la habitació n. Sin decirme nada, se dirigió al estante y, tras sacar un á lbum de brillantes colores, aguardó, fruncido el ceñ o de aquella versió n má s lozana y en cierto modo má s inflexible o no tan moldeada de mi propia cara. Ahora apenas escuchaba la mú sica. Ya estaba preparado para una pelea, cuya inevitabilidad reconocí enseguida. Tanteé dentro del armarito del fonó grafo en busca de la palanca.

—Espera un momento —dijo ella, dando un paso adelante—. ¿ Qué está s haciendo?

Me volví hacia la muchacha con un movimiento agresivo.

—¿ Qué?

—Quiero usar el aparato, Joseph.

—Todaví a no he terminado con é l.

—No me importa —insistió ella—. Llevas mucho rato aquí. Ahora me toca a mí. Has puesto la misma mú sica una y otra vez.

—Has estado fisgando, ¿ eh? —le dije en un tono acusador.

—Qué va. La mú sica estaba tan alta que se oí a desde abajo.

—Tendrá s que esperar, Etta.

—Ni hablar. Quiero poner estos discos de Cugat que me regaló mamá. He esperado todo el dí a para escucharlos.

No me hice a un lado. A mi espalda el plato del fonó grafo giraba con un runruneo y la aguja producí a un sonido rasposo entre los ú ltimos surcos.

—En cuanto escuche la segunda parte de esta grabació n me marcho.

—Pero has usado el fonó grafo desde la comida. Es mi turno.

—Y yo te digo que no —repliqué.

—No tienes derecho a decirme que no —dijo ella.

—¡ Que no tengo derecho! —exclamé, con un brusco e indisimulado acceso de có lera.

—El fonó grafo es mí o. ¡ Me está s impidiendo usar mi fonó grafo!

—Hay que ver có mo te pones por una insignificancia.

—Lo que me llames o pienses de mí me tiene sin cuidado. —Su voz se alzó por encima del sonido que producí a el aparato—. Quiero escuchar a Cugat. No me importa.

—Mira —le dije, esforzá ndome al má ximo por dominarme—. He venido aquí con un objetivo. No es necesario que te diga cuá l. Pero, sean cuales fueren mis razones, no soportabas la idea de que estaba aquí solo. Tal vez creí as que me estaba divirtiendo, ¿ eh? ¿ O que me escondí a? Así que has venido corriendo a ver si podí as aguarme la fiesta. ¿ No es cierto?

—¡ Qué inteligente eres, tí o!

—¡ Inteligente! —exclamé, imitá ndola—. Eso es chá chara de cine. Ni siquiera sabes lo que está s diciendo. Esto es absurdo, discutir con una chiquilla estú pida. Es una pé rdida de tiempo. Pero sé lo que sientes hacia mí. Sé hasta qué punto me odias de veras. Agradezco a Dios que, como eres una niñ a, no tienes ningú n poder sobre mí.

—Está s loco, tí o —replicó ella.

—Muy bien, ya está todo dicho, se acabó —le dije, y creí que habí a logrado contenerme—. Puedes escuchar la conga o lo que sea cuando me marche. Ahora, ¿ irá s abajo a sentarte y me dejará s escuchar esto hasta el final?

—¿ Por qué habrí a de hacerlo? Puedes escuchar mi disco. ¡ Los pobres no escogen!

Pronunció estas ú ltimas palabras de una manera tan exultante que me di cuenta de que las habí a preparado con mucha antelació n.

—Eres un animalejo, tan asqueroso y malcriado como el que má s. Lo que necesitas son unos azotes.

—¡ Oh! —reaccionó ella con un grito ahogado—. Puerco... puerco despreciable. ¡ Sinvergü enza!

Le así la muñ eca y la atraje hacia mí.

—¡ Maldita sea, Joseph, suelta! ¡ Sué ltame!

El á lbum cayó al suelo. Ella trató de alcanzarme la cara con los dedos de la mano libre. Le aferré el pelo y le tiré de la cabeza hacia atrá s. Su grito de protesta se le ahogó en la garganta; sus uñ as no me arañ aron por poco. Cerró los ojos con fuerza, horrorizada.

—Aquí tienes algo de un pobre que no olvidará s enseguida —mascullé. La arrastré hacia el banco del piano, todaví a asié ndole el pelo.

Ella recobró la voz.

—¡ Basta, Joseph! ¡ Cabró n!

La doblé sobre mi rodilla, atrapá ndole las piernas con las mí as. Oí a que los otros subí an las escaleras corriendo, al oí r los primeros golpes, y me apresuré a realizar mi tarea, decidido a castigarla a pesar de todo, a pesar de las consecuencias; no, má s severamente debido a las consecuencias.

—¡ No te resistas! —le grité, empujá ndole el cuello hacia abajo—. Ni me insultes. No te servirá de nada.

Amos subió raudo el ú ltimo tramo de escaleras e irrumpió en la estancia. Detrá s, sin aliento, llegaron Dolly e Iva.

—Sué ltala, Joseph —dijo Amos, jadeante—. ¡ Suelta a la chica!

No obedecí enseguida. Ella ya no se debatí a, sino que, con el largo cabello casi tocando el suelo y los nú biles muslos desnudos, yací a en mi regazo. Al principio no supe si aquello era una admisió n de complicidad y un intento de aligerar mi culpa o si deseaba que ellos la vieran y saborearan plenamente.

