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 Desayuno en Tiffany’s 5 страница



      —Magní fico animal —le dijo al dueñ o, con una voz rural, afó nica.

      El Hamburg Heaven estaba vací o. Sin embargo, tomó asiento en el mostrador, justo a mi lado. Olí a a tabaco y sudor. Pidió un café, pero cuando se lo sirvieron ni lo tocó. En lugar de tomá rselo, estuvo mordisqueando un palillo y estudiá ndome en el espejo que tení amos delante de nosotros.

      —Disculpe —le dije, hablá ndole por el espejo—, ¿ se puede saber qué quiere?

      La pregunta no le azoró; pareció aliviado de que se la hubiese hecho.

      —Muchacho, necesito un amigo —dijo.

      Sacó una cartera. Estaba tan gastada como sus curtidas manos, casi rota; y en el mismo estado se encontraba la instantá nea agrietada, borrosa y frá gil que me tendió. Habí a siete personas en la foto, amontonadas bajo el hundido porche de una espantosa casa de madera, y, aparte de é l, que le pasaba el brazo por la cintura a una chica gorda y rubia que se hací a sombra con la mano sobre los ojos, todos eran niñ os.

      —Ese soy yo —dijo, señ alá ndose—. Esa es ella… —dio un golpecito sobre la chica rolliza—. Y ese de ahí —añ adió, indicando a un chico alto como un chopo y con pelo de estopa— es su hermano Fred.

      Volví a mirarla a «ella»: y, en efecto, ahora pude encontrar cierto parecido embrió nico con Holly en la chica de gordas mejillas que bizqueaba bajo el sol. Justo en ese momento comprendí quié n debí a de ser aquel hombre.

      —Usted es el padre de Holly.

      El hombre parpadeó, frunció el ceñ o.

      —No se llama Holly. Antes se llamaba Lulamae Barnes. Antes —dijo, cambiando de sitio el palillo que tení a aú n en la boca— de casarse conmigo. Soy su marido. Doctor Golightly. Soy mé dico de caballos, veterinario. Tambié n trabajo un poco la tierra. Cerca de Tulip, en Texas. ¿ De qué se rí e, muchacho?

      No era una verdadera risa: simple nerviosismo. Tomé un poco de agua, me atraganté; é l me golpeó la espalda.

      —Esto no es cosa de risa, muchacho. Soy un hombre cansado. Hace cinco añ os que busco a mi mujer. En cuanto recibí la carta de Fred en la que me decí a dó nde estaba, compré un billete de la Greyhound. Lulamae deberí a estar en casa, con su marido y sus hijos.

      —¿ Hijos?

      —Son é sos —dijo, casi gritando.

      Se referí a a los otros cuatro rostros jó venes de la foto, dos niñ as descalzas y un par de chicos con mono. Bueno, era obvio: aquel hombre era un demente.

      —Es imposible que Holly sea la madre de esos chicos. Son mayores que ella. Má s altos.

      —No he dicho, muchacho —dijo é l, explicá ndomelo con calma—, que los haya parido ella. La maravillosa madre de estos niñ os, aquella maravillosa mujer, que Dios la tenga en su gloria, falleció el cuatro de julio, Dí a de la Independencia, de 1936. El añ o de la sequí a. Cuando me casé con Lulamae ya era 1938, diciembre, ella estaba a punto de cumplir los catorce. Es posible que una persona corriente, con só lo catorce añ os, no supiera lo que se hací a. Pero Lulamae es otra cosa, una mujer excepcional. Sabí a muy bien lo que estaba haciendo cuando me prometió ser mi esposa y la madre de mis hijos. Y nos rompió el corazó n a todos cuando se fue de aquella manera —sorbió un poco de café ya enfriado, y me miró con interrogadora vehemencia—. Y ahora, muchacho, ¿ dudas de lo que te digo? ¿ Crees que lo que te digo es cierto?

      Le creí. Era demasiado implausible para no ser cierto; es má s, encajaba con la descripció n que habí a hecho O. J. Berman de la Holly que conoció en California. «No sabí as si era una palurda, o si vení a de Oklahoma o qué ». No se le podí an echar las culpas a Berman por no haber adivinado que era una niñ a casada, de Tulip, estado de Texas.

