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De ratones y hombres 5 страница



-¡ Guante lleno de vaselina! -exclamó como asqueado.

Curley lo miró con rabia. Pero sus ojos pasaron sobre é l y se fijaron en Lennie; y Lennie sonreí a todaví a del deleite imaginando los detalles de su pró ximo hogar.

Curley se acercó a Lennie como un perro ratonero.

-¿ De qué diablos te rí es?

Lennie lo miró tontamente.

-¿ Eh?

Entonces estalló la ira de Curley.

-Vamos, hijo de perra. Levá ntate. No voy a dejar que un hijo de mala madre, por grande que sea, se rí a de mí. Te voy a enseñ ar quié n es el cobarde.

Lennie miró a George con desespero, y luego se incorporó e intentó retroceder. Curley se balanceaba sobre sus pies, dispuesto ya. Castigó a Lennie con la izquierda, y luego descargó la derecha en su nariz. Lennie dio un grito de terror. Le brotó sangre de la nariz.

-George -gritó -. Dile que me deje en paz, George.

Retrocedió hasta quedar contra la pared, y Curley siguió, golpeá ndole el rostro. Lennie conservaba las manos a los costados; estaba demasiado aterrorizado para intentar defenderse.

George se habí a puesto de pie y gritaba:

-Dale, Lennie. No dejes que te pegue.

Lennie se cubrió la cara con sus enormes manos y chilló aterrorizado.

-Dile que pare, George.

Entonces Curley le atacó en el estó mago, y le cortó la respiració n.

Slim se irguió de un salto.

-El muy cobarde –gritó -. Ya me encargaré yo de é l.

Pero George extendió una mano y contuvo a Slim.

-Espere un minuto -exclamó. Formó con las dos manos una bocina en torno a la boca y gritó:

-Golpé ale, Lennie.

Lennie se quitó las manos de la cara y buscó a George con la mirada, y Curley le castigó los ojos. La enorme cara estaba cubierta de sangre. George gritó otra vez:

-Te dije que le dieras.

Curley estaba balanceando el puñ o cuando Lennie se lo tomó. Al instante Curley saltaba como un pez prendido de un anzuelo, perdido su puñ o en la gran mano de Lennie. George corrió a travé s del cuarto.

-Sué ltalo, Lennie. Sué ltalo.

Pero Lennie miraba horrorizado al vencido hombrecito a quien tení a en su poder. Le corrí a la sangre por la cara; tení a un ojo herido y cerrado por la hinchazó n. George le pegó una y otra vez en la cara con la palma de la mano abierta, pero Lennie seguí a apretando el puñ o prisionero. Curley estaba pá lido y encogido ahora, y su forcejeo se habí a debilitado. Estaba llorando, perdido su puñ o en la manaza de Lennie.

George gritaba y gritaba.

-Sué ltale la mano, Lennie. ¡ Suelta! Slim, ven a ayudarme mientras todaví a le quede algo de mano a é se.

De pronto Lennie aflojó la presió n de su garra. Se quedó encogido, acobardado, junto a la pared.

-Tú me lo dijiste, George -se excusó lastimosamente.

Curley se sentó en el suelo, mirando con extrañ eza su mano aplastada. Slim y Carlson se inclinaron sobre é l. Luego Slim se enderezó y miró a Lennie horrorizado.

-Tenemos que llevarle a un mé dico. Me parece que tiene todos los huesos de la mano hechos pedazos.

-Yo no quise hacerle dañ o -lloriqueó Lennie-. No quise lastimarlo.

-Carlson -indicó Slim-, engancha el carro de las provisiones. Lo llevaremos a Soledad y haremos que lo curen.

Carlson salió de prisa. Slim se volvió hacia el lloroso Lennie.

-Tú no tuviste la culpa -dijo-. Ese tipo se la estaba buscando. Pero, ¡ Jesú s!, casi no le queda mano.

Slim salió y casi inmediatamente regresó con un cazo de lata lleno de agua. Lo acercó a la boca de Curley.

