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 Desayuno en Tiffany’s 2 страница



      Ya se habí a colado del todo en la habitació n, y se detuvo un momento para mirarme. Era la primera vez que la veí a sin las gafas de sol, y en ese momento resultaba obvio que eran, ademá s, gafas de aumento, porque sin ellas sus ojos me escrutaban bizqueando, como los de un joyero. Eran unos ojos grandes, un poco azules, otro poco verdes, salpicados de motas pardas: multicolores, como su pelo; y, como su pelo, proyectaban una luminosidad cá lida y viva.

      —Supongo que estará s pensando que soy una descarada. O trè s fou, o yo qué sé.

      —En absoluto.

      Pareció decepcionada.

      —Desde luego que sí. Como todo el mundo. Me da igual. Es muy prá ctico.

      Se sentó en uno de los desvencijados sillones de terciopelo rojo, dobló las piernas debajo de ella, e inspeccionó el resto de la habitació n, haciendo visajes incluso má s pronunciados con los ojos.

      —¿ Có mo lo soportas? Parece la cá mara de los horrores.

      —Uno se acostumbra a todo —dije, molesto conmigo mismo, pues, en realidad, estaba orgulloso de mi casa.

      —Yo no. Jamá s me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerto —sus ojos censuradores volvieron a inspeccionar la habitació n—. ¿ Y qué haces metido aquí todo el dí a?

      Señ alé una mesa con altos montones de libros y papeles.

      —Escribo.

      —Yo creí a que los escritores eran muy viejos. Aunque, claro, Saroyan no es viejo. Le conocí en una fiesta, y en realidad no es nada viejo. De hecho —murmuró —, si se apurase má s el afeitado… Por cierto, ¿ Y Heminghway, es viejo?

      —Yo dirí a que anda por los cuarenta y tantos.

      —No está mal. Para que un hombre me excite tiene que haber cumplido los cuarenta y dos. Una amiga mí a que es una idiota anda siempre dicié ndome que tendrí a que ir a un comecocos; dice que tengo complejo paterno. Lo cual me parece una merde. Lo ú nico que pasa es que yo misma me predispuse a que me gustaran los hombres maduros, y é sa fue la decisió n má s inteligente de mi vida. ¿ Cuá ntos añ os tiene W. Somerset Maugham?

      —No estoy seguro. Sesenta y pico.

      —No está mal. Nunca me he acostado con un escritor. Aunque, espera, ¿ conoces a Benny Shacklett? —al verme decir que no con la cabeza, puso un gesto ceñ udo—. Qué raro. Ha escrito montones de cosas para la radio. Pero quel rata. Dime, ¿ eres un verdadero escritor?

      —Depende de lo que entiendas por verdadero.

      —Pues mira, ¿ hay alguien que compre lo que escribes?

      —Todaví a no.

      —Yo te ayudaré —dijo—. Puedo hacerlo, no creas. Imagina cuantí sima gente conozco que conoce a otra gente. Te ayudaré porque eres como mi hermano Fred. Un poco má s bajo, solamente. No he vuelto a verle desde que yo tení a catorce añ os, que es cuando me fui de casa, y entonces ya medí a má s de metro ochenta. Mis otros hermanos eran má s de tu talla, enanos. Fue la mantequilla de cacahuete lo que hizo que Fred creciera tanto. Todo el mundo pensaba que era una chifladura eso de atiborrarse de mantequilla de cacahuete; las ú nicas cosas que le gustaban eran los caballos y la mantequilla de cacahuete. Pero no estaba chiflado, só lo que era tierno y despistado y muy lento; cuando me fui estaba repitiendo octavo por tercera vez. Pobre Fred. Me gustarí a saber si el ejé rcito escatima la mantequilla de cacahuete. Lo cual me recuerda una cosa: estoy murié ndome de hambre.

