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De ratones y hombres 3 страница-A veces Curley está aquí dentro. -Bueno, pero ahora no está -interrumpió George bruscamente. -Si no está, creo que será mejor buscarlo en otra parte -se expresó juguetona la mujer. Lennie la miraba, fascinado. George dijo: -Si lo veo, le diré que usted lo andaba buscando. Sonrió ella sutilmente y dobló el cuerpo. -Nadie se va a enfadar porque lo busquen -se le ocurrió. Detrá s de ella se escucharon unos pasos que seguí an de largo. La mujer volvió la cabeza. -Hola, Slim -saludó. La voz de Slim llegó desde fuera. -Hola. -Estoy buscando a Curley, Slim. -Sí, pero no lo busca con muchas ganas. Acabo de verlo entrando en su casa. La mujer pareció aprensiva de pronto. -Hasta luego, muchachos -saludó hacia el interior del barracó n, y se alejó a toda prisa. George volvió la mirada hacia Lennie. -Jesú s, qué pieza -comentó -. Así que eso es lo que buscó Curley como mujer. -Es bonita -abogó Lennie. -Sí, y no intenta ocultarlo. Curley va a tener trabajo. Apuesto a que ella lo dejarí a plantado por veinte dó lares, Lennie seguí a mirando la puerta donde habí a estado la mujer. -¡ Dios, qué bonita! Sonrió admirado. George le echó una rá pida mirada, y luego lo cogió por una oreja y lo sacudió. -Oye lo que te digo, imbé cil -le espetó con fuerza—. No vayas a mirar siquiera a esa perra. No me importa lo que diga o lo que haga ella. Las he conocido peligrosas, pero jamá s he visto veneno como é sta. Es un cebo para la cá rcel. Dé jala tranquila. Lennie trató de liberar su oreja. -Yo no hice nada, George. -No, nada. Pero cuando estaba ahí en la puerta enseñ ando las piernas, tú no mirabas para otro lado, ¿ eh? -No quise hacer mal, George. De veras. -Bueno, guá rdate de ella, porque es una señ al de peligro. Deja que Curley se las entienda solo. El mismo se tragó el anzuelo. Guante lleno de vaselina —agregó George asqueado—. Y apostarí a a que come huevos crudos y encarga tó nicos por carta. Lennie exclamó de pronto: -No me gusta este lugar, George. No es un buen sitio. Quiero irme de aquí. -Tenemos que aguantar hasta que consigamos dinero. No podemos remediarlo, Lennie. Nos iremos tan pronto como podamos. Tampoco a mí me gusta esto. -Volvió a la mesa y colocó las cartas para un nuevo solitario-. No -insistió -. No me gusta. Ahora mismo me irí a. En cuanto podamos juntar apenas unos dó lares, nos iremos a rí o Americano a recoger oro. Allí podremos ganar un par de dó lares por dí a, y quizá s encontrar un depó sito de pepitas. Lennie se inclinó ansiosamente hacia é l. -Vamos, George. Salgamos de aquí ahora. Este sitio no es bueno. -Tenemos que quedarnos -afirmó George secamente-. Cá llate ahora. Los trabajadores llegará n de un momento a otro. Del lavadero cercano llegaba el ruido de agua y de recipientes en movimiento. George estudió sus cartas. -Tal vez tendrí amos que lavarnos –dijo-. Pero no hemos hecho nada que ensucie. Un hombre alto apareció en el umbral. Tení a un Stetson sujeto bajo el brazo, mientras se peinaba hacia atrá s el cabello largo, negro, hú medo. Como los demá s, vestí a pantalones té janos y una chaqueta corta de estameñ a. Cuando hubo terminado de peinarse entró en la habitació n y se movió con una majestad que só lo logran la realeza y los maestros artí fices. Era un mulero, el primero del rancho, capaz de conducir diez, diecisé is, incluso veinte mulas con una sola rienda hasta el canal de agua. Era capaz de matar una mosca