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De ratones y hombres 1 страница
John Steinbeck
De ratones y hombres
Traducció n de Romá n A. Jimé nez
CAPÍ TULO 1
Unas millas al sur de Soledad, el rí o Salinas se ahonda junto al margen de la ladera y fluye profundo y verde. Es tibia el agua, porque se ha deslizado chispeante sobre la arena amarilla y al calor del sol antes de llegar a la angosta laguna. A un lado del rí o, la dorada falda de la ladera se curva hacia arriba trepando hasta las montañ as Gabilá n, fuertes y rocosas, pero del lado del valle los á rboles bordean la orilla: sauces frescos y verdes cada primavera, que en las junturas má s bajas de sus hojas muestran las consecuencias de la crecida invernal; y sicomoros de troncos veteados, blancos, recostados, y ramas que se arquean sobre el estanque. En la arenosa orilla, bajo los á rboles, yacen espesas las hojas, y tan quebradizas que las lagartijas hacen un ruido semejante al de un gran chisporroteo si corren entre ellas. Los conejos salen del matorral para sentarse en la arena al atardecer, y los terrenos bajos, siempre hú medos, está n cubiertos por las huellas nocturnas de los coatí es, y por los manchones donde se han revolcado los perros de los ranchos, y por las marcas en forma de cuñ a partida dejadas por los ciervos que llegan para abrevar en la oscuridad. Hay un sendero a travé s de los sauces y entre los sicomoros; un sendero de tierra endurecida por el paso de los niñ os que vienen de los ranchos a nadar en la profunda laguna, y por el de los vagabundos que, por la noche, llegan cansados desde la carretera para acampar cerca del agua. Frente al bajo tronco horizontal de un sicomoro gigante se alza un montó n de cenizas, resto de muchos fuegos; el tronco está pulido por los hombres que se han sentado en é l. CAPÍ TULO 2
El atardecer de un dí a cá lido puso en movimiento una leve brisa entre las hojas. La sombra trepó por las colinas hacia la cumbre. Sobre la orilla de arena, los conejos estaban sentados, quietos como grises piedras esculpidas. Y de pronto, desde la carretera estatal llegó el sonido de pasos sobre frá giles hojas de sicomoro. Los conejos corrieron a ocultarse sin ruido. Una zancuda garza se remontó trabajosamente en el aire y aleteó aguas abajo. Por un momento el lugar permaneció inanimado, y luego dos hombres emergieron del sendero y entraron en el espacio abierto situado junto a la laguna. Habí an caminado en fila por el sendero, e incluso en el claro uno quedó atrá s del otro. Los dos vestí an pantalones de estameñ a y chaquetas del mismo gé nero con botones de bronce. Los dos usaban sombreros negros, carentes de forma, y los dos llevaban prietos hatillos envueltos en mantas y echados al hombro. El primer hombre era pequeñ o y rá pido, moreno de cara, de ojos inquietos y facciones agudas, fuertes. Todos los miembros de su cuerpo estaban definidos: manos pequeñ as y fuertes, brazos delgados, nariz fina y huesuda. Detrá s de é l marchaba su opuesto: un hombre enorme, de cara sin forma, grandes ojos pá lidos y amplios hombros curvados; caminaba pesadamente, arrastrando un poco los pies como un oso arrastra las patas. No se balanceaban sus brazos a los lados, sino que pendí an sueltos. El primer hombre se detuvo de pronto en el claro y el que le seguí a casi tropezó con é l. El má s pequeñ o se quitó el sombrero y enjugó la badana con el í ndice y sacudió la humedad. Su enorme compañ ero dejó caer su frazada y se arrojó de