      —Nos rompió el corazó n a todos cuando se fue de aquella manera —repitió el mé dico de caballos—. No tení a por qué. El trabajo de la casa lo hací an las niñ as. Lulamae podí a darse la buena vida: revolotear ante los espejos y lavarse el pelo. Tení amos vacas, tení amos huerto, gallinas, cerdos: muchacho, esa chica se puso gorda de verdad. Y, mientras, su hermano crecí a y crecí a hasta convertirse en un gigante. Todo un mundo de diferencia en comparació n a como estaban cuando se quedaron a vivir con nosotros. Fue Nellie, mi hija mayor, fue Nellie la que los trajo a casa. Vino una mañ ana y me dijo: «Papá, tengo a un par de pilletes encerrados en la cocina. Les he sorprendido afuera, robando leche y huevos de pava». Eran Lulamae y Fred. Bueno, pues en su vida habrá visto dos crí os que dieran tanta pena como ellos. Les asomaban las costillas por todos lados, y tení an las piernas tan canijas que no les sostení an en pie, y los dientes se les moví an tanto que no les serví an ni para masticar un puré. Contaron que su madre habí a muerto de tuberculosis, lo mismo que su papá; y que todos los hijos, un buen montó n, fueron enviados a vivir con diversas personas a cuá l má s mezquina. Pues bien, Lulamae y su hermano habí an estado en casa de algú n mezquino don nadie, a ciento cincuenta kiló metros al este de Tulip. Lulamae tuvo buenos motivos para escaparse de aquella casa. Y ninguno para irse de la mí a. Era su hogar —apoyó los codos en el mostrador y, apretá ndose los ojos cerrados con los dedos, suspiró —. Engordó tanto que acabó convirtié ndose en una mujer verdaderamente guapa. Y muy animada. Locuaz como un arrendajo. Siempre tení a algú n comentario ingenioso sobre el tema que fuese: mejor que la radio. Y antes de que me diera cuenta ya me habí a puesto a recoger flores. Domestiqué un cuervo para regalá rselo, y le enseñ é a decir Lulamae. Y le di a ella lecciones de guitarra. De só lo mirarla se me saltaban las lá grimas a los ojos. La noche de mi declaració n lloré como un crí o. «¿ Por qué lloras, Doc? —me dijo ella—. Pues claro que podemos casarnos. Será mi primera boda». Me hizo reí r, la verdad, y la abracé y la besé: ¡ Será mi primera boda! —rió un poco, y durante un momento volvió a morder el palillo—. ¡ No me diga que no era una mujer feliz! —dijo, en tono desafiante—. Todos la mimá bamos. No tení a que levantar un dedo, como no fuera para comerse algú n pedazo de pastel. Como no fuera para peinarse y mandar a alguien por todas las revistas. Debieron de entrar revistas por valor de cien dó lares en esa casa. Si quiere saber mi opinió n, eso fue lo que tuvo la culpa. Tanto mirar fotos de gente ostentosa. Tanto leer sueñ os. Eso fue lo que la empujó a dar los primeros pasos por el camino. Cada dí a andaba un poco má s: un kiló metro, y volví a a casa. Dos kiló metros, y volví a a casa. Un dí a, simplemente, siguió adelante —volvió a posar las manos sobre sus ojos; su respiració n producí a un ruido ronco—. El cuervo que le di se volvió loco y huyó. Seguimos oyé ndole todo el verano. En la era. En el huerto. En los bosques. El maldito pá jaro se pasó todo el verano gritando: Lulamae, Lulamae.

      Se quedó encorvado y silencioso, como si estuviera escuchando la canció n de aquel antiguo verano. Llevé la cuenta de los dos a la caja. Mientras yo pagaba, se me acercó. Salimos juntos y nos fuimos andando hacia Park Avenue. Era una noche frí a, ventosa; la brisa agitaba sonoramente los flá ccidos toldos. Seguimos andando en silencio hasta que yo le dije:

      —¿ Y su hermano? ¿ No se fue?