posada en el anca de la mula de varas sin tocarle la piel. Habí a una gravedad en sus maneras y una calma tan profunda que toda charla se interrumpí a cuando é l hablaba. Tan grande era su autoridad, que se aceptaba como definitiva su opinió n sobre cualquier tema, fuera de polí tica o de amor. É ste era Slim, el mulero. Su cara enjuta no tení a edad. Podrí a contar treinta y cinco o cincuenta añ os. Su oí do escuchaba má s de lo que se le decí a, y su palabra tarda tení a tonos ocultos, no de pensamiento sino de una comprensió n má s allá del pensamiento. Sus manos, grandes y delgadas, eran de movimientos tan delicados como los de una danzarina de templo. Ajustó el aplastado sombrero, le hizo un surco en el medio y se lo puso. Miró bondadosamente a los dos hombres que habí a en el cuarto. -Hay má s luz que el diablo ahí fuera -dijo suavemente-. Apenas puedo ver ahora. ¿ Vosotros sois los nuevos? -Acabamos de llegar -contestó George. -¿ Vais a cargar cebada? -Eso es lo que dice el patró n. Slim se sentó en un cajó n frente a la mesa, al otro lado de George. Estudió con atenció n el solitario, a pesar de que las cartas estaban al revé s para é l. -Espero que vayá is en mi cuadrilla -continuó. Su voz era muy suave-. Tengo en la cuadrilla un par de idiotas que no distinguen un saco de cebada de una planta de cardo. ¿ Habé is cargado cebada alguna vez? -Uuuf, sí -asintió George-. Yo no puedo cacarear mucho, pero este grandulló n puede cargar má s sacos de cereal é l solo que cualquier par de hombres. Lennie, que habí a seguido la conversació n de uno a otro hombre con los ojos, sonrió complacido por el halago. Slim miró con aprobació n a George por haber hecho el halago. Se inclinó sobre la mesa e hizo chasquear la punta de un naipe suelto. -¿ Viajá is juntos? -Era amistoso su tono. Invitaba a la confidencia, sin exigirla. -Claro -repuso George-. Nos cuidamos el uno del otro. -Indicó a Lennie con el pulgar-. É l no es muy inteligente. Sin embargo, trabaja como un diablo. Es un buen tipo, pero no tiene sesos. Hace tiempo que lo conozco. Slim miró a George, a travé s de é l, má s allá de é l. -No hay muchos hombres que viajen juntos -musitó -. No sé por qué. Quizá s todos tienen miedo de todos los demá s en este condenado mundo. -Es mucho mejor viajar con un amigo -opinó George. Un hombre fuerte, de barriga prominente, entró en la casa de los peones. Todaví a le chorreaba de la cabeza el agua del lavado. -Hola, Slim -saludó; luego se detuvo y miró a George y Lennie. -Estos dos acaban de llegar -explicó Slim a manera de presentació n. -Mucho gusto -dijo el hombre-. Carlson, para serviros. -Yo soy George Milton. Este otro es Lennie Small. -Mucho gusto -repitió Carlson-. Querí a preguntarte, Slim..., ¿ có mo está la perra? Vi que no iba con tu carro esta mañ ana. -Tuvo crí a anoche -informó Slim-. Nueve cachorros. Ahogué cuatro en seguida. No podrí a criar tantos. -¿ Quedan cinco, eh? -Sí, cinco. Le dejé los má s grandes. -¿ Qué clase de perros van a ser? -No sé -repuso Slim-. Una especie de ovejeros, supongo. É sos eran los que má s rondaban por aquí cuando la perra estaba en celo. Carlson siguió: -Cinco cachorros, ¿ eh? ¿ Te los vas a quedar? -No sé. Tendré que dejarlos un tiempo para que mamen la leche de Lulú. Carlson agregó pensativamente. -Bueno, mira, Slim. He estado pensando. Ese perro de Candy está ya tan viejo que apenas puede caminar. Apesta como el diablo, ademá s. Cada vez que entra aquí el olor permanece