bruces y bebió de la superficie de la verde laguna; bebió a largos tragos, resoplando en el agua como un caballo. El hombre pequeñ o se colocó nerviosamente a su lado. -¡ Lennie! -exclamó vivamente-. Lennie, por Dios, no bebas tanto. Lennie siguió resoplando en la laguna. El hombre pequeñ o se inclinó y lo sacudió. -Lennie. Te vas a enfermar como anoche. Lennie hundió toda la cabeza en el agua, sombrero y todo, y luego se sentó en la orilla, y el agua de su sombrero chorreó por la chaqueta azul y por la espalda. -Está buena -afirmó -. Bebe algo, George. Echa un buen trago. Sonrió entonces alegremente. George desató su hatillo y lo posó suavemente en la orilla. -No estoy seguro de que esté buena –dijo-. Parece un poco sucia. Lennie metió una manaza en el agua y agitó los dedos de manera que el agua se elevó en un chapoteo; se ensancharon los cí rculos a travé s de la laguna hasta llegar a la otra orilla y volvieron de nuevo. Lennie miró el movimiento. -Mira, George. Mira lo que he hecho. George se arrodilló junto al agua y bebió de su mano, ahuecada, con rá pidos movimientos. -El sabor es bueno -admitió -. Pero no parece que corra. Nunca deberí as beber agua que no corre, Lennie -agregó sin esperanzas-. Pero tú beberí as de un desagü e, si tuvieras sed. Se echó agua con la mano en la cara y la extendió con la palma bajo la mandí bula y en torno al cuello, sobre todo en la nuca. Luego volvió a calarse el sombrero, se retiró del rí o, alzó las rodillas y las rodeó con los brazos. Lennie, que lo habí a estado mirando, lo imitó exactamente. Se arrastró hacia atrá s, alzó las rodillas, las rodeó con los brazos, miró a George para ver si lo habí a hecho bien. Bajó el ala del sombrero un poco má s sobre sus ojos, hasta dejarlo tal y como estaba el sombrero de George. George miraba malhumorado en direcció n al agua. Tení a los pá rpados enrojecidos por el resplandor del sol. -Podí amos haber seguido hasta el rancho -dijo con ira- si ese bastardo del autobú s hubiese sabido lo que decí a. «Apenas un trecho por la carretera -dice-. Apenas un trecho. » ¡ Casi cuatro millas! ¡ É se era el maldito trecho! No querí a parar en la puerta del rancho, eso es lo que pasa. Es demasiado perezoso el condenado para acercarse hasta allá. Me pregunto si parará en Soledad siquiera. Nos echa del autobú s y dice: «Apenas un trecho por la carretera». Apuesto a que eran má s de cuatro millas. ¡ Qué calor! Lennie le dirigió una tí mida mirada. -¿ George? -Sí ii. ¿ Qué quieres? -¿ Dó nde vamos, George? El hombrecito dio un tiró n del ala de su sombrero y miró a Lennie con el ceñ o fruncido. -¿ Así que ya lo olvidaste, eh? ¿ Te lo tengo que decir otra vez, verdad? ¡ Jesú s! ¡ Eres un verdadero idiota! -Lo olvidé -dijo Lennie suavemente-. Traté de no olvidarlo. Lo juro por Dios, George. -Bueno, bueno. Te lo diré otra vez. No tengo nada que hacer. No importa que pierda el tiempo dicié ndote las cosas para que las olvides, y volvié ndotelas a decir. -Intenté e intenté no olvidarlo -se excusó Lennie- pero no pude. Me acuerdo de los conejos, George. -¡ Al diablo con los conejos! Eso es todo lo que puedes recordar, los conejos. ¡ Bueno! Ahora me escuchas y la pró xima vez tienes que recordarlo, para que no nos veamos en apuros. ¿ Recuerdas cuando nos sentamos en aquella alcantarilla de la calle Howard y miramos aquella pizarra? La cara de Lennie se quebró con una encantadora sonrisa. -Pues claro, George, de eso me acuerdo... pero... ¿ qué hicimos despué