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De ratones y hombres 4 страницаDurante la conversació n, Carlson se mantuvo sin intervenir. Habí a seguido mirando al perro. Candy lo vigilaba con inquietud. Por fin Carlson volvió a hablar. -Si quieres enviaré al pobre chucho al otro mundo ahora mismo. Ya no tiene sentido que siga viviendo. No puede comer, no ve, ni siquiera camina sin sufrir dolores. Candy aventuró, esperanzado: -No tienes con qué matarlo. -Al cuerno, si no. Tengo una Luger. No va a sufrir nada. -Tal vez mañ ana -aventuró Candy-. Esperemos a mañ ana. -No veo por qué -cortó Carlson. Fue hasta su camastro, sacó un paquete que habí a dejado y en su mano apareció una pistola Luger-. Acabemos de una vez. No podemos dormir con lo que apesta ese perro. Se metió la pistola en el bolsillo trasero del pantaló n. Candy miró largo rato a Slim intentando hallar una solució n alternativa. Y Slim no se la dio. Por fin consintió Candy, suavemente, sin esperanzas: -Está bien..., llé vatelo. Ni siquiera miró al perro. Se echó hacia atrá s en su camastro, cruzó los brazos detrá s de la cabeza y miró al techo. Del bolsillo sacó Carlson una fina correa de cuero. Se inclinó y la ató en torno al pescuezo del perro. Todos los hombres, menos Candy, lo miraban. -Vamos, perrito. Vamos, perrito -dijo con suavidad. Y luego, disculpá ndose, hacia Candy-: No sentirá nada. -Candy no se movió. Carlson tironeó de la correa-: Vamos, perrito. El perro se puso lentamente, tiesamente, de pie, y siguió a la correa que lo tironeaba con leve insistencia. -Carlson -llamó Slim. -¿ Qué? -Ya sabes lo que tienes que hacer. -¿ Qué, Slim? -Llé vate una pala -indicó Slim brevemente. -¡ Ah, claro! Ya entiendo. -Y condujo al perro a la oscuridad. George lo siguió hasta la puerta, la cerró y corrió el cerrojo de madera sin hacer ruido. Candy seguí a rí gidamente tendido en el lecho, mirando hacia arriba. -Una de mis mulas -comentó Slim en voz muy alta- se ha partido un casco. Le tengo que poner algo de brea. Se apagó el eco de su voz. Habí a silencio afuera. Murió el ruido de los pasos de Carlson. El silencio ocupó tambié n la estancia. Y el silencio duraba. -Apuesto -exclamó George con una risita- que Lennie está metido en el granero con su cachorro. Ya no querrá venir aquí, ahora que tiene su perro. -Candy -llamó Slim-: puedes quedarte con el cachorro que quieras. Candy no respondió. Cayó otra vez el silencio sobre la estancia. Vení a de la noche e invadí a la estancia. -¿ Alguien quiere jugar unas manos conmigo? -invitó George mostrando los naipes. -Yo jugaré un rato -asintió Whit. Se sentaron ante la mesa, uno frente a otro, bajo la luz, pero George no barajó los naipes. Chasqueó nerviosamente el borde del mazo, y el chasquido atrajo los ojos de todos los hombres presentes, de modo que dejó de hacerlo. Otra vez reinó el silencio en el cuarto. Pasó un minuto, y otro minuto. Candy seguí a quieto, mirando al techo. Slim fijó los ojos en é l por un momento y luego se miró las manos; sujetó una mano con la otra, y la mantuvo apretada. Se oyó un ruido, como si algú n animal estuviera royendo, que vení a de bajo el piso y todos los hombres miraron agradecidos hacia el lugar. Só lo Candy seguí a contemplando el techo con ojos muy abiertos. -Parece como si hubiera una rata por ahí —comentó George—. Tendrí amos que poner una trampa. -¿ Por qué diablos tardas tanto? -estalló Whit-. Empieza a dar cartas, ¿ quieres? Así no vamos a jugar nunca. George barajó bien los naipes, los juntó y estudió el lomo. Otra vez se hizo el silencio en la habitació n. En la distancia sonó un disparo. Los hombres miraron rá pidamente al anciano. Todas las cabezas se volvieron hacia é l. Por un instante Candy siguió mirando al techo. Luego se volvió lentamente en la cama y quedó de cara a la pared, en silencio. George barajó ruidosamente los naipes y repartió una mano. Whit tomó sus cartas y dijo: -Parece que vosotros dos habé is venido a trabajar de veras. -¿ Por qué? -Bueno -rió Whit-. Habé is venido un viernes. Tené is que trabajar dos dí as hasta