George preguntó:

-Slim, ¿ nos echará n ahora? Necesitamos el dinero. ¿ Nos echará el padre de Curley?

Slim sonrió con acritud. Se arrodilló junto a Curley.

-¿ Le queda sentido bastante para escuchar?

Curley asintió.

-Bueno, escuche entonces -prosiguió Slim-. Me parece que se ha aplastado la mano en una má quina. Si no dice a nadie qué le ha pasado, nosotros no vamos a contarlo. Pero haga el menor comentario o intente echar a este hombre, nosotros contaremos lo que pasó, y ya verá có mo se reirá n de usted.

-No voy a contarlo -consintió Curley evitando mirar a Lennie.

Resonaron afuera las ruedas de un carro. Slim ayudó a Curley a ponerse de pie.

-Vamos, pues. Carlson lo va a llevar a un mé dico.

Acompañ ó a Curley hasta la puerta. El ruido de las ruedas murió a lo lejos. Al cabo de un momento, Slim entró de nuevo en el cuarto. Miró a Lennie, agazapado todaví a, lleno de temor, junto a la pared.

-Mué strame las manos -pidió.

Lennie extendió las manos.

-Dios del cielo -exclamó Slim-, no me gustarí a que te enfadaras conmigo.

-Lennie estaba asustado -interrumpió George-. Nada má s. No sabí a qué hacer. Ya te dije hoy que a nadie le conviene pelear con é l. No, creo que se lo dije a Candy.

Candy asintió solemnemente.

-Así es. Esta misma mañ ana, cuando Curley se metió con tu amigo, me dijiste: «Mejor harí a en no jugar con Lennie, si sabe lo que le conviene». Eso fue lo que dijiste.

George se volvió hacia Lennie.

-Tú no tienes la culpa, Lennie. No tienes por qué asustarte má s. Hiciste só lo lo que te dije. Tal vez será mejor que vayas al lavadero y te limpies la cara. Está s horrible.

Lennie sonrió con su boca magullada.

-Yo no quise hacerle dañ o -dijo. Caminó hacia la puerta, pero antes de cruzarla se volvió -. ¿ George?

-¿ Qué te pasa?

-¿ Podré cuidar los conejos todaví a?

-Claro. No has hecho nada.

-No quise hacerle dañ o, George.

-Bueno, sal de una vez y lá vate esa cara.


CAPÍ TULO 5

 

Crooks, el peó n negro, tení a su camastro en el cuarto de los arneses, un pequeñ o cobertizo que sobresalí a de la pared del granero. A un lado del cuartito habí a una ventana cuadrada, con cuatro vidrios, y en el extremo opuesto una estrecha puerta, hecha con tablas, que daba al granero. El camastro de Crooks era un largo cajó n lleno de paja, sobre el cual estaban extendidas sus mantas. De unas clavijas fijadas a la pared, junto a la ventana, colgaban rotos arneses en trá mite de ser arreglados y tiras de cuero nuevo. Bajo la misma ventana, una banqueta para las herramientas de talabarterí a, curvos cuchillos y agujas y ovillos de hebra de hilo, y un pequeñ o remachador de mano. Asimismo colgaban de las clavijas fragmentos de arneses, un collarí n roto, que mostraba el relleno de crin, una pechera partida y una cadena de tiro con su forro de cuero tambié n roto. Crooks tení a el cajó n de manzanas que le serví a de estante sobre el camastro, y en é l se apilaban gran variedad de frascos de remedios, para é l y para los caballos. Habí a latas de grasa para los arneses y una sucia lata de brea con su pincel asomando por el borde. Y dispersos por el piso muchos efectos personales; porque Crooks, por vivir solo, podí a dejar sus cosas sin cuidado, y por ser peó n del establo y lisiado, era má s fijo que los demá s en el rancho y habí a acumulado má s posesiones de las que podí a transportar al hombro.

Crooks era dueñ o de varios pares de zapatos, unas botas de goma, un gran reloj despertador y una escopeta de un cañ ó n. Y tení a tambié n varios libros: un maltrecho diccionario y un estropeado y roto ejemplar del có digo civil de California de 1905. Habí a unas revistas muy gastadas y algunos libros sucios en un estante especial sobre el camastro. De un clavo en la pared, sobre la cama, pendí a un par de grandes anteojos con armazó n de oro.