s? Recuerdo que pasaron unas chicas y tú dijiste... dijiste... -Al diablo con lo que dije. ¿ Recuerdas que fuimos a donde Murray y Ready, y nos dieron tarjetas de trabajo y billetes para el autobú s? -Ah, claro, George. Ahora me acuerdo. Introdujo rá pidamente las manos en los bolsillos de su chaquetó n y agregó suavemente: -George... No tengo mi tarjeta. Debo de haberla perdido. Miró al suelo lleno de desesperació n. -No la tení as, imbé cil. Yo tengo las dos aquí. ¿ Crees que te iba a dejar que llevaras tu tarjeta de trabajo? Lennie sonrió aliviado. -Yo... yo creí a que la habí a puesto en el bolsillo. Y su mano fue otra vez al bolsillo. -¿ Qué has sacado de ese bolsillo? -preguntó George, mirá ndolo fijamente. -No tengo nada en el bolsillo -contestó Lennie astutamente. -Ya sé que no hay nada. Lo tienes en la mano. ¿ Qué está s escondiendo en la mano? -No tengo nada, George. De veras. -Vamos, dame eso. Lennie estiró el brazo para alejar su mano de George. -No es má s que un rató n, George. -¿ Un rató n? ¿ Vivo? -¡ Aja! Es só lo un rató n muerto, George. Yo no lo maté. ¡ De veras! Lo encontré. Lo encontré muerto. -¡ Dá melo! -Oh, dé jame que lo tenga, George. -¡ Dá melo! La mano cerrada de Lennie obedeció lentamente. George cogió el rató n y lo arrojó, por encima de la laguna, a la otra orilla, entre los matorrales. -¿ Para qué quieres un rató n muerto, eh? -Podrí a acariciarlo con el pulgar mientras caminamos -explicó Lennie. -Bueno, no vas a acariciar ratones mientras caminas conmigo. ¿ Recuerdas adonde vamos, ahora? Lennie lo miró con asombro y luego, avergonzado, ocultó la cara contra las rodillas. -Lo olvidé otra vez. -Dios mí o -dijo George resignadamente-. Bueno..., mira: vamos a trabajar en un rancho como aquel donde estuvimos en el norte. -¿ El norte? -En Weed. -Ah, claro. Ya recuerdo. En Weed. -El rancho adonde vamos está muy cerca. Iremos a ver al patró n. Ahora, fí jate. Yo le daré las tarjetas de empleo, pero tú no dirá s ni una palabra. Te quedas quieto y no dices nada. Si descubre lo imbé cil que eres, no nos va a dar trabajo, pero si te ve trabajar antes de oí rte hablar, estamos contratados. ¿ Lo has entendido? -Claro, George. Claro que lo he entendido. -Bien. Ahora, cuando vayamos a ver al patró n, ¿ qué vas a hacer? -Yo... yo -empezó Lennie pensativo. Su rostro quedó tenso de tanto pensar-. Yo... no voy a decir nada. Me quedo allí quieto, sin decir nada. -¡ Eso es! Ahora, repí telo dos, tres veces para estar seguro de no olvidarlo. Lennie canturreó suavemente: -No voy a decir nada... No voy a decir nada... No voy a decir nada. -Bueno -interrumpió George-. Y tampoco vas a hacer disparates como en Weed. -¿ Como en Weed? -preguntó Lennie con expresió n de perplejidad. -Ah, de modo que tambié n has olvidado eso, ¿ verdad? Bueno. No voy a hacé rtelo recordar, para que no lo hagas de nuevo. Una luz de comprensió n apareció en el rostro de Lennie. -Nos echaron fuera de Weed -estalló triunfalmente. -No nos echaron, qué diablos -dijo George con rabia-. Nosotros fuimos los que corrimos. Nos buscaban, pero no nos encontraron. Lennie soltó una risita feliz. -De eso no me he olvidado. George se tendió de espaldas en la arena y cruzó las manos bajo la nuca, y Lennie lo imitó, pero levantando la cabeza para comprobar si estaba hacié ndolo bien. -Dios, mira que causas complicaciones -se quejó George-. ¡ Lo pasarí a tan bien, tan tranquilamente, si no te tuviera pegado a mis talones! Podrí a vivir tan bien..., hasta