      Señ alé una fuente con manzanas, y al mismo tiempo le pregunté los motivos por los que se habí a ido tan joven de su casa. Me dirigió una mirada inexpresiva, y se frotó la nariz, como si le picara: un ademá n que, vié ndolo luego repetido muchas veces, acabé por interpretar como señ al de que alguien empezaba a meterse en donde no le llamaban. Como les ocurre a muchas personas que demuestran una osada afició n a proporcionarte informaciones que no les has solicitado, se poní a en guardia ante cualquier cosa que se pareciese remotamente a una pregunta directa, a un intento de hacerle precisar cualquier detalle. Le dio un mordisco a una manzana, y me dijo:

      —Dime algo que hayas escrito. Cué ntame el argumento.

      —Ese es uno de los problemas. No son historias que se puedan contar de viva voz.

      —¿ Por guarras?

      —Quizá algú n dí a te pase un relato para que lo leas.

      —El whisky y las manzanas casan muy bien. Prepá rame un trago, y luego puedes leerme tú mismo una historia.

      Son muy pocos los autores, especialmente entre los iné ditos, capaces de resistirse a la invitació n de leer su obra en voz alta. Preparé una copa para cada uno y, sentá ndome en el otro silló n, comencé a leer, con la voz algo temblorosa debido a una mezcla de miedo escé nico y entusiasmo: era un cuento nuevo, terminado el dí a anterior, y aú n no habí a transcurrido el tiempo suficiente para que surgiese la inevitable sensació n de fracaso. Trataba de dos mujeres, maestras, que comparten una casa, y una de ellas, cuando la otra se promete en matrimonio, provoca por medio de notas anó nimas un escá ndalo que acabará impidiendo que se celebre la boda. Mientras iba leyendo, cada vez que miraba de reojo a Holly se me encogí a el corazó n. Estaba como azogada. Cogí a de una en una las colillas del cenicero, se observaba abstraí da las uñ as, como si lamentara no tener una lima a mano; y, lo que es peor, cuando me parecí a haber atrapado su interé s, sus ojos estaban velados por una capa de escarcha, como si en realidad estuviera preguntá ndose si comprar o no los zapatos que habí a visto en algú n escaparate.

      —¿ Esto es el final? —me preguntó, despertando. Trató vanamente de encontrar algo má s que decir—. Las tortilleras me caen bien, claro. No me asustan en lo má s mí nimo. Pero los cuentos de tortilleras me matan de aburrimiento. Soy incapaz de meterme en su piel. Bueno, chico —dijo, porque yo estaba verdaderamente desconcertado—, si no trata de un par de bolleras, ya me explicará s de qué diablos va.

      Pero yo no estaba de humor para complicar la equivocació n que suponí a el haberle leí do el cuento con el no menos embarazoso intento de explicá rselo. La misma vanidad que me habí a conducido a exponerme de aquel modo, me obligó en ese momento a tacharla de petulante ser insensible, por completo desprovisto de inteligencia.

      —Por cierto —dijo—, ¿ no conoces por casualidad alguna lesbiana que sea buena chica? Estoy buscando una compañ era de apartamento. Oye, no te rí as. Soy desorganizadí sima, y no me llega para una asistenta; y, la verdad, las tortilleras son unas amas de casa fantá sticas, les encanta encargarse de todo, no tienes que preocuparte jamá s por las escobas ni por descongelar la nevera o mandar la ropa a la lavanderí a. Como aquella compañ era de habitació n que tuve en Hollywood, hací a westerns, la llamaban la Llanero Solitario; es mucho mejor que tener a un hombre en casa. Claro, la gente pensaba que yo tambié n debí a de ser un poco tortillera. Y lo soy, claro. Todo el mundo lo es, un poco. ¿ Y qué? Ningú n hombre se ha echado para atrá s por eso hasta ahora; hasta parece que les excita. La misma Llanero Solitario, sin ir má s lejos, estuvo casada dos veces. Las tortilleras só lo suelen casarse una vez, por la reputació n. Luego da mucho caché que te llamen señ ora de tal o de cual. ¡ No puede ser verdad! —miraba fijamente el despertador de la mesilla de noche—, ¡ No pueden ser las cuatro y media!

