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De ratones y hombres 2 страница-Claro que sí, George. Esconderme en el matorral hasta que llegues. -Pero no te vas a meter en ningú n lí o, porque entonces no te dejaré cuidar los conejos. George arrojó la lata de judí as vací a entre la maleza. -No me voy a meter en lí os, George. No voy a decir una palabra. -Bueno. Trae tu hatillo junto al fuego. Va a ser agradable dormir aquí. Mirando el cielo, y las hojas. No avives el fuego. Deja que se vaya apagando. Hicieron sus lechos en la arena y, al disminuir la llamarada de la hoguera, se hizo má s pequeñ a la esfera de luz; las curvadas ramas desaparecieron, y só lo un leve resplandor mostraba dó nde estaban los troncos de los á rboles. Desde la oscuridad llamó Lennie: -George..., ¿ está s dormido? -No. ¿ Qué quieres? -Vamos a tener conejos de distinto color, George. -Claro que sí -asintió George somnoliento-. Conejos rojos y azules y verdes, Lennie. Millones de conejos. -Conejos muy peludos, George, como los vi en la feria de Sacramento. -Claro, bien peludos. -Porque lo mismo podrí a marcharme yo, George, y vivir en una cueva. -Lo mismo podrí as irte al diablo -dijo George-. Cá llate ya. La luz roja se extinguió en las brasas. Desde la colina al otro lado del rí o aulló un coyote y un perro respondió desde lejos. Las hojas de sicomoro susurraron con la apagada brisa de la noche. CAPÍ TULO 3
La casa de los peones era un largo edificio rectangular. Por dentro, las paredes estaban blanqueadas con cal y el piso no tení a pintura. En tres paredes habí a pequeñ as ventanas cuadradas y en la cuarta una só lida puerta con cerrojo de madera. Contra las paredes se alineaban ocho camastros, cinco de ellos hechos ya con mantas y los otros tres con sus fundas de arpillera al aire. Sobre cada camastro estaba clavado un cajó n de manzanas con la abertura hacia adelante de manera que formaba dos estantes para guardar los efectos personales del ocupante de la litera. Y esos estantes se hallaban llenos de pequeñ os artí culos, jabó n y polvo de talco, navajas y esas revistas del Oeste que gustan leer los trabajadores de los ranchos, de las que se mofan y en las que creen en secreto. Y tambié n habí a medicinas, frasquitos y peines; y de los clavos a los lados de los cajones colgaban unas pocas corbatas. Cerca de una de las paredes habí a una negra estufa de hierro fundido, cuya chimenea subí a recta a travé s del techo. En el centro de la habitació n se levantaba una gran mesa cuadrada cubierta de naipes, y a su alrededor se agrupaban cajones para que se sentaran los jugadores. A eso de las diez de la mañ ana el sol atravesaba con una brillante barra cargada de polvo una de las ventanas laterales, y las moscas entraban y salí an del rayo de luz como estrellas errantes. Se alzó el cerrojo de madera. Se abrió la puerta y entró un anciano alto, cargado de hombros. Vestí a ordinaria ropa azul y llevaba una gran escoba en la mano izquierda. Detrá s de é l entró George y, detrá s de George, Lennie. -El patró n os esperaba anoche -dijo el viejo-. Se enojó como el diablo cuando no os vio esta mañ ana para ir a trabajar. Señ aló con el brazo derecho, y de la manga surgió una muñ eca redonda como un palo, pero sin mano. -Podé is ocupar aquellas dos camas -agregó, indicando dos camastros cerca de la estufa. George se acercó a un camastro y arrojó sus mantas en el saco de arpillera lleno de paja que formaba el colchó n. Miró el cajó n de sus estantes