durante dos o tres dí as. ¿ Por qué no convences a Candy para que mate a ese perro y le regalas a cambio uno de los cachorros para que lo crí e? Ese. perro apesta; puedo olerlo a una milla. No le quedan dientes, está casi ciego, no puede comer. Candy le da leche. No puede masticar. George habí a estado mirando fijamente a Slim. De pronto comenzó a repicar afuera un triá ngulo, lento al principio y cada vez má s rá pido luego, hasta que el repiqueteo desapareció para ser un ú nico sonido continuo. Cesó tan pronto como habí a comenzado. -Ahí está -anunció Carlson. Fuera hubo un estallido de voces al pasar de largo un grupo de hombres. Slim se incorporó lentamente y con dignidad. -Deberí ais venir mientras queda algo que comer. No va a quedar nada dentro de un par de minutos. Carlson se echó hacia atrá s para dejar que Slim le precediera, y entonces los dos salieron por la puerta. Lennie miraba a George lleno de excitació n. George juntó sus naipes en un confuso montó n. -Sí, sí -dijo-. Ya lo he oí do, Lennie. Le pediré uno. -Uno blanco y pardo -exclamó Lennie. -Vamos. Tenemos que ir a comer. No sé si tendrá uno de ese color. Lennie no se movió de su camastro. -Pí deselo en seguida, George, para que no mate ninguno de los que quedan. -Claro. Vamos, ahora, ¡ fuera de esa cama! Lennie se deslizó de su camastro y se puso de pie, y los dos caminaron hacia la puerta. Cuando llegaban a ella, Curley apareció repentinamente. -¿ Habé is visto a una chica por aquí? -preguntó iracundo. -Hace como media hora, tal vez —contestó George frí amente. -¿ Qué demonios estaba haciendo? George permaneció quieto, vigilando al hombrecito iracundo. Por fin repuso, insultante: -Dijo... que lo estaba buscando a usted. Curley pareció ver por primera vez a George. Sus ojos relampaguearon sobre é l, midiendo su estatura, el alcance de sus brazos, su pecho recio. -Bueno, ¿ para dó nde fue? -inquirió al fin. -No sé -respondió George-. No la miré cuando se iba. Curley frunció el ceñ o, giró en redondo y se alejó presuroso. -Sabes, Lennie -dijo George-, tengo miedo de pelearme yo mismo con ese perro. Lo odio. ¡ Jesucristo! Vamos. Ya no quedará nada para comer. Salieron del edificio. El sol trazaba una fina lí nea bajo la ventana. De la distancia llegaba un ruido de platos. Al cabo de un momento el perro viejo entró renqueando por la puerta. Miró a su alrededor con ojos dulces, semiciegos. Husmeó, luego se tendió y puso la cabeza entre las patas. Curley apareció otra vez por la puerta y echó una mirada dentro del cuarto. El perro alzó la cabeza, pero cuando Curley se alejó, la enmarañ ada cabeza se hundió otra vez hasta el piso. CAPÍ TULO 4
Aunque se veí a el resplandor del atardecer por las ventanas del barracó n de peones, dentro estaba oscuro. Por la puerta abierta llegaban los golpes sordos y los ocasionales tañ idos de un juego de herraduras, y de vez en cuando el sonido de voces elevadas para aprobar o mofarse, segú n la jugada. Slim y George entraron juntos en el cuarto a oscuras. Slim estiró un brazo sobre la mesa de los naipes y encendió la lamparilla elé ctrica con pantalla de lata. Instantá neamente la mesa quedó brillante de luz y el cono de la pantalla proyectó hacia abajo su claridad, dejando aú n a oscuras los rincones del cuarto. Slim se sentó en un cajó n y George tomó el lugar opuesto.. -No es nada -dijo Slim-. De todos modos iba a ahogar a casi todos. No tienes por qué darme las gracias. -Tal vez no sea mucho para ti -admitió George- pero