tener una mujer, quizá s. Por un momento Lennie yació quieto, y de pronto dijo lleno de esperanza: -Vamos a trabajar en un rancho, George. -Bueno. Ya lo has entendido. Pero vamos a dormir aquí porque tengo mis razones para hacerlo así. El dí a morí a rá pidamente. Só lo las cimas de las montañ as Gabilá n llameaban con la luz del sol, que ya habí a desaparecido del valle. Una culebra de agua se deslizó por la laguna, alzada la cabeza como un periscopio diminuto. Las cañ as se moví an con pequeñ as sacudidas en la corriente. Muy lejos, hacia la carretera, un hombre gritó algo y otro hombre gritó la respuesta. Las hojas de sicomoro susurraron con una rá faga de viento que murió inmediatamente. -George... ¿ Por qué no vamos al rancho y comemos algo? En el rancho hay comida. George se recostó de lado. -Por ninguna razó n que puedas entender. Me gusta estar aquí. Mañ ana vamos a ir a trabajar. He visto má quinas trilladoras mientras vení amos. Eso quiere decir que vamos a cargar sacos de cereales hasta reventar. Esta noche voy a quedarme tendido aquí mirando al cielo. Esto es lo que me gusta. Lennie se puso de rodillas y miró a George. -¿ No vamos a comer? -Claro que sí, si recoges algunas ramas secas. Tengo tres latas de judí as en mi hatillo. Prepara el fuego. Te daré una cerilla cuando juntes las ramas. Entonces calentaremos las judí as y comeremos. -Me gustan las judí as con salsa de tomate -dijo Lennie. -Bueno, pero no tenemos tomate. Ve a buscar leñ a. Y no te entretengas, porque muy pronto será de noche. Lennie se puso en pie torpemente y desapareció entre los matorrales. George permaneció donde estaba, silbando suavemente. Se oyó el ruido de un chapoteo en el rí o, en la direcció n que habí a tomado Lennie. George dejó de silbar y escuchó. -¡ Pobre bestia! -susurró con dulzura, y siguió silbando. Al cabo de un momento Lennie volvió ruidosamente por entre las matas. Tení a en la mano una ramita de sauce. George se sentó en seguida. -Bueno, basta -dijo bruscamente-. ¡ Dame ese rató n! Pero Lennie adoptó una cuidadosa expresió n de inocencia. -¿ Qué rató n, George? Yo no tengo ningú n rató n. -Vamos. Dá melo. No vas a engañ arme. Lennie vaciló, retrocedió un paso, miró azorado hacia los matorrales como si pensara huir en busca de libertad. George insistió frí amente: -¿ Vas a darme ese rató n, o tengo que darte un puñ etazo? -¿ Darte qué, George? -Sabes bien qué, diablos. Quiero ese rató n. Lennie metió de mala gana la mano en el bolsillo. Su voz se quebró al decir: -No sé por qué no puedo guardarlo. Este rató n no es de nadie. Yo no lo robé. Lo encontré tendido junto al camino. La mano de George siguió imperiosamente tendida. Con lentitud, como un perrito que no quiere entregar la pelota a su amo, Lennie se acercó, retrocedió, se acercó otra vez. George chasqueó los dedos y, al oí r este sonido, Lennie depositó el rató n en la palma de su amigo. -No hací a nada malo, George. Lo estaba acariciando, nada má s. George se puso de pie y arrojó el rató n tan lejos como pudo hacia los matorrales ya oscurecidos; despué s se acercó al agua y se lavó las manos. -Idiota. ¿ Creí ste que no iba a ver que tení as los pies mojados por haber cruzado el rí o para buscarlo? Oyó el lastimero sollozo de Lennie y giró en redondo. -¡ Lloriqueando como una nena! ¡ Jesú s! ¡ Un grandulló n como tú! Temblaron los labios de Lennie, y en sus ojos aparecieron unas lá grimas. George puso una mano sobre el hombro de Lennie. -No te lo quito para