y sacó de dentro una latita amarilla. -¡ Eh! ¿ Qué diablos es esto? -No sé -contestó el viejo. -Aquí dice «mata positivamente piojos, cucarachas y otros insectos». Vaya condenada clase de camas que nos dan, ¿ verdad? No queremos bichitos de é stos. El viejo peó n movió la escoba y la sostuvo entre el codo y el cuerpo, mientras extendí a la mano para tomar la lata. Estudió cuidadosamente la etiqueta. -Te diré qué ocurre -dijo por fin-. El ú ltimo que tuvo esta cama era un herrero..., un hombre condenadamente bueno, y el tipo má s limpio que se pueda conocer. Solí a lavarse las manos hasta despué s de comer. -Entonces, ¿ có mo tení a piojos? George iba mostrando gradualmente su ira. Lennie puso su hatillo en el camastro vecino y se sentó. Miraba a George con la boca abierta. -Te lo explicaré -dijo el viejo-. Este herrero, un tal Whitey, era de esos que ponen veneno aun cuando no haya bichos, para estar seguros, ¿ sabes? Te digo que en las comidas pelaba las patatas hervidas y les quitaba los puntitos, hasta los má s pequeñ os, antes de comerlas. Y si le daban un huevo con una mancha roja, la quitaba. Al final se fue, a causa de la comida. Era un tipo así... muy limpio. Los domingos se vestí a del todo, aunque no fuera a ninguna parte; hasta se poní a corbata, y despué s se quedaba sentado aquí. -No me convence mucho -dijo George con escepticismo-. ¿ Por qué dices que se fue? El viejo puso la lata amarilla en un bolsillo y se frotó las á speras canas de la barba con los nudillos. -Pues... el hombre.... se fue, simplemente, como todos. Dijo que era por la comida. Pero lo ú nico que querí a era irse. No dio má s razones; la comida, nada má s. Una noche dice «pá gueme», y ya está; se fue, como hacen muchos. George levantó la arpillera del camastro y miró por debajo. Se inclinó para inspeccionar de cerca el colchó n. Inmediatamente Lennie se levantó e hizo lo mismo con su cama. Por fin George pareció satisfecho. Deshizo su hatillo y puso cosas en el estante, su navaja y su barra de jabó n, su peine y el frasco de pí ldoras, el linimento y su muñ equera de cuero. Luego hizo la cama, pulcramente, con sus mantas. -Creo que el patró n vendrá pronto -continuó el viejo—. Se enojó mucho cuando no os vio esta mañ ana. Se metió aquí mientras está bamos tomando el desayuno y preguntó: «¿ Dó nde diablos está n esos peones nuevos? ». Y le armó una buena al peó n del establo, tambié n. George alisó de una palmada una arruga de la cama y se sentó. -¿ Al peó n del establo? -preguntó. -Sí, claro. Es que el peó n del establo es un negro. -¿ Negro, eh? -Sí. Un buen tipo. Tiene la espalda torcida porque un caballo lo coceó. El patró n se las hace pasar buenas cuando se enoja. Pero al peó n del establo no le importa nada. Lee mucho. Tiene libros en su habitació n. -¿ Qué clase de tipo es el patró n? -preguntó George. -Bueno... Bastante bueno. Se enoja mucho a veces, pero no es malo. Te diré... ¿ Sabes qué hizo para Navidad? Trae una barrica de whisky y dice: «Bebed bien, muchachos. Só lo es Navidad una vez al añ o». -¡ Diablos! ¿ Una barrica entera? -Sí, señ or. ¡ Dios, có mo nos divertimos! Aquella noche dejaron que el negro entrara aquí. Un mulero que habí a, un tal Smitty, se peleó con el negro. No lo hizo mal, tampoco. Los muchachos no le dejaban emplear los pies, y por eso el negro le ganó. Smitty aseguró que si le dejaban usar los pies podí a matar al negro. Los muchachos dijeron que como el negro tiene la espalda rota, Smitty no podí