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 Desayuno en Tiffany’s 1 страница



 

          

      Holly Golightly es, quizá s, el má s seductor personaje creado por este maestro de seducció n que fue Truman Capote. Atractiva sin ser guapa, tras rechazar una carrera de actriz en Hollywood, Holly se convierte en una estrella del Nueva York má s sofisticado; bebiendo có cteles y rompiendo corazones, parece ganarse la vida pidiendo suelto para sus expediciones al tocador en los restaurantes y clubes de moda, y vive rodeada de los tipos má s disparatados, desde un mafioso que cumple condena en Sing Sing y al que visita semanalmente, hasta un millonario caprichoso de afinidades nazis, pasando por un viejo barman secretamente enamorado de ella.

      Mezcla de picardí a e inocencia, de astucia y autenticidad, Holly vive en la provisionalidad permanente, sin pasado, no queriendo pertenecer a nada ni a nadie, sintié ndose desterrada en todas partes pese al glamour que la rodea, y soñ ando siempre en ese paraí so que para ella es Tiffany’s, la famosa joyerí a neoyorquina. Desayuno en Tiffany’s es una extraordinaria novela corta que, por sí sola, bastarí a para consagrar a un autor.

 


       

 

      Truman Capote

 

 Desayuno en Tiffany’s

          

 

       

 

 


      Tí tulo original: Breakfast at Tiffany’s

 

      Traducció n: Enrique Murillo

 

      Portada retocada por: laNane

 

      Truman Capote, 1958.

 

 


      Siempre me siento atraí do por los lugares en donde he vivido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un edificio de roja piedra arenisca en la zona de las Setenta Este donde, durante los primeros añ os de la guerra, tuve mi primer apartamento neoyorquino. Era una sola habitació n atestada de muebles de trastero, un sofá y unas obesas butacas tapizadas de ese especial y rasposo terciopelo rojo que solemos asociar a los trenes en dí a caluroso. Tení a las paredes estucadas, de un color tirando a esputo de tabaco mascado. Por todas partes, incluso en el bañ o, habí a grabados de ruinas romanas que el tiempo habí a salpicado de pardas manchas. La ú nica ventana daba a la escalera de incendios. A pesar de estos inconvenientes, me embargaba una tremenda alegrí a cada vez que notaba en el bolsillo la llave de este apartamento; por muy sombrí o que fuese, era, de todos modos, mi casa, mí a y de nadie má s, y la primera, y tení a allí mis libros, y botes llenos de lá pices por afilar, todo cuanto necesitaba, o eso me parecí a, para convertirme en el escritor que querí a ser.

      Jamá s se me ocurrió, en aquellos tiempos, escribir sobre Holly Golightly, y probablemente tampoco se me hubiese ocurrido ahora de no haber sido por la conversació n que tuve con Joe Bell, que reavivó de nuevo todos los recuerdos que guardaba de ella.

      Holly Golightly era una de las inquilinas del viejo edificio de piedra arenisca; ocupaba el apartamento que estaba debajo del mí o. Por lo que se refiere a Joe Bell, tení a un bar en la esquina de Lexington Avenue; todaví a lo tiene. Holly y yo bajá bamos allí seis o siete veces al dí a, aunque no para tomar una copa, o no siempre, sino para llamar por telé fono: durante la guerra era muy difí cil conseguir que te lo instalaran. Ademá s, Joe Bell tomaba los recados mejor que nadie, cosa que en el caso de Holly Golightly era un favor importante, porque recibí a muchí simos.