      La ventana comenzaba a virar al azul. La brisa del amanecer agitaba las cortinas.

      —¿ Qué dí a es hoy?

      —Jueves.

      —Jueves —se levantó —. Dios mí o —dijo, y volvió a sentarse, gimiendo—. Es espantoso.

      Yo me encontraba lo suficientemente cansado como para no sentir curiosidad. Me tendí en la cama y cerré los ojos. Pero era irresistible:

      —¿ Qué tiene de espantoso que sea jueves?

      —Nada. Só lo que nunca consigo acordarme de que ya está cerca. Verá s, los jueves tengo que tomar el de las ocho cuarenta y cinco. Son quisquillosí simos con lo de las horas de visita, y si te plantas allí alrededor de las diez, te queda só lo una hora hasta que mandan a comer a esos pobres. Imagí natelo, comen a las once. Tambié n puedes ir a las dos, y yo lo preferirí a, pero a é l le gusta que vaya por la mañ ana, dice que así aguanta mejor el resto del dí a. Tendré que mantenerme despierta —dijo, pellizcá ndose las mejillas hasta hacer que floreciesen las rosas—, no tengo tiempo de dormir, se me pondrí a cara de tuberculosa, me desmoronarí a como un edificio viejo, y no serí a justo. No está bien que una chica vaya a Sing Sing con la cara verde.

      —Supongo que no.

      La furia que sentí a contra ella por lo de mi cuento comenzaba a menguar; volví a a imantarme.

      —Todas las visitas hacen lo posible por tener un buen aspecto, y es muy emocionante, precioso, ver a las mujeres que se ponen lo mejor que tienen, quiero decir que incluso las viejas y las que son muy pobres tambié n hacen todo cuanto está en su mano por ir bien vestidas y oler bien, y está n adorables. Tambié n me encantan los crí os, sobre todo los negros. Me refiero a los que llevan las esposas. Puede parecer triste eso de ver a unos niñ os en un lugar así, pero no lo es, llevan cintas en el pelo y los zapatos relucientes de betú n, casi parece que vayan a celebrar algo: y a veces el locutorio parece precisamente eso, una fiesta. En fin, que no es como en las pelí culas, nada de sombrí os murmullos a travé s de una reja. No hay rejas, só lo un mostrador que te separa de ellos, y dejan que las mujeres suban a los crí os encima, para que ellos puedan darles un abrazo. Si quieres besar a alguien, basta con inclinarte hacia adelante. Lo que má s me gusta es lo felices que son cuando vuelven a verse, tienen tantí simas cosas guardadas de las que hablar, no hay modo de aburrirse, se pasan el rato riendo y cogié ndose de las manos. Despué s es diferente —dijo—. Las veo en el tren. Se quedan sentadas, en silencio, viendo pasar el rí o —se estiró un mechó n de pelo hasta meté rselo en la boca, y empezó a mordisquearlo meditativamente—. No te dejo dormir. Anda, dué rmete.

      —Sigue, me interesa.

      —Ya lo sé. Por eso quiero que te duermas. Porque si sigo hablando te contaré lo de Sally. Y no estoy segura de que eso sea juego limpio —masticó silenciosamente su pelo—. Nunca me han dicho que no se lo cuente a nadie. No lo han dicho explí citamente. Y es muy gracioso. Quizá tú podrí as captarlo en un cuento, cambiando los nombres y todo lo demá s. Oye, Fred —dijo, mientras cogí a otra manzana—, tienes que hacer la señ al de la cruz sobre el corazó n, y besarte el codo…

      Es posible que los contorsionistas alcancen a besarse el codo; tuvo que conformarse con una aproximació n.