El cuarto estaba barrido y bastante limpio, porque Crooks era un hombre orgulloso, solitario. Guardaba las distancias, y exigí a que los demá s tambié n lo hicieran. Su cuerpo estaba doblado hacia la izquierda a causa de una fractura de la columna vertebral, y sus ojos se ahondaban tanto en su cara, que por esa misma profundidad parecí an resplandecer intensamente. Tení a el magro rostro surcado por hondas arrugas negras, y labios finos, estirados por el dolor, má s pá lidos que la cara.

Era sá bado por la noche. A travé s de la puerta que daba al granero llegaba el sonido de caballos en movimiento, de patas agitadas, de dientes mordiendo el heno, del rechinar de las cadenas de los ronzales. En el cuarto del peó n, una lamparilla elé ctrica derramaba una escasa luz amarillenta.

Crooks estaba sentado en su camastro. Por atrá s, los faldones de la camisa salí an fuera de los pantalones. En una mano sostení a un frasco de linimento, y con la otra se frotaba la espalda. De vez en cuando vertí a unas gotas de linimento en su mano de palma rosada y la metí a bajo la camisa para volver a frotar. Encorvaba los mú sculos de la espalda y se estremecí a.

Silenciosamente apareció Lennie por la puerta abierta y se detuvo allí mirando hacia adentro, bloqueando casi el hueco de la puerta con sus grandes hombros. En un primer momento, Crooks no le vio, pero al levantar la vista se quedó tieso y en su rostro apareció una expresió n de enojo. Su mano, oculta bajo la camisa, apareció otra vez.

Lennie sonrió con expresió n desventurada en un intento de demostrar amistad.

-No tiene derecho -exclamó bruscamente Crooks- a entrar en mi habitació n. É sta es mi habitació n. Nadie excepto yo mismo tiene derecho a estar aquí.

Lennie tragó saliva y su sonrisa se hizo má s aduladora.

-No hago nada. Só lo he venido a ver mi cachorro. Y entonces he visto luz aquí -explicó.

-Bueno, tengo derecho a encender la luz. Tiene que marcharse de mi cuarto. A mí no me dejan estar en el barracó n y yo no le dejaré estar aquí.

-¿ Por qué no le dejan estar allí? -preguntó Lennie.

-Porque soy negro. Allí juegan a las cartas, pero yo no puedo jugar porque soy negro. Dicen que huelo mal. Bueno, yo le digo que para mí todos ustedes tienen mal olor.

Lennie movió las grandes manos tristemente.

-Todos se han ido al pueblo -informó -. Slim y George y todos. George dice que tengo que quedarme aquí y no meterme en lí os. Yo vi esta luz.

-Bueno, ¿ qué quiere?

-Nada. Vi esta luz y creí que podrí a entrar un rato a sentarme.

Crooks miró fijamente a Lennie y estiró una mano hacia atrá s; recogió los anteojos y los ajustó en las rosadas orejas, y volvió a mirar.

-No sé qué viene a hacer al pajar, de todos modos -se quejó -. Usted no tiene nada que ver con los caballos. Usted es cargador de sacos y no tiene por qué venir aquí. Nada tiene que hacer con los caballos.

-El perrito -repitió Lennie-. Vine a ver a mi perrito.

-Bueno, vaya a ver su perrito, entonces. No se meta donde no le llaman.

Lennie perdió su sonrisa. Avanzó un paso dentro de la habitació n, pero luego recordó las instrucciones de George y retrocedió hasta la puerta.

-Los estuve mirando un poco. Slim dice que no debo acariciarlos demasiado.

-Bueno, pero no ha hecho má s que sacarlos de la paja todo el tiempo. No sé có mo la perra no los lleva a otro sitio.

-Oh, la perra me deja. No le importa -dijo Lennie, que habí a entrado nuevamente en el cuarto.

