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 Desayuno en Tiffany’s 6 страница



      —Pero, al fin y al cabo, é l sabe que estoy embarazada. Sí, guapo, lo estoy. Seis semanas. No entiendo por qué tiene que sorprenderte una cosa así . A mí no me ha sorprendido. Ni un peu. Estoy encantada. Quiero tener nueve, como mí nimo. Estoy segura de que habrá unos cuantos que saldrá n bastante morenos, José tiene algo de le nè gre, ya lo habrá s adivinado, ¿ no? Pero a mí me está bien: ¿ puede haber algo má s bonito que un recié n nacido mulato y con unos preciosos ojos verdes? Me hubiera gustado, por favor, no te rí as, me hubiera gustado haber sido virgen cuando é l me conoció, haber sido virgen para é l. No es que me haya liado con auté nticas multitudes, como dicen algunos: y no culpo a esos bastardos por decirlo, siempre he vivido en plan loco. Aunque, la verdad, la otra noche eché cuentas y só lo he tenido once amantes, sin contar lo que pudiera haber ocurrido antes de cumplir los trece añ os porque, al fin y al cabo, eso no cuenta. Once. ¿ Basta eso para convertirme en una puta? Fí jate en Mag Wildwood. O en Honey Tucker. O en Rose Ellen Ward. Han tenido gonorrea tantas veces que ya han perdido la cuenta. Desde luego, no tengo nada contra las putas. Menos una sola cosa: las hay que no tienen mala lengua, pero no hay ninguna que tenga buen corazó n. Quiero decir que no puedes follarte a un tí o y cobrar sus cheques sin al menos intentar convencerte a ti misma de que le quieres. Yo lo he intentado siempre. Incluso con Benny Shacklett y toda esa pandilla de roedores. Logré hipnotizarme a mí misma hasta convencerme de que aun siendo absolutamente ratoniles, no carecí an de cierto encanto. En realidad, aparte de Doc, suponiendo que quieras contar a Doc, José es mi primer amor no ratonil. Oh, no vayas a creer que es mi tipo ideal. Dice mentirijillas y siempre anda preocupado por lo que pueda pensar la gente, y se bañ a unas cincuenta veces al dí a: los hombres deberí an oler, un poco. Es demasiado mojigato, demasiado prudente para ser mi hombre ideal; siempre se vuelve de espaldas para desnudarse, y hace demasiado ruido al comer y no me gusta verle correr porque corre de una forma un tanto ridí cula. Si tuviese la libertad de elegir una persona de entre todas las que hay en el mundo, chasquear los dedos y decir eh, tú, ven para acá, no elegirí a a José. Nehru se aproxima bastante má s a lo que yo pido. O Wendell Wilkie[7]. Me conformarí a tambié n con la Garbo. ¿ Por qué no? Tendrí amos que poder casamos con hombres o mujeres o… Mira, si me dijeras que pensabas liarte con un buque de guerra, yo respetarí a tus sentimientos. No, hablo en serio. Habrí a que permitir toda clase de amor. Soy absolutamente partidaria de eso. Sobre todo ahora que ya me he hecho una idea bastante aproximada de lo que es. Porque sí, quiero a José; dejarí a de fumar si me lo pidiese. Se porta como un amigo, es capaz de provocarme la risa hasta incluso cuando tengo la malea, aunque ahora ya no me viene casi nunca, só lo a veces, e incluso esas veces no es tan espantosa como para que me dé por tragarme frascos de Seconal o por ir a Tiffany’s: llevo un traje a la tintorerí a, o preparo unas setas rellenas, y ya me siento bien, en forma. Otra cosa, he tirado todos los horó scopos. Debo de haberme gastado un dó lar por cada una de las malditas estrellas que hay en el maldito planetario. Es un fastidio, pero la solució n consiste en saber que só lo nos ocurren cosas buenas si somos buenos. ¿ Buenos? Mas bien querí a decir honestos. No me refiero a la honestidad en cuanto a las leyes (podrí a robar una tumba, hasta le arrancarí a los ojos a un muerto si creyese que así me alegrarí a un dí a), sino a ser honesto con uno mismo. Me da igual ser cualquier cosa, menos cobarde, falsa, tramposa en cuestió n de sentimientos, o puta: prefiero tener el cá ncer que un corazó n deshonesto. Y esto no significa que sea una beata. Soy simplemente una persona prá ctica. De cá ncer se muere a veces; de lo otro, siempre. Oh, a la mierda con este asunto. Anda, pá same la guitarra, voy a cantarte un fado en un portugué s perfecto.