hacerte sufrir. Ese rató n se estaba pudriendo; y ademá s, lo habí as roto de tanto acariciarlo. Cuando consigas otro rató n má s fresco, te lo dejaré un tiempo. Lennie se sentó en el suelo y dejó caer la cabeza, desconsolado. -No sé dó nde habrá otro rató n. Recuerdo que una señ ora me daba ratones... Todos los que conseguí a. Pero esa señ ora no está aquí. -¿ Señ ora, eh? -se burló George-. Ni siquiera te acuerdas de quié n era esa señ ora. Era tu tí a Clara. Y ella misma dejó de darte ratones. Siempre los matabas. Lennie alzó tristemente la vista. -Eran tan pequeñ os -dijo, disculpá ndose-. Yo los acariciaba y en seguida me mordí an los dedos, y yo les apretaba un poco la cabeza, y entonces se morí an... porque eran muy pequeñ os. Me gustarí a tener pronto esos conejos, George. No son tan pequeñ os. -¡ Al diablo los conejos! Y no se te pueden confiar ratones vivos. Tu tí a Clara te dio un rató n de goma y no quisiste saber nada. -No serví a para acariciarlo -explicó Lennie. La llama de la puesta de sol se elevó desde la cumbre de las montañ as y el crepú sculo entró en el valle, y la penumbra se extendió entre los sauces y los sicomoros. Una carpa enorme subió a la superficie de la laguna, tragó aire y luego se hundió misteriosamente otra vez en el agua oscura, dejando unos cí rculos que se ensanchaban en la laguna. Má s arriba, las hojas susurraron de nuevo, y unas hebras de algodó n cayeron suavemente y se posaron en la superficie del agua. -¿ Vas a buscar esa leñ a? —preguntó George-. Hay mucha ahí, tras ese sicomoro. Es leñ a de la crecida del agua. Có gela, vamos. Lennie fue detrá s del á rbol y trajo un manojo de hojas y ramitas secas. Las arrojó en montó n sobre las cenizas y volvió a buscar má s. Ya era casi de noche. Las alas de una paloma silbaron sobre el agua. George caminó hasta la pila de leñ a y encendió las hojas secas. La llamarada crepitó entre las ramitas y empezó a quemarlas. George deshizo su hatillo y sacó tres latas de judí as. Las colocó en torno al fuego, cerca de la llama, pero sin que la tocaran. -Hay bastante para cuatro -afirmó. Lennie lo miraba por encima del fuego. -Me gustan con salsa de tomate -dijo pacientemente. -Bueno, pero no tenemos -explotó George-. Cualquier cosa que no tengamos, eso es lo que quieres. ¡ Dios del cielo! Si yo estuviera solo, vivirí a tan bien... Conseguirí a un empleo y trabajarí a sin tropiezos... Nada de sustos..., y cuando llegara a fin de mes podrí a cobrar mis cincuenta dó lares y podrí a ir a la ciudad y comprar lo que quisiera. ¡ Podrí a estar toda la noche en un burdel! Podrí a comer donde se me antojara, en un hotel o en cualquier parte, y pedir todo lo que me gustara. Y podrí a hacer todo eso cada mes. Me comprarí a tres litros de whisky, o me pasarí a la noche jugando a las cartas o a los dados. Lennie se arrodilló y, por encima del fuego, miró al enfurecido George. La cara de Lennie tení a una expresió n aterrorizada. -Y en cambio, ¿ qué hago? -siguió George con rabia-. ¡ Te tengo a ti! No puedes conservar un empleo, y me haces perder todos los trabajos que me dan. No haces má s que obligarme a recorrer el paí s entero. Y eso no es lo peor. Te metes en lí os. Haces cosas malas y yo tengo que sacarte de apuros. Se alzó su voz hasta ser casi un grito. -Imbé cil, hijo de perra... Me tienes siempre sobre ascuas. George adoptó los modales primorosos de las niñ as cuando se mofan unas de otras. -Só lo querí a tocar el vestido de esa chica -imitó -. Querí