Crooks frunció el ceñ o, pero la apaciguadora sonrisa de Lennie lo venció.

-Vamos, entre y sié ntese un rato -invitó Crooks-. Ya que no quiere irse y dejarme tranquilo, puede sentarse. -Su tono era un poco

má s amistoso-. Todos los muchachos se fueron al pueblo, ¿ eh?

-Todos menos el viejo Candy. Está ahí sentado en el cuarto grande, afilando el lá piz una y otra vez y haciendo cuentas.

Crooks se ajustó los anteojos.

-¿ Cuentas? ¿ Qué cuentas hace Candy?

Lennie gritó casi:

-Hace cuentas con los conejos.

-Usted está loco. Má s loco que una cabra. ¿ De qué conejos me está hablando?

-Los conejos que vamos a comprar; yo tengo que cuidarlos, y cortar la hierba y darles agua, y todo lo demá s.

-Loco, completamente loco -repitió Crooks-. Hace bien el hombre que viaja con usted en tenerlo lejos.

Lennie repuso suavemente:

-No estoy mintié ndole. Eso es lo que vamos a hacer. Vamos a comprar una casa y un terreno y viviremos como prí ncipes.

Crooks se arrellanó má s có modamente en su lecho.

-Sié ntese -volvió a invitar-. Sié ntese ahí, en el cajó n de los clavos.

Lennie se sentó encogido en el cajoncito.

-Usted cree que es mentira -dijo-. Pero no es mentira. Todo lo que digo es verdad, puede preguntá rselo a George.

Crooks apoyó el oscuro mentó n en la rosada palma.

-¿ Usted viaja siempre con George, verdad?

-Claro. Yo y é l vamos juntos a todas partes.

-A veces -prosiguió Crooks- é l habla y usted no sabe de qué demonios está hablando. ¿ No es cierto? -Se inclinó hacia adelante, horadando a Lennie con sus ojos profundos—. ¿ No es así?

-Sí..., a veces.

-¿ Habla y habla y usted no sabe de qué diablos habla?

-Sí..., a veces. Pero... no siempre.

Crooks se inclinó aú n má s hacia adelante sobre el borde del camastro.

-Yo no soy un negro del Sur -continuó -. Nací aquí mismo, en California. Mi padre tení a un criadero de gallinas, unas cinco hectá reas. Los niñ os, los blancos, iban a jugar allí conmigo, y a veces yo iba a jugar a casa de ellos; algunos eran muy buenos. A mi padre no le gustaba. Hasta mucho tiempo despué s no supe por qué no le gustaba. Pero ahora lo sé. -Vaciló, y cuando volvió a hablar su voz era má s suave-: No habí a otra familia de color en muchas leguas a la redonda. Y ahora só lo hay un hombre de color en este rancho y una familia en Soledad. -Soltó una carcajada-. Si yo digo algo, no importa nada, porque no es má s que un negro quien habla.

-¿ Cuá nto tiempo le parece -preguntó Lennie- que tardará n esos cachorros en ser bastante grandes para acariciarlos bien?

Otra vez rió Crooks de nuevo.

-Uno puede hablar con usted y estar seguro de que no repetirá nada. Dentro de un par de semanas esos cachorros ya será n grandes. George sabe lo que se hace. Habla, y usted no comprende nada. -Se inclinó hacia adelante en su excitació n-. Yo no soy má s que un negro, y un negro con la espalda rota. Lo que yo digo no importa, ¿ entiende? De todos modos, no va a poder acordarse. Muchas veces lo he visto: un hombre habla con otro, y no le importa si é ste no lo oye o no lo comprende. La cuestió n es hablar o, incluso, quedarse callado, sin hablar. Eso no importa, no importa nada. -Su excitació n habí a crecido hasta tal punto que ahora se golpeaba la rodilla con la mano-. George puede decir cualquier disparate, es lo mismo. El caso es poder hablar. La cuestió n es estar con otro hombre. Eso es todo.

Hizo una pausa. Despué s su voz se tornó suave y persuasiva.