      Todo esto pasó, naturalmente, hace un montó n de tiempo y, hasta la semana pasada, hací a añ os que no veí a a Joe Bell. Alguna que otra vez nos habí amos puesto en contacto, y en ocasiones me habí a dejado caer por su bar cuando pasaba por el barrio; pero nunca habí amos sido en realidad grandes amigos, excepto en el sentido de que ambos é ramos amigos de Holly Golightly. Joe Bell no tiene un cará cter precisamente afable, tal como é l mismo reconoce, aunque dice que es por culpa de su solterí a y de las malas pasadas que le gasta su estó mago. Todos los que le conocen bien saben que no es fá cil conversar con é l. Y que resulta hasta imposible si no tienes sus mismas obsesiones, entre las cuales se cuenta Holly. De las otras mencionaré el hockey sobre hielo, los perros de raza Weimaraner, Our Gal Sunday (un serial radiofó nico de baja estofa que lleva oyendo desde hace quince añ os), y Gilbert y Sullivan: afirma estar emparentado con uno de los dos, no recuerdo cuá l.

      De modo que cuando, el pasado martes por la tarde, sonó el telé fono y oí «Soy Joe Bell», supe que tení a que ser por algo referente a Holly. No lo dijo, só lo:

      —¿ Puedes venir a toda mecha? Es importante.

      Y su voz afó nica temblaba de excitació n.

      Tomé un taxi bajo un chaparró n otoñ al, y por el camino llegué incluso a pensar que quizá Holly hubiera regresado, que quizá volverí a a verla.

      Pero en el local no habí a nadie má s que el dueñ o. El bar de Joe Bell es un sitio tranquilo en comparació n con la mayor parte de los que hay en Lexington Avenue. No ostenta neones ni televisor. Dos viejos espejos reflejan el tiempo que hace en la calle; y detrá s de la barra, en un nicho rodeado de fotos de estrellas del hockey sobre hielo, siempre hay un gran jarró n de flores frescas que el propio Joe Bell arregla con maternal cuidado. Eso es lo que estaba haciendo cuando entré.

      —Desde luego —dijo, hundiendo un gladiolo en el jarró n—, desde luego que no te hubiese hecho venir si no fuera porque querí a oí r tu opinió n. Es muy raro. Ha pasado una cosa rarí sima.

      —¿ Has tenido noticias de Holly?

      Palpó una hoja, como si no estuviera seguro de có mo contestarme. Es un hombre bajito con una magní fica melena de á spero pelo blanco, y una cara huesuda y en declive que le sentarí a mejor a una persona má s alta; su tez suele estar siempre bronceada: en aquel momento se le enrojeció.

      —No puedo decir exactamente que haya tenido noticias de ella. En fin, no estoy seguro. Por eso quiero tu opinió n. Espera, te prepararé un có ctel. Es nuevo. Lo llaman White Angel —dijo, mezclando la mitad de vodka con la mitad de ginebra, sin vermut.

      Mientras yo me bebí a el resultado, Joe Bell estuvo chupando una pastilla para el estó mago y dá ndole vueltas a lo que tení a que decirme.

      —¿ Te acuerdas —dijo por fin— de un tal Mr. I. Y. Yunioshi, aquel señ or del Japó n?

      —De California —dije, recordando perfectamente a Mr. Yunioshi—. Es fotó grafo de una revista ilustrada, y cuando le conocí viví a en el estudio del ú ltimo piso de la casa de piedra arenisca.

      —No trates de liarme. Só lo te pregunto si sabes a quié n me refiero. Bien. Pues ayer noche se presenta aquí ni má s ni menos que el mismí simo Mr. I. Y. Yunioshi. No le habí a visto, bueno, desde hace má s de dos añ os. ¿ Y dó nde dirí as que ha estado durante estos dos añ os?

      — En Africa.

      Joe Bell dejó de machacar su pastilla, entrecerró los ojos:

      —¿ Y có mo lo sabes?

      —Lo ha contado Winchell[1].

      Y así era, de hecho.

      Abrió, con acompañ amiento de un tintineo, la registradora, y sacó un sobre de papel manila.

      —Muy bien, pues a ver si Winchell tambié n ha contado esto.