a acariciarlo como a los ratones... Sí, pero ¿ có mo diablos iba a saber ella que no querí as má s que eso? La pobre da un tiró n, y tú sigues agarrá ndola como si fuera un rató n. Grita, y nos tenemos que esconder en una zanja todo el dí a mientras nos buscan, y tenemos que escaparnos en la oscuridad y salir de allí escondidos. Y siempre es igual, siempre. Desearí a poder meterte en una jaula con un milló n de ratones para que te divirtieras. La ira lo abandonó sú bitamente. Miró a travé s del fuego la angustiada cara de Lennie, y entonces, avergonzado, bajó los ojos hacia las llamas. Era muy oscuro ya, pero el fuego iluminaba los troncos de los á rboles y las curvas ramas má s arriba. Lennie se arrastró lentamente, con cautela, alrededor de la hoguera hasta que estuvo junto a George. Se sentó entonces sobre los talones. George hizo girar las latas de judí as para que el fuego les diera del otro lado. Fingió no haber advertido que Lennie se encontraba tan cerca de é l. -George -dijo muy suavemente. No hubo respuesta. -¡ George! -insistió. -¿ Qué quieres? -Estaba bromeando, George. No quiero salsa de tomate. No comerí a salsa de tomate aunque la tuviera aquí al lado. -Si la tuvié ramos podrí as comer una poca. -Pero no la comerí a, George. Te la dejarí a toda a ti. Podrí as tapar tus judí as con salsa, y yo no la tocarí a siquiera. George seguí a mirando empecinadamente el fuego. -Cuando pienso lo bien que lo pasarí a sin ti, me vuelvo loco. No me dejas en paz nunca. Lennie seguí a arrodillado. Miró a lo lejos, a la oscuridad al otro lado del rí o. -George, ¿ quieres que me vaya y te deje solo? -¿ Dó nde diablos ibas a ir? -Bueno... Podrí a irme a esas montañ as. En algú n sitio encontrarí a una cueva. -¿ Sí, eh? ¿ Qué ibas a comer? No tienes suficiente cabeza ni para buscar qué comer. -Algo encontrarí a, George. No necesito buena comida con salsa de tomate. Me tenderí a al sol y nadie me harí a dañ o. Y si encontrara un rató n podrí a guardarlo. Nadie me lo quitarí a. George lo miró rá pida, inquisitivamente. -¿ He sido malo contigo, eh? -Si no me quieres, puedo irme a las montañ as y encontrar una cueva. Puedo marcharme en seguida. -No..., ¡ mira! Só lo hablaba en broma, Lennie. Porque yo quiero que esté s conmigo. Lo malo de los ratones es que siempre los matas. -Hizo una pausa-. Oye lo que te digo, Lennie. En cuanto tenga una oportunidad te regalaré un perrito. Tal vez no lo mates. Serí a mejor que los ratones. Y podrí as acariciarlo con má s fuerza. Lennie eludió el cebo. Habí a intuido que tení a ventaja. -Si no quieres estar conmigo, no tienes má s que decirlo y en seguida me marcho a las montañ as, a esas de allá... Subo a las montañ as y vivo solo. Y nadie me robará los ratones. -Quiero que te quedes conmigo, Lennie -dijo George-. Jesú s, lo má s probable es que te mataran como a un coyote si vivieras solo. No, te quedas conmigo. Tu tí a Clara no querrí a que anduvieras solo..., aunque esté muerta. -Há blame -dijo mañ osamente Lennie-, há blame... como lo hací as antes. -¿ Que te hable de qué? -De los conejos. George replicó bruscamente: -No me vas a engañ ar. -Vamos, George -rogó Lennie-. Dí melo. Por favor, George. Como me lo dijiste antes. -¿ Te gusta mucho, eh? Bueno, te lo diré, y despué s comeremos... Se hizo má s profunda la voz de George. Recitó las palabras rí tmicamente, como si las hubiera dicho muchas veces ya. -Los hombres como nosotros, que trabajan en los ranchos, son los tipos má s solitarios