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 Desayuno en Tiffany’s 7 страница



      —Merecerí a que le azotaran con una fusta.

      El primo soltó una sonrisilla boba, estoy seguro de que me entendió. A continuació n cerró la maleta y se sacó una carta del bolsillo:

      —Mi primo, ella me pide que deje esto para su amiga. ¿ Hará usted el favor?

      En el sobre habí a garabateado: Para Miss H. Golightly.

      Me senté en la cama de Holly, abracé su gato contra mí, y sentí por ella tanta, tantí sima pena como la que ella podí a estar sintiendo por sí misma.

      —Sí, le haré el favor.

 


      Y se lo hice: sin el menor deseo de hacé rselo. Pero no tuve valor para romper la carta; ni la fuerza de voluntad suficiente como para guardá rmela en el bolsillo cuando Holly preguntó, en tono muy poco seguro, si, por casualidad, me habí a llegado alguna noticia de José. Esto ocurrió al cabo de dos dí as, por la mañ ana; yo estaba sentado junto a su cama en una habitació n que olí a a yodo y bacinillas, una habitació n de hospital. Se encontraba allí desde la noche de su detenció n.

      —Pues, chico —me saludó cuando me acerqué de puntillas, con un cartó n de Picayune y un ramito de violetas frescas de otoñ o—, me quedé sin mi heredero.

      Con su pelo vainilla peinado hacia atrá s y sus ojos, desprovistos por una vez de las gafas oscuras, transparentes como agua de lluvia, parecí a que no tuviese ni doce añ os: no daba la sensació n de que hubiese estado tan grave.

      Pero era cierto:

      —Señ or, por poco la palmo. En serio, esa gorda casi me mata. Menudo escá ndalo que armó. Me parece que no llegué a hablarte de la gorda. Al fin y al cabo, ni yo misma la conocí hasta despué s de que muriese mi hermano. Estaba justo pensando dó nde estarí a Fred, qué significaba eso de que hubiese muerto; y entonces la vi, estaba conmigo en la habitació n, y tení a a Fred en sus brazos, acuná ndole, la muy puta, la malea en persona mecié ndose con Fred en su regazo, y riendo como toda una banda de mú sica. ¡ Có mo se burlaba de mí! Pero eso es lo que nos aguarda a todos, amigo mí o: esa comediante que espera para darnos la bronca. ¿ Entiendes ahora por qué enloquecí y me puse a romperlo todo?

      Aparte del abogado que contrató O. J. Berman, yo era la ú nica visita autorizada. Holly compartí a su habitació n con otros pacientes, un trí o de mujeres que parecí an trillizas y me examinaban con un interé s que, sin ser enemistoso, era absolutamente concentrado; estaban siempre susurrando entre ellas en italiano.

      —Creen que eres mi pervertidor. El tipo que me llevó por el mal camino —me explicó Holly. Y cuando le sugerí que las sacara de su error, replicó —. Imposible. No saben inglé s. De todos modos, no me gustarí a echarles a perder su diversió n.

      Fue entonces cuando me preguntó por José.

      En cuanto vio la carta se puso a bizquear, se le arquearon los labios en una sonrisilla de entereza que la avejentó inconmensurablemente.

      —¿ Te importarí a —me dijo— abrir ese cajó n y darme mi bolso? Para leer esta clase de cartas hay que llevar los labios pintados.

      Guiá ndose con el espejito de la polvera, se empolvó y se pintó hasta borrar todo vestigio de su rostro de niñ a de doce añ os. Usó un lá piz para los labios, y otro para colorearse las mejillas. Se marcó los bordes de los ojos, sombreó de azul sus pá rpados, se roció el cuello con 4711; se adornó las orejas con perlas y se puso las gafas oscuras; provista de esta armadura, y tras un insatisfactorio repaso al descuidado aspecto de su manicura, rasgó el sobre y leyó la carta de un tiró n. Su pé trea sonrisilla fue empequeñ ecié ndose y endurecié ndose por momentos. Al final me pidió un Picayune.

      —Qué fuerte. Pero está divino —me dijo, despué s de dar una calada; y, entregá ndome la carta, añ adió —. Quizá te sirva, si alguna vez escribes alguna historia de amores repugnantes. No seas avaricioso: lé ela en voz alta. Quiero oí rla.