      —No —dijo, carraspeando—. Fred se quedó con nosotros hasta que se lo llevó el ejé rcito. Buen chico. Bueno para los caballos. Tampoco é l entendió qué le habí a pasado a Lulamae, có mo habí a podido abandonar a su hermano y su marido y sus niñ os. Pero en cuanto estuvo en el ejé rcito, Fred comenzó a tener noticias de ella. El otro dí a me mandó una carta con sus señ as. Por eso vine a buscarla. Sé que lamenta haber hecho lo que hizo. Sé que quiere volver a casa.

      Parecí a estar pidié ndome que me mostrara de acuerdo con é l. Yo le dije que en mi opinió n iba a encontrar bastante cambiada a Holly, o Lulamae.

      —Escú chame, muchacho —dijo, cuando llegamos a la escalera del portal—, ya te he dicho que necesito un amigo. Porque no quiero darle una sorpresa. Nada de sustos. Por eso he estado esperando. Pó rtate como un amigo: dile que he venido.

      La idea de hacer las presentaciones entre Miss Golightly y su marido tení a aspectos satisfactorios; y, alzando la vista hacia sus iluminadas ventanas, confié en que estuvieran con ella sus amigos, pues la perspectiva de ver el momento en que el tejano les estrechara la mano a Mag y Rusty y José, me resultaba má s satisfactoria incluso. Pero la grave y orgullosa mirada de Doc Golightly, su sombrero sudado, hicieron que me avergonzase de mis expectativas. Entró detrá s de mí en el edificio, y se dispuso a esperar al pie de la escalera.

      —¿ Tengo buen aspecto? —susurró, desempolvá ndose las mangas, ajustá ndose el nudo de la corbata.

      Holly estaba sola. Abrió enseguida; en realidad estaba a punto de salir: las zapatillas de saté n blanco y las grandes dosis de perfume anunciaban la inminencia de una fiesta lujosa.

      —Lo siento, idiota —me dijo, y, jugando, descargó el bolso contra mí —. Tengo demasiada prisa para hacer las paces ahora. ¿ Te parece que dejemos para mañ ana lo de fumar la pipa?

      —Claro, Lulamae. Suponiendo que mañ ana esté s todaví a por aquí.

      Se sacó las gafas oscuras y me miró bizqueando. Era como si sus ojos fuesen prismas fragmentados, y las notas azules y grises y verdes no fueran má s que pedazos rotos de su antiguo centelleo.

      —Tiene que ser é l quien te lo ha dicho —me dijo con una vocecilla temblorosa—. Dí melo, por favor. ¿ Dó nde está? —dejá ndome atrá s, se precipitó escaleras abajo—. ¡ Fred! —gritó por el hueco—. ¡ Fred! ¿ Dó nde está s, mi Fred?

      Oí los pasos de Doc Golightly, que empezaba a subir los peldañ os. Su cabeza se asomó por la barandilla, y Holly retrocedió, no tan asustada como para refugiarse en una concha de desengañ o. Hasta que é l llegó a su altura, avergonzado y tí mido.

      —Caray, Lulamae —comenzó a decir, pero tuvo un momento de vacilació n porque Holly le miraba con desconcierto, como si no consiguiera identificarle del todo—. Vaya, cariñ o —añ adió por fin—, ¿ no te dan de comer por estos pagos? Qué flaquí sima está s. Como el dí a en que te conocí. Con ojos de loca.

      Holly le tocó la cara; palpó con sus dedos la realidad de su mentó n, de su barba de dos dí as.

      —Hola, Doc —dijo Holly con amabilidad, y le besó en la mejilla—. Hola, Doc —repitió alegremente mientras é l la levantaba del suelo con un abrazo capaz de estrujarle las costillas.

      —Caray, Lulamae —dijo é l, estremecido por una risa de alivio—. La venida del Reino.

      Ninguno de los dos se fijó en mí cuando me colé por detrá s de ellos para subir a mi habitació n. Tampoco parecieron darse cuenta de la presencia de Madame Sapphia Spanella, que abrió su puerta y chilló:

      —¡ Callarse! Qué vergü enza. Lá rgate a hacer de puta a otra parte.

