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De ratones y hombres 7 страница



Como a veces ocurre, en un momento dado el tiempo se detuvo y ese momento duró má s que cualquier otro. Y el sonido se detuvo, y el momento se detuvo durante mucho tiempo, mucho má s tiempo que un momento.

Luego, gradualmente, despertó otra vez el tiempo y prosiguió perezosamente su marcha. Los caballos golpearon los cascos del otro lado de los pesebres e hicieron sonar las cadenas de los ronzales. Fuera, las voces de los hombres se hicieron má s fuertes y má s claras.

Llegó la voz de Candy desde el extremo del ú ltimo pesebre.

-Lennie -llamó -. ¡ Eh, Lennie! ¿ Está s aquí? He estado haciendo má s cuentas. Te diré lo que podemos hacer, Lennie.

Apareció el viejo Candy al rodear el ú ltimo pesebre.

-¡ Eh, Lennie! -llamó otra vez; y entonces se detuvo, y su cuerpo se puso rí gido. Frotó la tersa muñ eca contra la á spera barba blanca-. No sabí a que usted estuviera aquí -dijo a la mujer de Curley.

Al no obtener respuesta, se acercó má s.

-No deberí a dormir aquí -expresó con desaprobació n; y entonces llegó a su altura y... -. ¡ Oh, Dios! —Miró a su alrededor, azorado, y se frotó la barba. Luego saltó y salió rá pidamente del granero.

Pero el granero estaba vivo ahora. Los caballos coceaban y resoplaban, masticaban la paja de sus camas, y hací an sonar las cadenas de sus ronzales. Al momento volvió Candy, pero ahora con George.

-¿ Para qué me has traí do aquí? -preguntó George.

Candy señ aló hacia la mujer de Curley. George la miró con ojos muy abiertos.

-¿ Qué le pasa? -preguntó. Se acercó má s y entonces repitió las palabras de Candy-: ¡ Oh, Dios! —Se puso de rodillas al lado del cuerpo tendido. Le colocó una mano sobre el corazó n. Y por fin, cuando se incorporó, lenta, tiesamente, su rostro estaba duro y prieto como madera, y sus ojos estaban endurecidos.

-¿ Qué le ha pasado? -inquirió Candy.

-¿ No te lo imaginas? -repuso George, mirando frí amente a Candy, quien guardó silencio-. Yo debí a haberlo sabido -masculló George desesperanzado-. Tal vez allí, en lo má s hondo de mí mismo, lo sabí a.

-¿ Qué vamos a hacer ahora, George? -exclamó Candy-. ¿ Qué vamos a hacer?

George tardó mucho en responder.

-Creo..., tendremos que decí rselo a los... muchachos. Creo que vamos a tener que encontrarlo y encerrarlo. No podemos dejar que se escape. El pobre diablo se morirí a de hambre. -Y luego trató de consolarse-. Tal vez lo encierren y sean buenos con é l.

Pero Candy afirmó, excitado:

-No, tenemos que dejar que se escape. Tú no conoces a ese Curley. Curley querrá lincharlo. Curley va a hacer que lo maten.

George miró los labios de Candy. Por fin dijo:

-Sí, es cierto. Curley va a querer que lo maten. Y los demá s lo van a matar. -Y volvió la mirada a la mujer de Curley.

Ahora Candy habló de su má s grande temor:

-Tú y yo podemos comprar el terreno, ¿ verdad, George? Tú y yo podemos ir y vivir bien allí, ¿ verdad, George? ¿ Verdad, George?

Antes de que George respondiera, Candy dejó caer la cabeza y miró el heno. Ya sabí a la respuesta.

-Creo -murmuró George suavemente- que yo lo sabí a desde el primer momento. Creo que ya sabí a que jamá s podrí amos hacerlo. Le gustaba tanto oí r hablar de eso que yo llegué a pensar que quizá s lo hicié ramos.

-Entonces, ¿ se acabó todo? -preguntó Candy, hurañ o.

George no respondió a la pregunta. Dijo, en cambio:

-Trabajaré todo el mes, cobraré mis cincuenta dó lares y me pasaré la noche entera entre las mujeres de alguna casa piojosa. O me quedaré en una sala de juego hasta que todos los demá s se vayan. Y entonces volveré y trabajaré otro mes, y cobraré otros cincuenta dó lares.

-Es tan bueno -ponderó Candy-. Es un hombre tan bueno... No creí jamá s que podrí a hacer una cosa así.