      Empezaba así:

      «Queridí sima pequeñ a…»

      Holly me interrumpió inmediatamente. Querí a saber qué opinió n me merecí a su letra. No me merecí a ninguna; una letra apretada, muy legible, en absoluto excé ntrica.

      —Es clavada a é l. Abotonada hasta el cuello y restreñ ida —declaró Holly—. Sigue.

      «Queridí sima pequeñ a:

       Te he amado a sabiendas de que no eres como las demá s. Pero piensa en la desesperació n que habré sentido al descubrir de forma tan brutal y pú blica lo diferente que eras de la clase de mujer que un hombre de mi religió n y mi carrera necesita como esposa. Lamento sincera y profundamente la desdicha de las circunstancias en las que ahora te encuentras, y mi corazó n no es capaz de añ adir mi propia condena a la condena que te rodea. Tengo que proteger mi familia, y mi nombre, y cada vez que está n en juego esas instituciones me convierto en un cobarde. Olví dame, bella chiquilla. Ya no vivo aquí. Me he vuelto a casa. Pero que Dios siga siempre contigo y con tu hijo. Que Dios no se porte tan mal como José. »

 

      —¿ Y bien?

      —En cierto modo parece una carta muy honesta. Y hasta conmovedora.

      —¿ Conmovedora? ¡ Toda esa sarta de mentiras acojonadas!

      —Pero al menos reconoce que es cobarde; y, desde su punto de vista, tendrí as que comprender…

      Holly no quiso admitir que comprendí a nada; su rostro, no obstante, a pesar de su disfraz cosmé tico, lo confesaba.

      —De acuerdo, tiene motivos para ser una rata. Una rata tamañ o gigante, a lo King Kong, igual que Rusty. O que Benny Schacklett. Pero, qué caray, maldita sea —dijo, llevá ndose todo el puñ o a la boca como un crí o con una rabieta—, yo le querí a. Querí a a esa rata.

      El trí o de italianas imaginó que aquello era una crisis amorosa y, atribuyendo las quejas de Holly al motivo que segú n ellas la causaba, me sacaron la lengua. Me sentí adulado: orgulloso de que alguien creyese que yo le importaba tanto a Holly. Cuando le ofrecí otro pitillo se tranquilizó un poco. Tragó el humo y me dijo:

      —Bendito seas, chico. Y bendito seas por ser tan mal jinete. Si no hubiese tenido que hacer de Calamity Jane, ahora estarí a esperando que me trajesen la comida en alguna residencia para madres solteras. Gracias al exceso de ejercicio, eso se acabó. Pero he acojonado a todo el departamento de policí a porque les dije que fue por culpa de la bofetada que me pegó Miss Bollera. Sí, señ or, puedo demandarles por varios cargos, entre ellos el de detenció n indebida.

      Hasta ese momento habí amos evitado toda menció n de sus má s siniestras tribulaciones, y esta alusió n en tono humorí stico me pareció descorazonadora, paté tica, en la medida en que revelaba de forma definitiva su incapacidad para hacerse cargo de la negra realidad que la aguardaba.

      —Mira, Holly —dije, pensando: sé fuerte, maduro, como un tí o suyo—. Mira, Holly. No podemos hacer como si esto fuera un chiste. Hemos de idear algú n plan.

      —Eres demasiado joven para adoptar esos aires de seriedad. Demasiado bajito. Y, por cierto, y ¿ a ti qué te importa lo que me pase a mí?

      —Podrí a no importarme. Pero eres amiga mí a, y estoy preocupado. Quiero averiguar qué piensas hacer.

      Ella se frotó la nariz, y concentró la mirada en el techo.

      —Hoy es mié rcoles, ¿ no? Pues supongo que dormiré hasta el sá bado, pienso concederme un buen schluffen. El sá bado por la mañ ana pasaré un momento por el banco. Luego iré a casa, recogeré un par de camisones y mi Mainbocher[8]. Tras lo cual, pasaré por Idlewild. Como sabes, me espera allí una magní fica reserva para un magní fico avió n. Y, siendo como eres un buen amigo, tú vendrá s a despedirme. Deja de decir que no con la cabeza, por favor.

      —Holly, Holly. No deberí as hacer nada de eso.

      —Et pourquoi pas? No voy a ir corriendo en pos de José, si es eso lo que temes. De acuerdo con mi censo, José es un simple ciudadano del limbo. Pero ¿ por qué desperdiciar un billete tan magní fico, y que ya está pagado? Ademá s, no he estado nunca en Brasil.