      —Pues bien —dijo, con la boca llena de manzana—, quizá hayas leí do algo sobre é l en la prensa. Se llama Sally Tomato, y habla un inglé s peor que mi yiddish; pero es un viejecito encantador, muy religioso. Parecerí a un fraile si no tuviera los dientes de oro; dice que reza cada noche por mí. Jamá s ha sido amante mí o, desde luego; por lo que se refiere a eso, le conocí cuando é l ya estaba en la cá rcel. Pero ahora, con todo lo que me está costando ir a verle cada jueves desde hace siete meses, le adoro, y creo que irí a aunque no me pagase. Esta es muy harinosa —dijo, y disparó el resto de la manzana por la ventana—. Por cierto, sí conocí a a Sally de vista. Vení a al bar de Joe Bell, ese que está a la vuelta de la esquina: no hablaba nunca con nadie, se quedaba en pie, junto a la barra, como uno de esos hombres que viven en hoteles. Pero me hace gracia recordarlo, pensar en có mo se fijaba en mí, porque tan pronto como le encerraron (Joe Bell me enseñ ó su foto en el perió dico. La Mano Negra. La Mafia. Todo ese jaleo: pero le echaron cinco añ os) llegó el telegrama del abogado. Decí a que me pusiera inmediatamente en contacto con é l para proporcionarme una informació n que iba a resultarme muy provechosa.

      —¿ Pensaste que alguien te habí a dejado una herencia de un milló n?

      —Qué va. Creí que algú n acreedor querí a cobrar a la fuerza. Pero acepté el riesgo y fui a ver a ese abogado (suponiendo que sea abogado, cosa que dudo, pues no parece tener bufete, só lo un servicio de contestador automá tico, y siempre me cita en el Hamburg Heaven: por eso está tan gordo, es capaz de comerse diez hamburguesas y dos platos de entremeses y un pastel de limó n entero). Me preguntó si me gustarí a alegrarle la vida a un viejo solitario, y al mismo tiempo ganarme cien dó lares a la semana. Yo le dije mire, guapo, se ha confundido usted de Miss Golightly, no soy una enfermera de las que hacen servicio completo, con numeritos y todo. Tampoco me impresionaron los honorarios; se puede ganar lo mismo haciendo expediciones al tocador: todo caballero que sea un poco chic te da cincuenta dó lares para ir al lavabo, y siempre pido ademá s para el taxi, que son otros cincuenta. Pero entonces me dijo que su cliente era Sally Tomato. Dijo que su viejo amigo Sally me habí a admirado à la distance desde hací a mucho tiempo, y que si no serí a una buena obra ir a visitarle una vez a la semana. En fin, que no podí a decir que no. Era superromá ntico.

      —No sé qué decir. Suena poco limpio.

      —¿ Crees que miento? —sonrió.

      —En primer lugar, no permiten que cualquier persona vaya a visitar a un preso.

      —Cierto, no lo permiten. En realidad, han organizado no sé qué enredo para hacerme pasar por su sobrina.

      —¿ Así de sencillo? ¿ Te da cien dó lares por charlar una hora con é l?

      —No me los da é l. Me los da su abogado. Mr. O’Shaughnessy me pone un giro en metá lico en cuanto le paso la informació n meteoroló gica.

      —Creo que puedes meterte en un lí o de cuidado —dije, y apagué la lamparita; ya no la necesitá bamos, el amanecer se colaba en la habitació n, y las palomas hací an gá rgaras en la escalera de incendios.

      —¿ De qué modo? —dijo ella muy en serio.

      —Seguro que los libros de leyes tienen algo que decir sobre los suplantadores de personalidad. Al fin y al cabo, no eres su sobrina. ¿ Y qué es eso del informe meteoroló gico?

      Sofocó un bostezo con la palma de la mano.

      —Pero si no tiene importancia. Só lo son recados que tengo que dejar en el contestador automá tico, para que Mr. O’Shaughnessy compruebe que he ido. Sally me dice lo que tengo que decir, cosas como, no sé, «hay un huracá n en Cuba», o «nieva en Palermo». No te preocupes, chico —dijo, acercá ndose a la cama—, llevo mucho tiempo cuidando de mí misma.

      La luz del amanecer parecí a refractarse a travé s de ella: cuando me subí a las mantas hasta la barbilla, brillaba como una criatura transparente; despué s se tendió a mi lado.

      —¿ Te importa? Só lo quiero descansar un momento. No digamos nada má s. Dué rmete.