 


      —¿ Divorciarme de é l? No me he divorciado. Pero, por Dios, si yo tení a só lo catorce añ os. No pudo ser legal —Holly dio unos golpecitos en su vací a copa de martini—. Otros dos, Mr. Bell.

      Joe Bell, en cuyo bar está bamos sentados, aceptó el pedido de mala gana.

      —Es muy temprano para agarrar una curda —se quejó, masticando una pastilla digestiva.

      Segú n el negro reloj de caoba que habí a al otro lado de la barra, aú n no era mediodí a, y ya nos habí a servido tres rondas.

      —Pero si es domingo, Mr. Bell. Los relojes van má s lentos los domingos. Ademá s, todaví a no me he acostado —le dijo, y, má s confidencialmente, me confesó —. Al menos para dormir —se sonrojó, y desvió la mirada con aire culpable. Por vez primera desde que la conocí a, parecí a sentir necesidad de justificarse—. Mira, tení a que hacerlo. Doc me quiere de verdad, sabes. Y yo le quiero a é l. Es posible que a ti te haya parecido viejo y repulsivo. Pero no sabes lo dulce que es, la confianza que puede inspirarles a los pá jaros y a los mocosos y a otras cosas frá giles. Cuando alguien te da su confianza, siempre te quedas en deuda con é l. Siempre me he acordado de Doc en mis oraciones. ¡ Y deja de burlarte, por favor! —me pidió, aplastando una colilla—. Suelo rezar mis oraciones.

      —No me burlo. Só lo sonrí o. Eres la persona má s desconcertante del mundo.

      —Supongo que sí —dijo, y su rostro, al que la luz de la mañ ana daba un aspecto macilento, castigado, se iluminó; se alisó el despeinado cabello, y sus variados colores brillaron como en un anuncio de champú —. Seguro que tengo un aspecto terrible. Pero lo mismo le hubiese ocurrido a cualquiera. Nos hemos pasado el resto de la noche caminando de un lado para otro en una estació n de autobuses. Hasta el ú ltimo minuto, Doc estaba convencido de que me irí a con é l. A pesar de que yo le estaba repitiendo todo el rato: Pero Doc, ya no tengo catorce añ os, y no soy Lulamae. Pero lo má s terrible, y lo comprendí mientras está bamos esperando allí, es que lo soy. Todaví a ando robando huevos de pava y corriendo entre zarzales. Con la diferencia de que ahora lo llamo tener la malea.

      Joe Bell dejó desdeñ osamente los nuevos martinis delante de nosotros.

      —No se enamore nunca de ninguna criatura salvaje, Mr. Bell —le aconsejó Holly—. Esa fue la equivocació n de Doc. Siempre se llevaba a su casa seres salvajes. Halcones con el ala rota. Otra vez trajo un lince rojo con una pata fracturada. Pero no hay que entregarles el corazó n a los seres salvajes: cuanto má s se lo entregas, má s fuertes se hacen. Hasta que se sienten lo suficientemente fuertes como para huir al bosque. O subirse volando a un á rbol. Y luego a otro á rbol má s alto. Y luego al cielo. Así terminará usted, Mr. Bell, si se entrega a alguna criatura salvaje. Terminará con la mirada fija en el cielo.

      —Está borracha —me informó Joe Bell.

      —Un poco —confesó Holly—. Pero Doc me entiende. Se lo he explicado con todo detalle, y eran cosas que podí a entender. Nos hemos dado la mano, nos hemos abrazado, y me ha deseado buena suerte —echó una mirada al reloj—. A esta hora ya debe de estar en los Montes Azules.

      —¿ De qué habla? —me preguntó Joe Bell.

      Holly alzó su martini:

      —Deseé mosle suerte a Doc —dijo, haciendo chocar su copa contra la mí a—. Buena suerte, y cré eme, queridí simo Doc, es mejor quedarse mirando al cielo que vivir allí arriba. Es un sitio tremendamente vací o. No es má s que el paí s por donde corre el trueno y todo desaparece.