      Aquellas ú ltimas semanas, las del final del verano y el comienzo de otro otoñ o, aparecen borrosas en mi memoria, quizá debido a que nuestra comprensió n mutua llegó a esos maravillosos extremos en los que llegas a comunicarte má s a menudo por medio del silencio que con palabras: cierta afectuosa calma reemplaza las tensiones; el parloteo nervioso y la persecució n mutua que suelen producir los momentos má s espectaculares, má s superficialmente aparentes de una amistad. Con frecuencia, cuando é l no estaba en Nueva York (acabé sintiendo hostilidad contra é l, y raras veces pronunciaba su nombre), nos pasá bamos juntos veladas enteras durante las cuales apenas si decí amos entre los dos má s de cien palabras; en una ocasió n bajamos hasta Chinatown, tomamos una cena a base de chow-mein, compramos farolillos de papel y robamos una caja de incienso, y luego cruzamos lentamente el Puente de Brooklyn, y desde el puente, mientras veí amos a los buques que salí an hacia alta mar deslizarse por entre acantilados de incendiados rascacielos, ella me dijo:

      —Dentro de unos cuantos añ os, de muchí simos añ os, uno de esos barcos me traerá de regreso con mis mocosos brasileñ os. Porque, sí, tienen que ver esto, estas luces, el rí o… Adoro Nueva York, aunque esta ciudad no sea tan mí a como pueden llegar a serlo algunas cosas, un á rbol o una calle o una casa, algo, en fin, que sea mí o porque yo le pertenezco.

      Y yo le dije: «Cierra el pico», porque me sentí a enfurecedoramente excluido, apenas un remolcador en el muelle seco mientras ella, deslumbrante viajera de seguro destino, salí a del puerto entre estruendosas sirenas y flotante confeti.

      De modo que los dí as, esos ú ltimos, revolotean en mi memoria neblinosa, otoñ ales, tan iguales los unos a los otros como hojas: hasta que llegó un dí a completamente distinto de todos los que he vivido.

      Fue por azar el treinta de septiembre, el dí a de mi cumpleañ os, hecho que no tuvo efecto alguno en los acontecimientos, aparte de que, como yo estaba esperando la visita de alguna forma de recordatorio pecuniario por parte de mi familia, me encontraba aguardando con impaciencia la llegada del cartero de las mañ anas. De hecho, bajé a esperarle en la calle. Si no me hubiese encontrado haraganeando por allí, Holly no me habrí a pedido que fuese con ella a montar a caballo; y, en consecuencia, no le hubiese dado aquella oportunidad de salvarme la vida.

      —Anda —me dijo cuando me encontró esperando al cartero—. Ven conmigo al parque, alquilaremos un par de caballos —se habí a puesto un chaquetó n, tejanos y zapatillas de tenis; se dio una palmada en el estó mago, para subrayar lo plano que lo tení a—. No creas que voy a perder al heredero. Pero es que hay una yegua, mi queridí sima Mabel Minerva… No puedo irme sin haberme despedido de Mabel Minerva.

      —¿ Despedido?

      —El sá bado de la semana pró xima. José ya ha comprado los billetes —completamente en trance, dejé que me arrastrara hasta la acera—. Haremos transbordo de avió n en Miami. Luego sobrevolaremos el mar. Y los Andes. ¡ Taxi!

      Sobrevolar los Andes. Mientras el taxi nos llevaba hacia Central Park tuve la sensació n de estar tambié n yo volando, flotando desoladamente sobre picos nevados, territorios peligrosos.

      —Pero no deberí as irte. Al fin y al cabo, para qué. Y bien, para qué. Mira, no puedes largarte y abandonar a todo el mundo.