-Suponga que George no vuelve. Suponga que se ha ido y no vuelve. ¿ Qué harí a usted?

La atenció n de Lennie se centró poco a poco en lo que habí a oí do.

-¿ Qué? -preguntó.

-Dije que se imagine que George fue esta noche al pueblo; y usted no vuelve a saber nada de é l. -Crooks lo apremió saboreando esta especie de victoria privada-. Imagí neselo -repitió.

-No, no va a hacer eso -gritó Lennie-. George no harí a una cosa así. Hace mucho tiempo que conozco a George. Esta noche va a volver... -Pero la duda era demasiado para é l-, ¿ No le parece que volverá?

El rostro de Crooks se iluminó con el placer que le producí a su tortura.

-Nadie puede decir qué va a hacer otro hombre -observó con calma-. Digamos que quiere volver y no puede. Imagí nese que lo matan o lo hieren, y no puede volver.

Lennie hizo un esfuerzo por comprender.

-George no va a hacer eso -repitió -. George es muy cuidadoso. No lo van a herir. Nunca se ha herido porque es muy cuidadoso.

-Bueno, pero imagine, imagine, nada má s, que no vuelve. ¿ Qué harí a usted, entonces?

La cara de Lennie se arrugó por efecto de la aprensió n.

-No sé. Oiga, ¿ qué quiere? -gritó -. No es cierto. George no está herido.

Los ojos de Crooks perforaron los suyos.

-¿ Quiere que le diga lo que pasará? Lo llevará n al manicomio, lo atará n del pescuezo, como a un perro.

De pronto los ojos de Lennie quedaron fijos, y quietos, y furiosos. Se incorporó y caminó con actitud amenazadora hacia Crooks.

-¿ Quié n hirió a George? -preguntó.

Crooks intuyó el peligro que se acercaba. Se encogió en su camastro, para no quedar enfrentado a Lennie.

-No hací a má s que suponer cosas -se excusó -. George no está herido. Está bien. Volverá pronto.

Lennie estaba de pie, enorme, junto a é l.

-¿ Para qué habla, entonces? No voy a permitir que nadie diga que George está herido.

Crooks se quitó los lentes y se frotó los ojos con los dedos.

-Sié ntese –dijo-. George no está herido.

Lennie volvió refunfuñ ado a su asiento en el cajó n de clavos.

-Nadie va a decir que George está herido -masculló.

-Tal vez -continuó suavemente Crooks-, tal vez comprenda ahora. Usted tiene a George. Sabe que va a volver. Pero suponga que no tuviera a nadie. Suponga que no pudiera ir al cuarto de los peones a jugar a las cartas por ser negro. ¿ Le gustarí a? Suponga que tuviera que sentarse aquí y leer, y leer. Claro que podrí a jugar a las herraduras hasta el anochecer, pero despué s tendrí a que leer. Los libros no sirven. Un hombre necesita a alguien, alguien que esté cerca. Uno se vuelve loco si no tiene a nadie. No importa quié n es el otro, con tal de que esté con uno. Le digo -gritó -, le digo que uno se ve tan solo que se pone enfermo.

-George va a volver -se tranquilizó Lennie con voz asustada—. Tal vez haya vuelto ya. Tal vez deberí a ir a ver.

-No quise asustarle -afirmó Crooks-. George va a volver. Yo hablaba por mí, solamente. Uno se sienta aquí, solo, toda la noche, leyendo unos libros, o pensando, o haciendo cualquier otra cosa. A veces se pone uno a pensar, y no tiene a nadie que le diga sí o no. Quizá s, si ve algo, no sabe si está bien o mal. No puede preguntar a nadie si tambié n ha visto lo mismo. No puede hablar. No tiene con qué comparar. Yo he visto muchas cosas aquí. Y no estaba borracho. No sé si estaba dormido. Si hubiera habido un hombre conmigo, podrí a decirme si estaba dormido, y todo estarí a bien. Pero no lo sé.

Crooks miraba a travé s del cuarto, ahora, hacia la ventana.

-George no se va a ir -exclamó Lennie lastimeramente-. No me va a dejar. Yo sé que George no va a hacer eso.