      —¿ Se puede saber qué clase de pí ldoras han estado suministrá ndote aquí? ¿ No comprendes que está s pendiente de una grave acusació n? Si te pillan saltá ndote las normas de la fianza a la torera, te encerrará n y luego tirará n la llave. Y aunque no te pillen, jamá s podrá s regresar a tu paí s.

      —Bien, y qué, aguafiestas. De todas maneras, tu paí s es aqué l en donde te sientes a gusto. Y aú n estoy buscá ndolo.

      —No, Holly, es una estupidez. Eres inocente. Tienes que aguantar hasta que esto acabe.

      Me dijo «Ra, ra, ra», y me sopló el humo a la cara. No obstante, habí a conseguido impresionarla; sus ojos estaban dilatados por visiones de desdicha, al igual que los mí os: celdas de hierro, pasillos de acero en los que iban cerrá ndose sucesivas puertas.

      —No te jode —dijo, y aplastó el pitillo con rabia—. Tengo bastantes probabilidades de que no me pillen. Sobre todo si tú mantienes la bouche fermé e. Mira, guapo, no me subvalores —apoyó su mano en la mí a y me la apretó con repentina e inmensa sinceridad—. No tengo mucho en donde elegir. Lo he hablado con el abogado; bueno, a é l no le dije nada de lo de Rí o, serí a capaz de avisar é l mismo a la bofia antes que perder sus honorarios, y toda la pasta que O. J. Berman tuvo que poner para la fianza. Bendito sea O. J.; pero una vez, en la costa del Pací fico, le ayudé con má s de diez mil en una mano de pó quer: estamos empatados. No, en realidad el problema es é ste: lo ú nico que la bofia quiere de mí es que les sirva gratis un par de presas, y que les preste mis servicios como testigo de la acusació n contra Sally. Nadie piensa juzgarme a mí, no tienen ni la má s mí nima posibilidad de condenarme. Mira, guapito, quizá esté podrida hasta el fondo mismo de mi corazó n, pero no estoy dispuesta a dar testimonio contra un amigo. No pienso hacerlo, aunque logren demostrar que Sally dopó a una monja. Trato a las personas como ellas me tratan a mí, y el viejo Sally, de acuerdo, no fue del todo sincero conmigo, digamos que se aprovechó un poco de mí, pero de todos modos sigue siendo un buen tipo, y prefiero que esa policí a gorda me secuestre antes que ayudar a que esos leguleyos fastidien a Sally —alzando el espejo de la polvera frente a su rostro, y arreglá ndose el carmí n con un pañ uelo arrugado, prosiguió —. Y, para serte sincera, eso no es todo. Hay cierto tipo de focos que son muy perjudiciales para la tez de una chica. Aunque el jurado me otorgara el tí tulo del Corazó n Má s Generoso del Añ o, en este barrio no tendrí a futuro: me cerrarí an igualmente las puertas de todos los sitios, desde La Rue hasta el Perona’s Bar and Grill. Cré eme, me recibirí an tan bien como a la peste. Y si tuvieras que vivir del tipo de talento que tengo yo, cariñ o, comprenderí as muy bien a qué clase de bancarrota estoy refirié ndome. En absoluto, no me hace ninguna gracia una escena final en la que yo apareciese bailando un agarrado en el Roseland[9] con algú n patá n del West Side, mientras la elegante señ ora de Trawler pasea su tartamudeo por Tiffany’s. No lo soportarí a. Prefiero enfrentarme a la gorda.

      Una enfermera, que se coló sigilosamente en la habitació n, me dijo que la hora de visita se habí a terminado. Holly comenzó a quejarse, pero no pudo seguir porque le metieron un termó metro en la boca. Pero, cuando yo me despedí, se lo quitó para decirme:

      —Hazme un favor, anda. Llama al New York Times o a donde haya que llamar, y consí gueme una lista de los cincuenta hombres má s ricos del Brasil: da igual la raza o el color. Otro favor: busca en mi apartamento esa medalla que me diste, y no pares hasta encontrarla. La de San Cristó bal. La necesitaré para el viaje.

 


      La noche del viernes el cielo estaba rojo, tronaba, y el sá bado, fecha de la partida, la ciudad entera zozobraba bajo una verdadera tempestad marina. No hubiera sido de extrañ ar que apareciesen tiburones nadando por el cielo, pero parecí a improbable que ningú n avió n consiguiera atravesarlo.