      En el sobre habí a tres fotos má s o menos iguales, pero tomadas desde distintos á ngulos: un negro alto y delicado, con falda de calicó y una sonrisa tí mida pero vanidosa, mostraba en sus manos una extrañ a escultura de madera, una talla alargada que representaba una cabeza, la de una chica de pelo liso y tan corto como el de un hombre, con sus lustrosos ojos de madera desproporcionadamente grandes y sesgados en el ahusado rostro, y los labios gruesos, excesivamente marcados, casi como los de un payaso. A primera vista parecí a una talla muy primitiva; pero luego no, porque aquello era la viva imagen de Holly Golightly, todo lo parecido a ella que podí a esperarse de aquel objeto negro y quieto.

      —¿ Qué me dices de esto? —dijo Joe Bell, satisfecho de mi sorpresa.

      —Se le parece.

      —Mira, chico —y descargó una palmada sobre la barra—, es ella. Como que me llamo Joe. Ese enano japoné s supo que lo era en cuanto la vio.

      —¿ La vio? ¿ En Africa?

      —Bueno. Só lo esta estatua. Pero es lo mismo. Lee tú mismo lo que dice aquí —dijo, dá ndole la vuelta a una de las fotografí as.

      En el reverso decí a: Talla de Madera. Tribu S, Tococul, East Anglia, Navidad, 1956.

      —Esto es lo que dice el nipó n —dijo Joe.

      Y la historia era la siguiente: el dí a de Navidad, Mr. Yunioshi pasó con su cá mara por Tococul, una aldea perdida en el laberinto del quinto infierno, y que aquí no nos interesa, un simple montó n de chozas de barro con monos en la puerta y buitres en el techo. Cuando ya habí a decidido seguir su camino, Mr. Yunioshi se fijó de repente en un negro sentado en cuclillas junto a su choza. Estaba tallando monos en un bastó n. A Mr. Yunioshi le llamó la atenció n su trabajo, y le rogó que le permitiera ver otras muestras. Tras lo cual le enseñ aron la talla de la cabeza de una joven: y tuvo la sensació n, o así al menos me lo contó Joe Bell, de estar sumergié ndose en un sueñ o. Pero cuando dijo que querí a comprarla, el negro se cogió las partes con la mano (un ademá n al parecer amable, algo así como llevarse la palma al corazó n) y se negó a vender. Ni un medio kilo de sal má s diez dó lares, ni tampoco un reloj de pulsera má s un kilo de sal má s veinte dó lares, bastaron para convencerle. Mr. Yunioshi estaba decidido a averiguar de la forma que fuese có mo habí a llegado a realizar aquella talla. Y le costó su sal y su reloj, pero al final le contaron la ané cdota en una mezcla de africano, afroinglé s y señ as. Le pareció entender que la anterior primavera habí a aparecido de entre la maleza un grupo de tres blancos montados a caballo. Una joven y dos hombres. Los hombres, con los ojos enrojecidos por la fiebre, se vieron obligados a permanecer varios dí as temblando en una choza aislada, mientras que la joven, que se encaprichó del escultor, compartió su jergó n con é l.

      —Esta parte de la historia no me la creo —dijo el mojigato Joe Bell—. Sé que Holly era como era, pero no creo que pudiese llegar ni de lejos a una cosa así.

      —¿ Y luego?

      —Luego, nada —se encogió de hombros—. Al cabo de un tiempo se fue tal como habí a llegado, montada a lomos de un caballo.

      —¿ Sola, o con los dos hombres?

      —Supongo que con los dos hombres —parpadeó Joe Bell—. Pues bien, el nipó n estuvo preguntando por ella a lo largo y ancho de todo el paí s. Pero nadie má s la habí a visto.

      Luego ocurrió como si Joe notara que se le filtraba mi propia decepció n, y no quisiera contagiarse.

      —Tendrá s que admitir al menos una cosa: es la primera noticia concreta que nos llega desde hace no sé cuá ntos —contó con los dedos, pero no le bastaron— añ os. Espero al menos que se haya hecho rica. Tiene que serlo. Hay que ser rico para andar perdiendo el tiempo por Africa.

      —Probablemente jamá s haya pisado Africa —dije, muy convencido; y, sin embargo, podí a imaginá rmela allí, era un sitio al que podí a haber ido.

      Y la cabeza tallada: volví a mirar las fotos.