a usar los pies. -Hizo una pausa disfrutando con el recuerdo-. Despué s de eso, los muchachos fueron a Soledad y armaron una buena. Yo no fui. Mi cuerpo ya no aguanta. Lennie estaba terminando de hacer su cama. El cerrojo de madera se alzó otra vez y la puerta se abrió. Un hombrecillo recio apareció por la puerta. Vestí a pantalones azules de grueso algodó n, camisa de franela, chaleco negro desabrochado y abrigo tambié n negro. Tení a los pulgares metidos bajo el cinturó n, uno a cada lado de una cuadrada hebilla de acero. En la cabeza llevaba un sucio Stetson pardo, y calzaba botas de tacó n alto con espuelas para demostrar que no era un mero trabajador. El viejo de la escoba lo miró rá pidamente luego se dirigió, arrastrando los pies, hacia la puerta, mientras con los nudillos se frotaba las patillas. -Acaban de llegar estos dos -afirmó, y arrastrando los pies pasó junto al patró n y salió por la puerta. El patró n entró en la estancia con los pasos breves, rá pidos, del hombre de piernas cortas. -Escribí a Murray y Ready que necesitaba dos hombres para esta mañ ana. ¿ Tené is las tarjetas de empleo? George metió la mano en el bolsillo, sacó las tarjetas y las entregó al patró n. -Murray y Ready -prosiguió el patró n- no tienen la culpa. Aquí dicen bien claro que tení an que venir a trabajar esta mañ ana. George se miró los pies. -El conductor del autobú s nos jugó una mala pasada -explicó -. Tuvimos que caminar diez millas. Dijo que ya está bamos junto al racho, y no era así. No pudimos encontrar quien nos trajera esta mañ ana. El patró n entrecerró los ojos. -Bueno, tuve que mandar las cuadrillas con dos hombres menos. De nada vale que vayá is ahora; hay que esperar la comida. Sacó del bolsillo la libreta en que apuntaba las horas de trabajo y la abrió por donde habí a un lá piz metido entre las hojas. George miró significativamente, con el ceñ o fruncido, a Lennie y Lennie asintió con la cabeza para indicar que comprendí a. El patró n humedeció con la lengua la punta de lá piz. -¿ Có mo te llamas? -George Milton. -¿ Y tú? -Se llama Lennie Small -dijo George. Los nombres quedaron inscritos en la libreta. -Vamos a ver; hoy es veinte, el veinte a mediodí a... -dijo cerrando la libreta-. ¿ Dó nde habé is estado trabajando ú ltimamente? -Cerca de Weed -respondió George. -¿ Tú tambié n? -preguntó a Lennie. -Sí, é l tambié n -se adelantó George. El patró n apuntó con un dedo juguetó n hacia Lennie. -¿ No es muy hablador, eh? -No, no mucho, pero la verdad es que sirve para trabajar. Fuerte como un toro. Lennie sonrió como para sus adentros. -Fuerte como un toro -repitió. George le miró con enojo, y Lennie bajó la cara avergonzado de haber olvidado sus indicaciones. El patró n exclamó inesperadamente: -¡ Eh, Small! Lennie levantó la cabeza. -¿ Qué es lo que sabes hacer? Lleno de pá nico, Lennie miró a George para que lo ayudara. -Sabe hacer todo lo que le digan -explicó George-. Sabe conducir bien un tronco de mulas. Puede cargar bolsas, llevar una cosechadora. Puede hacer de todo. Pó ngalo a prueba. El patró n se volvió hacia George. -Entonces ¿ por qué no dejas que é l me conteste? ¿ Me queré is engañ ar, acaso? George interrumpió con voz muy alta. -¡ Oh! No digo que sea inteligente. No lo es. Pero digo que para trabajar no hay quien le gane. Es capaz de cargar un fardo de doscientos kilos. El patró n metió lentamente la libreta en el bolsillo. Enganchó los pulgares en el cinturó n y guiñ ó un ojo hasta cerrarlo