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 Desayuno en Tiffany’s 3 страница



      —Lo de siempre. Que está s chiflada.

      —Fred ya está enterado de eso.

      —Pero tú no.

      —Encié ndeme un pitillo, anda —dijo, arrancá ndose de la cabeza el gorro de ducha y sacudiendo el pelo—. No te hablaba a ti, O. J. Eres un desgraciado. Siempre hablas má s de la cuenta.

      Recogió el gato y se lo montó en el hombro. El gato se instaló allí, tan buen equilibrista como un pá jaro, con las uñ as enredadas en el cabello de Holly, como si fuese un ovillo de lana; sin embargo, pese a esta actitud amistosa, era un gato sombrí o con cara de pirata asesino; tení a un ojo ciego y viscoso, y el otro moteado de malicia.

      —O. J. es un desgraciado —me dijo Holly, cogiendo el pitillo que yo acababa de encenderle—. Pero sabe una endiablada cantidad de telé fonos. ¿ Cuá l es el nú mero de David O. Selznick, O. J.?

      —Anda por ahí.

      —No es broma. Quiero que le llames y le digas que Fred es un genio. Ha escrito montañ as de historias maravillosas. No te sonrojes, Fred; no eres tú quien ha dicho que eres un genio, he sido yo. Venga, O. J. ¿ Qué vas a hacer para que Fred gane una fortuna?

      —Pongamos que dejas que yo mismo arregle ese asunto con Fred, ¿ eh?

      —No lo olvides —dijo Holly, dejá ndonos—. Yo soy su agente. Otra cosa, si grito, ven a subirme la cremallera. Y si llama alguien, que pase.

      Llamo una multitud. Durante el siguiente cuato de hora el apartamento fue asaltado por un montó n de hombres con cara de ir a una despedida de soltero, entre ellos varios tipos de uniforme. Conté dos oficiales de la Marina y un coronel de las Fuerzas Aé reas; pero les superaban en nú mero los tipos canosos con la mili terminada hací a mucho tiempo. Aparte de la falta de juventud, no habí a ningú n tema comú n entre los invitados, parecí an desconocidos entre desconocidos; de hecho, cada uno de los rostros se habí a esforzado, en el momento de entrar, por ocultar la decepció n sentida al ver allí a los demá s. Era como si la anfitriona hubiese repartido las invitaciones mientras recorrí a en zigzag varios bares; y seguramente habí a sido así. Tras los iniciales gestos ceñ udos, sin embargo, todos fueron mezclá ndose sin musitar ni una queja, sobre todo O. J. Berman, que explotó á vidamente a los recié n llegados para no tener que hablar conmigo de mi futuro en Hollywood. Quedé abandonado junto a la librerí a; de los libros que contení a, má s de la mitad trataban de caballos, y el resto de baseball. Mientras fingí a interesarme por Có mo distinguir las razas equinas tuve amplias oportunidades para tomarles las medidas a los amigos de Holly.

      Al poco rato uno de ellos adquirió cierta notoriedad en medio del grupo. Era un crí o de mediana edad que nunca habí a llegado a desprenderse de sus michelines infantiles, aunque algú n ingenioso sastre se las habí a arreglado para camuflar casi por entero aquel rollizo culo al que te daban ganas de azotar. No habí a modo de sospechar siquiera la presencia de algú n hueso en todo su cuerpo; la cara, un cero relleno de bonitos rasgos en miniatura, poseí a un aire fresco, virginal: era como si, despué s de nacer, se hubiese hinchado simplemente, y tení a la piel tan libre de arrugas como un globo, y en los labios, aunque prestos a berrear y hacer rabietas, asomaba un mimado y dulce puchero. Pero no era su aspecto lo que le hizo destacar: los niñ os crecidos no son tan infrecuentes. Sino, má s bien, su comportamiento; porque actuaba como si fuese é l quien daba la fiesta: a la manera de un pulpo rebosante de energí a, agitaba martinis, hací a presentaciones, se encargaba del tocadiscos. Para ser justos con é l, hay que añ adir que sus actividades estaban siendo dictadas por la anfitriona: Rusty, te importarí a; Rusty, hazme el favor. Si estaba enamorado de ella, era evidente que sostení a con firmeza las riendas de sus celos. Un hombre celoso hubiese podido perder el control vié ndola deslizarse por la habitació n, con el gato en una mano pero con la otra libre para enderezar una corbata o sacudir la hilacha de una solapa; la medalla que llevaba el coronel de las Fuerzas Aé reas se vio sometida a un concienzudo lustrado.