-Lennie no lo hizo por maldad -aseguró George, que miraba todaví a a la mujer de Curley-. Muchas veces ha hecho cosas malas, pero nunca por maldad. -Se irguió y miró a Candy-. Escú chame, ahora. Tenemos que decí rselo a los muchachos. Supongo que lo querrá n detener. No hay má s remedio. Quizá s no le hagan dañ o. -Y luego, bruscamente, añ adió -: No voy a dejar que le hagan nada. Escucha, ahora. Los muchachos pueden creer que yo estuve complicado en esto. Ahora me voy al cuarto de los peones. Tú sal dentro de un minuto y di a los muchachos lo que pasó, entonces yo vendré y haré como que no sé nada. ¿ Lo hará s como te he dicho? Así los muchachos no pensará n que yo he participado en esto.

-Claro, George -asintió Candy-. Claro que lo haré.

-Bien. Dame un par de minutos, entonces, y sal corriendo y di que acabas de encontrarla. Ya me voy.

George se volvió y salió rá pidamente del granero. El viejo Candy lo siguió con la vista. Despué s miró con expresió n desesperanzada a la mujer de Curley y, gradualmente, su pena y su ira cobraron vida:

-Perra maldita -exclamó rencorosamente-. Ya conseguiste lo que querí as, ¿ verdad? Supongo que estará s contenta. Todos sabí amos que eras la ruina. No serví as para nada. Y ahora no sirves para nada, perra piojosa. -Le acometió un sollozo y se le quebró la voz-. Yo podí a haber cuidado la huerta y lavado los platos para ellos. -Hizo una pausa y prosiguió en un canturreo. Y repitió, como una cantinela, las palabras consabidas-: Si llega un circo o hay un partido de pelota... podemos ir a verlo..., no hacemos má s que decir «al diablo con el trabajo»... y vamos, sin má s. No tenemos que pedir permiso a nadie. Y podí amos tener una vaca y gallinas... y en invierno... la cocina... y la lluvia en el techo... y nosotros allí sentados. -Se cegaron sus ojos por las lá grimas, y se volvió, y salió dé bilmente del granero, y al marchar se frotaba la cerdosa barba con el muñ ó n del brazo.

Afuera se interrumpió el ruido del juego. Se alzaron voces interrogantes, hubo un estruendo de pies al correr y los hombres irrumpieron en el granero. Slim y Carlson y el joven Whit y Curley, y Crooks má s atrá s, para quedar fuera de la atenció n de los otros. Candy llegó tras ellos y el ú ltimo de todos fue George. George se habí a puesto su chaqueta de estameñ a azul y la habí a abrochado, y su negro sombrero estaba muy hundido sobre los ojos. Los hombres corrieron en torno al ú ltimo pesebre. Sus ojos encontraron a la mujer de Curley en la semioscuridad, se detuvieron todos y quedaron quietos y miraron.

Luego Slim se acercó lentamente a la mujer, y le palpó la muñ eca. Un dedo flaco tocó la mejilla, y luego la mano bajó a la nuca levemente torcida y los dedos exploraron el cuello. Cuando Slim se irguió, los hombres se acercaron y el encanto quedó roto.

Curley volvió de pronto a la vida.

-Yo sé quié n ha sido -exclamó -. Ese grandote maldito, ese hijo de perra fue quien la mató. Yo sé que fue é l. ¿ Qué otro podí a haber sido si todos los demá s estaban allí, jugando a las herraduras? -Su ira aumentó paulatinamente-. Pero ya se las verá conmigo. Voy a buscar la escopeta. Yo mismo lo mataré, maldito hijo de perra. Le abriré las tripas a tiros. Vamos, muchachos.

Corrió desaforadamente fuera del granero. Carlson dijo:

-Voy a buscar mi Luger. -Y tambié n salió corriendo.

Slim se volvió lentamente hacia George.

-Creo que fue Lennie -afirmó -. Tiene el cuello roto. Lennie es capaz de hacer eso.

George no respondió, pero asintió lentamente con la cabeza. Tan metido tení a el sombrero sobre la frente, que le cubrí a los ojos.

-Tal vez -siguió Slim- haya sido como lo que ocurrió en Weed, como me contabas.

George volvió a asentir. Slim suspiró:

-Bueno, creo que tendremos que encontrarlo. ¿ Dó nde crees que habrá ido?

Pareció que George necesitaba un rato para hablar.

-Habrá... habrá ido hacia el sur. Vení amos del norte, de modo que habrá ido para el sur.