el domingo. -No lo entiendo -dijo George. Otra vez rió Whit. -Ya lo entenderá s cuando hayas trabajado un tiempo en estos ranchos grandes. El hombre que quiere ver có mo es el lugar llega el sá bado por la tarde. Le dan de comer el sá bado por la noche y tres veces el domingo, y puede irse el lunes por la mañ ana, despué s del desayuno, sin haber trabajado ni un minuto. Pero vinisteis el viernes al mediodí a. Lo hagá is como lo hagá is, tené is que trabajar un dí a y medio. George lo miró con fijeza. -Vamos a quedarnos un tiempo aquí -aseguró -. Yo y Lennie vamos a ahorrar un poco de dinero. La puerta se abrió silenciosamente y el peó n del establo asomó la cabeza; una flaca cabeza negra arrugada por el dolor, pacientes los ojos. -Señ or Slim. Slim apartó los ojos del viejo Candy. -¿ Eh? ¡ Ah! Hola, Crooks. ¿ Qué pasa? -Me dijo usted que calentara la brea para el casco de esa mula. Ya está caliente. -¡ Ah, claro! Voy en seguida a curarla. -Puedo hacerlo yo, si usted quiere, señ or Slim. -No. Iré a hacerlo yo mismo -agregó Slim, y se puso de pie. -Señ or Slim -volvió a llamar Crooks. -Sí... -Ese hombre grandote, el nuevo, está metié ndose con sus cachorros en el granero. -Bueno, pero no hace dañ o alguno. Le regalé uno de los cachorros. -Pensé que serí a mejor que lo supiera usted. Los saca de la paja y los tiene en las manos de un lado para otro. Eso no les va a hacer bien. -No les hará dañ o -repitió Slim-. Ahora voy contigo. George alzó la vista. -Si ese idiota molesta mucho, é chalo a patadas, Slim. Slim siguió al peó n fuera de la estancia. George dio cartas y Whit recogió las suyas y las estudió. -¿ Has visto ya a la nena nueva? -preguntó. -¿ Qué nena? -preguntó a su vez George. -Pues la mujer de Curley. -Sí, la he visto. -Bueno, ¿ no es una preciosidad? -Tanto no he visto -repuso George. Whit, visiblemente impresionado, dejó las cartas en la mesa. -Bueno, qué date por aquí y ten bien abiertos los ojos. Ya verá s bastante. Porque no esconde nada. Jamá s he visto una cosa igual. Está siempre echá ndole el ojo a alguien. Hasta creo que le echa el ojo al negro. No sé qué demonios quiere. -¿ Ha habido lí os desde que llegó? -inquirió George como al descuido. Era evidente que Whit no estaba interesado en sus cartas. Dejó que George recogiera las cartas y volviera a su lento solitario: siete cartas, y seis sobre ellas, y cinco sobre las seis. -Ya entiendo lo que quieres decir -comentó Whit-. No, todaví a no ha pasado nada. Curley está que se lo lleva todo por delante, pero eso es todo por ahora. Cada vez que los muchachos está n por aquí, se presenta ella. Anda buscando a Curley, o cree que se olvidó algo y lo quiere encontrar. Parece como si no pudiera estar lejos de unos pantalones. Y Curley está como si lo picaran las hormigas, pero todaví a no ha pasado nada. -Va a haber lí o -opinó George-. Va a haber un tremendo lí o por culpa de ella. Esa mujer es como un revó lver con el gatillo listo. Ese Curley se ha metido en una buena. Un rancho con una cantidad de hombres como nosotros no es lugar para una mujer, sobre todo como ella. -Ya que hablas así -dijo Whit- harí as bien en venir con nosotros al pueblo, mañ ana por la noche. -¿ Por qué? ¿ Qué pasa? -Lo de siempre. Vamos al local de Susy. Es un bonito sitio. La vieja Susy es muy graciosa, siempre bromeando. Como, por ejemplo, lo que dice cuando llegamos el sá bado por la noche. Susy abre la puerta y grita por encima del hombro: «A ponerse las ropas, chicas; aquí viene la policí a». Nunca dice palabrotas, tampoco. Tiene cinco mujeres en la casa. -¿ Cuá nto cuesta? -preguntó George. -Dos y medio. Se puede echar un trago por veinte centavos. Hay buenas sillas para sentarse, tambié n. Si un tipo no quiere hacer nada, pues se sienta en una silla y toma dos o tres copas y pasa el rato hablando y a Susy no le importa nada. No es de las que andan insistiendo si uno no quiere hacer nada. -Podrí a ir a echar un vistazo —dijo George. -Claro, ven. Es condenadamente divertido; Susy no hace má s que bromear. Como dijo una vez, dice: «He conocido