      El tipo se llamaba Rutherfurd («Rusty») Trawler. En 1908 habí a perdido a sus progenitores; su padre, ví ctima de un anarquista, y su madre a consecuencia de la conmoció n, y esta doble desgracia convirtió a Rusty en hué rfano, en millonario y en personaje popular, y todo eso a los cinco añ os de edad. Desde entonces habí a sido un socorrido recurso para los suplementos dominicales, y esta circunstancia alcanzó su huracanada culminació n el dí a en que, siendo todaví a un colegial, consiguió que su padrino y tutor fuese detenido, acusado de sodomí a. Posteriormente, las bodas y los divorcios le permitieron conservar su lugar bajo el sol de los tabloides. Su primera esposa se largó, con pensió n incluida, a vivir con un rival de Father Divine[3]. La segunda esposa no parece haber dejado rastro, pero la tercera le puso una demanda de divorcio en el estado de Nueva York, aportando un buen montó n de testimonios, de esos que resultan vinculantes. Fue é l mismo quien se divorció de la ú ltima Mrs. Trawler, y su principal queja consistió en decir que ella se habí a amotinado a bordo de su yate, y que el susodicho motí n resultó en el abandono de Rusty en las Dry Tortugas. Aunque desde entonces se habí a mantenido soltero, parece ser que antes de la guerra se habí a declarado a Unity Mitford[4], o, como mí nimo, se supone que le envió un telegrama ofrecié ndose a casarse con ella en caso de que Hitler no quisiera hacerlo. Se dijo que é ste fue el motivo por el que Winchell solí a llamarle nazi; por eso y porque asistió a varios mí tines en Yorkville.

      No me enteré de todo eso porque alguien me lo contara. Lo leí en la Guí a del baseball, otro selecto volumen del estante de Holly, y que ella utilizaba, aparentemente, como á lbum de recortes. Metidos entre sus pá ginas habí a artí culos de los dominicales, y frases entresacadas de las columnas de chismorreos. Rusty Trawler y Holly Golightly acudieron juntos al estreno de «One Touch of Venus». Holly se me acercó por la espalda y me pilló leyendo: Miss Holiday Golightly, de los Golightly de Boston, hace que todos los dí as sean fiesta para Rusty Trawler, el hombre de 24 quilates.

      —¿ Admiras mi publicidad, o eres aficionado al baseball? —dijo, ponié ndose bien las gafas de sol mientras miraba por encima de mi hombro.

      —¿ Cuá l ha sido el informe meteoroló gico de esta semana?

      Me guiñ ó un ojo, pero no fue en broma: era una advertencia.

      —Me apasionan los caballos, pero detesto el baseball —me dijo, y el submensaje que transmití a su tono me dijo que querí a que me olvidase de que una vez me habí a hablado de Sally Tomato—. Detesto escuchar las carreras por radio, pero tengo que hacerlo, forma parte de mi preparació n. Los hombres no saben hablar de casi nada. A los que no les gusta el baseball, les gustan los caballos, y si no les gusta ninguna de las dos cosas, bueno, seguro que de todos modos me he metido en un lí o: tampoco les gustan las chicas. ¿ Qué tal te llevas con O. J.?

      —Nos hemos separado por mutuo acuerdo.

      —Es una oportunidad, cré eme.

      —Ya me lo imagino. Pero no creo que nada de lo que yo hago pueda parecerle una oportunidad a é l.

      —Vete hacia allá —insistió ella—, y convé ncele de que no da risa de só lo verle. Te puede ayudar de verdad, Fred.