      —No creo que nadie me eche de menos. No tengo amigos.

      —Yo sí. Te echaré de menos. Y tambié n Joe Bell. Y, oh, habrá millones de personas que te echen de menos. Por ejemplo, Sally. El pobre Mr. Tomato.

      —Có mo me gustaba el viejo Sally —dijo, y suspiró —. ¿ Sabes que hace todo un mes que no voy a verle? Cuando le dije que iba a irme se portó como un á ngel. De hecho —dijo, frunciendo el ceñ o—, pareció encantado de que me fuera al extranjero. Dijo que mejor que mejor. Porque tarde o temprano habrí a lí os. En cuanto descubriesen que yo no era su sobrina. Ese abogado gordo, O’Shaughnessy, me mandó quinientos dó lares. Por si acaso. Es el regalo de bodas de Sally.

      Sentí deseos de mostrarme antipá tico:

      —Tambié n tendrá s un regalo mí o. Cuando se celebre la boda, suponiendo que os casé is.

      Ella se rió.

      —Pues claro que se casará conmigo. Por la Iglesia. Y con toda su familia presente. Por eso esperamos a llegar a Rí o para la boda.

      —¿ Sabe é l que ya está s casada?

      —¿ Se puede saber qué te pasa? ¿ Quieres echarme el dí a a perder? Es un dí a precioso, no lo estropees.

      —Pero serí a perfectamente posible…

      —No lo es. Ya te lo he dicho. Aquello no fue legal. Es imposible que lo fuera —se frotó la nariz, y me miró de soslayo—. Como se lo cuentes a alguien te colgaré de los pies, te aliñ aré y te asaré como un cerdo.

      Las cuadras —creo que ahora hay allí unos estudios de televisió n— estaban en la calle Sesenta y seis oeste. Holly eligió para mí una vieja yegua blanca y negra de balanceante espinazo.

      —No te preocupes, es má s segura que la cuna de un bebé.

      Lo cual, en mi caso, era una garantí a imprescindible, pues mi experiencia ecuestre no pasaba de los paseos de diez centavos en pony durante las fiestas de mi infancia. Holly me ayudó a encaramarme sobre la silla, montó luego en su propio caballo, un animal plateado que se adelantó al mí o en cuanto sorteamos el trá fico de Central Park West y entramos en el camino especial para jinetes, moteado por las hojas que la brisa hací a bailar en el aire.

      —¿ Lo ves? —gritó ella— ¡ Es fantá stico!

      Y de repente lo fue. De repente, mientras miraba el centelleo del multicolor cabello de Holly a la luz amarillo rojiza que filtraban las hojas, la amé tanto como para olvidarme de mí mismo, de mis autocompasivas desesperaciones, y contentarme pensando que iba a ocurrir una cosa que a ella la hací a feliz. Los caballos adoptaron un trote suave, comenzaron a salpicamos, a fustigamos el rostro olas de viento, fuimos sucesivamente zambullé ndonos en charcos de sol y de sombra, y cierto jú bilo, cierta alegrí a de vivir intensí sima se puso a brincar en mi interior como si me hubiese tomado una copita de nitró geno. Esto duró un minuto; el siguiente dio paso a la farsa, macabramente disfrazada.

      Porque de sú bito, como si se tratara de una emboscada de salvajes en la selva, una pandilla de muchachos negros surgió de entre los matorrales y se plantó en mitad del camino. Los chicos, soltando abucheos, maldiciones, se pusieron a tirarles piedras a los caballos y a fustigar con palos sus grupas.

