Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





 Desayuno en Tiffany’s 4 страница



      —Te diré … ¿ Muerde?

      A Mag se le escapó un punto.

      —¿ Que si muerde?

      —Que si te muerde a ti. En la cama.

      —Pues no, la verdad. ¿ Te parece que deberí a hacerlo? —luego añ adió, en tono de censura—. Pero se rí e.

      —Bien. Eso me parece correcto. Me gustan los hombres con sentido del humor, la mayorí a no hacen má s que jadear y soltar bufidos.

      Mag retiró su queja; aceptó el comentario como un halago que se reflejaba en ella.

      —Sí. Yo dirí a que sí.

      —Bien. No muerde. Rí e. ¿ Qué má s?

      Mag volvió a contar los puntos hasta el que se habí a saltado, y reanudó luego la labor. Estaba haciendo punto del revé s.

      —Te he dicho que qué má s.

      —Ya te he oí do. Y no es que no te lo quiera contar. Pero me cuesta mucho acordarme. No les doy vu-vueltas a esas cosas. No tanto como pareces hacerlo tú. Se me olvidan, como los sueñ os. Estoy segura de que eso es lo co-corriente.

      —Puede que sea corriente, pero yo prefiero ser rara —Holly interrumpió un momento su tarea, consistente en ir pintando de rojo el resto de los bigotes del gato—. Mira, si no consigues acordarte, prueba a ver qué pasa si dejas la luz encendida.

      —Entié ndeme, por favor, Holly. Soy una persona superconvencionalí sima.

      —Qué cojones, ¿ te parece mal echarle una buena ojeada a un tipo que te gusta? Los hombres son preciosos, hay muchos que lo son, José lo es, y si ni siquiera te dignas mirarle, no sé, yo dirí a que le está n sirviendo un plato de macarrones bastante frí o.

      —No grites ta-tanto.

      —Es imposible que esté s enamorada de é l. Y bien, ¿ responde esto a tu pregunta?

      —No. Porque no soy un plato de macarrones frí o. Tengo un corazó n muy cá lido. Esa es la esencia misma de mi cará cter.

      —De acuerdo. Tienes un corazó n muy cá lido. Pero si yo fuese un hombre que está yé ndose a la cama, preferida llevarme una botella de agua caliente. Es má s tangible.

      —José no es de los que chillan —dijo, muy satisfecha, mientras el sol arrancaba destellos de sus agujas—. Ademá s, estoy enamorada de é l. ¿ Te has dado cuenta de que he tejido diez pares de calcetines a cuadros en menos de tres meses? Y é ste es el segundo sué ter —estiró el sué ter y lo echó a un lado—. ¿ Para qué?, me pregunto. Sueters en Brasil. Tendrí a que estar haciendo cascos para el sol.

      Holly se tendió de espaldas y bostezó.

      —Tambié n debe de haber invierno.

      —Es cuando llueve, eso al menos sí lo sé. Calor. Lluvia. Se-selvas.

      —Calor. Selvas. ¿ Sabes que me gustarí a?

      —Mucho má s que a mí.

      —Sí —dijo Holly, en un tono adormilado que no era de sueñ o—. Mucho má s que a ti.

 


      El lunes, cuando bajé por el correo de la mañ ana, la tarjeta del buzó n de Holly estaba cambiada: Miss Golightly y Miss Wildwood viajaban ahora juntas. Esto hubiese podido retener mi interé s un momento má s, pero habí a una carta en mi buzó n. Era de una pequeñ a revista universitaria a la que habí a remitido un cuento. Les habí a gustado; y, aunque me pedí an que entendiese que no podí an permitirse el lujo de pagarme, tení an intenció n de publicarlo. Publicarlo: lo cual equivalí a a letra impresa. Borracho de excitació n no es una simple frase. Tení a que decí rselo a alguien: y, subiendo las escaleras de dos en dos, aporreé la puerta de Holly.

      Supuse que mi voz no serí a capaz de transmitir la noticia; en cuanto salió a la puerta, bizqueando de sueñ o, arremetí con la carta contra ella. Para cuando me la devolvió, tuve la sensació n de que habí a tardado el tiempo suficiente como para leer sesenta pá ginas.