-Creo que tendremos que encontrarlo -repitió Slim.

George se acercó a é l.

-¿ No podrí amos traerlo aquí, quizá s, y encerrarlo? Está loco, Slim. Esto no lo ha hecho por maldad.

-Sí, podrí amos -asintió Slim-. Si consiguié ramos inmovilizar aquí a Curley, podrí amos hacerlo. Pero Curley va a querer matarlo. Curley está furioso todaví a por el asunto de su mano. E imagí nate que lo encierran y lo atan y lo ponen en una jaula. Eso serí a peor, George.

-Ya lo sé -murmuró George-. Ya lo sé.

Carlson entró corriendo.

-Ese perro me ha robado mi Luger -gritó -. No está en la bolsa.

Curley lo seguí a, y Curley llevaba una escopeta en la manó sana. Curley estaba calmado ya.

-Bueno muchachos -dijo-. El negro tiene una escopeta. Llé vala tú, Carlson. Cuando lo veas, no le tengas lá stima. Tí rale a las tripas.

-Yo no tengo armas -saltó Whit excitado.

-Tú ves a Soledad y busca a la policí a. Busca a Al Wilts, que es el jefe. Vamos ya. -Curley se volvió con expresió n de sospecha hacia George-. Tú vienes con nosotros, amigo.

-Sí -consintió George-. Voy. Pero escuche, Curley. Ese pobre diablo está loco. No lo maten. No sabí a lo que hací a.

-¿ Que no lo matemos? -exclamó Curley-. Tiene la pistola de Carlson. Está claro que vamos a matarlo.

-Tal vez Carlson haya perdido su pistola -sugirió dé bilmente George.

-Esta mañ ana la vi -aseguró Carlson-. No, me la han robado.

Slim seguí a mirando a la mujer. Por fin, se dirigió a Curley:

-Curley..., quizá s serí a mejor que usted se quedara con su mujer.

-No, yo voy tambié n -repuso Curley, enrojecida la cara-. Yo mismo le volaré las tripas a ese hijo de perra, aunque sea con una sola mano. Yo mismo lo voy a matar.

-Entonces -dijo Slim volvié ndose hacia Candy- qué date tú con ella, Candy. Los demá s podrí amos ir saliendo ya.

Todos empezaron a caminar. George se detuvo un momento junto a Candy y los dos miraron a la mujer muerta, hasta que Curley lo llamó:

-¡ Tú, George! Tienes que venir con nosotros, para que nadie crea que has tenido algo que ver con esto.

George caminó lentamente tras los otros, y sus pies se arrastraban pesadamente.

Y cuando todos se hubieron alejado, Candy se puso en cuclillas sobre el heno y escrutó la cara de la mujer de Curley.

-¡ Pobre diablo! -susurró dulcemente.

El ruido de los pasos de los hombres se hizo má s lejano. El granero se oscurecí a gradualmente y, en sus pesebres, los caballos moví an las patas y hací an sonar las cadenas de los ronzales. El viejo Candy se tendió en el heno y se cubrió los ojos con un brazo.


CAPÍ TULO 7

 

La honda laguna verde del rí o Salinas estaba muy calmada a la caí da de la tarde. El sol habí a dejado ya el valle para ir trepando por las laderas de las montañ as Gabilá n, y las cumbres estaban rosadas de sol. Pero junto a la laguna, entre los veteados sicó moros, habí a caí do una sombra placentera.

Una culebra de agua se deslizó tersamente por la laguna, haciendo serpentear de un lado a otro el periscopio de su cabeza; nadó todo el largo de la laguna y llegó hasta las patas de una garza inmó vil que estaba de pie en los bají os. Una cabeza y un pico silenciosos bajaron como una lanza y tomaron a la culebra por la cabeza, y el pico engulló el reptil mientras la cola de é ste se agitaba frené ticamente.

Se dejó oí r una lejana rá faga de viento, y el aire se movió por entre las copas de los á rboles como una ola. Las hojas de sicomoro volvieron hacia arriba sus dorsos de plata; las hojas parduscas, secas, sobre la tierra, revolotearon un poco. Y pequeñ as ondas surcaron, en filas sucesivas, la verde superficie del agua.

Tan rá pido como habí a llegado, murió el viento, y el claro quedó otra vez en calma. En los bají os permanecí a la garza, inmó vil y esperando. Otra culebrita de agua nadó por la laguna, volviendo de un lado a otro su cabeza de periscopio.