      El mí o, la yegua blanca y negra, se levantó sobre sus patas traseras, gimoteó, se balanceó como un funá mbulo en la cuerda, y luego salió disparado como un rayo por el camino, dando tumbos que hicieron que se me salieran los pies de los estribos, y dejá ndome así muy mal sujeto a é l. Sus cascos arrancaban chispas de la gravilla. Se inclinó el cielo. Los á rboles, un estanque con veleros de juguete, las estatuas, iban pasando como una exhalació n. Las niñ eras corrí an a rescatar a los crí os para salvarles de nuestra terrible carrera; los hombres, los vagabundos, y otras personas me gritaban: «¡ Tire de las riendas! » y «¡ So, caballo, so! » y «¡ Salte! ». Só lo má s tarde llegué a recordar esas voces; en aquel momento só lo tení a conciencia de Holly, de su veloz galopar de cowboy en pos de mí, sin jamá s llegar a alcanzarme, repitié ndome gritos de á nimo a cada momento. Sin parar: cruzamos el parque y salimos a la Quinta Avenida: desbocada, la yegua se metió en medio del trá nsito de mediodí a, por entre taxis y autobuses que giraban brusca, chirriantemente, para esquivarme. Pasé delante de la mansió n Duke, el museo Frick, el Pierre y el Plaza. Pero Holly fue ganando terreno; es má s, un policí a a caballo tambié n andaba persiguié ndome: flanqueando, uno a cada lado, a mi desbocada yegua, sus caballos llevaron a cabo un movimiento de pinza que la obligó, envuelta en vapor, a detenerse. Fue entonces cuando, por fin, me caí de la silla. Me caí, me levanté y me quedé allí plantado, sin saber muy bien en dó nde estaba. Se formó un gran corro. El policí a resopló y tomó unos datos; luego se mostró má s amable, sonrió, y dijo que ya se encargarí a é l de que nuestros caballos fuesen devueltos a su cuadra.

      Holly paró un taxi.

      —¿ Có mo te encuentras?

      —Bien.

      —Pero si no tienes pulso —dijo, palpá ndome la muñ eca.

      —Entonces, será que me he muerto.

      —No seas idiota. Esto es grave. Mí rame.

      El problema era que no podí a verla; veí a, má s bien, varias Hollys, un trí o de rostros sudorosos y tan empalidecidos de preocupació n que me sentí a la vez conmovido y azorado.

      —De verdad. No me pasa nada. Só lo que me da vergü enza.

      —¿ Está s seguro? Por favor, dime la verdad. Podrí as haberte matado.

      —Pero no ha sido así. Y gracias. Por salvarme la vida. Eres maravillosa. Ú nica. Te amo.

      —Maldito imbé cil.

      Me besó en la mejilla. Luego vi cuatro Hollys, y caí desmayado.

 