casi. -Oye... ¿ Qué papel juegas tú en esto? -¿ Eh? -Digo ¿ qué es lo que ganas con este tipo? ¿ Le quitas el sueldo? -No, claro que no. ¿ Por qué pregunta eso? -Bueno, nunca he visto a un hombre preocuparse tanto por otro. Me gustarí a saber qué interé s tienes en esto, nada má s. George repuso: -Es... es primo mí o. Le prometí a su madre que lo cuidarí a. Cuando era un niñ o, un caballo le coceó la cabeza. Pero no tiene nada. Só lo... que no es muy listo. Pero sabe hacer todo lo que se le diga. El patró n se volvió a medias para marcharse. -Bueno; Dios sabe que no necesita mucho seso para cargar sacos de cebada. Pero no trates de engañ arme, Milton. Me voy a fijar en todo lo que haces. ¿ Por qué os fuisteis de Weed? -Se acabó el trabajo -contestó George rá pidamente. -¿ Qué trabajo era? -Está bamos... está bamos cavando una zanja. -Bien. Pero no trates de engañ arme, porque no vas a ir a ningú n lado. Ya he conocido muchos pillos. Despué s de comer salid con las cuadrillas de peones. Está n cargando cebada junto a la trilladora. Id con la cuadrilla de Slim. -¿ Slim? -Sí. Un mulero, alto, grande. Ya lo veré is en la comida. Se volvió de repente y se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir se dio la vuelta otra vez y miró durante un rato a los dos hombres. Cuando se hubo apagado el sonido de sus pasos, George se encaró con Lennie. -Así que no ibas a decir palabra. Ibas a tener bien cerrada esa tremenda boca y me ibas a dejar hablar. Bien cerca estuvimos de perder el trabajo. Lennie se miró desventuradamente las manazas. -Lo olvidé, George. -Sí, lo olvidaste. Siempre te olvidas, y yo tengo que sacarte del enredo. -Se sentó pesadamente en el camastro-. Ahora nos va a vigilar siempre. Tienes que guardarte bien de hacer disparates. Despué s de esto, vas a tener bien cerrada la boca. Luego quedó en un malhumorado silencio. -George. -¿ Qué te pasa ahora? -Ningú n caballo me coceó en la cabeza, ¿ verdad, George? -Má s valdrí a que así hubiera sido -dijo George malvadamente-. Nos hubié ramos evitado muchos malos ratos. -Dijiste que yo era primo tuyo, George. -Bueno, eso es mentira. Y me alegro de que sea mentira. Si yo fuera pariente tuyo me pegarí a un tiro. Se interrumpió de pronto, se acercó a la puerta abierta y miró hacia afuera. -Oye, ¿ qué diablos está s escuchando ahí? El anciano entró lentamente en el dormitorio. Tení a la escoba en la mano. Pegado a sus talones caminaba penosamente un perro ovejero de hocico gris y pá lidos, ciegos ojos viejos. El perro renqueó hacia un extremo de la habitació n y se tendió, gruñ endo suavemente para sus adentros y lamié ndose la piel enmarañ ada, comida por la sarna. El barrendero siguió mirá ndolo hasta que estuvo bien acostado. -No estaba escuchando nada. Só lo me paré en la sombra para rascar al perro. Acabo de barrer el lavadero. -No, estabas escuchando lo que decí amos -insistió George-. No me gustan los curiosos. El anciano, incó modo, miró a George y a Lennie, y otra vez a George. -Acababa de llegar -explicó -. No oí nada de lo que decí ais. No me interesa nada de lo que decí ais. En un rancho no se escucha lo que dicen los demá s, ni se hacen preguntas. -Claro que no -dijo George, algo apaciguado-. El que lo hace no dura mucho. Pero la defensa del barrendero lo habí a tranquilizado. -Entra y sié ntate un minuto -invitó -. Ese perro es má s viejo que el diablo. -Sí. Lo tengo desde que era cachorro. Cielos, era un buen ovejero cuando era joven. Apoyó la escoba contra