 


      QUINTA BODA DE TRAWLER. Vi el titular cuando iba en metro por Brooklyn. El perió dico que lo desplegaba en bandera era de otro pasajero. El ú nico fragmento del texto que yo alcanzaba a leer decí a: Rutherfurd «Rusty» Trawler, el playboy millonario que ha sido acusado frecuentemente de simpatizar con los nazis, se fugó ayer a Greenwich para casarse con una guapa… No sentí a deseos de leer nada má s. Así que Holly se habí a casado con é l, vaya, vaya. Sentí deseos de que me arrollara un tren. Pero ya habí a deseado eso mismo antes de haber avistado el titular. Por un puñ ado de razones. No habí a vuelto a ver a Holly, a hablar con ella, desde nuestro ebrio domingo en el bar de Joe Bell. Las semanas transcurridas desde entonces me habí an provocado mi propia malea. En primer lugar, me habí an despedido de mi empleo: merecidamente, y por un divertido ejemplo de mala conducta, tan complicado que no puedo referirlo aquí. Ademá s, el centro de reclutamiento que me correspondí a estaba demostrando un fastidioso interé s por mi persona; y, tras haberme librado tan recientemente de la estricta normatividad de una ciudad pequeñ a, la idea de someterme a otra forma de vida disciplinada me desesperaba. Entre la incertidumbre respecto a mi presunta movilizació n, y mi carencia de experiencias laborales concretas, no parecí a haber modo de encontrar otro trabajo. Eso era lo que estaba haciendo en aquel metro de Brooklyn: regresar de una decepcionante entrevista con el director de un perió dico ya fallecido, el PM. Todo esto, combinado con el agobiante calor de la ciudad en verano, me habí a dejado reducido a un estado de inercia nerviosa. De modo que cuando deseaba que me arrollase un tren lo hací a bastante en serio. El titular hizo que ese deseo se reafirmara. Si Holly era capaz de casarse con aquel «absurdo feto», me daba igual que me atropellase todo el ejé rcito de injusticias que andaba rampante por el mundo. A no ser, y la pregunta era evidente, que mi escandalizado enfurecimiento fuese en parte consecuencia de que tambié n yo estaba enamorado de Holly. En parte. Porque lo estaba. De la misma manera que añ os atrá s me habí a enamorado de la vieja cocinera negra de mi madre, y de un cartero que me permití a acompañ arle en su ronda, y de toda una familia, los McKendrick. Tambié n esa clase de amor genera celos.

      Cuando llegué a mi parada compré el perió dico; y, al leer el final de aquella frase, descubrí que la novia de Rusty era una guapa modelo de las colinas de Arkansas, Miss Margaret Thatcher Fitzhue Wildwood. ¡ Mag! Tení a las piernas tan flojas de alivio que tuve que tomar un taxi para que me llevase el trecho que quedaba hasta mi casa.

      Madame Sapphia Spanella me recibió en el portal, con mirada demente y retorcié ndose las manos.

      —Corra —dijo—. Vaya por la policí a. ¡ Esa chica está matando a alguien! ¡ Alguien está matá ndola a ella!

      Sonaba verí dico. Como si varios tigres anduvieran sueltos por el apartamento de Holly. Un jaleo de cristales rotos, rasgaduras y caí das y muebles volcados. Pero la ausencia de gritos en medio de todo aquel ruido le daban al estruendo un aspecto antinatural.

      —¡ Corra! —chilló Madame Spanella, empujá ndome— ¡ Dí gale a la policí a que ha habido un asesinato!

      Corrí; pero hacia arriba, en direcció n a la puerta de Holly. Aporreá ndola, logré un resultado: el estruendo amenguó su intensidad. Paró del todo. Pero nadie respondió a mis sú plicas pidiendo que me dejara entrar, y mis esfuerzos por derribar la puerta só lo culminaron en un buen cardenal en mi hombro.

      Luego oí a Madame Spanella que, abajo, le ordenaba a otro recié n llegado que fuera por la policí a.