      Aquella tarde salieron fotos de Holly en la primera plana de la ú ltima edició n del Journal-American y en las primeras ediciones del Daily News y del Daily Mirror. Tanta publicidad carecí a por completo de relació n con caballos desbocados. Tení a que ver con un asunto muy diferente, tal como revelaban los titulares: PLAYGIRL DETENIDA EN UN ESCÁ NDALO POR NARCOTRÁ FICO (Journal-American), ACTRIZ DETENIDA POR CONTRABANDO DE DROGAS (Daily News), DESARTICULADA UNA RED DE TRAFICANTES. LA POLICÍ A INTERROGA A UNA JOVEN DEL GRAN MUNDO (Daily Mirror). El News era el que publicaba la foto má s impresionante: Holly, entre dos musculosos policí as, un hombre y una mujer, en el momento de entrar en la comisarí a. En aquel ambiente tan vil, incluso su forma de vestir (seguí a llevando la ropa de montar a caballo, el chaquetó n y los tejanos) hací a pensar que se trataba de la fulana de algú n gá ngster: y las gafas oscuras, el pelo revuelto, y el pitillo de marca Picayune que colgaba de sus malhumorados labios no contribuí an precisamente a borrar aquella impresió n. El pie de foto decí a: Holly Goligbtly, de veinte añ os, guapa starlet y conocida personalidad del mundillo elegante, ha sido acusada por el fiscal del distrito de ser una de las figuras clave de una banda dedicada al contrabando internacional de drogas cuyo jefe parece ser el gá ngster Salvatore «Sally» Tomato. Los inspectores Patrick Connor (izq. ) y Sheilah Fezzonetti (der. ) aparecen en la imagen conducié ndola a la comisarí a de la calle Sesenta y siete. Má s informació n en la pá g. 3. La informació n, acompañ ada por la foto de un hombre identificado como Oliver «Father» O’Shaughnessy (que ocultaba el rostro bajo un sombrero flexible), ocupaba tres columnas. Parcialmente condensados, é stos son los pá rrafos pertinentes: Los miembros de la sociedad elegante se quedaron hoy pasmados ante la detenció n de la deslumbrante Holly Golightly, una starlet de Hollywood que cuenta veinte añ os de edad y que es una de las má s conocidas figuras del gran mundo neoyorquino. A la misma hora, las dos de la tarde, la policí a sorprendió a Oliver O’Shaughnessy, de cincuenta y dos añ os, alojado en el Hotel Seabord de la calle Cuarenta y nueve oeste, cuando salí a del Hamburg Heaven de Madison Avenue. Segú n el fiscal del distrito, Frank L. Donovan, ambos son figuras destacadas de una red internacional de traficantes cuyo jefe es Salvatore «Sally» Tomato, el famoso fü hrer de la mafia, que actualmente cumple en Sing Sing una condena de cinco añ os por un delito de soborno polí tico… O’Shaughnessy, un sacerdote que colgó la sotana y que en los cí rculos de la delincuencia es conocido por los motes de «Father» y «El Padre», tiene un historial de detenciones que se remonta a 1934, fecha en la que cumplió dos añ os de cá rcel en su condició n de director de un falso manicomio, El Monasterio, instalado en Rhode Island. Miss Golightly, que no tiene antecedentes penales, fue detenida en su magní fico apartamento, situado en un barrio de lujo del East Side… Aunque la oficina del fiscal del distrito no ha emitido aú n ningú n comunicado oficial, fuentes bien informadas aseguran que la bella actriz rubia, hasta hace poco compañ era permanente del multimillonario Ruthetfurd Trawler, habí a sido el «enlace» entre Tomato y su principal lugarteniente, O’Shaughnessy… Fingiendo ser pariente de Tomato, Miss Golightly visitaba semanalmente, segú n esas fuentes, la cá rcel de Sing Sing, desde donde Tomato le facilitaba mensajes en clave que ella transmití a luego a O’Shaughnessy. Gracias a este correo, Tomato, de quien se dice que nació en Cefalú, Sicilia, en 1874, pudo controlar personalmente una mafia mundial dedicada al contrabando de narcó ticos, con agentes esparcidos por Mé xico, Cuba, Sicilia, Tá nger, Teherá n y Dakar. Pero la oficina del fiscal del distrito se ha negado no só lo a ampliar detalles sobre estas acusaciones sino tambié n a confirmarlas… Avisados con antelació n, un gran nú mero de periodistas se encontraban en la comisarí a de la calle Sesenta y siete este cuando los dos acusados han llegado allí para prestar declaració n. O’Shaughnessy, un fornido pelirrojo, se ha negado a hablar con la prensa y le ha propinado una patada en los riñ ones a uno de los fotó grafos. En cambio, Miss Golightly, frá gil y despampanante, aunque vestida como un muchacho, con vaqueros y chaquetó n de cuero, no parecí a en absoluto preocupada. «A mí no me pregunten de qué diablos va todo esto» les dijo a los periodistas. «Parce-que je ne sais pas, mes chers» (Porque yo no lo sé, amigos), añ adió. «Es cierto, he visitado a Sally Tomato. Iba a verle cada semana. ¿ Acaso tiene eso algo de malo? Sally cree en Dios, y yo tambié n».

      Má s adelante, bajo un ladillo que decí a ADMITE SER DROGADICTA: Miss Golightly sondó cuando uno de los periodistas le preguntó si ella tomaba drogas. «He probado alguna vez la marihuana. No es ni la mitad de perjudicial que el brandy. Y sale má s barata. Por desgracia, yo prefiero el brandy. No, Mr. Tomato no me ha hablado nunca de drogas. Me enfurece que ande persiguié ndole todo ese atajo de desdichados. Es una persona sensible, religiosa. Un anciano encantador».