la pared y se frotó con los nudillos la mejilla erizada de canas. -¿ Qué te pareció el patró n? -preguntó. -Bastante bien. Parece buen tipo. -Es un buen tipo —convino el viejo—. Hay que saberlo llevar. En este momento entró en el barracó n de los peones un hombre joven; un hombre joven y flaco, de cara tostada, ojos pardos y la cabeza llena de apretados rizos. En la mano izquierda llevaba puesto un guante de trabajo y, como el patró n, calzaba botas de tacó n alto. -¿ Habé is visto a mi padre? -preguntó. -Estuvo aquí hace un momento, Curley -repuso el barrendero-. Fue hacia la cocina, me parece. -Veré si lo alcanzo -dijo Curley. Sus ojos recorrieron a los dos hombres nuevos y se detuvo. Miró frí amente a George y luego a Lennie. Sus brazos se doblaron gradualmente por los codos y sus manos se cerraron en dos puñ os. Tensó el cuerpo y asumió una actitud casi agazapada. Sus ojos eran a la vez calculadores y belicosos. Lennie se retorció bajo esa mirada y movió nerviosamente los pies. Curley se le acercó con paso cauteloso. -¿ Sois los peones que esperaba mi padre? -Acabamos de llegar -contestó George. -Deja que hable el grandulló n. Lennie se encogió, incó modo, y George dijo: -¿ Y si no quiere hablar? Curley giró el cuerpo como si hubiera recibido un latigazo. -Por Dios, tiene que contestar cuando se le habla. ¿ Para qué te metes? -Viajamos juntos -le respondió George frí amente. -Ah, ¿ conque es así? George estaba tenso, inmó vil. -Sí, es así. Lennie miraba desconsolado a George esperando instrucciones. -¿ Y no dejas hablar al grandulló n, verdad? -Puede hablar, si le quiere decir algo. -Levemente, con un movimiento de cabeza, dio permiso a Lennie. -Acabamos de llegar -se hizo eco Lennie, suavemente. Curley le miró con fijeza. -Bueno. La pró xima vez contesta cuando te hable. Se volvió hacia la puerta y se marchó, un poco doblados los codos aú n. George lo observó mientras se alejaba, y luego se volvió hacia el barrendero. -Oye, ¿ qué diablos le pasa a ese tipo? Lennie no le hizo nada. El anciano miró cautelosamente a la puerta para asegurarse de que nadie le escuchaba. -Es el hijo del patró n -contestó quedamente-. Es bastante peleó n. Ha boxeado bastante. Es peso ligero, y bastante pendenciero. -Está bien que sea peleó n -reconoció George- pero no tiene por qué meterse con Lennie. Lennie no le hizo nada. ¿ Qué tení a contra Lennie? El barrendero reflexionó un momento. -Bueno..., te diré. Curley es como muchos otros hombres pequeñ os. Odia a los grandullones. No hace má s que buscar las cosquillas a los grandullones. Como si se enojara con ellos porque é l no es grande. Habrá s conocido tipos así, ¿ verdad? Siempre buscando pendencia. -Claro -repuso George-. He visto muchos. Pero este Curley harí a bien en no meterse con Lennie. Lennie no es un tipo peleador, pero ese imbé cil de Curley va a sentirlo mucho si se mete con Lennie. -Bueno, Curley es muy pendenciero -repitió escé pticamente el barrendero-. Nunca me pareció justo. Supongamos que Curley se pelea con un grandulló n y le da una paliza. Todo el mundo dice que Curley es muy valiente. Y supongamos que vuelve a hacer lo mismo y el grandulló n le da una paliza. Entonces todo el mundo dice que el grandulló n deberí a pelearse con alguien de su tamañ o y tal vez incluso lo vapulean entre todos. Nunca me pareció bien. Es como si Curley llevara siempre las de ganar. George estaba vigilando la puerta. Con el tono de quien formula un presagio, dijo: -Bueno, que se