      —Cá llese —le dijeron—. Y apá rtese de mi camino.

      Era José Ybarra-Jaegar, cuyo aspecto no era en absoluto el del elegante diplomá tico brasileñ o, sino el de una persona sudorosa y asustada. A mí tambié n me ordenó que le dejara el paso libre. Y, con su propia llave, abrió la puerta.

      —Por aquí, doctor Goldman —dijo, cediendo el paso al hombre que le acompañ aba.

      Como nadie me lo impidió, les seguí al interior del apartamento, que estaba terriblemente destrozado. Por fin habí a sido desmantelado, literalmente, el á rbol navideñ o: sus secas ramas pardas estaban esparcidas por entre una confusió n de libros con las pá ginas arrancadas, lá mparas rotas, y discos de gramó fono. Hasta la nevera habí a sido vaciada, y su contenido desperdigado por toda la habitació n: por las paredes resbalaban huevos crudos, y, en medio de los escombros, el gato sin nombre de Holly lameteaba tranquilamente un charco de leche.

      En el dormitorio sentí deseos de vomitar tan pronto como percibí el olor de los rotos frascos de perfume. Pisé las gafas oscuras de Holly; estaban en el suelo, con los cristales ya rotos y la montura partida por la mitad.

      Quizá era é sta la razó n por la cual Holly, aquella figura rí gida de la cama, miraba tan cegatamente a José, y no parecí a haber visto al mé dico que, mientras le tomaba el pulso, canturreaba:

      —Jovencita, está usted muy cansada. Mucho. Ahora querrá dormir, ¿ verdad que sí? Ande, dué rmase.

      Holly se frotó la frente, y se dejó una mancha de sangre porque se habí a cortado un dedo.

      —Dormir —dijo, y sollozó como un crí o exhausto, inquieto—. Só lo é l me dejaba dormir. Y abrazarle las noches frí as. Vi una finca en Mé xico. Con caballos. Junto al mar.

      José desvió la mirada, la visió n de la aguja hipodé rmica le mareaba.

      —¿ Su enfermedad só lo es pesar? —preguntó, y su defectuoso conocimiento del idioma dio un matiz de involuntaria ironí a a la pregunta— ¿ Só lo es pena?

      —¿ Verdad que no le ha dolido? ¿ Verdad que no? —preguntó el mé dico, frotando el brazo de Holly con un poco de algodó n.

      Holly despertó lo suficiente como para enfocar la imagen del mé dico.

      —Todo duele. ¿ Dó nde está n mis gafas?

      Pero no las necesitaba. Estaban cerrá ndosele los ojos por su propia cuenta.

      —¿ Só lo es pena? —insistió José.

      —Por favor —el mé dico le trató secamente—, dé jeme solo con la paciente.

      José se retiró a la otra habitació n, en donde dio rienda suelta a su enfado contra la presencia fisgona de Madame Spanella, que habí a entrado de puntillas.

      —¡ No me toque, o llamaré a la policí a! —gritó la mujer amenazadoramente mientras é l la expulsaba hacia la puerta con maldiciones en portugué s.

      Tambié n consideró la posibilidad de expulsarme a mí; o eso deduje de su expresió n. Pero me invitó a una copa. La ú nica botella entera que logramos encontrar era de vermut seco.

      —Tengo una preocupació n —dijo—. Tengo la preocupació n de que esto cause escá ndalo. Que lo haya roto todo. Que haya hecho locuras. No debo tener escá ndalos pú blicos. Es muy delicado: mi nombre, mi trabajo.

      Pareció reanimarse cuando supo que yo no veí a motivo alguno de «escá ndalo»; destruir las propias pertenencias era, presumiblemente, un asunto particular de cada uno.

      —Es só lo cuestió n de pesar —declaró firmemente—. Cuando vino la tristeza, primero tira la copa que bebe. La botella. Los libros. Una lá mpara. Entonces me asusto. Corro por un mé dico.

      —Pero ¿ por qué? —quise saber— ¿ Por qué ha tenido que darle este ataque por Rusty? En su lugar, yo lo hubiera celebrado.