      —Segú n tengo entendido, tú no supiste valorar su ayuda —me miró algo desconcertada, hasta que dije—: The Story of Dr. Wassell.

      —¿ Todaví a insiste? —dijo, y dirigió una mirada cariñ osa hacia Berman, al otro lado de la habitació n—. En una cosa tiene razó n: deberí a sentirme culpable. Y no porque hubiesen podido darme el papel ni porque yo hubiese podido ser buena actriz; ni ellos querí an, ni yo querí a. Si me siento culpable es, supongo, porque dejé que é l siguiera soñ ando cuando yo ya habí a dejado de soñ ar. Estuve engañ á ndoles durante un tiempo porque querí a pulirme un poco, pero sabí a muy bien que jamá s llegarí a a ser una estrella de cine. Es demasiado esfuerzo; y, si eres inteligente, da demasiada vergü enza. Me falta el suficiente grado de complejo de inferioridad: para ser una estrella de cine hay que ser, segú n dice la gente, tremendamente narcisista; de hecho, lo esencial es no serlo en absoluto. No quiero decir que el ser rica y famosa fuera a fastidiarme. Esas son cosas que ocupan un lugar importante en mis planes, y algú n dí a trataré de conseguirlas; pero, si las consigo, querrí a seguir gustá ndome a mí misma. Quiero seguir siendo yo cuando una mañ ana, al despertar, recuerde que tengo que desayunar en Tiffany’s. Necesitas una copa —dijo, viendo mis manos vací as—, ¡ Rusty! ¿ Querrí as prepararle un trago a este amigo?

      Seguí a con el gato en sus brazos.

      —Pobre desgraciado —dijo, hacié ndole cosquillas en la cabeza—, pobre desgraciado que ni siquiera tiene nombre. Es un poco fastidioso eso de que no tenga nombre. Pero no tengo ningú n derecho a poné rselo: tendrá que esperar a ser el gato de alguien. Nos encontramos un dí a junto al rí o, pero ninguno de los dos le pertenece al otro. El es independiente, y yo tambié n. No quiero poseer nada hasta que encuentre un lugar en donde yo esté en mi lugar y las cosas esté n en el suyo. Todaví a no estoy segura de dó nde está ese lugar. Pero sé qué aspecto tiene —sonrió, y dejó caer el gato al suelo—. Es como Tiffany’s —dijo—. Y no creas que me muero por las joyas. Los diamantes sí. Pero llevar diamantes sin haber cumplido los cuarenta es una horterada; y entonces todaví a resulta peligroso. Só lo quedan bien cuando los llevan mujeres verdaderamente viejas. Maria Ouspenskaya. Arrugas y huesos, canas y diamantes: me muero de ganas de que llegue ese momento. Pero no es eso lo que me vuelve loca de Tiffany’s. Oye, ¿ sabes esos dí as en los que te viene la malea?

      —¿ Algo así como cuando sientes morriñ a?

      —No —dijo lentamente—. No, la morriñ a te viene porque has engordado o porque llueve muchos dí as seguidos. Te quedas triste, pero nada má s. Pero la malea es horrible. Te entra miedo y te pones a sudar horrores, pero no sabes de qué tienes miedo. Só lo que va a pasar alguna cosa mala, pero no sabes cuá l. ¿ Has tenido esa sensació n?

      —Muy a menudo. Hay quienes lo llaman angst.

      —De acuerdo. Angst. Pero ¿ có mo le pones remedio?

      —No sé, a veces ayuda una copa.

      —Ya lo he probado. Tambié n he probado con aspirinas. Rusty opina que tendrí a que fumar marihuana, y lo hice, una temporada, pero só lo me entra la risa tonta. He comprobado que lo que mejor me sienta es tomar un taxi e ir a Tiffany’s. Me calma de golpe, ese silencio, esa atmó sfera tan arrogante; en un sitio así no podrí a ocurrirte nada malo, serí a imposible, en medio de todos esos hombres con los trajes tan elegantes, y ese encantador aroma a plata y a billetero de cocodrilo. Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany’s, me comprarí a unos cuantos muebles y le pondrí a nombre al gato. He pensado que, despué s de la guerra, Fred y yo… —alzó sus gafas de sol, y sus ojos, todos sus diversos colores, los grises y las motas verdes y azules, habí an adquirido una agudeza visionaria—. Una vez estuve en Mé xico. Es un paí s magní fico para la crí a de caballos. Vi un sitio junto al mar. Fred entiende mucho de caballos.