      —Ya que tanto sabes, ¿ dó nde está?

      —Habrá muerto. O estará en un manicomio. O se habrá casado.

      Joe reflexionó un momento.

      —No —dijo, sacudiendo negativamente la cabeza—. Y te diré por qué. Si estuviera aquí, yo la habrí a visto. Si una persona a la que le gusta caminar, una persona como yo, alguien que lleva diez o doce añ os caminando por estas calles, y que durante todos estos añ os ha estado buscá ndola, no la ha visto ni una sola vez, ¿ no es para pensar que no está aquí? Veo partes de ella constantemente, un culito plano, una chica flaca que anda tiesa y a buen paso… —hizo una pausa, como si le azotase la fijeza con que le estaba mirando— ¿ Crees que estoy majara?

      —Só lo que no me habí a enterado de que estuvieses enamorado de ella. Hasta ese punto.

      Lamenté haberlo dicho; le desconcertó. Recogió las fotos y volvió a meterlas en el sobre. Miré la hora en mi reloj. No tení a que ir a ningú n lado, pero me pareció que lo mejor serí a largarme.

      —Espera —dijo, agarrá ndome de la muñ eca—. La querí a, claro. Pero nunca se me ocurrió tocarla —y, sin sonreí r, añ adió —. Tampoco creas que no pienso en esas cosas. Incluso a mi edad, y el diez de enero cumpliré los sesenta y siete. Es curioso, pero, cuanto má s viejo me hago, má s pienso en esas cosas. No recuerdo haber pensado tanto en ellas cuando era joven, y ahora en cambio me ocurre a cada momento. Quizá sea porque cuanto má s viejo te haces, menos fá cil es llevar esos pensamientos a la prá ctica, quizá por que se te queda todo encerrado en la cabeza y se te convierte en una carga. Pero —se sirvió una medida de whisky y se la bebió de un trago—, jamá s haré nada deshonroso. Y te juro que jamá s me cruzó siquiera la imaginació n la idea de hacerle algo a Holly. Se puede querer a una persona sin que pasen esas cosas. Se puede tratar a esa persona como a una desconocida, una desconocida que es tu amiga.

      Entraron dos hombres en el bar, y pareció el momento oportuno para irse. Joe Bell me siguió hasta la puerta. Volvió a atraparme por la muñ eca.

      —¿ Lo crees?

      —¿ Que jamá s quisiste ni tocarla?

      —No, me refiero a lo de Africa.

      En aquel momento era como si no pudiese recordar la ané cdota, só lo la imagen de Holly alejá ndose, a caballo.

      —De todos modos, ha desaparecido.

      —Sí —dijo é l, abriendo la puerta—. Ha desaparecido.

      Afuera habí a dejado de llover, no quedaba má s que un resto de niebla en el aire, de modo que volví la esquina y anduve por la calle en donde se encuentra el edificio de piedra arenisca. Es una calle con á rboles que durante el verano forman frescos dibujos en la acera; pero las hojas estaban ahora amarilleadas, habí an caí do en su mayor parte, y la lluvia las habí a dejado resbaladizas, patinaban bajo mis suelas. La casa está a mitad de la manzana, junto a una iglesia en cuya torre azulada da las horas el reloj. La casa ha sido remozada despué s de que yo me fuera; una elegante puerta negra reemplaza el viejo cristal deslustrado, y unas bonitas contraventanas grises enmarcan las ventanas. Ahora no vive allí ningú n vecino del que yo guarde algú n recuerdo, con la sola excepció n de Madame Sapphia Spanella, una ronca soprano que cada tarde se iba a patinar a Central Park. Sé que sigue viviendo allí porque subí los peldañ os y miré los buzones. Fue uno de estos buzones lo primero que me condujo a enterarme de la existencia de Holly Golightly.

      Llevaba má s o menos una semana viviendo en esa casa cuando me fijé en la curiosa tarjeta colocada en el buzó n del apartamento 2. Las letras impresas, tan elegantes como si fuese una tarjeta de Cartier, decí an: Miss Holiday Golightly, y, debajo, en una esquina, Viajera. Sonaba tan fastidioso como una canció n. Miss Holiday Golihgtly, Viajera.