      Hay un error especialmente grave en esta informació n: no la detuvieron en su «magní fico apartamento». Fue en mi cuarto de bañ o. Yo estaba tratando de aliviar mis dolores de jinete en una bañ era llena de agua hirviendo con sales de Epsom; Holly, como una buena enfermera, permanecí a sentada en el borde de la bañ era, dispuesta a frotarme con linimento Sloan y meterme en la cama. Llamaron a la puerta. Como no estaba cerrada, Holly gritó «Pase». Y entró Madame Sapphia Spanella, seguida por un par de inspectores vestidos de paisano, uno de los cuales era una mujer que llevaba un par de gruesas trenzas rubias sujetas en lo alto de la cabeza.

      —Ahí está. ¡ Ella es la de la orden de busca y captura! —dijo con voz atronadora Madame Spanella, invadiendo el bañ o y alzando un dedo acusador primero contra Holly y luego contra mi propia desnudez—. Ya lo ven. La muy puta.

      El policí a pareció azorarse, por culpa de Madame Spanella y de la situació n; pero un austero goce puso en tensió n el rostro de su colega, que dejó caer la mano sobre el hombro de Holly y, con una voz sorprendentemente aniñ ada, dijo:

      —Ven, chica. Tú y yo nos vamos de paseo.

      A lo cual Holly le contestó, con la mayor frialdad:

      —Ya puedes sacarme de encima esas manos de palurda, bollera repugnante, marimacho ridí culo.

      Esto contribuyó a que la mujer se enfureciese todaví a má s: le dio a Holly una tremenda bofetada. Tan tremenda que le hizo volver la cara hacia el otro lado, y la botella de linimento, que salió despedida, se hizo añ icos contra el suelo, que fue donde yo, que habí a salido corriendo de la bañ era dispuesto a echar mi cuarto a espadas en la reyerta, la pisé, y a punto estuve de rebanarme los dos pulgares. Desnudo, y dejando un rastro de huellas ensangrentadas, seguí el desarrollo de los acontecimientos hasta el mismo portal de la calle.

      —Y no te olvides —se las arregló Holly para pedirme mientras los inspectores la empujaban escaleras abajo— de darle de comer al gato, por favor.

 


      Creí, naturalmente, que Madame Spanella tení a toda la culpa: no era la primera vez que reclamaba la presencia de las autoridades para quejarse de Holly. No se me ocurrió que el asunto pudiera tener dimensiones mucho má s calamitosas hasta que, por la tarde, apareció Joe Bell blandiendo los perió dicos. Estaba demasiado nervioso para hablar con sensatez; mientras yo leí a las informaciones, estuvo armando jaleo en mi habitació n, golpeá ndose un puñ o contra el otro.

      Hasta que por fin dijo:

      —¿ Crees que es verdad? ¿ Es posible que estuviera mezclada en un asunto tan repugnante?

      —Pues sí.

      Se metió una pastilla digestiva en la boca y, lanzá ndome una mirada llameante, se puso a masticarla como si estuviera triturando mis huesos.

      —¿ No te da vergü enza? Y decí as que eras amigo suyo. ¡ Hijo de puta!

      —Eh, espera un momento. No he dicho que estuviera mezclada en eso a sabiendas. Ella no lo sabí a. Pero es cierto que lo hací a. Transmití a mensajes y qué se yo qué má s…

      —Así que te lo tomas con toda la calma del mundo, ¿ eh? —dijo é l—. Joder, pero si podrí an caerle diez añ os. O má s —me arrancó los perió dicos de las manos—. Tú conoces a sus amigos. Los ricachones é sos. Baja conmigo al bar. Empezaremos a telefonear. Nuestra amiga necesitará uno de esos abogados tramposos de postí n, y no creo que a mí me alcance para pagarle.

      Me encontraba tan dolorido y tembloroso que no hubiera sido capaz de vestirme solo; tuvo que ayudarme Joe Bell. Una vez en su bar, me empujó hasta el telé fono, provisto de un martini triple y una copa de brandy repleta de monedas. Pero no se me ocurrí a a quié n recurrir. José estaba en Washington, y yo no tení a ni la má s remota idea de dó nde localizarle allí. ¿ Y Rusty Trawler? ¡ Ni pensarlo, era un cabró n! Pero ¿ qué otros amigos de Holly conocí a? Quizá ella habí a tenido razó n al decir que no tení a ninguno, ningú n amigo de verdad.