guarde de Lennie. Lennie no es un boxeador, pero es fuerte y rá pido y no conoce leyes. Se acercó a la mesa cuadrada y se sentó en uno de los cajones. Recogió algunos naipes y los barajó. El viejo se sentó en otro cajó n. -No vayas a decirle a Curley nada de esto. Me matarí a. A é l no le importa nada. Nunca le van a pegar, porque su padre es el patró n. George cortó el mazo de naipes y empezó a girar las cartas mirando cada una y arrojá ndola despué s en una pila. -Este Curley -opinó - parece un buen hijo de perra. No me gustan los hombrecitos malos. -Me parece que ú ltimamente se ha puesto peor -añ adió el barrendero-. Se casó hace un par de semanas. Su mujer vive en la casa del patró n. Parece que Curley es má s gallito desde que se casó. -Tal vez quiere lucirse ante su mujer. El barrendero continuó hablando, una vez encontrado el gusto a sus chismes. -¿ Viste ese guante que tení a en la mano izquierda? -Sí, lo vi. -Bueno, ese guante está lleno de vaselina. -¿ Vaselina? ¿ Por qué? -Bueno, te diré... Curley dice que quiere tener esa mano suave para su mujer. George estudió las cartas como absorto en ellas. -Es una vergü enza que ande diciendo esas cosas -sentenció. El viejo quedó tranquilo. Habí a obtenido de George una afirmació n despectiva. Se sintió seguro ahora, y habló con mayor confianza. -Espera a conocer a la mujer. George cortó una y otra vez los naipes, y extendió un solitario, lentamente, con cuidado. -¿ Bonita? -preguntó como por casualidad. -Sí. Bonita... pero... George estudió sus naipes. -Pero, ¿ qué? -Bueno..., anda buscando la ocasió n. -¿ Sí? ¿ Dos semanas de casada y anda buscando? Tal vez sea por eso que Curley está tan inquieto. -Yo la he visto buscar a Slim. Slim es un mulero. Muy buen tipo. Slim no necesita botas de tacó n alto para manejar mulas. Yo la he visto buscar a Slim. Curley no lo sabe. Y la he visto buscar a Carlson. George fingió falta de interé s. El barrendero se incorporó de su asiento. -¿ Sabes qué creo? -George no respondió -. Bueno, creo que Curley se ha casado con una... una cualquiera. -No es el primero -comentó George-. Muchos se han visto en la misma situació n. El anciano se movió hacia la puerta; su pobre perro levantó la cabeza y espió a su alrededor, y por fin se puso dolorosamente de pie para seguir al amo. -Tengo que poner las palanganas para que se laven los muchachos. Las cuadrillas volverá n dentro de poco. ¿ Vais a cargar cebada? -Sí. -¿ No le contará s a Curley nada de lo que te he dicho? -No, ¡ qué diablos! -Bueno. Mí rala bien, cuando la encuentres. Ya verá s como es lo que yo digo. El viejo atravesó el umbral hacia el sol brillante. George tendió las cartas pensativamente, dio vueltas a los grupos de tres naipes. Puso cuatro cartas de bastos sobre el as. El cuadrado de sol alcanzaba ya el piso y a travé s de é l zigzagueaban las moscas como chispas. Un sonido de tintineantes arneses y el crujido de ejes muy cargados llegó desde afuera. En la distancia se oyó una clara llamada. -¡ Peó n de establooo! ¡ Peó oooon! -Y luego-: ¿ Dó nde diablos está ese condenado negro? George observó las perspectivas de su solitario; luego juntó las cartas y se volvió a Lennie. Lennie estaba tendido en su camastro, mirá ndole. -¡ Oye, Lennie! Eso no me gusta. Tengo miedo. Te vas a meter en un lí o con ese Curley. He conocido a otros como é l. Te estuvo probando. Ahora cree que le tienes miedo, y en cuanto se le presente el momento te va a dar un puñ etazo. Lennie, con el temor