      Se acercó Rusty Trawler con un martini; me lo dio sin mirarme.

      —Estoy hambriento —anunció, y su voz, tan aniñ ada como todo é l, emitió un enervante gemido de mocoso que parecí a echarle las culpas a Holly—. Son las siete y media y estoy hambriento. Ya sabes lo que dijo el mé dico.

      —Sí, Rusty. Sé lo que dijo el mé dico.

      —Pues, entonces, levanta la sesió n. Vá monos.

      —Me gustarí a que te comportaras como es debido, Rusty.

      Se lo dijo sin alzar la voz, pero su tono insinuaba esa amenaza de castigo que pronuncia la institutriz, y provocó en el rostro de Rusty un peculiar sonrojo de placer, de gratitud.

      —No me quieres —se quejó é l, como si estuvieran solos.

      —Nadie quiere a los niñ os malos.

      Era obvio que Holly habí a dicho lo que é l querí a oí r; aquello, al parecer, le excitó y relajó simultá neamente. Pero, como si se tratara de un ritual, Rusty añ adió:

      —¿ Me quieres?

      —Vuelve a tus obligaciones, Rusty —le dio unas palmaditas—. Y, cuando yo esté lista, iremos a cenar donde tú quieras.

      —¿ A Chinatown?

      —Ya sabes que no puedes comer cerdo agridulce. Recuerda lo que dijo el mé dico.

      Mientras é l regresaba con un satisfecho anadeo a sus ocupaciones, no pude resistir la tentació n de recordarle a Holly que no habí a contestado la pregunta de Rusty.

      —¿ Le quieres?

      —Ya te lo dije: con buena voluntad, se puede querer a cualquiera. Ademá s, tuvo una infancia repugnante.

      —Si tan repugnante fue, ¿ por qué se aferra a ella?

      —Utiliza los sesos. ¿ No ves que Rusty se siente má s seguro en pañ ales que si tuviera que ponerse falda? Y é sa es en realidad la alternativa, só lo que es muy susceptible al respecto. Una vez trató de clavarme el cuchillo de la mantequilla porque le dije que ya era hora de que creciese y se enfrentara al problema, que sentase la cabeza e hiciera de ama de casa junto a un camionero amable y paternal. Entretanto, le tengo en mis manos; lo cual está muy bien, es inofensivo, las chicas no son para é l má s que muñ ecas, literalmente.

      —Gracias a Dios.

      —La verdad, si pudiera decirse lo mismo de la mayorí a de los hombres, yo al menos no le estarí a en absoluto agradecida a Dios.

      —Querí a decir que gracias a Dios que no tengas intenció n de casarte con Mr. Trawler.

      Holly enarcó una ceja:

      —Por cierto, no he dicho que no sepa lo rico que es. Incluso en Mé xico, un terreno cuesta su dinero. Bien —dijo, empujá ndome—, vamos a por O. J.

      Me resistí, tratando de idear alguna fó rmula que me permitiese aplazar el encuentro. Hasta que lo recordé:

      —¿ Y por qué eso de Viajera?

      —¿ Te refieres a mi tarjeta? —dijo ella, desconcertada— ¿ Te parece gracioso?

      —Gracioso no. Só lo provocativo.

      Holly se encogió de hombros.

      —Al fin y al cabo, ¿ có mo voy a adivinar dó nde estaré viviendo mañ ana? Por eso les dije que pusieran Viajera. En fin, lo de las tarjetas fue tirar el dinero. Pero me parecí a que estaba obligada a hacer allí algú n gasto. Son de Tiffany’s —cogió mi martini, que yo ni siquiera habí a probado; lo vació de dos tragos, y me agarró la mano—. Dé jate de evasivas. Vas a hacerte amigo de O. J.