      —¿ Rusty?

      Yo llevaba todaví a el perió dico. Le enseñ é el titular.

      —Ah, eso —soltó una sonrisa desdeñ osa—. Rusty y Mag nos han hecho un gran favor. Nos hace reí r mucho: que ellos crean romper nuestros corazones cuando lo que nosotros queremos es que se vayan. Se lo aseguro, cuando llegó la pena está bamos riendo —sus ojos recorrieron el estropicio esparcido por el suelo; recogió un papel amarillo arrugado—. Esto —dijo.

      Era un telegrama de Tulip, estado de Texas: Recibida noticia joven Fred muerto en combate ultramar stop tu marido e hijos compartimos dolor mutua pé rdida stop sigue carta te quiero Doc.

 


      Holly no habló nunca má s de su hermano, con una sola excepció n. Es má s, dejó de llamarme Fred. Durante junio, julio y los demá s meses cá lidos estuvo hibernando como un animal que no se hubiese enterado de que la primavera habí a llegado y hasta terminado. Se le oscureció el cabello, engordó. Comenzó a vestir desaliñ adamente: bajaba a la charcuterí a con el impermeable puesto directamente encima de la piel. José se mudó a su apartamento, y su nombre reemplazó al de Mag Wildwood en la tarjeta del buzó n. De todos modos, Holly se pasaba sola muchas horas, porque José se quedaba en Washington tres dí as a la semana. Durante sus ausencias Holly no recibí a visitas y apenas salí a del apartamento como no fuera los jueves, para su viaje semanal a Ossining[6].

      Lo cual no quiere decir que la vida hubiese dejado de interesarle; todo lo contrario, parecí a má s contenta, muchí simo má s alegre que desde que yo la conocí a. Aquel entusiasmo hogareñ o tan intenso e impropio de ella que de repente la embargó produjo como resultado una serie de compras tambié n impropias de ella: en una subasta celebrada en Parke-Bernet adquirió un tapiz que representaba a un ciervo acorralado, y, de entre las antiguas propiedades de William Randolph Hearst, una sombrí a pareja de incó modos sillones gó ticos; se compró la Modern Library entera, numerosos discos con los que llenó varios anaqueles, innumerables reproducciones del Metropolitan Museum (entre ellas, una escultura china que representaba un gato, y que su propio gato detestaba y trataba de acobardar con bufidos, para finalmente destruirla), una batidora, una olla a presió n, y toda una biblioteca de libros de cocina. Hizo de ama de casa durante tardes enteras que dedicó a ordenar de forma en absoluto sistemá tica la sauna que era su cocina:

      —Dice José que cocino mejor que el Colony. La verdad, ¿ có mo hubiese nadie podido adivinar que yo poseí a ese talento natural? Hace un mes ni siquiera era capaz de hacer unos huevos revueltos.

      Y, si vamos a eso, seguí a siendo incapaz de hacerlos. Los platos má s sencillos, un bisté, una ensalada como Dios manda, estaban fuera de su alcance. En lugar de eso solí a servirle a José, y tambié n a mí algunas veces, sopas outré (tortuga negra al brandy servida en cortezas de aguacate), fantasí as neronianas (faisá n asado, relleno de granada y placaminero), y otras equí vocas innovaciones (pollo y arroz al azafrá n servidos con salsa de chocolate: «Es un clá sico caribeñ o, cariñ o»). El racionamiento bé lico del azú car y la crema de leche suponí an un estorbo para su imaginació n a la hora de preparar postres; no obstante, una vez consiguió hacer una cosa llamada tapioca de tabaco; mejor será no describirlo.

      Ni describir tampoco sus intentos de aprender portugué s, una ordalí a tan tediosa para ella como para mí, ya que siempre que iba a verla tení a girando en el gramó fono uno de los discos de la Linguaphone. En esa é poca, ademá s, no empleaba casi ninguna frase que no empezara por «Cuando ya estemos casados…», o bien «Cuando vivamos en Rí o…». Y eso a pesar de que José no habí a hablado nunca de matrimonio. Cosa que ella reconocí a.



  

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