—Levá ntate, Etta —le dijo Dolly secamente—. Bá jate la falda.

Ella se enderezó lentamente. Me pregunté si alguno de ellos era capaz de observar el parecido exacto que los dos tení amos en aquel momento.

—Y ahora, Joseph, si es posible —dijo Dolly, fijando en mí los ojos dilatados—, explí came lo que estabais haciendo.

Etta se echó a llorar de repente.

—No le he hecho nada, mamá. Me ha atacado.

—¡ Có mo! —exclamé —. ¿ De qué está s hablando, en nombre de Dios? Te he dado unos azotes porque te los merecí as.

¿ Qué atroz inferencia o acusació n habí a en los ojos ensanchados de Dolly? La miré fijamente.

—Nadie le ha puesto jamá s a Etta la mano encima por ninguna razó n, cualquiera que fuese, Joseph.

—¡ Cualquiera que fuese! ¿ Faltarle el respeto a su tí o no es razó n suficiente? Hay algo ambiguo en tu actitud. ¿ Por qué no dices lo que piensas?

Ella se volvió a Amos como para decirle: Tu hermano se ha vuelto loco. Ahora me ataca a mí.

—La he puesto sobre mis rodillas para darle una tunda, y no ha sido ni la mitad de lo que se merecí a. Me ha insultado como a un vago de sala de billares. Esplé ndido trabajo habé is hecho con ella.

—¡ Me ha tirado del pelo, eso es lo que ha hecho! —gritó Etta—. Por poco me arranca la cabeza.

Tras apagar el fonó grafo, Iva se habí a sentado cerca del aparato, al fondo de la sala, y hací a lo posible por pasar desapercibida, lo cual significaba que reconocí a lo vergonzoso de mi actuació n. Pero no habí a nada «vergonzoso». Tambié n ella entró ahora en el radio de acció n de mi có lera.

—¿ Qué má s ha hecho? —preguntó Dolly.

—¡ Ah, crees que está ocultando algo! Le he dado unos azotes. ¿ Qué andas rebuscando? ¿ Qué esperas que diga ella? ¿ Qué clase de vulgaridad...?

—¡ Deja de comportarte como un salvaje! —me interrumpió Amos imperiosamente.

—Tambié n tú tienes tu parte de culpa —repliqué —. Mira có mo la has educado. Excelente, ¿ verdad? Le has enseñ ado a odiar a la clase y, sí, a la misma familia de la que procedes. Ninguna razó n, cualquiera que fuese, ha dicho antes Dolly. Pues ahí tienes una razó n. ¿ Hay que anular a una persona porque usa un par de zapatos al añ o y no una docena? ¡ A ver si le hincá is el diente a esa razó n!

—No tení as ningú n derecho a alzarle la mano a la niñ a —dijo Dolly.

—¿ Por qué no os dice lo que estaba haciendo en vuestra habitació n? —dijo Etta.

Vi que Iva se erguí a rí gidamente en su asiento.

—¿ Qué? —dijo Dolly.

—Estaba en vuestra habitació n.

—Entré con Amos. Pregú ntale.

—Papá no estaba ahí cuando te vi. Estabas mirando el tocador de mamá.

—¡ Pequeñ a espí a! —grité, dirigié ndole una mirada furibunda—. ¿ Lo oí s? —les dije a los demá s—. Me acusa de ladró n.

—¿ Qué estabas haciendo? —inquirió Etta.

—Buscaba algo. Podé is ir ahí y ver si falta algo. No falta nada. O podé is registrarme. Dejaré que me registré is.

—Dinos, ¿ qué era? Nadie dice que seas un ladró n.

—Eso es lo que está is pensando. Lo veo muy claro.

—Bien, dí noslo —insistió Dolly.

—Era solo una aguja. Necesitaba una.

En el rincó n a oscuras cerca del fonó grafo, Iva se llevó las manos a la cabeza.

—¡ Eh! —le grité —. ¿ A qué viene esa manera de comportarte?

—¿ Una aguja, eso es todo? —me preguntó Dolly. Pese a la seriedad del momento, se permitió una sonrisa.

—Sí, y resulta que es verdad. —Ellos no respondieron. Seguí diciendo—: Supongo que esto completa mi vergü enza. No solo soy imprudente y obstinado, un pobretó n —le hice una inclinació n de cabeza a Etta, que desvió la cara humedecida por las lá grimas con un gesto desdeñ oso—, un burro, sino tambié n un auté ntico idiota.

Iva salió de la estancia sin mirarme.

—Tú, Amos —proseguí — puedes empezar a olvidarte de mí. Tú tambié n, Etta. Dolly no es parienta consanguí nea, de modo que está absuelta, desde luego. A menos que traiga la deshonra a toda la familia. Acusado de robo, de agresió n o algo peor... —Ni Dolly ni Amos intentaron replicar.

Seguí a Iva a la planta baja.

Ella no me dirigió la palabra durante el trayecto en tranví a y, cuando nos apeamos, caminó a paso vivo hacia la casa por delante de mí. Llegué a la puerta de nuestra habitació n a tiempo para verla dejarse caer en el borde de la cama y echarse a llorar.

—¡ Es tan agradable saber que tú, por lo menos, tienes fe en mí, querida! —le grité.

 



  

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