para é l es una gran cosa. Por Dios, no sé có mo vamos a conseguir que duerma aquí. Querrá ir a acostarse en el granero con los perros. Nos costará mucho impedir que se meta en el cajó n con esos cachorros. -No es nada -repitió Slim-, Oye, la verdad es que tení as razó n sobre ese hombre. Tal vez no sea inteligente, pero jamá s he visto otro que trabajara como é l. Por poco mata a su compañ ero, de tanto cargar sacos. No hay nadie que pueda seguir su ritmo. Por Dios, nunca he visto otro tipo tan fuerte. George habló orgullosamente. -No hay má s que decir a Lennie lo que debe hacer y lo hará, siempre que no tenga que pensar. No es capaz de pensar por su cuenta, pero sabe hacer lo que se le ordena. Desde afuera llegó el tañ ido de una herradura sobre la estaca de hierro, y unas voces entusiastas. Slim se echó levemente hacia atrá s para que no le diera la luz en la cara. -Es raro có mo vais juntos tú y é l. -Era una calmosa invitació n a la confidencia. -¿ Qué tiene de extrañ o? -preguntó George a la defensiva. -Oh, no sé. Casi todos viajan solos. Casi nunca he visto a dos hombres que viajen juntos. Ya sabes có mo son: aparecen en un rancho y les dan un camastro y trabajan un mes, y despué s se cansan y se van solos. Parece que nadie les importe. Por eso digo que es raro que un chiflado como é l y un hombre tan listo como tú anden juntos. -No, no es un chiflado -dijo George-. Es imbé cil como un burro, pero no está loco. Y yo tampoco soy tan listo, si lo fuera, no estarí a cargando cebada por cincuenta dó lares y la comida. Si fuera inteligente, si fuera tan só lo un poco listo, tendrí a mi granja, y estarí a recogiendo mis cosechas, en lugar de hacer todo el trabajo y no poseer nada de lo que nace en la tierra. George quedó en silencio. Querí a hablar. Slim no lo alentaba ni lo desalentaba. Seguí a sentado, echado hacia atrá s, quieto y receptivo. -No es tan raro que é l y yo vayamos juntos -dijo por fin-. Los dos nacimos en Auburn. Yo conocí a a la tí a de Lennie, Clara, que lo recogió cuando era un niñ o y lo crió. Cuando murió la tí a Clara, Lennie vino conmigo a trabajar. Con el tiempo nos hemos acostumbrado el uno al otro. -Ummm -hizo Slim. George dirigió la vista a Slim y vio fijos en é l sus ojos tranquilos, ojos de Dios. -Es curioso -siguió George-. Yo solí a divertirme como un condenado a costa de é l. Solí a jugarle malas pasadas, porque era demasiado tonto para darse cuenta. Pero era tan tonto que ni siquiera sabí a que le habí an hecho una broma. Demonios, có mo me divertí a. Junto a é l me parecí a que yo era el tipo má s inteligente del mundo. ¿ Y có mo no si hací a cualquier cosa que yo le dijera? Si le decí a que saltara a un abismo, al abismo se tiraba. Pero al poco tiempo ya no era tan divertido. Y nunca se enfadaba conmigo. Le he pegado hasta cansarme, y é l podrí a romperme todos los huesos del cuerpo con una sola mano, pero jamá s alzó un dedo contra mí. -La voz de George iba tomando un tono de confesió n—. Te contaré qué fue lo que me hizo cambiar. Un dí a está bamos con unos cuantos tipos junto al rí o Sacramento. Yo me creí a muy listo. Me dirijo a Lennie y le digo: «Salta al rí o». Y é l se tiró. No sabí a nadar en absoluto. Estuvo a punto de ahogarse antes de que lo sacá ramos del agua. ¡ Y me estaba tan agradecido por haberlo salvado! Se olvidó de que era yo quien le habí a dicho que se tirara al agua. Bueno, desde entonces no he vuelto a hacer cosas así. -Es un buen tipo -admitió