Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





6 de enero



 

Abt me ha enviado un panfleto que ha escrito sobre el gobierno de los Territorios. Sin duda espera un comentario halagador, y tendré que improvisar uno. Querrá que le diga que nadie salvo é l podrí a haber escrito un panfleto así. Supongamos que intentara decirle lo que he pensado de é l. Replicarí a frí amente: «No sé de qué me está s hablando». Tiende a dejar de lado todo aquello que no desea comprender.

Má s que cualquier otro de mis conocidos, Abt ha tenido siempre la necesidad de ser importante. Muy pronto descubrió que era má s rá pido, estaba má s capacitado que el resto de nosotros y podí a sobrepasarnos fá cilmente en conocimiento y habilidades. Estaba convencido de que podrí a sobresalir en cualquier cosa que eligiera. Durante el primer curso en Madison fuimos compañ eros de habitació n. Ese primer añ o é l estuvo muy atareado, a fin de mantener su excelencia en mú sica, polí tica y los trabajos de clase. Vivir con é l tuvo un efecto negativo en mí, porque me retiraba de cualquier campo que é l abordara. La gente acudí a desde otras universidades para consultarle sobre aspectos doctrinales. Nadie tení a tanta informació n poco conocida como é l; leí a publicaciones polí ticas extranjeras de las que ninguno de los demá s habí amos oí do hablar, e informes sobre congresos del partido, aquellas hojas mimeografiadas de color pardo sobre decisiones internacionales en Francia y Españ a. Nadie era tan sutil con los adversarios. Tampoco muchos estudiantes recibí an tanta atenció n como é l por parte de sus profesores. Unos pocos le temí an, y por experiencia evitaban provocarle en pú blico. Al atardecer tocaba el piano. A menudo, cuando iba camino del comedor, me detení a en el edificio dedicado a la mú sica y me pasaba media hora escuchá ndole. No perdí a tiempo madurando, no cometí a ninguno de los errores ló gicos. Su dominio era demasiado bueno. Aquel invierno era Lenin, Mozart y Locke en un solo hombre. Pero, por desgracia, no habí a suficiente tiempo para ser los tres. Y así, en la primavera, atravesó una crisis. Era necesario elegir. Pero lo que eligiera, fuera lo que fuese, serí a lo má s importante. ¿ Có mo podrí a ser de otro modo? Dejó de asistir a las reuniones y de practicar el piano, desterró los informes del partido, considerá ndolos basura, y decidió convertirse en filó sofo polí tico. Hubo una purga general. Todo lo demá s quedó descartado. Relegó el Anti-Duhring y La crí tica del programa de Gotha al estante inferior de su biblioteca, y los lugares de esos volú menes en el estante superior fueron ocupados por Bentham y Locke. Ahora se habí a decidido y, con un fervor absoluto, siguió a los grandes. Como era inevitable, no llegó a la altura de sus modelos. Jamá s admitirí a que habí a querido convertirse en otro Locke, pero allí estaba é l, desgastá ndose debido al esfuerzo de la emulació n, cada vez má s enojado consigo mismo e incapaz de admitir que la escala de su ambició n le estaba derrotando.

Es testarudo. De la misma manera que, en los viejos tiempos, le avergonzaba confesar que desconocí a un libro o una afirmació n que estaba dentro de su competencia, ahora no podí a reconocer que su plan se habí a malogrado. Claro que le molesta aparecer culpable incluso de pequeñ os errores. No le gusta olvidar una fecha ni un nombre ni la forma correcta de un verbo extranjero. No puede equivocarse, en eso radica su dificultad. Si quieres advertirle de que tiene una fisura en los pies, te responde: «No, debes de estar en un error». Pero cuando ya no le es posible seguir ignorando el problema, te dice: «¿ Lo ves? », como si é l lo hubiera descubierto.

Por supuesto, padecemos una avidez insondable. Nuestras vidas son tan preciosas para nosotros, que estamos muy atentos para no desperdiciarlas. O tal vez serí a má s apropiado llamarlo el «sentido del destino personal». Sí, creo que eso es mejor que la avidez. ¿ Le faltará a mi vida el espesor de un cabello para llegar a la total realizació n de sus posibilidades? Valorarse uno mismo y tenerse en una estima desmesurada son cosas diferentes. Y luego está n nuestros planes, nuestras idealizaciones. Estos son tambié n peligrosos. Pueden consumirnos como pará sitos, devorarnos, engullirnos y dejarnos postrados y exangü es. Y, sin embargo, siempre estamos invitando al pará sito, como si esperá semos con ansiedad que nos consuman y devoren.

Eso se debe a que nos han enseñ ado que no existe lí mite alguno a lo que un hombre puede hacer. Seis siglos atrá s, un hombre era aquello para lo que habí a nacido. Satá n y la Iglesia, en representació n de Dios, combatí an por é l, y é l, segú n su elecció n, decidí a parcialmente el resultado. Pero tanto si, despué s de esta vida, iba al cielo o al infierno, su lugar entre los demá s hombres estaba determinado y no era posible protestar de ello. Sin embargo, desde entonces el escenario ha cambiado, los seres humanos se limitan a desplazarse por é l y, bajo esta revisió n, aquello a lo que hemos de responder es la historia. En aquellos remotos tiempos é ramos lo bastante importantes para que las fuerzas sobrenaturales pelearan por nosotros. Ahora, cada uno de nosotros es responsable de su propia salvació n, que radica en su grandeza. Y eso, la grandeza, es la roca sobre la que se erosionan nuestros corazones. Grandes mentes, grandes bellezas, grandes amantes y criminales nos rodean. Desde la gran tristeza y desesperació n de los Werthers y Don Juanes pasamos a las grandes imá genes dirigentes de los Napoleones; desde estos a los asesinos que tení an ese derecho sobre sus ví ctimas porque ellos eran má s grandes que las ví ctimas; a hombres que se sentí an privilegiados al abordar a otros lá tigo en mano; a estudiantes y empleados que rugí an como leones revolucionarios; a esos proxenetas y criaturas subterrá neas, entregados a debates nocturnos en cafeterí as, convencidos de que podrí an ser grandes en la traició n y asir las gargantas de aquellos que, a su modo de ver, estaban la mar de bien presos en las manganas de su morbidez, a sueñ os de bellí simas sombras abrazá ndose en una pantalla impoluta. Debido a todo esto, odiamos desmedidamente y, de la misma manera, nos castigamos unos a otros. El temor a quedarnos rezagados nos persigue y enfurece. El temor yace en nuestro interior como una nube. Produce un clima interior de oscuridad. Y, en ocasiones, hay una tormenta. Y el odio y la voluntad de herir se desprenden de nosotros como lluvia.

 



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.