      Puse una conferencia con Crestview 5-6958, de Beverly Hills, el nú mero en el que me habí a dicho que podrí a localizar a O. J. Berman. La persona que contestó dijo que a Mr. Berman le estaban dando un masaje y que no se le podí a molestar, que lo sentí a y que probara má s tarde. Joe Bell se puso hecho una furia, me dijo que tendrí a que haber dicho que era un asunto de vida o muerte; y se empeñ ó en que llamara a Rusty. Hablé primero con el mayordomo de Mr. Trawler: Mr. y Mrs. Trawler, me comunicó, estaban cenando, ¿ querí a que les transmitiera algú n recado? Joe Bell gritó en el auricular:

      —Esto es urgente, jefe. De vida o muerte.

      El resultado fue que me encontré hablando con, o, mejor dicho, escuchando a, la chica que de soltera se habí a llamado Mag Wildwood:

      —¿ Está s chiflado? —me preguntó — Mi marido y yo demandaremos, y te lo digo en serio, a cualquiera que trate de relacionar nuestros nombres con esa as-asquerosa, con esa de-degenerada. Siempre supe que era una dro-drogota con menos sentido é tico que una perra en celo. Deberí a estar en la cá rcel. Y mi esposo está completamente de acuerdo conmigo. Demandaremos, te lo aseguro, a cualquiera que…

      Mientras colgaba, me acordé de Doc, allá en Tulip, estado de Texas. Pero no, a Holly no le gustarí a que le llamase, me matarí a.

      Volví a marcar el nú mero de California; las lí neas estaban ocupadas, siguieron está ndolo, y para cuando O. J. Berman se puso al telé fono, me habí a tomado tantos martinis que tuvo que preguntarme por qué le llamaba:

      —Es por lo de la niñ a, ¿ no? Ya me he enterado. Ya he hablado con Iggy Fitelstein. Iggy es el mejor picapleitos de Nueva York. Le he dicho que cuide de ella, que me mande la minuta, pero que no mencione mi nombre, entiendes. Bueno, estoy un poco en deuda con la niñ a. Aunque, si vamos a eso, tampoco es que le deba nada. Está loca. Es una farsante. Pero una farsante auté ntica, ¿ lo recuerdas? En fin, só lo pedí an diez mil de fianza. No te preocupes, Iggy la sacará esta noche. No me extrañ arí a que ya estuviese en casa.

 


      Pero no lo estaba; tampoco habí a regresado a la mañ ana siguiente, cuando bajé a darle de comer al gato. Como no tení a la llave de su apartamento, bajé por la escalera de incendios y me colé por una ventana. El gato estaba en el dormitorio, y no se encontraba solo: habí a tambié n un hombre agachado junto a una maleta. Pensando los dos que el otro era un ladró n, cruzamos sendas miradas inquietas en el momento en que yo entraba por la ventana. Era un joven de rostro agradado y pelo engominado que se parecí a a José; es má s, la maleta que estaba preparando contení a la ropa que José solí a tener en casa de Holly, todos aquellos zapatos y trajes que solí an provocar las protestas de ella, pues siempre tení a que estar enviá ndolos a arreglar y limpiar. Convencido de que así era, le pregunté:

      —¿ Le ha enviado Mr. Ybarra-Jaegar?

      —Soy el primo —dijo, con una sonrisa cautelosa y un acento meramente comprensible.

      —¿ Dó nde está José?

      El repitió la pregunta, como si la estuviera traduciendo a otro idioma.

      —¡ Ah! ¡ Dó nde está ella! Ella espera —dijo y, como si con esto me hubiera despedido, reanudó sus actividades de ayuda de cá mara.

      De modo que el diplomá tico tení a intenció n de esfumarse. Bueno, no me sorprendí a; ni tampoco lo lamenté en lo má s mí nimo. Pero qué decepció n.



  

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