      Fingí hacerlo, respiré pesada y regularmente. Las campanas de la vecina torre de iglesia dieron la media y la hora. Eran las seis cuando apoyó su mano en mi brazo, un tacto frá gil que trataba de no despertarme.

      —Pobre Fred —susurró, y parecí a que estuviese hablando conmigo, pero no era así —. ¿ Dó nde está s Fred? Porque hace frí o. Se nota la nieve en el aire.

      Su mejilla se apoyó sobre mi hombro, un peso cá lido y hú medo.

      —¿ Por qué lloras?

      Se enderezó disparada como un muelle; se quedó sentada.

      —Por Dios —dijo, yé ndose hacia la ventana para salir a la escalera de incendios—, si hay una cosa que detesto en el mundo son los fisgones.

 


      Al dí a siguiente, viernes, me encontré al llegar a casa con que me esperaba en la puerta una enorme cesta deluxe de Charles & Co, con su tarjeta: Miss Holiday Golightly, Viajera; y detrá s, garabateadas con una letra monstruosamente torpe, de niñ a de jardí n de infancia: Bendito seas, querido Fred. Olvidate por favor de la otra noche. Te portaste como un á ngel. Mille tendresses, Holly. P. S. No volveré a molestarte. Contesté: Hazlo, por favor, y dejé esta nota en su puerta con lo má ximo que podí a permitirme, un ramo de violetas de florista callejera. Pero Holly parecí a haber hablado en serio; no volví a verla ni a oí r nada de ella, y supuse que habí a llegado al extremo de conseguir una llave del portal. Fuera como fuese, dejó de llamar a mi timbre. Lo eché de menos; y a medida que los dí as fueron disolvié ndose comencé a sentir por ella cierto desproporcionado resentimiento, como si mi mejor amigo se hubiese olvidado de mí. Una inquietante soledad se filtró en mi vida, pero no me produjo ningú n deseo de buscar a mis amigos má s antiguos, que ahora me parecí an una dieta sin sal ni azú car. Cuando llegó el mié rcoles, el pensar en Holly, en Sing Sing y Sally Tomato, en mundos en los que los hombres sacaban con dos dedos un billete de cincuenta dó lares para el tocador, resultaba ya tan obsesivo que no pude trabajar. Por la noche dejé un recado en su buzó n: Mañ ana es jueves. La siguiente mañ ana me premió con una nueva nota escrita con su juguetona letra infantil: Bendito seas por recordá rmelo. ¿ Podrí as pasarte a tomar una copa a eso de las seis de la tarde?

      Esperé hasta las seis y diez, y entonces me obligué a retrasarme otros cinco minutos.

      Un bicho raro me abrió la puerta. Olí a a habanos y a colonia Knize. Sus zapatos eran de doble tacó n; sin esos centí metros añ adidos se le hubiera podido confundir con un Enanito de cuento. Su calva cabeza pecosa era desproporcionadamente grande, como la de los enanos; y llevaba pegadas un par de orejas puntiagudas, exactamente iguales que las de los elfos. Tení a ojos de pequiné s, despiadados y ligeramente saltones. De las orejas, y de la nariz, le brotaban matas de pelo; una barba de horas agrisaba sus maxilares, y su apretó n de mano era casi peludo.

      —La niñ a está en la ducha —dijo, señ alando con un puro hacia el ruido del agua, en un cuarto contiguo.

      En la habitació n dó nde nos encontrá bamos (está bamos en pie porque no habí a donde sentarse) parecí a como si alguien acabara de mudarse; casi tení as la sensació n de que olí a a recié n pintado. Los ú nicos muebles eran unas maletas y unas cajas de embalaje sin abrir. Las cajas serví an de mesas. Una de ellas sostení a los ingredientes para preparar martinis; otra, una lá mpara, un tocadiscos portá til, el gato rojo de Holly, y un jarró n con rosas amarillas. La librerí a, que cubrí a una pared, proclamaba medio estante de literatura. Enseguida me sentí a gusto allí, disfruté de aquel aire de provisionalidad.