      Se produjo un incidente en la puerta. Era una joven, que entró como un vendaval, una tempestad de foulards y tintineante oro.

      —Ho-Holly —dijo, avanzando con un amenazador dedo en alto—, maldita acaparadora. ¡ Có mo se te ocurre coleccionar a toda esta pan-pandilla de hombres arre-arrebatadores!

      Superaba holgadamente el metro ochenta, era má s alta que la mayor parte de los hombres presentes. Todos ellos enderezaron la espalda, encogieron el estó mago; hubo un generalizado concurso, a ver quié n igualaba su tambaleante estatura.

      —¿ Qué haces aquí? —dijo Holly, y los labios se le contrajeron como un cordel tensado.

      —Na-nada, cariñ o. He estado trabajando arriba, con Yunioshi. Fotos navideñ as para Ba-bazaar. ¿ Te has enfadado, cariñ o? —esparció una sonrisa por entre los presentes—. Y vosotros, chicos, ¿ tambié n os ha-habé is enfadado conmigo por haberme entrometido en vu-vuestra fiesta?

      Rusty Trawler soltó una risilla disimulada. Le apretujó el brazo, como si quisiera admirar su musculatura, y le preguntó si le apetecí a una copa.

      —Desde luego —dijo ella—. Un bourbon.

      —No hay —le dijo Holly.

      Circunstancia que el coronel de las Fuerzas Aé reas aprovechó para sugerir que estaba dispuesto a ir por una botella.

      —No hace falta ar-armar ningú n alboroto, os lo aseguro. Me conformarí a hasta con amoní aco. Holly, chata —dijo, empujá ndola un poquito—, no te preocupes por mí. Yo misma me presentaré —se agachó hacia O. J. Berman, cuyos ojos, como suele ocurrirles a los hombres bajos cuando está n en presencia de una mujer alta, se habí an velado con un vaho de ambició n—. Soy Mag Wi-Wildwood, de Wild-woo-woo-wood, Arkansas. Una zona montañ osa.

      Parecí a una danza, en la que Berman ejecutaba unos complicados pasos a fin de impedir que sus rivales pudieran interponerse en su camino. Pero Mag se le escapó, arrastrada por una cuadrilla de bailarines que comenzaron a engullir los tartajeantes chistes de la chica como palomas precipitá ndose sobre un puñ ado de maí z tostado. Su é xito era muy comprensible. Era la fealdad derrotada, que suele ser mucho má s cautivadora que la verdadera belleza, aunque só lo sea por la paradoja que lleva consigo. A diferencia de ese otro mé todo que consiste en el simple buen gusto acompañ ado de cuidados cientí ficos, en este caso el é xito era consecuencia de la exageració n de los defectos; Mag habí a logrado transformarlos en adornos por el procedimiento de exagerarlos con la mayor osadí a. Unos tacones que realzaban su estatura, tan altos que le temblaban los tobillos; un corpiñ o ajustado y plano que indicaba que hubiera podido ir a la playa vestida só lo con pantaló n de bañ o; el cabello peinado muy tirante hacia atrá s, para acentuar los rasgos enjutos y magros de su cara de modelo. Incluso el tartamudeo, auté ntico, sin duda, pero tambié n un poco forzado, habí a sido transformado en virtud. Ese tartamudeo era el toque maestro; porque gracias a é l se las arreglaba para que sus trivialidades pareciesen de algú n modo originales, y, en segundo lugar, porque serví a, a pesar de su estatura, de su aplomo, para inspirar en sus oyentes masculinos un sentimiento protector. A modo de ilustració n: hubo que pegarle unos cuantos golpes en la espalda a Berman, simplemente porque le oyó decir, «¿ Quié n pu-puede decirme dó nde está el la-lavabo? »; y despué s, completando el ciclo, é l mismo le ofreció el brazo para guiarla hasta allí.

      —No hace ninguna falta —dijo Holly—. No será la primera vez que lo visite. Ya sabe dó nde está.

