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4 de febrero
La patrona, la señ ora Kiefer, sufrió ayer otro ataque de apoplejí a que le paralizó las piernas. Segú n la señ ora Bartlett, a quien la señ ora Briggs ha contratado como enfermera, no puede vivir má s de unas pocas semanas. Los postigos de las ventanas está n siempre cerrados; los pasillos y la escalera huelen a desinfectante, de modo que, cuando subes hasta el rellano con su vitral, te imaginas en el hospital de una orden religiosa. Excepto cuando Vanaker entra o sale, la casa está en silencio. Ese hombre sigue siendo ruidoso; todaví a no ha adquirido el há bito de cerrar la puerta cuando sale al pasillo. Para detenerle, he de salir y avanzar en actitud amenazadora hacia el bañ o. Entonces cierra la puerta de un portazo. En varias ocasiones he hecho observaciones generales, pero sonoras y amenazantes, acerca de la decencia y la cortesí a. Pero é l o bien está demasiado borracho o es demasiado estú pido para cambiar. Cuando actú o de esa manera, me pongo enfermo. Al cruzar la puerta para reconvenirle y detenerle, no soy má s que un joven nervioso o irascible y siento en mi interior la fuerza de un á spero malhumor que desprecio en los demá s, la actitud desagradable de un cliente hacia un camarero o de un padre hacia un niñ o. Con Iva sucede lo mismo. Exclama: «¡ Ah, ese idiota! » cuando salgo al pasillo y doy un tiró n enojado a la puerta. Supongo que se refiere a Vanaker, pero ¿ no es posible que se refiera tambié n a mí?
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