      —Yo no se lo autorizarí a. Si no pagan, nada —dijo, bostezando.

      Es posible que mi expresió n bastara para hacerle entender que no lo habí a comprendido, que no buscaba consejo sino una felicitació n: sus labios pasaron del bostezo a la sonrisa.

      —Oh, ya veo. Es maravilloso. Bueno, pasa —dijo—. Haremos café y lo celebraremos. No. Me vestiré y te invitaré a comer.

      Su dormitorio estaba en armoní a con la sala: perpetuaba aquel mismo ambiente de campamento a punto de ser levantado; cajas de embalaje y maletas, todo cerrado y listo para la partida, como las pertenencias de un delincuente que sabe que la ley anda pisá ndole los talones. En la sala no habí a muebles propiamente dichos, pero la habitació n contaba con una cama, de matrimonio, por cierto, y espectacular: madera clara, saté n con borlas.

      Dejó abierta la puerta del bañ o y charló desde allí; entre chorros y fregoteos, la mayor parte de lo que dijo resultó ininteligible, pero en esencia era: me suponí a al tanto de que Mag Wildwood se habí a instalado allí, lo cual era muy prá ctico, porque, si necesitas una compañ era de habitació n, en el supuesto de que no pueda ser bollera, no hay nada mejor que una chica que sea absolutamente tonta, que es lo que Mag era en su opinió n, porque entonces es facilí simo dejar que pague ella el alquiler y que vaya ella a la lavanderí a.

      Era evidente que Holly tení a problemas con la lavanderí a; la habitació n, como un gimnasio de chicas, estaba sembrada de ropa sucia.

      —… y, sabes, es una modelo que tiene mucho é xito, ¿ no es fantá stico? Lo cual me va muy bien —dijo, saliendo del bañ o a pata coja, porque al mismo tiempo se estaba ajustando la faja—. Seguro que no tendré que aguantarla todo el dí a. Y no creo que haya muchos problemas en el frente de los hombres. Está prometida. Buen chico. Aunque hay una leve diferencia de estatura: un palmo, yo dirí a, a favor de ella. Dó nde diablos…

      Estaba de rodillas, metiendo el brazo bajo la cama. Cuando encontró lo que buscaba, unos zapatos de lagarto, tuvo que buscar una blusa, un cinturó n, y me dio que pensar largamente que, pese a todo aquel desbarajuste, consiguiese al final el resultado apetecido: un aspecto de persona mimada por la vida, serenamente inmaculado, como si la hubiesen estado cuidando las doncellas de Cleopatra.

      —Escú chame —dijo, y tomó mi barbilla en su palma—. Me alegra lo del cuento. De verdad.

 


      Aquel lunes de octubre de 1943. Un dí a precioso, alegre como un pá jaro. Nos tomamos para empezar sendos manhattans en el bar de Joe Bell; y, cuando é ste se enteró de mi buena suerte, có cteles de champá n por cuenta de la casa. Despué s paseamos hasta la Quinta Avenida, en donde habí a un desfile. Las banderas al viento, el retumbar de las bandas militares, no parecí an tener relació n alguna con la guerra sino que má s bien parecí an una fanfarria organizada exclusivamente en mi honor.

      Comimos en la cafeterí a del parque. Luego, dando un rodeo para no pasar por el zooló gico (Holly dijo que no soportaba la visió n de cosas enjauladas), reí mos, corrimos y cantamos por los senderos que conducen al viejo cobertizo de madera que en aquel entonces albergaba los botes, y que ahora ya ha desaparecido. En el lago flotaban hojas; un jardinero abanicaba en la orilla una hoguera de hojarasca, y el humo, alzá ndose como las señ ales de los indios, era la ú nica mancha del aire estremecido. Nunca me han dicho nada los abriles, es el otoñ o lo que me parece la estació n inaugural, primaveral; y así me sentí mientras permanecí a sentado con Holly en la barandilla de la entrada del cobertizo. Pensé en el futuro, y hablé del pasado. Porque Holly quiso saber cosas de mi infancia. Ella habló tambié n de la suya; pero fue un recital esquivo, sin nombre ni lugar, impresionista, aunque la impresió n que recibí era opuesta a la que me habí a esperado, pues me hizo unas descripciones casi voluptuosas de bañ os veraniegos, á rboles navideñ os, guapos primos, festejos: en pocas palabras, alegre en un sentido en que ella no lo era, y en modo alguno, desde luego, el pasado de una chica que se ha fugado de su casa.