      Pero Holly, haciendo caso omiso de mi animado convencimiento de que el vuelo no despegarí a, siguió haciendo sus preparativos, aunque debo añ adir que la mayor parte de esa carga la hizo recaer sobre mis hombros. Porque habí a decidido que no serí a prudente de su parte acercarse siquiera al edificio de piedra arenisca. Y tení a toda la razó n: estaba vigilado, no se sabí a si por policí as, reporteros u otros posibles interesados: habí a, simplemente, algú n hombre, a veces varios, rondando siempre por allí. De modo que Holly se fue directamente del hospital a un banco, y luego al bar de Joe Bell.

      —Cree que no la han seguido —me dijo Joe Bell cuando llegó con el recado de que Holly querí a que me reuniese allí con ella lo antes posible, al cabo de media hora como má ximo, cargado con—: Las joyas. La guitarra. Cepillo de dientes y todo eso. Y una botella de un brandy de hace cien añ os, dice que la encontrará s escondida en el fondo del cesto de la ropa sucia. Sí, ah, y el gato. Quiere el gato. Aunque, diablos —dijo—, no estoy muy seguro de que esté bien que la ayudemos. Habrí a que protegerla de sí misma. A mí me vienen ganas de decí rselo a la poli. Podrí a volver al bar y darle unas cuantas copas, a lo mejor la emborracho lo suficiente como para que se quede.

      A trompicones, subiendo y bajando a toda velocidad la escalera de incendios entre su apartamento y el mí o, azotado por el viento y calado hasta los huesos (y tambié n arañ ado hasta esos mismos huesos, porque al gato no le gustó la idea de la evacuació n, sobre todo con un tiempo tan inclemente) me las arreglé para reunir con notable eficacia las pertenencias que Holly querí a llevarse. Incluso encontré la medalla de San Cristó bal. Lo amontoné todo en el suelo de mi habitació n hasta construir una conmovedora pirá mide de sujetadores y zapatillas y fruslerí as, que luego metí en la ú nica maleta que Holly poseí a. Introduje los montones de cosas que no cupieron allí en bolsas de papel de las de la tienda de comestibles. No se me ocurrí a có mo llevar el gato, hasta que decidí hundirlo en una funda de almohada.

      No importa ahora el porqué, pero en una ocasió n me recorrí a pie todo el camino que va desde Nueva Orleans hasta Nancy’s Landing (Mississippi), casi ochocientos kiló metros. Pues bien, aquello fue una naderí a en comparació n con el viaje hasta el bar de Joe Bell. La guitarra se llenó de lluvia, la lluvia ablandó las bolsas de papel, las bolsas se rompieron y se derramó el perfume por la acera y las perlas cayeron rodando en las alcantarillas, y todo eso mientras el viento me empujaba y el gato lanzaba arañ azos y maullidos; pero lo peor de todo era que tení a muchí simo miedo: yo era tan cobarde como José; me parecí a que aquellas calles batidas por la tempestad se encontraban infestadas de presencias invisibles que de un momento a otro me atraparí an, me encarcelarí an por estar ayudando a una delincuente.

      —Llegas tarde, chico —dijo la delincuente—. ¿ Has traí do el brandy?

      Y el gato, una vez en libertad, saltó y se instaló sobre su hombro, desde donde comenzó a balancear la cola como si se tratase de una batuta dirigiendo alguna rapsodia. Tambié n Holly parecí a habitada por cierta melodí a, airoso chumpachumpachum de bon voyage. Abrió la botella de brandy y me dijo:

      —Tení a que haber formado parte de mi ajuar de novia. Mi idea era pegarle un trago en cada aniversario. Gracias a Dios, jamá s llegué a comprarme el baú l donde meterlo todo. Mr. Bell, tres copas.

      —Só lo hará n falta dos —le dijo é l—. No pienso beber por el é xito de esta locura.

      Cuanto má s trataba ella de camelarle («Ay, Mr. Bell. No todos los dí as desaparece la dama[10]. ¿ Seguro que no quiere brindar por ella? »), de peor humor iba ponié ndose é l:

      —No pienso participar en nada de esto. Si piensa irse al infierno, tendrá que hacerlo sin mi ayuda.