Slim-. No se necesitan sesos para ser bueno. A veces me parece que es má s bien al contrario. Casi nunca un tipo muy listo es un hombre bueno. George reunió las cartas dispersas y comenzó a extender su solitario. Afuera, las herraduras golpeaban en la tierra dura. La luz del atardecer aú n encendí a las cuadradas ventanas. -Yo no tengo familia -dijo George-. He visto a los peones que andan solos por los ranchos. Eso no está bien. No se divierten nada. Al poco tiempo se hacen ruines. Y siempre está n queriendo pelear. -Sí, se hacen ruines -convino Slim-. Tanto que con el tiempo no quieren hablar con nadie. -Claro que Lennie es casi siempre un estorbo, un pelmazo -prosiguió George-. Pero uno se acostumbra a andar con otro tipo y ya no lo puede dejar. -No es malo -opinó Slim-. Bien se ve que Lennie no es malo en absoluto. -Claro que no es malo. Pero siempre está metié ndose en lí os, porque es tan condenadamente estú pido... Como le pasó en Weed... Se calló, detuvo la mano cuando habí a vuelto a medias una carta. Pareció alarmarse y miró fijamente a Slim. -¿ No se lo contará s a nadie? -¿ Qué hizo en Weed? -preguntó Slim calmosamente. -¿ No lo contará s?... No, claro que no lo vas a contar. -¿ Qué hizo en Weed? -preguntó otra vez Slim. -Bueno vio a aquella chica con un vestido rojo. Es tan imbé cil que quiere tocar todo lo que le gusta. Nada má s que palparlo. Así que extiende la mano para tocar ese vestido, y la chica suelta un chillido, y Lennie se hace un lí o y sigue agarrando el vestido porque es lo ú nico en que puede pensar. Bueno, la chica grita y grita. Yo estaba cerca, y oí los chillidos, y voy corriendo, y para entonces Lennie tiene tal miedo que só lo puede pensar en no soltar a la chica. Le pegué en la cabeza con un palo de alambrada para hacer que la soltara. Estaba tan asustado que no soltaba el vestido. Y es tan fuerte como el diablo, sabes. Los ojos de Slim estaban fijos en George, sin parpadear. Asintió muy lentamente con la cabeza. -¿ Qué pasó entonces? George construyó cuidadosamente la lí nea de cartas para su solitario. -Bueno, la chica corre a decir a todos que han abusado de ella. Los hombres de Weed forman una partida para ir a linchar a Lennie. Entonces nos sentamos en una zanja de riego, bajo el agua, durante el resto del dí a. Apenas asomá bamos la cabeza sobre el agua, escondidos bajo el pasto que crece al costado de la zanja. Y esa noche salimos disparados de allí. Slim guardó silencio durante un instante. -¿ No le hizo ningú n dañ o a la chica, eh? -preguntó por fin. -No, qué diablos. La asustó, nada má s. Yo tambié n me asustarí a si me agarrara. Pero no le hizo dañ o. Só lo querí a tocarle el vestido, del mismo modo que le gusta acariciar a esos cachorros. -No es malo -volvió a opinar Slim-. A una legua de distancia se ve que no es malo. -Claro que no, y es capaz de hacer cualquier cosa que yo... Lennie entró por la puerta. Llevaba su chaqueta de estameñ a azul puesta sobre los hombros como una capa, y caminaba con el cuerpo muy inclinado. -Hola, Lennie -dijo George-. ¿ Qué te parece ahora el cachorro? Lennie susurró sin aliento: -Es blanco y pardo como yo querí a. Fue directamente al camastro y se tendió y volvió la cara hacia la pared y encogió las rodillas. George puso lentamente las cartas sobre la mesa. -Lennie -llamó con severidad. Lennie dobló el cuello y miró por encima del hombro. -¿ Eh? ¿ Qué pasa, George? -Ya te dije que no debí as traer aquí ese cachorro. -¿ Qué cachorro, George? No