      Una noche, bastante má s tarde de las doce, me despertó la voz de Mr. Yunioshi, que gritaba por el hueco de la escalera. Como é l viví a en el ú ltimo piso, su voz bajaba por toda la casa, exasperada y severa.

      —¡ Miss Golightly! ¡ Tengo que presentarle mis quejas!

      La voz que regresó, emergiendo desde el fondo de la escalera, era juvenil y guasona.

      —¡ Ay, chico, no sabe cuá nto lo siento! He vuelto a perder la maldita llave.

      —No debe seguir llamando a mi timbre. Por favor, se lo pido por favor, encargue una llave nueva.

      —Es que las pierdo todas.

      —Yo trabajo. Tengo que dormir —gritó Mr. Yunioshi—. Y usted siempre está llamando a mi timbre…

      —Oh, pero no se enfade, buen hombre, que no volveré a hacerlo. Y, si me promete que no se va a enfadar —su voz se iba acercando a medida que subí a la escalera—, dejaré que me haga esas fotos de las que hablamos.

      En ese momento ya me habí a levantado de la cama y abierto la puerta un centí metro. Pude oí r el silencio de Mr. Yunioshi: oí rlo porque estaba acompañ ado por un audible cambio de respiració n.

      —¿ Cuá ndo? —dijo por fin.

      La chica se puso a reí r.

      —Algú n dí a —contestó la chica, arrastrando las palabras.

      Salí al rellano y me asomé a la barandilla, lo suficiente como para ver sin ser visto. Ella seguí a subiendo la escalera, llegó a su piso, y la luz del rellano iluminó la mezcolanza de colores de su pelo cortado a lo chico, con franjas leonadas, mechas de rubio albino y rubio amarillo. Era una noche calurosa, casi de verano, y Holly llevaba un fresco vestido negro, sandalias negras, collar de perlas. Pese a su distinguida delgadez, tení a un aspecto casi tan saludable como un anuncio de cereales para el desayuno, una pulcritud de jabó n al limó n, una pueblerina intensificació n del rosa en las mejillas. Tení a la boca grande, la nariz respingosa. Unas gafas oscuras le ocultaban los ojos. Era una cara que ya habí a dejado atrá s la infancia, pero que aú n no era de mujer. Pensé que podí a tener entre diecisé is y treinta añ os; resultó finalmente que le faltaban dos tí midos meses para cumplir los diecinueve.

      No estaba sola. Un hombre la seguí a. El modo en que su rolliza mano le rodeaba la cadera parecí a en cierto modo indecoroso; no moral, sino esté ticamente. Era bajo y ancho, de pelo abrillantinado y moreno artificial, un tipo encorsetado por su traje a rayas, y con un marchito clavel rojo en el ojal. Cuando llegaron a la puerta ella se puso a revolver el bolso en busca de la llave, y ni se dio por enterada de que los gruesos labios de aquel tipo le estaban hociqueando la nuca. Por fin, sin embargo, tras encontrar la llave y abrir la puerta, Holly se volvió cordialmente hacia é l:

      —Gracias, chato… Has sido muy amable acompañ á ndome hasta aquí.

      —¡ Eh, nena! —dijo é l, porque estaban cerrá ndole la puerta en las narices.

      —Dime, Harry.

      —Harry era el otro. Yo soy Sid. Sid Arbuck. Sé que te gusto.

      —Te adoro, Arbuck. Pero buenas noches, Arbuck.

      Mr. Arbuck se quedó mirando con incredulidad la puerta, que se cerró firmemente.

      —Eh, nena, dé jame entrar, anda. Sé que te gusto. Les gusto a todas. ¿ No me he hecho cargo yo de la cuenta, cinco personas, amigos tuyos, gente a la que jamá s habí a visto hasta hoy? ¿ No me da eso derecho a gustarte? Sé que te gusto, nena.