asomando a sus ojos, se quejó: -No quiero lí os. No le dejes que me pegue, George. George se levantó, fue hasta el camastro de Lennie y se sentó. -Me indignan esos tipos. He visto a muchos como é l. Como bien dijo el viejo, Curley no lleva nunca las de perder. Siempre sale ganando. -Pensó un momento-. Si se mete contigo, Lennie, nos meterá n en la cá rcel. Puedes estar seguro. Es el hijo del patró n. Escucha, trata siempre de estar lejos de é l, ¿ oyes? No le hables nunca. Si se mete aquí, te vas al otro lado de la habitació n. ¿ Hará s lo que te he dicho? -No quiero lí os -se lamentó Lennie-. Yo no le hice nada. -Bueno, pero de nada te valdrá eso si Curley quiere hacerse el boxeador. Tienes que evitar que se meta contigo. ¿ Te acordará s? -Claro. No voy a decir ni media palabra. Ahora era má s fuerte el ruido de las cuadrillas que se acercaban: el estruendo de los grandes cascos en suelo duro, el rechinar de frenos y el tintineo de cadenas de tiro. Los hombres se llamaban unos a otros desde sus carros. George, sentado en el camastro junto a Lennie, frunció el ceñ o mientras pensaba. É ste preguntó tí midamente: -¿ No está s enojado, George? -No estoy enojado contigo, no. Estoy enfadado por ese perro de Curley. Esperaba que podrí amos reunir un poco de dinero..., tal vez cien dó lares. -Su tono se hizo incisivo-. Tienes que mantenerte siempre lejos de Curley. -Claro que sí, George. No voy a decir nada. -No pelees, aunque te provoque... pero... si ese hijo de perra te da un puñ etazo..., conté stale. -¿ Contestarle qué, George? -Nada. No te preocupes. Ya te lo diré. Me dan rabia los tipos como é se. Escucha, Lennie: si te metes en un lí o, ¿ recuerdas lo que te dije que hicieras? Lennie se incorporó apoyado en un codo. Su cara se contorsionó por el esfuerzo de pensar. -Si me meto en un lí o, no dejará s que cuide los conejos... -No es eso lo que digo. ¿ Recuerdas dó nde dormimos anoche? ¿ Junto al rí o? -Sí. Me acuerdo. ¡ Claro que me acuerdo! Tengo que ir allí y esconderme en el matorral. -Qué date escondido hasta que llegue yo. No dejes que nadie te vea. Ocú ltate en el matorral junto al rí o. Ahora, repí telo. -Me escondo en el matorral junto al rí o, en el matorral junto al rí o. -Si te metes en un lí o. -Si me meto en un lí o. Afuera chirrió un freno de carro. La llamada se repitió: -¡ Peó n de establoooo! ¡ Eh! ¡ Peó oooon! George dijo: -Repí telo en voz baja, Lennie, hasta que no lo olvides. Los dos hombres alzaron la vista porque se habí a cortado el rectá ngulo de sol en la puerta. Estaba allí, de pie, una mujer, mirando hacia adentro. De labios llenos, pintados, y ojos muy separados, intensamente maquillados. Llevaba las uñ as pintadas de rojo. El cabello le colgaba en rizos largos, como salchichas. Llevaba un vestido de diario, de algodó n, y chinelas rojas en cuyo empeine lucí an ramilletes de rojas plumas de avestruz. -Estoy buscando a Curley -dijo. Su voz tení a una cualidad nasal, quebradiza. George retiró la vista de la mujer, y luego volvió a mirarla. -Estuvo aquí hace un minuto, pero se fue. -¡ Oh! Puso las manos detrá s de la espalda y se apoyó contra el marco de la puerta de modo que las formas de su cuerpo se insinuaron a travé s de la ropa. -¿ Sois esos dos peones nuevos que acaban de llegar, eh? -Sí. Los ojos de Lennie recorrieron el cuerpo de la mujer y, aunque ella parecí a no advertirlo, se irguió un poco. Mientras se miraba las uñ as, explicó:
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