tengo nada. George fue velozmente hasta é l, lo sujetó por el hombro y le hizo girar el cuerpo en el camastro. Se inclinó y recogió el cachorrito que Lennie habí a estado ocultando contra el estó mago. Lennie se sentó rá pidamente. -Dá melo, George. -Te levantas en seguida y llevas el cachorro con los demá s -ordenó George-. Tiene que dormir con la madre. ¿ Quieres matarlo? Acaba de nacer y ya lo quieres separar de la perra. Lo llevas de vuelta o le digo a Slim que no te lo deje tener. Lennie extendió las manos suplicantes. -Dá melo, George. Lo llevo en seguida. No quise hacer dañ o, George. Te juro que no. Só lo querí a acariciarlo un poco. George le entregó el cachorro. -Está bien. Llé vatelo en seguida y no lo saques má s. En cuanto te descuides lo vas a matar. Lennie salió corriendo. Slim no se habí a movido. Sus ojos tranquilos siguieron a Lennie mientras salí a. -¡ Jesú s! –exclamó -. Es como un niñ o, ¿ verdad? -Claro que es como un niñ o. Y no tiene nada de malo, como un niñ o, salvo que es tan fuerte. Apuesto a que no viene esta noche a dormir aquí. Se va a quedar a dormir junto al cajó n en el granero. Bueno... no importa. Allí no va a hacer dañ o. La oscuridad era casi total afuera. El viejo Candy, el barrendero, entró y fue a su camastro y detrá s de é l, trabajosamente, entró su viejo perro. -Hola, Slim. Hola, George. ¿ No jugá is a las herraduras? -No me gusta jugar todas las noches -repuso Slim. -¿ Alguno de vosotros tiene una gota de whisky? Me duele la barriga. -Yo no tengo -contestó Slim-. Lo beberí a yo, si tuviera, y no me duele nada. -A mí me duele mucho -se quejó Candy-. Esos condenados nabos me hicieron dañ o. Sabí a que me iban a hacer mal, aun antes de comerlos. Carlson, el del grueso cuerpo, llegó del patio que ya estaba en penumbras. Caminó hasta el otro extremo del cuarto y encendió la segunda lamparilla. -Esto está má s oscuro que el infierno -comentó -. Por Dios, có mo ensarta herraduras ese negro. -Juega muy bien -ponderó Slim. -Ya lo creo -aprobó Carlson-. Nadie lo puede ganar. Se detuvo y husmeó el aire y, husmeando todaví a, bajó la mirada hacia el perro. -Dios del cielo, có mo apesta ese perro. ¡ Sá camelo de aquí, Candy! No hay nada que huela tan mal como un perro viejo. Tienes que llevá rtelo. Candy giró hasta el borde de su camastro. Tendió una mano hacia abajo y palmeó al perro y luego pidió disculpas: -Estoy tanto con é l que no me doy cuenta de que apesta. -Bueno, pero yo no lo aguanto -dijo Carlson-. Ese olor queda aquí incluso despué s de haberse ido el perro. Avanzó con los pasos de sus piernas pesadas y miró de cerca al perro. -No tiene dientes -prosiguió -. Está todo é l rí gido a causa del reumatismo. No te sirve para nada, Candy. Y é l sufre mucho. ¿ Por qué no lo matas, Candy? -Bueno..., ¡ diablos! Hace tanto que lo tengo... Lo tengo desde que era cachorro... Cuidaba ovejas con é l. -Y agregó orgulloso-: Nadie lo creerí a al verlo ahora, pero este perro era el mejor ovejero que he visto nunca. -En Weed -interrumpió George- conocí a un hombre que cuidaba ovejas con un ratonero. Habí a aprendido a trabajar viendo a los otros perros. Carlson no iba a dejar que se alejaran del tema. -Oye, Candy. Este perro no hace má s que sufrir. Si lo llevaras afuera y le pegaras un tiro detrá s de la cabeza... -se inclinó y señ aló -, aquí mismo, no sentirí a nada. Candy miró a su alrededor con expresió n de infortunio. -No -repuso en tono dé bil-. No serí a capaz. Lo tengo desde