El peó n del establo continuó con expresió n soñ adora:

-Recuerdo cuando era chico, en la casa de mi padre. Tení a dos hermanos. Estaban siempre conmigo, siempre. Dormí amos en la misma habitació n, en la misma cama, los tres. Tení amos un terreno con fresas. Tení amos un campo de alfalfa. En las mañ anas soleadas solí amos soltar las gallinas en la alfalfa. Mis hermanos se sentaban en la alambrada para mirarlas: eran gallinas blancas.

Gradualmente la atenció n de Lennie volvió hacia lo que estaba oyendo.

-George dice que vamos a tener alfalfa para los conejos.

-¿ Qué conejos?

-Vamos a tener conejos, y un campo plantado de fresas.

-Está loco.

-Pero es cierto. Pregú nteselo a George.

-Está loco -volvió a decir desdeñ osamente Crooks—. He visto má s de cien hombres venir por los caminos a trabajar en los ranchos, con sus hatillos de ropa al hombro, y esa misma idea en la cabeza. Cientos de ellos. Llegan y trabajan y se van; y cada uno de ellos tiene un terrenito en la cabeza. Y ni uno solo de esos condenados lo ha logrado jamá s. Es como el cielo. Todos quieren su terrenito. He leí do muchos libros aquí. Nadie llega al cielo, y nadie consigue su tierra. La tienen en la cabeza, nada má s. No hacen má s que hablar de eso, siempre, siempre, pero só lo lo tienen en la cabeza.

Hizo una pausa y miró hacia la puerta abierta, porque los caballos se moví an inquietos y repicaban las cadenas de los ronzales. Un caballo relinchó.

-Creo que alguien anda por ahí -observó Crooks-. Quizá sea Slim. A veces Slim viene dos o tres veces por la noche. Slim es un verdadero mulero; cuida bien a sus animales.

Se puso en pie dolorosamente y avanzó hasta la puerta.

-¿ Es usted, Slim? -llamó.

Le respondió la voz de Candy.

-Slim fue al pueblo. Oye, ¿ has visto a Lennie?

-¿ Ese grandulló n?

-Sí. ¿ No lo has visto por aquí?

-Está dentro -indicó brevemente Crooks. Volvió a su camastro y se tendió.

Candy apareció en el umbral rascá ndose el pelado muñ ó n y mirando a ciegas el cuarto iluminado. No intentó entrar.

-Ó yeme, Lennie. He estado haciendo cuentas con esos conejos.

Crooks interrumpió irritado:

-Puede entrar, si quiere.

Candy parecí a incó modo.

-No sé. Claro, que si tú quieres...

-Vamos, entre. Si todo el mundo se mete aquí tambié n puede entrar usted. —Le era difí cil ocultar su placer con muestras de ira.

Candy entró, pero seguí a sintié ndose incó modo.

-Es un bonito cuartito é ste -ponderó -. Debe de ser agradable tener un cuarto para uno solo, como é ste.

-Naturalmente -afirmó Crooks con ironí a-. Y un montó n de estié rcol bajo la ventana. Claro, es muy agradable.

Lennie intervino:

-¿ Qué decí as de los conejos?

Candy se apoyó contra la pared, junto al collarí n roto, y siguió rascá ndose el muñ ó n.

-Hace muchos añ os que estoy aquí. Y Crooks tambié n está aquí hace mucho. É sta es la primera vez que entro en su cuarto.

-No son muchos los hombres -dijo sombrí amente Crooks- que entran en el cuarto de un hombre de color. Aquí no ha entrado nadie má s que Slim. Slim y el patró n.

Candy cambió rá pidamente de tema.

-Slim es el mejor mulero que he conocido.

Lennie se inclinó hacia el viejo barrendero.

-Esos conejos... -insistió.

-Ya lo tengo calculado -sonrió Candy-. Podemos ganar algo de dinero con esos conejos si sabemos hacer las cosas.

-Pero yo tengo que cuidarlos -interrumpió Lennie-. George dice que yo los voy a cuidar. Me lo prometió.