      Dio unos golpes suaves a la puerta, y luego otros má s fuertes; al final retrocedió unos cuantos pasos, con el cuerpo encorvado y agachado, como si tuviera intenció n de cargar contra ella. Pero en lugar de eso se lanzó escaleras abajo, no sin descargar un puñ etazo contra la pared. Justo cuando llegó a la planta baja, se abrió la puerta del apartamento de la chica, que asomó la cabeza.

      —Oh, Arbuck…

      El se volvió, con el rostro lubrificado por una sonrisa de alivio: la chica estaba de guasa, eso era todo.

      —La pró xima vez que una chica te pida suelto para ir al tocador —gritó, en absoluto de guasa—, sigue mi consejo, chico: ¡ no le des veinte centavos!

 


      Holly cumplió lo que le habí a prometido a Mr. Yunioshi; o no volvió a llamar a su timbre, supongo, porque durante los dí as siguientes comenzó a llamar al mí o, a veces a las dos, o a las tres y las cuatro de la madrugada: no tení a escrú pulos por lo que respecta a la hora en que pudiera sacarme de la cama para que pulsara el botó n que abrí a el portal de la calle. Como ninguno de mis amigos era de los que se te presentan en casa a esas horas, siempre sabí a que era ella. Pero las primeras veces que llamó todaví a me dirigí a a la puerta, medio convencido de que habí a malas noticias, algú n telegrama, para mí. Pero siempre era Miss Golightly, que gritaba desde abajo:

      —Lo siento, chico. Me he olvidado la llave.

      Naturalmente, no llegamos a trabar relació n. Aunque de hecho nos cruzá bamos con frecuencia en la escalera o en la calle; sin embargo, ella hací a como si no me viese. Nunca se quitaba las gafas de sol, iba siempre muy bien vestida, con un buen gusto casi pomposo pese a la sencillez de su ropa, de los azules y los grises escasamente llamativos que hací an que fuese ella, su persona, la que brillaba. Hubiera podido deducirse que era modelo de fotó grafo, o una actriz principiante, aunque, por sus horarios, era obvio que no tení a tiempo para dedicarse a ninguna de las dos cosas.

      De vez en cuando la veí a lejos de nuestro barrio. En una ocasió n, un pariente que vino a visitarme me invitó al «21», y allí, en una mesa de primera, rodeada de cuatro hombres, ninguno de los cuales era Mr. Arbuck, aunque todos ellos fueran intercambiables con é l, se encontraba Miss Golightly, peiná ndose de forma ociosa, pú blica; y su expresió n, un bostezo contenido, sirvió, por ejemplo, para asordinar la excitació n que me producí a cenar en un lugar tan de postí n. Otra noche, en pleno verano, el calor que hací a en mi habitació n me hizo salir a la calle. Bajé por la Tercera Avenida hasta la calle Cincuenta y uno, en donde habí a un anticuario en cuyo escaparate destacaba un objeto que yo admiraba: una jaula que era todo un palacio, una auté ntica mezquita con minaretes y habitaciones de bambú que anhelaban la presencia de loros parlanchines. Pero costaba trescientos cincuenta dó lares. De vuelta a casa me fijé en un grupo de taxistas que formaba un corro frente al bar de P. J. Clark, aparentemente atraí do por un alegre grupo de oficiales del ejé rcito australiano que, con ojos achispados de whisky, entonaban Waltzing Matilda con sus voces de barí tono. Sin dejar de cantar, bailaban por turnos con una chica a la que hací an girar como una peonza por el adoquinado bajo el paso elevado del metro; y la chica, Miss Golightly, por supuesto, flotaba en sus brazos ligera como un pañ uelo.