      Una afirmació n, por cierto, inexacta: pues al cabo de unos segundos de haberla pronunciado frenó delante del bar una limusina con chó fer, y Holly, la primera que se fijó, dejó su copa en la barra y enarcó las cejas como si creyese que iba a apearse el fiscal del distrito en persona. Lo mismo me ocurrió a mí. Y cuando vi que Joe Bell se azoraba no tuve má s remedio que pensar, Santo Dios, de modo que ha llamado a la policí a. Hasta que, con las orejas al rojo, anunció:

      —No os preocupé is. Só lo es uno de esos Cadillac de la Carey. Lo he alquilado yo. Para que la lleve al aeropuerto.

      Nos dio la espalda y se puso a manipular uno de sus ramos.

      —Tenga la amabilidad, querido Mr. Bell —le dijo Holly—. Vué lvase a mirarme.

      El se negó a hacerlo. Sacó las flores del jarró n y se las tiró a Holly; pero falló el blanco, y se esparcieron por el suelo.

      —Adió s —dijo Joe Bell; y, como si estuviera a punto de vomitar, se escabulló en direcció n al retrete de caballeros.

      Oí mos correr el cerrojo.

      El chó fer de la Carey era un espé cimen con mucho mundo que aceptó nuestro chapucero equipaje de la forma má s corté s, y que mantuvo su expresió n pé trea cuando, mientras la limusina se deslizaba hacia la parte alta de la ciudad bajo una lluvia no tan torrencial como antes, Holly se desnudó de la ropa de montar a caballo que aú n no habí a tenido oportunidad de cambiarse, y logró ponerse con no pocas contorsiones un ajustado vestido negro. No dijimos nada: hablar nos habrí a conducido a discutir; y, por otro lado, Holly parecí a demasiado preocupada como para sostener una conversació n. Tarareó para sí, dio algunos tragos de brandy, estuvo acercá ndose una y otra vez a la ventanilla para mirar afuera, como si buscara unas señ as; o, segú n acabé deduciendo, para llevarse una ú ltima impresió n de unos escenarios que querí a recordar. Pero no lo hací a por ninguna de esas dos cosas. Sino por esta otra:

      —Pare aquí —le ordenó al chó fer, y nos detuvimos junto a la acera de una calle del Harlem latino.

      Un barrio salvaje, chilló n, triste, adornado con las guirnaldas de grandes retratos de estrellas de cine y ví rgenes. El viento barrí a los desperdicios, pieles de fruta y perió dicos putrefactos, porque aú n silbaba el viento, aunque la lluvia habí a amainado y se abrí an estallidos de azul en el cielo.

      Holly bajó del coche, llevá ndose consigo al gato. Acuná ndolo, le rascó la cabeza y preguntó:

      —¿ Qué te parece? Creo que é ste es un lugar adecuado para alguien tan duro como tú. Cubos de basura. Ratas a porrillo. Montones de gatos con los que formar pandillas. Así que sal zumbando —dijo, y le dejó caer al suelo; y como é l se negó a alejarse, y prefirió permanecer allí, con su cabeza de criminal vuelta hacia ella e interrogá ndola con sus amarillentos ojos de pirata, Holly dio una patada en el suelo—. ¡ Te he dicho que te largues!

      El gato se frotó contra su pierna.

      —¡ Te digo que te largues por ahí a tomar por…! —gritó Holly, y entró en el coche de un salto, cerró de un portazo y dijo—. Vá monos. Vá monos.

      Me quedé pasmado.

      —La verdad es que lo eres. Eres una mala puta.

      Recorrimos toda una manzana antes de que contestase.

      —Ya te lo habí a contado. Nos encontramos un dí a junto al rí o, y ya está. Los dos somos independientes. Nunca nos habí amos prometido nada. Nunca… —dijo, y se le quebró la voz, le dio un tic, y una blancura de invá lida hizo presa de su rostro.

      El coche habí a parado porque el semá foro estaba en rojo. Abrió de golpe la puerta y se puso a correr calle abajo. Yo corrí tras ella.

      Pero el gato no estaba en la esquina donde le habí an dejado. No habí a nadie, absolutamente nadie en toda la calle, aparte de un borracho que estaba meando y un par de monjas negras que apacentaban un rebañ o de niñ os que cantaban dulcemente. Salieron má s niñ os de algunos portales, y algunas mujeres se asomaron a sus ventanas para ver las carreras de Holly, que corrí a de un lado para otro gritando:

      —Eh, gato. Oye, tú. ¿ Dó nde te has metido? Ven, gato.