      ¿ O, le pregunté, quizá no era cierto que se habí a largado a vivir por su cuenta cuando só lo tení a catorce añ os? Se frotó la nariz.

      —Eso es cierto. Lo otro no. Aunque, la verdad, tu descripció n de tu infancia ha sido tan trá gica que me ha parecido inoportuno rivalizar contigo.

      Bajó de la barandilla dando un salto.

      —En fin, esto me recuerda que tendrí a que mandarle un poco de mantequilla de cacahuete a Fred.

      Nos pasamos el resto de la tarde caminando al este y al oeste, arrancá ndoles con añ agazas a diversos tenderos numerosas latas de mantequilla de cacahuete, que iba muy escasa en los añ os de la guerra; oscureció sin que hubié semos obtenido má s que media docena de tarros, el ú ltimo en una charcuterí a de la Tercera Avenida, cerca de la tienda de antigü edades en cuyo escaparate se encontraba aquella palaciega jaula, de manera que la llevé hasta allí para que la viese, y Holly supo apreciar su encanto, su fantasí a.

      —De todos modos, es una jaula.

      Cuando pasá bamos delante de un Woolworth’s, me agarró fuertemente el brazo:

      —Robemos algo —dijo, tirando de mí hacia el interior de la tienda, en donde, de inmediato, me pareció sentir el acoso de las miradas, como si ya fué semos sospechosos—. Venga. No seas gallina.

      Exploró un mostrador con montañ as de calabazas de papel y má scaras para la noche de Halloween[5]. La dependienta estaba atareada con un grupo de monjas que se probaban má scaras. Holly cogió una má scara y se la puso; eligió otra, y me la puso a mí; luego me tomó de la mano y salimos. Así de sencillo. Una vez en la calle, corrimos a lo largo de varias manzanas, creo que só lo para añ adirle emoció n; pero tambié n porque, tal como descubrí entonces, el ladró n se siente eufó rico cuando un robo le sale bien. Le pregunté si robaba a menudo.

      —Antes sí —dijo—. No me quedaba otro remedio si querí a algo, lo que fuese. Pero todaví a lo hago de vez en cuando, para no desentrenarme.

      Aú n llevá bamos las má scaras puestas cuando llegamos a casa.

 


      Guardo el recuerdo de otros muchos dí as de andar de acá para allá con Holly; y es cierto, hubo é pocas en las que salí amos mucho juntos; pero el recuerdo, considerando las cosas en conjunto, es falso. Porque hacia finales de mes encontré un empleo: ¿ hace falta añ adir algo má s? Mejor cuanto menos diga, aparte de mencionar que me resultaba imprescindible, y que duraba de nueve a cinco. Lo cual hizo que nuestros horarios, el de Holly y el mí o, fuesen extremadamente distintos.