      Pero si Miss Golightly no llegó a enterarse de mi existencia, excepto en mi calidad de prá ctico portero, a lo largo de aquel verano yo acabé convirtié ndome en toda una autoridad sobre la suya. Descubrí, observando la papelera que dejaba junto a su puerta, que sus lecturas normales eran la prensa popular, los folletos de viajes y las cartas astrales; que fumaba unos pitillos esoté ricos de la marca Picayune; que sobreviví a a base de requesó n y tostaditas; que su cabello multicolor no era obra de la naturaleza. La misma fuente de informació n me permitió saber que recibí a montones de cartas del frente. Siempre estaban rotas a tiras alargadas, como registros. A veces me llevaba uno de esos registros para utilizarlo en mis lecturas. Recuerdo y te echo de menos y llueve y escribe, por favor, y maldita y condenada eran las palabras que má s a menudo se repetí an en esas tiras de papel; é stas, y soledad y te quiero.

      Ademá s, tení a un gato y tocaba la guitarra. Los dí as de mucho sol se lavaba el pelo y, junto con el gato, un rojizo macho atigrado, se sentaba en la escalera de incendios y rasgaba la guitarra mientras se le secaba el pelo. Cada vez que oí a la mú sica, yo me acercaba silenciosamente a la ventana. Tocaba muy bien, y a veces tambié n cantaba. Cantaba con el acento afó nico y quebrado de un muchacho. Se sabí a todas las canciones de los musicales de é xito, de Cole Porter y Kurt Weill; le gustaban sobre todo las canciones de Oklahoma! , recié n estrenada aquel verano. Pero en algunos momentos tocaba melodí as que hací an que me preguntase de dó nde podí a haberlas sacado, de dó nde podí a haber salido aquella chica. Canciones nó madas, agridulces, con letras que sabí an a pinar o pradera. Una de ellas decí a: No quiero dormir, no quiero morir, só lo quiero seguir viajando por los prados del cielo; y parecí a que é sta fuese la que má s la complací a, pues a menudo seguí a cantá ndola mucho despué s de que se le hubiera secado el pelo, cuando el sol ya se habí a puesto y se veí an ventanas iluminadas en el anochecer.

      Pero nuestra relació n personal no empezó hasta septiembre, una noche atravesada por los primeros y frí os estremecimientos del otoñ o. Yo habí a ido al cine, regresado a casa, y estaba acostado con un bourbon y el ú ltimo Simenon: lo cual constituí a hasta tal punto mi ideal de comodidad que no conseguí entender cierta sensació n de inquietud que fue creciendo poco a poco, tanto que llegué a oí r mis propios latidos. Era una sensació n acerca de la cual habí a leí do y hasta escrito, pero que jamá s habí a experimentado. La sensació n de estar siendo vigilado. De una presencia invisible. Luego: un repentino golpeteo en la ventana, el vislumbre de un gris fantasmal: derramé el bourbon. Transcurrieron unos momentos antes de que tuviera arrestos para abrir la ventana, y preguntarle a Miss Golightly qué querí a.

      —Tengo abajo a un hombre horripilante —dijo, saltando de la escalera de incendios al interior de la habitació n—. Bueno, cuando no está bebido es encantador, pero tan pronto prueba el vino, ¡ Santo Dios, quel animal! No hay nada en el mundo que deteste tanto como los hombres que te dan mordiscos —se abrió un poco el albornoz gris para mostrarme las pruebas de lo que ocurre cuando un hombre da un mordisco. No llevaba má s que el albornoz—. Siento haberte pegado un susto. Pero cuando ese animal se ha puesto imposible, he salido por la ventana. Me parece que cree que estoy en el bañ o, y me importa un cuerno lo que piense, que se vaya al infierno, se cansará, se dormirá, Dios mí o, tiene que dormirse, se ha tomado ocho martinis antes de cenar y suficiente vino como para que se bañ e un elefante. Oye, si quieres echarme, me echas. Ya sé que es mucha jeta eso de entrometerme aquí de esta forma. Pero ahí afuera hace un frí o que pela. Y parecí a que aquí se estuviera tan bien. Me has recordado a mi hermano Fred. Dormí amos cuatro en la misma cama, y é l era el ú nico que me dejaba abrazarle las noches má s frí as. Por cierto, ¿ te importa que te llame Fred?



  

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