      El tipo carraspeó:

      —¿ Le habí an citado?

      No acabó de salir de dudas tras mi gesto de asentimiento. Sus ojos frí os me intervinieron quirú rgicamente, hicieron limpias incisiones exploratorias.

      —Viene por aquí mucha gentuza, sin tener cita previa. ¿ Hace mucho que conoce a la niñ a?

      —No mucho.

      —¿ Así que no la conoce desde hace mucho?

      —Vivo arriba.

      La respuesta pareció dar una explicació n suficiente como para tranquilizarle.

      —¿ Su piso es como é ste?

      —Mucho má s pequeñ o.

      Descargó una patada en el suelo.

      —Esto es una porquerí a. Increí ble. Pero esa niñ a no sabe vivir, ni cuando tiene pasta —hablaba con un sincopado ritmo metá lico, como un teletipo—. Bien —dijo—, ¿ qué opina? ¿ Lo es o no lo es?

      —¿ Qué?

      —Una farsante.

      —Yo dirí a que no.

      —Se equivoca. Lo es. Aunque, por otro lado, tiene usted razó n. No es una farsante porque es una farsante auté ntica. Se cree toda esa mierda en la que cree. No hay modo de convencerla de lo contrario. Lo he probado de todas las maneras, hasta llorando. El mismo Benny Polan, una persona a la que todo el mundo respeta, Benny Polan lo intentó. Benny estaba empeñ ado en casarse con ella, pero a ella no le apetecí a, y Benny debió de gastarse miles de dó lares mandá ndola a diversos comecocos. Y hasta ese tan famoso, el que só lo habla alemá n, acabó arrojando la toalla. No hay quien la convenza de lo falsas que son esas —cerró el puñ o, como si tratase de estrujar lo intangible— ideas. Prué belo algú n dí a. Pí dale que le explique todas esas cosas en las que cree. Aunque —dijo— esa niñ a me gusta. Le gusta a todo el mundo, pero hay mucha gente que no la soporta. A mí me gusta. Esa niñ a me gusta, de verdad. Porque soy una persona sensible. Hay que tener sensibilidad para poder apreciarla en lo que vale, un ramalazo de poeta. Pero le diré la verdad. Por mucho que se rompa la cabeza tratando de ayudarla, ella só lo le devolverá un chasco tras otro. Le daré un ejemplo: vié ndola hoy, ¿ quié n dirí a que es? Pues ni má s ni menos que una chica que saldrá en los perió dicos cuando llegue al fondo de un frasco de Seconal. No serí a la primera vez que me encuentro con una cosa así, ni la segunda. Y esas crí as ni siquiera estaban chifladas. Mientras que ella lo está.

      —Pero es joven. Y aú n le queda mucha juventud por delaante.

      —Si con eso quiere decir que tiene futuro, vuelve a equivocarse. Mire, hace un par de añ os, cuando viví a en la Costa, hubo una é poca en la que todo hubiese podido ser diferente. Un á ngel la vigilaba, logró que la gente se interesara por ella, le hubiesen podido rodar las cosas muy bien. Pero, en un mundo como aqué l, cuando alguien abandona ya no puede dar un paso atrá s y regresar. Pregú nteselo, si no, a Luise Rainer. Y la Rainer era una estrella. Holly no lo era, por supuesto; apenas si llegaron a hacerle algunas fotos. Pero eso fue antes de lo de The Story of Dr. Wassell. Entonces sí que hubieran podido rodarle bien las cosas. Lo sé, sabe, porque el que le dio el empujó n fui yo —se señ aló con el habano—. O. J. Berman.

      Esperaba que el nombre me sonara, y no me importó fingir que así era, aunque jamá s habí a oí do hablar de O. J. Berman. Resultó que era un agente artí stico de Hollywood.