      A no ser que fuera jueves, su dí a de Sing Sing, o que se hubiera ido al parque para montar a caballo, cosa que hací a de vez en cuando, Holly nunca se habí a levantado cuando yo regresaba a casa. En ocasiones, entraba en su piso y compartí a su café mientras ella se vestí a para la velada. Siempre estaba a punto de salir, no todas las veces con Rusty Trawler, pero casi todas, y tambié n casi todas en compañ í a de Mag Wildwood y su guapo brasileñ o, cuyo nombre era José Ybarra-Jaegar: su madre era alemana. Como cuarteto, daban una nota desafinada, sobre todo por culpa de Ybarra-Jaegar, que parecí a tan desplazado al lado de los otros como un violí n en un grupo de jazz. Era un hombre inteligente, y presentable, y parecí a tomarse bastante en serio su trabajo, que era oscuramente oficial, vagamente importante, y le obligaba a estar en Washington varios dí as por semana. ¿ Có mo pudo sobrevivir noche tras noche en La Rue, El Morocco, escuchando el pa-parloteo de Mag Wildwood y mirando aquella cara de culo desnudo de niñ o que tení a Rusty? Es posible que, como la mayorí a de la gente que se encuentra en un paí s extranjero, fuese incapaz de situar a la gente, de elegir un marco adecuado para su retrato, cosa que en Brasil le hubiese resultado de lo má s sencillo; es decir, tení a que enjuiciar a todos los norteamericanos bajo una luz prá cticamente uniforme, y desde este punto de vista sus acompañ antes debí an de parecerle ejemplos soportables del color local, del cará cter nacional. Esto explicarí a muchas cosas; la determinació n de Holly explica las demá s.

      Una tarde, mientras estaba esperando un autobú s en la Quinta Avenida, me fijé en un taxi que aparcaba en la acera de enfrente. Se apeó una chica, que luego subió corriendo la escalera de la biblioteca pú blica de la calle Cuarenta y dos. Entró antes de que la reconociese, cosa disculpable dado que no era fá cil relacionar a Holly con las bibliotecas. Dejé que la curiosidad me empujara a pasar entre los leones de la entrada, mientras discutí a conmigo mismo sobre qué era má s conveniente, si reconocer ante ella que la habí a seguido, o fingir que era una coincidencia. Al final no hice ni una cosa ni la otra, sino que me escondí a varias mesas de distancia en la sala de lectura, que es donde ella se habí a instalado, parapetada detrá s de sus gafas oscuras y una fortaleza de libros que habí a amontonado en su pupitre. Pasó a toda velocidad de un libro a otro, se detuvo intermitentemente en alguna que otra pá gina, siempre con el ceñ o fruncido, como si las letras estuvieran impresas del revé s. Tení a un lá piz apoyado en el papel: nada parecí a llamar su atenció n aunque, de vez en cuando, como si fuera de pura furia, garabateaba laboriosamente. Cuando la miraba recordé a una compañ era de la escuela, Mildred Grossman. Mildred: su cabello hú medo y sus grasientas gafas, sus dedos manchados que diseccionaban ranas y llevaban café a los piquetes de huelguistas, y sus ojos deslustrados que só lo se alzaban hacia las estrellas para calcular su tonelaje quí mico. La tierra y el aire no podí an ser má s opuestos que Mildred y Holly, pero ambas adquirieron en mis pensamientos cierta semejanza siamesa, y la idea que las habí a entrelazado era má s o menos la siguiente: los caracteres suelen ir evolucionando, y cada pocos añ os nuestros cuerpos experimentan una remodelació n completa; tanto si es deseable como si no lo es, nada má s natural que el que cambiemos. Pues bien, he aquí dos personas que no cambiarí an jamá s. Era esto lo que Mildred Grossman y Holly Golightly tení an en comú n. No cambiarí an jamá s porque su cará cter se habí a formado antes de hora; lo cual, de la misma manera que los enriquecimientos repentinos, produce desproporciones: la una se habí a atribuido a sí misma el fachendoso papel de persona seria y realista; la otra, el de desviacionista romá ntica. Me las imaginé en un restaurante del futuro, Mildred dedicada todaví a a estudiar la carta desde el punto de vista del valor nutritivo, y Holly con la misma glotonerí a de ahora por todos y cada uno de los platos. Nada cambiarí a nunca. Andarí an por la vida, y la abandonarí an, con el mismo paso decidido que apenas toma en cuenta esos acantilados que quedan a la izquierda. Estas profundas observaciones hicieron que me olvidase del lugar en donde me encontraba; volví en mí, sobresaltado por la sombrí a luz de la biblioteca, y totalmente sorprendido otra vez de encontrar allí a Holly. Eran má s de las siete, y estaba retocá ndose el carmí n de los labios, y modificando, mediante la adició n de un foulard y unos pendientes, el atuendo que le habí a parecido má s adecuado para una biblioteca a fin de convertirlo en el adecuado para el Colony. Una vez se hubo ido, me acerqué a la mesa en donde habí a dejado sus libros, que eran lo que yo querí a ver. El sur del pá jaro del trueno. Rincones desconocidos del Brasil. La mentalidad polí tica latinoamericana. Y así sucesivamente.