hace tiempo... -Pero si no hace má s que sufrir -insistió Carlson—. Y apesta como el infierno. Escucha lo que digo. Yo lo mataré. Así no será s tú quien lo haga. Candy echó las piernas flacas fuera del camastro. Se rascó nerviosamente los blancos pelos de la mejilla. -Estoy tan acostumbrado a tenerlo conmigo -dijo suavemente-. Desde que era un cachorro... -Bueno, pero no le haces ningú n favor dejá ndolo vivo -intervino de nuevo Carlson-. Oye, la perra de Slim acaba de criar. Apuesto a que Slim te darí a uno de los cachorros, ¿ verdad, Slim? El mulero habí a estado observando al viejo perro con sus ojos tranquilos. -Sí -admitió -. Candy puede llevarse un cachorro, si quiere. -Pareció sacudirse para aclarar sus ideas y poder hablar-. Carlson tiene razó n, Candy. Ese perro no hace má s que sufrir. Yo desearí a que alguien me pegara un tiro cuando llegase a ser viejo y tullido. Candy le miró con desespero, porque las opiniones de Slim eran ley. -Tal vez le duela -sugirió -. No me importa seguir cuidá ndolo. -Del modo como lo voy a matar, no sentirá nada. Le pondré la pistola aquí mismo. -Señ aló con la punta del pie—. Justo detrá s de la cabeza. Ni siquiera se moverá. Candy buscó ayuda de cara en cara. La oscuridad era ya total afuera. Un joven trabajador entró en la habitació n. Sus hombros, caí dos, estaban inclinados hacia adelante y caminaba pesadamente, sobre los talones, có mo si aú n transportara el invisible saco de cereal. Fue hasta su camastro y puso su sombrero sobre el estante. Luego sacó del mismo una revista vulgar y la llevó hasta la luz, sobre la mesa. -¿ Te habí a enseñ ado esto, Slim? -preguntó. -¿ Qué? El mozo abrió la revista por una de las ú ltimas pá ginas, la puso sobre la mesa y señ aló con el dedo. -Aquí, lee esto. Slim se inclinó sobre la mesa. -Vamos -dijo el mozo-. Lé elo en voz alta. -«Señ or director -leyó lentamente Slim-: Leo su revista desde hace seis añ os y creo que es lo mejor que se publica. Me gustan los cuentos de Peter Rand. Creo que es muy bueno. Sí rvase publicar otros como el " Jinete Enmascarado". Yo no escribo muchas cartas pero lo hago ahora só lo para decirle que su revista bien vale el dinero que cuesta. » Slim alzó la mirada interrogativamente. -¿ Para qué me haces leer eso? -Sigue -pidió Whit-. Lee el nombre que hay al pie. -«Esperando que siga su buen é xito, William Tenner. » -De nuevo alzó la mirada hacia Whit-. ¿ Para qué me haces leer eso? Whit cerró significativamente la revista. -¿ No te acuerdas de Bill Tenner? ¿ Uno que trabajó aquí hace cosa de tres meses? Slim se quedó pensativo. -¿ Un tipo má s bien pequeñ o? ¿ Llevaba una cultivadora? -Eso es -exclamó Whit-. ¡ Es é se! -¿ Te parece que é l escribió esa carta? -Claro que sí. Bill y yo está bamos aquí un dí a. Le acababa de llegar una de estas revistas. Mientras la hojeaba me dijo: «Escribí una carta y no sé si estará aquí ». Pero no estaba. Bill dice: «Tal vez la esté n guardando para má s adelante». Y así era. Ahí está la carta. -Supongo que tení a razó n -consintió Slim-. Se la publicaron. George tendió la mano hacia la revista. -¿ Puedo verla? Whit buscó la pá gina de nuevo pero no soltó la revista. Señ aló la carta con el í ndice. Y luego fue hasta su estante y guardó silenciosamente la revista. -Quié n sabe si Bill la habrá visto -dijo-. Bill y yo trabajá bamos juntos en aquel campo de lino. Los dos manejá bamos cultivadoras. Bill era un gran tipo.
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