      —Fui el primero que la vio. En Santa Anita. Todos los dí as rondaba por el hipó dromo. Me interesó, profesionalmente. Averigü é que andaba con un jockey, que viví a con ese escuchimizado. Hice que le dijeran al jockey: Dé jalo, o vendrá n a verte los chicos de la patrulla contra el vicio; só lo tiene quince añ os. Pero qué elegante, qué fotogé nica; estaba seguro de que servirí a. Incluso cuando se poní a esas gafas tan gruesas; incluso cuando abrí a los labios y no sabí as si era una palurda, o si vení a de Oklahoma, o qué. Sigo sin saberlo. Apostarí a algo a que nadie llegará jamá s a saber de dó nde salió. Es tan embustera que quizá ni ella se acuerde ya. Pero nos costó un añ o entero suavizarle el acento. ¿ Sabe có mo lo hicimos al final? Le dimos clases de francé s: en cuanto logró imitar el acento francé s, no le costó mucho imitar el inglé s. La arreglamos para que diera el tipo de Margaret Sullavan[2], pero ella supo añ adirle algú n toque personal, la gente comenzó a interesarse por ella, gente importante, y, para redondear la operació n, Benny Polan, un tipo muy respetado, Benny querí a casarse con ella. ¿ Qué má s podí a pedir un agente? Y entonces, ¡ pam! The Story of Dr. Wassell ¿ Ha visto esa pelí cula? Cecil B. DeMille. Gary Cooper. La leche. Me mato a trabajar, todo está listo: van a hacerle una prueba para el papel de enfermera del doctor Wassell. Bueno, una de las enfermeras. Y entonces, ¡ pam! Suena el telé fono —descolgó un telé fono que flotaba en el aire, y se lo llevó a la oreja—. Soy Holly, me dice, hola cariñ o, le digo yo, estoy en Nueva York, dice, ¿ qué coñ o está s haciendo en Nueva York, le digo, si es domingo y mañ ana mismo tienes la prueba? Estoy en Nueva York, dice ella, porque nunca habí a estado en Nueva York. Ya puedes aposentar tu culo en un avió n, le digo, y volver ahora mismo. No quiero, dice ella. ¿ Qué te pasa, niñ a?, le digo yo. Y ella me dice, para que las cosas salgan bien tienes que querer hacerlas, y yo no quiero. Bien, le digo, qué diablos quieres, y ella me dice, será s el primero en saberlo en cuanto lo averigü e. ¿ Me entiende? No te devuelve má s que un chasco tras otro.

      El gato rojo bajó de un salto de la caja de embalaje, y fue a frotarse contra su pierna. Berman levantó el gato sobre la puntera de su zapato, y lo alejó de una patada, lo cual hubiera sido francamente detestable por su parte si no hubiera sido porque estaba tan metido en su propia irritabilidad que ni se enteró de la existencia del gato.

      —¿ Es esto lo que quiere? —dijo, abriendo desesperadamente los brazos— ¿ Una pandilla de tipos a los que no ha invitado? ¿ Vivir de propinas? ¿ Andar por ahí con desarrapados? ¿ Para poder quizá casarse con Rusty Trawler? ¿ Cree ella que tendrí amos que condecorarla por comportarse así?

      Esperó, con la mirada llameante.

      —Disculpe, pero no conozco a ese señ or.

      —Si no conoce a Rusty Trawler, difí cilmente puede saber nada de la niñ a. Lá stima —dijo, haciendo chasquear la lengua dentro de su enorme cabezota—. Yo esperaba que tuviese usted cierta influencia. Que pudiese hablarle sinceramente antes de que sea demasiado tarde.

      —Pero, por lo que dice, ya es demasiado tarde.

      Exhaló un anillo de humo y dejó que se desvaneciera antes de sonreí r; la sonrisa le alteró el rostro, hizo que se le suavizara.

      —Podrí a conseguir que todo volviese a rodar. Ya se lo he dicho —dijo, y parecí a sincero—, esa niñ a me gusta de verdad.

      —¿ Qué chismorreas, O. J.?

      Holly entró chorreando en la habitació n, con una toalla má s o menos envuelta en torno al cuerpo, y los pies goteantes dejando sus huellas en el suelo.



  

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