      Estaba vaciando ceniceros, y despué s de que Mag Wildwood saliera de la habitació n, vació otro y dijo, o, má s bien, gimió:

      —En realidad es muy triste —hizo una pausa, la prolongó a fin de darse tiempo para calcular la cantidad de expresiones interrogativas, eran suficientes—. Y misterioso. Lo raro es que no se le note má s. Pero bien sabe Dios que su aspecto es saludable. Y muy, no sé, sano. Eso es lo má s extraordinario. ¿ No dirí as —preguntó preocupada, pero sin dirigirse a nadie en particular—, no dirí as que parece estar sana?

      Alguien tosió, varios tragaron saliva. Un oficial de la Marina, que sostení a la copa de Mag Wildwood, la dejó.

      —Aunque, claro —dijo Holly—, he oí do decir que son muchas las chicas del sur que tienen el mismo problema.

      Se estremeció delicadamente, y se fue a buscar má s hielo a la cocina.

      Mag Wildwood fue incapaz de comprender, a su regreso, la repentina frialdad; las conversaciones que ella iniciaba tení an el mismo efecto que la leñ a verde, humeaban pero no llegaban a prender. Y, lo que resultaba má s imperdonable incluso, la gente empezaba a irse sin haberle pedido antes su nú mero de telé fono. El coronel de las Fuerzas Aé reas aprovechó para levantar el campamento un momento en que ella le daba la espalda, y esto fue la gota que colmó el vaso: el militar la habí a invitado a cenar con é l esa noche. De repente, Mag se cegó. Y como la ginebra guarda la misma relació n con el artificio que las lá grimas con el rí mel, su atractivo se descompuso de forma instantá nea. Comenzó a meterse con todo el mundo. Tachó a su anfitriona de degenerada hollywoodiense. Retó a un cincuentó n a pelear con ella. Le dijo a Berman que Hitler tení a razó n. Y hasta logró reanimar a Rusty Trawler acorralá ndole en un rincó n.

      —¿ Sabes lo que te espera? —le dijo, sin rastro de tartamudeo— Te haré correr hasta el zoo y te echaré al yak para que te coma.

      El pareció dispuesto a seguir sus planes, pero Mag le decepcionó porque se dejó caer al suelo y se quedó allí sentada, tarareando una canció n.

      —Me aburres. Levá ntate de ahí —le dijo Holly, acabando de ponerse unos guantes.

      El resto de la concurrencia esperaba en la puerta, y al ver que Mag no se levantaba, Holly me dirigió una mirada de disculpa:

      —Pó rtate como un buen chico, Fred. Mé tela en un taxi. Vive en Winslow.

      —No, en Barbizon. Regent 4-5700. Pregunta por Mag Wildwood.

      —Eres un buen chico, Fred.

      Y se fueron. La perspectiva de tener que tirar de aquella amazona hasta un taxi bastó para borrar todo resto de resentimiento que pudiera quedarme. Pero ella misma resolvió el problema. Levantá ndose a impulsos de su propio enfurecimiento, me miró desde su tremenda estatura con tambaleante altivez, y me dijo:

      —Vamos al Stork. Te ha tocado la rifa.

      Y a continuació n cayó cuan larga era, como un roble talado. Lo primero que se me ocurrió fue ir por un mé dico. Pero al examinarla comprobé que su pulso era normal y su respiració n rí tmica. Estaba simplemente dormida. Despué s de meterle una almohada debajo de la cabeza, la dejé disfrutando de su sueñ o.

      Al dí a siguiente por la tarde choqué con Holly en la escalera.

      —¡ Será s…! —me dijo, sin detener su carrera, cargada con un paquete de la farmacia—. Ahí está, al borde de la pulmoní a. Una resaca de campeonato. Y, encima, la malea.