      Siguió así hasta que un chico con muchos granos en la cara se adelantó hacia ella con un viejo gato agarrado de los pelos del cuello:

      —¿ Quiere un gato bonito, señ ora? Se lo doy por un dó lar.

      La limusina nos habí a seguido. Por fin Holly me dejó que la llevara hacia el coche. Junto a la puerta todaví a dudó; miró por encima de mi hombro, por encima del chico que seguí a ofrecié ndole su gato («Medio dó lar. ¿ Lo quiere por veinticinco centavos? Veinticinco centavos no es tanto»), hasta que se estremeció y tuvo que agarrarse a mi brazo para no caer.

      —Joder. Eramos el uno del otro. Era mí o.

      Le dije que yo volverí a a buscarlo.

      —Y cuidaré de é l. Te lo prometo.

      Ella sonrió: aquella nueva sonrisa, apenas una muequecilla desprovista de alegrí a.

      —Pero, ¿ y yo? —dijo, susurró, y volvió a estremecerse—. Tengo mucho miedo, chico. Sí, por fin. Porque eso podrí a seguir así eternamente. Eso de no saber que una cosa es tuya hasta que la tiras. La malea no es nada. La mujer gorda tampoco. Eso otro, eso sí, tengo la boca tan reseca que serí a incapaz de escupir aunque me fuera en ello la vida —subió al coche, se hundió en el asiento—. Disculpe, chó fer. Vá monos.

 


      DESAPARECE LA CHICA DE TOMATO. Y SE TEME QUE LA ACTRIZ COMPLICADA EN EL CASO DE LOS TRAFICANTES HAYA SIDO VÍ CTIMA DE LA MAFIA. Sin embargo, pasado algú n tiempo la prensa informó: APARECE EN RÍ O LA PISTA DE LA ACTRIZ DESAPARECIDA. Las autoridades norteamericanas no hicieron, al parecer, ningú n esfuerzo por recobrarla, y el caso fue perdiendo importancia hasta quedar reducido a alguna que otra menció n en las columnas de cotilleo; como gran noticia, só lo resucitó una vez: por Navidad, pues Sally Tomato murió de un ataque cardí aco en Sing Sing. Transcurrieron los meses, todo un invierno, sin que me llegara ni una sola palabra de Holly. El propietario del edificio de piedra arenisca vendió las pertenencias que ella habí a abandonado: la cama de saté n blanco, el tapiz, sus preciosos sillones gó ticos; un nuevo arrendatario alquiló el apartamento, se llamaba Quaintance Smith y reuní a en sus fiestas un nú mero de caballeros ruidosos tan elevado como Holly en sus mejores tiempos, pero en este caso Madame Spanella no puso objeciones, es má s, idolatraba al jovencito, y le proporcionaba un filet mignon cada vez que aparecí a con un ojo a la funerala. Pero en primavera llegó una postal: «Brasil resultó bestial, pero Buenos Aires es aú n mejor. No es Tiffany’s, pero casi. Tengo pegado a la cadera a un “Señ or” divino. ¿ Amor? Creo que sí. En fin, busco algú n lugar adonde irme a vivir (el Señ or tiene esposa, y siete mocosos) y te daré la direcció n en cuanto la sepa. Mille tendresses». Pero la direcció n, suponiendo que llegase a haberla, jamá s me fue remitida, lo cual me entristeció, tení a muchí simas cosas que decirle: vendí dos cuentos, leí que los Trawler habí an presentado sendas demandas de divorcio, estaba a punto de mudarme a otro lugar porque la casa de piedra arenisca estaba embrujada. Pero, sobre todo, querí a hablarle de su gato. Habí a cumplido mi promesa; le habí a encontrado. Me costó semanas de rondar, a la salida del trabajo, por todas aquellas calles del Harlem latino, y hubo muchas falsas alarmas: destellos de pelaje atigrado que, una vez inspeccionados detenidamente, no eran suyos. Pero un dí a, una frí a tarde soleada de invierno, apareció. Flanqueado de macetas con flores y enmarcado por limpios visillos de encaje, le encontré sentado en la ventana de una habitació n de aspecto caldeado: me pregunté cuá l era su nombre, porque seguro que ahora ya lo tení a, seguro que habí a llegado a un sitio que podí a considerar como su casa. Y, sea lo que sea, tanto si se trata de una choza africana como de cualquier otra cosa, confí o en que tambié n Holly la haya encontrado.

 




  

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