      Holly y Mag dieron una fiesta por Nochebuena. Holly me pidió que fuese temprano para que la ayudase a adornar el á rbol. Todaví a no entiendo có mo lograron meter aquel á rbol en el apartamento. Sus ramas superiores estaban aplastadas contra el techo, y las bajas se extendí an de pared a pared; en conjunto era má s o menos como el abeto gigante que suelen instalar en la plaza Rockefeller. Es má s, solamente todo un Rockefeller habrí a podido adornarlo, pues engullí a las bolas y las cintas doradas como si se tratase de nieve derretida. Holly insinuó que podí a ir a Woolworth’s y robar allí unos cuantos globos; así lo hizo: y con ellos el á rbol quedó bastante decente. Brindamos por nuestra labor, y Holly dijo:

      —Mira en el dormitorio. Hay un regalo para ti.

      Tambié n yo tení a un regalo para ella: un paquetito que llevaba en el bolsillo, y que me pareció má s pequeñ o incluso cuando vi, en medio de la cama y envuelta con cinta roja, la maravillosa pajarera.

      —Pero ¡ Holly! ¡ Es horrible!

      —Estoy absolutamente de acuerdo contigo; pero me pareció que la querí as.

      —¡ Me refiero al precio! ¡ Trescientos cincuenta dó lares!

      Ella se encogió de hombros.

      —Unos cuantos viajes de má s al tocador. Pero me has de prometer una cosa. Me has de prometer que jamá s meterá s ahí dentro a ningú n ser vivo.

      Comencé a darle besos, pero ella levantó la mano.

      —Dame el mí o —dijo, palpando el bulto de mi bolsillo.

      —Me temo que no es gran cosa. Y no lo era; una medalla de San Cristó bal. Pero, como mí nimo, era de Tiffany’s.

 


      Holly no era una chica capaz de conservar nada, y a estas alturas seguro que ya ha perdido la medalla, que la ha abandonado en alguna maleta o en el cajó n de algú n hotel. Pero yo sigo conservando la pajarera. La he transportado a Nueva Orleans, a Nantucket, por toda Europa, Marruecos, el Caribe. Pero casi nunca me acuerdo de que fue Holly quien me la regaló, porque hubo un dí a en que decidí olvidarlo: tuvimos una tremenda pelea, y entre las diversas cosas que se pusieron a dar vueltas en el ojo de nuestro huracá n estuvieron la pajarera y O. J. Berman y mi cuento, pues le di un ejemplar a Holly cuando aquella revista universitaria lo publicó.

      A mediados de febrero Holly se fue de viaje turí stico invernal con Rusty, Mag y José Ybarra-Jaegar. Nuestro altercado ocurrió poco despué s de su regreso. Holly estaba má s negra que si se hubiese untado con yodo, el sol le habí a aclarado el cabello hasta dejá rselo de un blanco fantasmagó rico, y se lo habí a pasado muy bien:

      —Mira, primero estuvimos en Key West, y Rusty se enfureció con unos marineros, o fue al revé s, no sé, la cuestió n es que tendrá que llevar una faja para la espalda durante el resto de sus dí as. Mi queridí sima Mag tambié n terminó en el hospital. Quemaduras de sol, de primer grado. Repugnante: ampollas y aceite de citronella por todo el cuerpo. Así que José y yo les dejamos en el hospital y nos fuimos a La Habana. El dijo espera a ver Rí o; pero, por lo que a mi respecta, me conformo con La Habana para gastarme allí todo mi dinero. Tuvimos un guí a de los que no se olvidan, negro en un ochenta por ciento, y chino el resto, y aunque no me gusta mucho ni lo uno ni lo otro, la combinació n era francamente fascinante; así que le dejé que jugara a hacer rodillitas por debajo de la mesa porque, para serte franca, no me pareció en absoluto vulgar; pero una noche nos llevó a ver una pelí cula porno, y ¿ qué te imaginas que pasó? Pues que salí a é l en la pantalla. Naturalmente, cuando regresamos a Key West Mag estaba segura de que me habí a pasado todos los dí as acostá ndome con José. Y Rusty lo mismo: pero a é l estas cosas le dan igual, só lo quiere que se lo cuentes con todo detalle. De hecho, la situació n fue bastante tensa hasta que hablé con Mag de corazó n a corazó n.

      Nos encontrá bamos en la sala, en donde, aunque ya está bamos casi en marzo, el enorme á rbol de Navidad, pardo y desprovisto ya de olor, con sus globos arrugados como las tetas de una vaca vieja, seguí a ocupando la mayor parte del espacio. Una pieza reconocible como mueble habí a sido añ adida: un camastro militar; y Holly, tratando de conservar su aspecto tropical, estaba tendida en é l bajo una lá mpara solar.

      —¿ Lograste convencerla?

      —¿ De que no me habí a acostado con José? Santo Dios, sí. Simplemente le dije, bueno, ya sabes: fingí que se trataba de una torturada confesió n, le dije que yo era bollera.

      —Es imposible que se lo creyese.

      —Y un cuerno que no se lo creyó. ¿ Por qué crees que se fue a comprar este catre de campañ a? Dé jalo en mis manos: cuando se trata de escandalizar a la gente, no tengo rival. Sé bueno, dame un poco de aceite en la espalda —mientras le hací a este servicio, ella prosiguió —. O. J. Berman ronda por aquí y, sabes, le he dado tu cuento, el de la revista. Le ha impresionado bastante. Ahora cree que quizá valga la pena echarte una mano. Pero dice que no vas por el buen camino. Negros y niñ os, ¿ a quié n le importan?

      —Deduzco que a Mr. Berman no le interesan.

      —Ni a mí. He leí do el cuento dos veces. Mocosos y negrazos. Hojas temblorosas. Descripciones. No me dice nada.

      Mi mano, que estaba extendiendo el aceite sobre su piel, pareció reaccionar por su cuenta: tení a ganas de alzarse para caer sobre las nalgas de Holly.

      —Dame un ejemplo —dije sin acalorarme—. Un ejemplo de una historia que, en tu opinió n, diga algo.

      —Cumbres borrascosas —dijo ella, sin dudarlo.

      Los deseos de mi mano comenzaban a escapar de mi control.

      —Compararme con eso es una insensatez. Hablas de una obra genial.

      —¿ Verdad que lo es? Mi dulce y salvaje Cathy. Dios mí o, lloré a mares. La vi diez veces.

      Dije «Ah» con palpable alivio, un «Ah» acompañ ado de una inflexió n de ignominiosa superioridad, «la pelí cula».

      Sus mú sculos se endurecieron, era como tocar una piedra recalentada por el sol.

      —Todo el mundo tiene que sentirse superior a otros —dijo—, pero, antes de demostrá rselo a quien sea, es costumbre ofrecer alguna prueba.

      —No estoy compará ndome contigo. Ni con Berman. Por lo tanto, puedo sentirme superior. No buscamos lo mismo.

      —¿ No quieres ganar dinero?

      —Mis planes no llegan tan lejos.

      —A eso justamente suenan tus historias. Como si estuvieras escribié ndolas sin saber el final. Pues mira, te diré una cosa: mejor serí a que ganases dinero. Tienes una imaginació n bastante cara. No encontrará s a mucha gente que pueda comprarte pajareras.

      —Lo siento.

      —Lo sentirá s de verdad como me pegues. Hace un minuto estabas a punto de hacerlo: te lo he notado en la mano; y ahora tambié n tienes ganas.