      Deduje de todo esto que Mag Wildwood seguí a en el apartamento, pero Holly no me dio pie para explorar la sorprendente simpatí a que ahora mostraba por ella. A lo largo del fin de semana el misterio fue oscurecié ndose má s aú n. En primer lugar, por el tipo de aspecto latino que llamó a mi puerta; por error, pues preguntó por Miss Wildwood. Me costó un buen rato sacarle de su engañ o, ya que nuestros respectivos acentos parecí an mutuamente incompatibles, pero le bastó ese tiempo para dejarme fascinado. Era una combinació n meticulosamente perfecta, y tanto su oscura tez como su cuerpo de torero poseí an una exactitud, una perfecció n comparables a las de una manzana, una naranja, una de esas cosas que la naturaleza hace impecablemente. A lo cual habí a que añ adir, en calidad de adornos, el traje inglé s, la colonia intensa y, cosa aú n menos latina, su timidez. El segundo acontecimiento del dí a le tuvo tambié n como protagonista. Atardecí a, y le vi llegar en un taxi cuando salí a a cenar. El taxista le ayudó a entrar en el portal todo un cargamento de maletas. Lo cual me proporcionó un nuevo tema de reflexió n. Cuando llegó el domingo me dolí a la cabeza.

      A continuació n la imagen se hizo simultá neamente má s clara y má s oscura.

      El domingo hizo un dí a tí pico del veranillo de San Martí n, brillaba el sol con intensidad, tení a la ventana de mi cuarto abierta, y me llegaban voces desde la escalera de incendios.

      Holly y Mag se habí an despatarrado abajo sobre una manta, con el gato entre las dos. Les colgaba el cabello mojado, recié n lavado. Estaban muy atareadas, Holly pintá ndose las uñ as de los pies, Mag tejiendo un jersey. Hablaba Mag.

      —Si quieres saber mi opinió n, eres una chica con su-suerte. Como mí nimo, Rusty es norteamericano.

      —¡ Habrá que felicitarle!

      —Chata, que estamos en guerra.

      —Pues, en cuanto termine, no volverá s a verme el pelo.

      —No pienso como tú. Estoy or-orgullosa de mi paí s. Los hombres de mi familia siempre fueron grandes soldados. Hay una estatua del abuelo Wildwood justo en el centro de Wildwood.

      —Fred es soldado —dijo Holly—, pero dudo que alguna vez llegue a ser una estatua. Podrí a serlo. Dicen que la gente, cuanto má s estú pida, má s valiente. Y é l es bastante estú pido.

      —¿ Fred es ese chico del piso de arriba? No me di cuenta de que fuese un soldado. Pero sí parece estú pido.

      —Un soñ ador, no un estú pido. Lo que má s le gusta es estar encerrado en donde sea, mirando afuera: cualquiera que tenga la nariz aplastada contra un cristal tiene que parecer estú pido a la fuerza. De todos modos, é se es otro Fred. Fred es mi hermano.

      —¿ Y llamas estú pido a alguien que lleva tu misma sangre?

      —Si lo es, lo es.

      —Quizá, pero es de mal gusto decirlo de un chico que está combatiendo por ti y por mí y por todos nosotros.

      —¿ Qué es esto? ¿ Un discurso para vender bonos de guerra?

      —Simplemente, quiero que sepas lo que pienso. Puedo reí rme de cualquier chiste, pero por dentro soy una persona muy se-seria. Y estoy orgullosa de ser norteamericana. Por eso me preocupa José —abandonó su labor—. ¿ Verdad que te parece guapí simo? —Holly dijo Hmn, y le pasó el pincel de uñ as por los bigotes al gato—. Ojalá consiguiera hacerme a la idea de que voy a casarme con un brasileñ o. Y de que yo seré brasileñ a. Se me hace muy cuesta arriba. Nueve mil kiló metros, y ni siquiera conozco su idioma…

      —Vete a la Berlitz.

      —¿ Y có mo diablos quieres que den clases de po-portugué s? Si casi parece imposible que haya alguien que hable ese idioma. No, la ú nica solució n que se me ocurre es conseguir que José se olvide de la polí tica y se haga norteamericano. ¡ Có mo se le puede ocurrir a nadie querer ser pre-presidente nada menos que del Brasil! —suspiró y volvió a coger la labor—. Debo de estar locamente enamorada. Tú nos has visto juntos. ¿ Crees que estoy locamente enamorada?



  

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