De pronto apareció Lennie entre los matorrales, tan en silencio como se mueve un oso al acecho. La garza castigó el aire con sus alas, se alzó fuera del agua y voló rí o abajo. La culebrita se deslizó entre los juncos de la orilla.

Lennie se acercó silenciosamente al borde de la laguna. Se arrodilló y bebió, tocando apenas el agua con los labios. Cuando un pajarito corrió a saltos por las hojas secas a su espalda, irguió de repente la cabeza y buscó el origen del sonido con ojos y oí dos hasta que vio el ave, luego volvió a inclinar la cabeza y a beber.

Cuando hubo terminado, se sentó en la orilla, dando el costado a la laguna de manera que pudiera vigilar la entrada del sendero. Se abrazó las rodillas y en ellas apoyó el mentó n.

Siguió trepando la luz fuera del valle y, al irse, las cimas de las montañ as parecieron encenderse con un brillo creciente.

-No me olvidé, no señ or -dijo suavemente Lennie-. Diablos. Esconderme en el matorral y esperar a George. -Tiró del ala del sombrero para bajarlo má s sobre los ojos-. George me va a reñ ir. George va a decir que le gustarí a estar solo, sin que yo le molestara tanto. -Volvió la cabeza y miró las encendidas cumbres de las montañ as-. Puedo irme para allí y encontrar una cueva. -Y continuó tristemente-: Y no tendré nunca salsa de tomate... pero no me importa. Si George no me quiere..., me iré. Me iré.

Y entonces salió de la cabeza de Lennie una viejecilla gorda. Usaba gruesos lentes y un enorme delantal de cretona con bolsillos, y estaba almidonada y limpia. Se puso frente a Lennie, se llevó las manos a las caderas y lo miró desaprobadora, con el ceñ o fruncido. Y cuando habló, lo hizo con la voz de Lennie:

-Te lo dije y te lo dije. Mil veces te dije: «Obedece a George, porque es bueno y te cuida». Pero tú nunca prestas atenció n. Siempre haciendo disparates.

Y Lennie respondió:

-Le quise obedecer, tí a Clara, señ ora. Quise y quise. No pude evitarlo.

-Nunca piensas en George -siguió la viejecilla con la voz de Lennie-. Y é l, siempre cuidá ndote. Cuando é l consigue un trozo de torta, te da siempre la mitad. Y si hay salsa de tomate, te la da toda.

-Ya lo sé -murmuró Lennie lastimeramente-. Intenté portarme bien, tí a Clara. Lo intenté y lo intenté.

Ella lo interrumpió:

-¡ Y George podrí a pasarlo tan bien si no fuera por ti! Cobrarí a su sueldo y se divertirí a como un loco con las mujeres de cualquier pueblo, y se pasarí a la noche jugando a los dados y al billar. Pero tiene que cuidarte a ti.

-Ya lo sé, tí a Clara -gimió Lennie abrumado de pena-. Me voy a ir a las montañ as y encontraré una cueva y viviré allí para no darle má s trabajo a George.

-Sí, eso es lo que dices siempre -exclamó bruscamente la viejecilla-. No haces má s que decir eso, y bien sabes, condenado, que jamá s lo vas a hacer. Te vas a quedar junto a é l y vas a seguir haciendo de su vida un infierno, siempre, siempre.

-Tambié n podrí a irme -susurró Lennie-. George no me dejará cuidar los conejos ahora.

Desapareció la tí a Clara, y de la cabeza de Lennie surgió un conejo gigantesco. Se sentó frente a é l, y agitó las orejas y encogió el hocico. Y habló tambié n con la voz de Lennie.

-Cuidar los conejos -dijo burlonamente-. Eres tan chiflado que no sirves ni para lustrar las botas de un conejo. Los olvidarí as y les dejarí as pasar hambre. Eso es lo que harí as. Y entonces, ¿ que pensarí a George?

-Yo no me olvidarí a -repuso Lennie ené rgicamente.

-Diablos que no -insistió el conejo-. No vales ni siquiera el asador con que te tostará n en el infierno. Bien sabe Dios que George ha hecho lo posible para sacarte del pantano; pero no le ha servido de nada. Si crees que George va a dejarte cuidar los conejos, está s má s loco que antes. No te va a dejar. Te va a moler los huesos con un palo, eso es lo que va a hacer.

Ahora respondió agresivamente Lennie:

-No, no va a hacer nada de eso. George no va a hacer eso. Conozco a George desde..., ya he olvidado desde cuá ndo..., y jamá s me ha alzado la mano con un palo. Es bueno conmigo. No va a ser malo ahora.