Crooks los interrumpió brutalmente.

-Ustedes no hacen má s que engañ arse. No hacen má s que hablar y hablar, pero no van a tener nunca esa tierra. Usted va a seguir barriendo aquí hasta que lo saquen en un cajó n con los pies por delante. Diablos, he visto ya a muchos como ustedes. Lennie, é ste, se irá del rancho y volverá al camino dentro de dos, tres semanas. Parece como si todos tuvieran un terreno en la cabeza.

Candy se frotó iracundo la mejilla.

-Bien sabe Dios que es cierto. George dice que lo podemos hacer. Ya tenemos el dinero; lo tenemos ahora.

-¿ Sí? -dijo Crooks-. Y ¿ dó nde está George? En el pueblo, con mujeres. Allí es donde va a dar ese dinero. Jesú s, muchas veces he visto lo mismo. He visto demasiados hombres con sus tierras en la cabeza. Pero nunca llegan a poner las manos en la tierra.

-Claro que todos quieren lo mismo -exclamó Candy-. Todos quieren un terrenito, no mucho. Só lo algo que sea de uno. Un lugar en donde uno pueda vivir sin que lo echen. Yo nunca he tenido un campo. He sembrado para casi todos los dueñ os de tierra en este estado, pero no eran mí as esas siembras y, cuando las cosechas estaban listas, yo mismo las recogí a, tampoco eran mí as. Pero ahora es distinto, y tienes que creernos. George no se ha llevado el dinero. El dinero está en el banco. Yo y Lennie y George. Vamos a tener un cuarto para dormir. Vamos a tener un perro, y conejos, y gallinas. Vamos a plantar maí z, y tal vez tengamos una vaca o una cabra.

Se detuvo, abrumado por su pintura.

-¿ Dice que ya tienen el dinero?

-Claro que sí. Casi todo. No nos falta má s que un poco. Dentro de un mes lo tendremos todo. Y George ya ha elegido el terreno, tambié n.

Crooks dobló un brazo y se exploró la espalda con la mano.

-Nunca he visto a un tipo que lo consiguiera -aseguró -. He visto hombres que estaban casi locos de tanto desear tierra propia, pero cada vez las mujeres o los naipes se llevaban el dinero. -Vaciló un poco-. Si... si ustedes quisieran alguien que trabajara sin sueldo, só lo por casa y comida, yo podrí a ir a echarles una mano. No soy tan lisiado como para no poder trabajar como cualquier hijo de vecino si me da la gana.

-¿ Alguno de vosotros ha visto a Curley?

Los tres giraron la cabeza hacia la puerta. Allí estaba la mujer de Curley. Tení a la cara muy arreglada. Los labios, levemente abiertos. Respiraba hondamente, como si hubiese venido corriendo.

-Curley no ha estado por aquí -contestó á speramente Candy.

La mujer permaneció quieta en la puerta, sonriendo un poco, frotá ndose las uñ as de una mano con el pulgar y el í ndice de la otra. Y sus ojos recorrieron todas las caras de una en una.

-Dejaron solamente a los que no sirven -dijo por fin-. ¿ Creé is que no sé adonde han ido? Hasta Curley. Sé muy bien adonde han ido.

Lennie la miraba fascinado; pero Candy y Crooks tení an fruncido el ceñ o y gachas las cabezas, evitando la mirada femenina.

-Entonces, si ya lo sabe -repuso Candy-, ¿ por qué viene a preguntarnos dó nde está Curley?

Ella lo miró como divertida.

-Es raro -dijo-. Si encuentro a un hombre, cualquiera, y está solo, me llevo muy bien con é l. Pero en cuanto dos de vosotros está is juntos, ya no queré is ni hablar. Os enfadá is y se acabó.

Dejó caer los brazos y apoyó las manos en las caderas.

-Todos os tené is miedo, eso es lo que pasa. Todos tené is miedo de que los demá s os hagan algo.

Al cabo de una pausa intervino Crooks:

-Tal vez deberí a irse a su casa en seguida. No queremos lí os.



  

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