del mundo. No tienen familia. No son de ningú n lugar. Llegan a un rancho y trabajan hasta que tienen un poco de dinero, y despué s van a la ciudad y malgastan su dinero, y no les queda má s remedio que ir a molerse los huesos en otro rancho. No tienen nada que esperar del futuro. Lennie estaba encantado. -Eso es..., eso es. Ahora, explí came, có mo somos nosotros. George prosiguió: -Con nosotros no pasa así. Tenemos un porvenir. Tenemos alguien con quien hablar, alguien que piensa en nosotros. No tenemos que sentarnos en un café malgastando el dinero só lo porque no hay otro lugar adonde ir. Si esos otros tipos caen en la cá rcel, pueden pudrirse allí porque a nadie le importa. Pero nosotros, no. -¡ Pero nosotros no! -interrumpió Lennie-. Y ¿ por qué? Porque... porque yo te tengo a ti para cuidarme, y tú me tienes a mí para cuidarte, por eso. -Soltó una carcajada de placer-. ¡ Sigue ahora, George! -Te lo sabes de memoria. Puedes decirlo solo. -No, tú. Yo me olvido de algunas cosas. Cuenta có mo va a ser. -Bueno. Algú n dí a... vamos a reunir dinero y vamos a tener una casita y un par de acres de tierra y una vaca y unos cerdos y... -Y viviremos como prí ncipes -gritó Lennie-. Y tendremos conejos. ¡ Vamos, George! Cuenta lo que vamos a tener en la huerta y habla de los conejos en las jaulas y de la lluvia en el invierno y la estufa, y há blame de la crema de la leche, tan espesa que apenas la podremos cortar. Cué ntamelo todo, George. -¿ Por qué no lo dices tú? Lo sabes todo. -No..., dilo tú. No es lo mismo si hablo yo. Vamos..., George. ¿ Có mo me vas a dejar que cuide de los conejos? -Bueno. Vamos a tener una buena huerta y una conejera y gallinas. Y cuando lleguen las lluvias en el invierno, no diremos má s que «al diablo con el trabajo», y haremos un buen fuego en la estufa y nos sentaremos y oiremos la lluvia cayendo sobre el techo... ¡ Tonterí as! -Sacó un cuchillo del bolsillo-. No tengo tiempo para hablar má s. Metió el cuchillo en la tapa de una de las latas de judí as, la cortó y pasó la lata a Lennie. Luego abrió una segunda lata. De otro bolsillo sacó dos cucharas y pasó una a Lennie. Se sentaron junto al fuego y se llenaron la boca con judí as y masticaron poderosamente. Unas pocas judí as se escaparon por un lado de la boca de Lennie y resbalaron por su barbilla. George lo apuntó con la cuchara. -¿ Qué vas a decir mañ ana cuando el patró n te pregunte algo? Lennie dejó de masticar y tragó con fuerza. Se le contrajo la cara en su esfuerzo por concentrarse. -Yo... yo no voy... a decir una palabra. -¡ Perfecto! ¡ Eso es, Lennie! Tal vez esté s mejorando. Cuando tengamos ese par de acres te dejaré cuidar los conejos, ya verá s. Especialmente si recuerdas todo tan bien como ahora. Lennie se atragantó de orgullo. -Claro que puedo recordarlo -afirmó. George lo señ aló otra vez, blandiendo la cuchara. -Oye, Lennie. Quiero que mires bien dó nde estamos. ¿ Podrá s acordarte de este sitio, verdad? El rancho queda a un cuarto de milla en esa direcció n. Hay que seguir el rí o. -Seguro -dijo Lennie-. De eso puedo acordarme. ¿ No recordé que no tengo que decir una palabra? -Claro que sí. Bueno, oye, Lennie... Si llegas a verte en aprietos, como siempre te ocurre, quiero que vengas a este lugar y te escondas en el matorral. -Que me esconda en el matorral -repitió Lennie lentamente. -Sí, que te escondas en el matorral hasta que venga yo. ¿ Te acordará s de eso?
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