-Bueno, pero está harto de ti. Te va a moler a palos, y despué s te va a dejar solo.

-No -gritó frené ticamente Lennie-. No va a hacer nada de eso. Yo conozco a George. Yo y é l trabajamos juntos.

Pero el conejo repitió con suavidad, una y otra vez:

-Te va a dejar solo, chiflado. Te va a dejar solo. Te va a dejar, chiflado.

Lennie se tapó las orejas con las manos.

-No. Te digo que no -gritó. Y luego-: ¡ Oh, George! George... ¡ George!

George salió silenciosamente de los matorrales y el conejo corrió a meterse otra vez en el cerebro de Lennie.

-¿ Por qué diablos gritas? -preguntó quedamente George.

Lennie se puso de rodillas.

-¿ No me vas a dejar, George, verdad? Yo sé que no me vas a dejar.

George se acercó con pasos torpes y se sentó junto a é l.

-No.

-Ya lo sabí a. Tú no eres capaz de eso.

George guardó silencio.

-George -llamó Lennie.

-¿ Sí?

-Otra vez me he portado mal.

-No importa -dijo George, y volvió a quedarse en silencio.

Só lo las cimas má s altas estaban ahora al sol. La sombra era azul y suave en el valle. Desde la distancia llegó el rumor de hombres que se gritaban los unos a los otros. George volvió la cabeza y escuchó los gritos.

-George -volvió a llamar Lennie.

-¿ Sí?

-¿ No me vas a reñ ir?

-¿ A reñ irte?

-Claro, como has hecho siempre. Así: «Si no te tuviera conmigo cobrarí a mis cincuenta dó lares... ».

-¡ Por los clavos de Cristo, Lennie! No te acuerdas de nada de lo que sucede, pero jamá s te olvidas de una palabra que digo yo.

-Bueno, ¿ no lo vas a decir?

George se estremeció. Luego dijo, quedo:

-Si estuviera solo podrí a vivir tan bien... -Su voz era monó tona-. Podrí a conseguir un empleo y no pasar apuros. -Se detuvo aquí.

-Sigue -pidió Lennie-. Y cuando llegara fin de mes...

-Y cuando llegara fin de mes podrí a cobrar mis cincuenta dó lares y gastá rmelos en... un burdel... -Se detuvo otra vez.

Lennie le miró ansiosamente.

-Sigue, George. ¿ No me vas a reñ ir má s?

-No -afirmó George.

-Bueno, yo podrí a irme. Podrí a irme ahora mismo a las montañ as y buscar una cueva, si no me quisieras tener contigo.

George se estremeció otra vez.

-No. Quiero que te quedes conmigo.

Lennie dijo mañ osamente:

-Há blame como antes.

-¿ Qué quieres que te diga?

-Cué ntame eso de los otros hombres y de nosotros.

-Los hombres como nosotros -empezó George- no tienen familia. Ganan un poco de dinero y lo gastan. No tienen en el mundo nadie a quien le importe un bledo lo que les ocurra...

-Pero nosotros no -gritó Lennie con felicidad-. Habla de nosotros, ahora.

George permaneció callado un momento.

-Pero nosotros no -repitió.

-Porque...

-Porque yo te tengo a ti y...

-Y yo te tengo a ti. Nos tenemos el uno al otro, por eso, y hay alguien a quien le importa un bledo lo que nos pase -exclamó Lennie triunfalmente.

La escasa brisa del atardecer sopló sobre el claro y las hojas susurraron y las pequeñ as olas surcaron la verde laguna. Y los gritos de los hombres resonaron nuevamente, esta vez mucho má s cerca que antes.

George se quitó el sombrero. Dijo, con voz quebrada:

-Quí tate el sombrero, Lennie. Este aire es muy agradable.

Lennie se quitó obedientemente el sombrero y lo dejó en la tierra, frente a sí. Má s azul estaba ahora la sombra en el valle, y la noche se acercaba velozmente. Llevado por el viento llegó a ellos el sonido de pisadas en los matorrales.

-Explí came có mo vamos a vivir -suplicó Lennie.

George habí a estado escuchando los distantes sonidos. Al momento siguió hablando apresuradamente.

-Mira al otro lado del rí o Lennie, y yo te lo explicaré de manera que casi puedas ver lo que te cuento.