      Y lo hice, brutalmente; aú n me temblaba la mano, y el corazó n, cuando tapé el frasco de aceite solar.

      —Pues no, no me arrepiento. Só lo siento que te hayas gastado tanto dinero conmigo. Es muy duro tener que ganá rselo con Rusty Trawler.

      Se sentó en el catre, con la cara y los pechos desnudos frí amente azulados a la luz de la lá mpara solar.

      —Necesitará s unos cuatro segundos para ir de aquí a la puerta. Te concedo dos.

 


      Subí directamente a mi piso, cogí la pajarera, la bajé y la dejé delante de su puerta. Esta parte del asunto quedaba resuelta. O eso imaginé yo hasta la mañ ana siguiente, cuando, camino del trabajo, encontré la jaula metida en un cubo, esperando la llegada de los basureros. No sin vergü enza, la rescaté y volví a subirla a mi casa, pero esta capitulació n no debilitó mi resolució n de apartar totalmente a Holly de mi vida. Decidí que era una «vulgar exhibicionista», una «pé rdida de tiempo», una «farsante»: alguien con quien jamá s volverí a a hablar.

      Y no lo hice. Durante bastante tiempo. Bajá bamos la vista cuando nos cruzá bamos por la escalera. Si ella entraba en el bar de Joe Bell, yo me iba. Hubo una ocasió n en la que Sapphia Spanella, la soprano y aficionada al patinaje que viví a en el primer piso, hizo circular entre los demá s inquilinos de la casa una demanda de deshaucio contra Miss Golightly, que, decí a Madame Spanella, era una persona «moralmente censurable» que «perpetra reuniones nocturnas que ponen en peligro la seguridad y la salud mental de sus vecinos». Aunque me negué a firmarla, admití interiormente que las quejas de Madame Spanella eran justificadas. Pero su demanda fracasó, y, cuando abril se aproximaba a mayo, las cá lidas noches primaverales de ventanas abiertas se cargaron del espantoso estruendo de los ruidos de las fiestas, el tocadiscos a todo volumen y las risas de martini que salí an del apartamento 2.

      No era una novedad, sino todo lo contrario, que hubiese tipos sospechosos entre los invitados de Holly; pero un dí a de finales de esa primavera, al entrar en la casa, me fijé en un hombre muy provocativo que estaba examinando el buzó n de Holly. Un tipo de cincuenta y pocos añ os, facciones duras y curtidas, y ojos grises tristes. Llevaba un viejo sombrero gris con manchas de sudor, y su barato traje de verano, azul pá lido, le caí a muy holgado sobre su largirucho esqueleto; sus zapatos marrones eran nuevos. No parecí a tener intenció n de llamar al timbre de Holly. Se limitaba a pasar, lentamente, como si leyera Braille, un dedo por el relieve de las letras de su nombre.

      Por la noche, cuando me iba a cenar, volví a verle. Estaba en la acera de enfrente, apoyado en un á rbol y mirando las ventanas de Holly. Por mi cabeza circularon toda clase de siniestras especulaciones. ¿ Podí a tratarse de un detective? ¿ Algú n enviado de los bajos fondos, relacionado con Sally Tomato, su amigo de Sing Sing? La situació n reavivó mis má s tiernos sentimientos por Holly; era justo que interrumpiese nuestro enfado el tiempo suficiente como para advertirle que estaban vigilá ndola. Mientras me encaminaba a la esquina y dirigí a mis pasos hacia el Hamburg Heaven de la esquina de Madison con la Setenta y nueve, noté que la atenció n de aquel hombre se centraba en mí. Al poco rato, sin volver la cabeza, noté que me seguí a. Porque le oí silbar. Y no era una cancioncilla corriente, sino la quejumbrosa canció n de las praderas que Holly tocaba a veces con su guitarra: No quiero dormir, no quiero morir, só lo quiero seguir viajando por los prados del cielo. Seguí oyendo el silbido por Park Avenue y Madison arriba. Una vez, mientras esperaba a que el semá foro cambiase, vi por el rabillo del ojo que se agachaba para acariciar a un sucio pomeranio.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.