Lennie volvió la cabeza y miró a travé s de la laguna y hacia las laderas de las montañ as Gabilá n, oscurecidas ya.

-Vamos a comprar un trozo de tierra -dijo George. Metió la mano en un bolsillo lateral y sacó la Luger de Carlson; quitó de un golpe el seguro, y luego mano y arma descansaron sobre la tierra detrá s de la espalda de Lennie. Miró la nuca de Lennie, en el sitio donde se juntaban la columna vertebral y el crá neo.

Una voz de hombre llamó desde lejos, rí o arriba, y otro hombre respondió.

-Sigue -rogó Lennie.

George alzó la pistola y su mano tembló, y otra vez dejó caer la mano al suelo.

-Sigue -insistió Lennie-. Dime có mo va a ser. Vamos a comprar un trozo de tierra.

-Tendremos una vaca -continuó George-. Y tal vez podamos tener un cerdo y gallinas..., y tendremos un pedazo sembrado..., un poco de alfalfa...

-Para los conejos -gritó Lennie.

-Para los conejos -repitió George.

-Y yo tengo que cuidar los conejos.

-Y tú tienes que cuidar los conejos.

Lennie rió de felicidad.

-Y viviremos como prí ncipes.

-Sí.

Lennie volvió la cabeza.

-No, Lennie. Mira allá a lo lejos, al otro lado del rí o, para que puedas ver casi el terreno.

Lennie lo obedeció. George bajó la mirada hacia la pistola.

En ese momento se oyeron pisadas que aplastaban ramas en el matorral. George se volvió y miró en esa direcció n.

-Vamos, George. ¿ Cuá ndo lo vamos a comprar?

-Pronto.

-Yo y tú.

-Tú... y yo. Todos van a ser buenos contigo. No van a haber má s lí os. Nadie va a hacer dañ o a los demá s ni a robarles.

-Creí que te habí as enfadado conmigo, George.

-No, Lennie. No estoy enfadado. Nunca me enfadé, y menos ahora. Quiero que sepas eso.

Se acercaron las voces. George alzó la pistola y escuchó las voces.

-Vamos ahora -pidió Lennie-. Vayamos ahora a ese lugar.

-Claro, ahora mismo. Lo tengo que hacer. Lo tenemos que hacer.

Y George elevó la pistola y la afirmó, y puso la boca del cañ ó n cerca de la nuca de Lennie. La mano tembló violentamente, pero se endureció la cara y la mano se calmó. Apretó el gatillo. El estampido del disparo rodó laderas arriba y regresó laderas abajo. Lennie se estremeció, y luego fue cayendo lentamente hacia adelante hasta la arena, y yació sin estremecerse.

George tuvo un temblor y miró el arma, y luego la arrojó lejos de sí, cerca de la orilla, junto al montó n de cenizas viejas.

El matorral pareció llenarse de gritos y del sonido de pies en carrera. La voz de Slim llamó:

-George. ¿ Dó nde está, George?

Pero George se sentó endurecido en la orilla del agua y miró su mano derecha, la mano que habí a arrojado el arma a lo lejos. El grupo irrumpió en el claro, y Curley estaba al frente. Vio a Lennie tendido en la arena.

-Lo has matado, por Dios. -Se acercó y miró a Lennie allí tendido, y luego volvió la vista hacia George-. Bien en la nuca -dijo suavemente.

Slim se acercó directamente a George y se sentó a su lado, se sentó muy cerca.

-No importa, no te aflijas -le consoló Slim-. A veces el hombre tiene que hacer cosas como é sta.

Pero Carlson estaba de pie junto a George.

-¿ Có mo lo hiciste? -preguntó.

-Lo hice, nada má s -repuso George fatigosamente.

-¿ Tení a é l mi pistola?

-Sí. La tení a é l.

-¿ Y tú se la quitaste y lo mataste con ella?

-Sí. Así fue. -Era casi un murmullo la voz de George. Miraba aú n, fijamente, su mano derecha, la mano que habí a empuñ ado la pistola.

Slim dio un tiró n del codo a George.

-Vamos, George. Tú y yo vamos a echar un trago.

George dejó que lo ayudara a ponerse de pie.

-Sí, un trago.

-Tení as que hacerlo, George -dijo Slim-. Juro que tení as que hacerlo. Ven conmigo. -Condujo a George hasta la entrada del sendero y por é l hacia la carretera.

Curley y Carlson los siguieron con la vista. Y Carlson comentó:

-Ahora, ¿ qué diablos les pasa a esos dos?



  

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