personas que creen que tienen un establecimiento só lo porque han puesto una alfombra en el piso y una lá mpara de seda sobre el fonó grafo». Siempre habla así de la casa de Clara. Y dice tambié n: «Yo sé lo que vienen a buscar ustedes. Mis chicas son limpias, y mi whisky no tiene agua –dice-. Si alguno de ustedes quiere ver una bonita lá mpara de seda, y correr el riesgo de quemarse, ya sabe dó nde tiene que ir». Y dice: «He visto a algunos que andan por ahí con las piernas torcidas porque les gusta ver bonitas lá mparas». -Clara es la dueñ a del otro local, ¿ eh? -Sí. Nunca vamos allí. Clara cobra tres dó lares por cada uno, y treinta y cinco centavos por cada copa, y no es bromista como la otra. Pero Susy tiene su casa bien limpia, y buenas sillas. Y no permite pelear allí adentro. -Yo y Lennie estamos reuniendo dinero -dijo George-. Tal vez vaya con vosotros a tomar una copa, pero no voy a gastar dos y medio... -Bueno, uno tiene que divertirse a veces. La puerta se abrió y Lennie y Carlson entraron juntos. Lennie se acercó a su camastro y se sentó, tratando de no llamar la atenció n. Carlson metió la mano bajo su cama para sacar la bolsa. No miró hacia el viejo Candy, que seguí a de cara a la pared. En la bolsa, Carlson encontró una lata de aceite y un cepillito para limpiar la pistola. Los puso en la cama y luego sacó el arma del bolsillo, le quitó el cargador y extrajo de un golpe la bala de la recá mara. Despué s se puso a limpiar el cañ ó n con el cepillito cilí ndrico. Cuando se oyó el chasquido del eyector de los proyectiles, Candy se volvió y miró un momento la pistola, antes de volverse otra vez hacia la pared. Carlson dijo como por casualidad: -¿ Ha estado Curley por aquí? -No -respondió Whit-. ¿ Qué pasa con é l? Carlson miró guiñ ando un ojo el cañ ó n de su arma. -Anda buscando a la señ ora. Le vi dar vueltas y vueltas por fuera. -Se pasa la mitad del tiempo -comentó Whit sarcá sticamente- buscando a su mujer, y el resto del tiempo es ella la que lo busca. Curley entró precipitadamente en el cuarto. -¿ Alguno de vosotros ha visto a mi mujer? —inquirió. -No ha estado por aquí -repuso Whit. Curley miró amenazadoramente en torno suyo. -¿ Dó nde diablos está Slim? -Ha ido al granero -informó George-. Tení a que ponerle brea a una mula que se partió un casco. Los hombros de Curley cayeron un poco y se echaron hacia atrá s. -¿ Cuá nto hace que se fue? -Cinco, o diez minutos. Curley salió de un salto y golpeó la puerta para cerrarla tras de sí. Whit se puso de pie. -Me parece que me gustarí a ver eso -dijo-. Curley está volvié ndose loco o no se meterí a con Slim. Y ese Curley es bueno para pelear, condenadamente bueno. Llegó a la final del campeonato nacional. Tiene recortes de diarios y todo. -Pensó un momento-. Pero, de todos modos, harí a mejor en dejar tranquilo a Slim. Nadie sabe qué es capaz de hacer Slim. -¿ Cree que Slim está con su mujer, verdad? -preguntó George. -Eso parece -opinó Whit-. Claro que no es cierto. Al menos, no lo creo. Pero me gustarí a ver la pelea, si se produce. Vamos... -Yo me quedo aquí -se resistió George-. No quiero mezclarme en esto. Lennie y yo queremos juntar un poco de dinero. Carlson terminó la limpieza de su pistola, guardó todo en la bolsa y colocó é sta bajo el camastro. -Creo que yo voy a ver qué pasa -dijo. Candy seguí a muy quieto, y Lennie, desde su camastro, vigilaba cautelosamente a George. Cuando Whit y Carlson se hubieron marchado y la puerta quedó cerrada tras ellos, George se volvió hacia Lennie. -¿ Qué te ocurre? -No he hecho nada, George. Slim dice que por un tiempo es mejor que no ande tanto con esos cachorros. Slim dice que no les hace ningú n bien; por eso vine aquí. Me he portado bien, George. -Eso mismo te lo habrí a dicho yo -afirmó George. -Bueno, yo no les hací a dañ o. No hice má s que tener a mi perrito sobre las rodillas, y acariciarlo. -¿ Viste a Slim en el granero? -Claro que lo vi. Me dijo que era mejor que no acariciase má s al perro. -¿ Viste a esa mujer? -¿ La mujer de Curley? -Sí. ¿ La viste entrar en el granero? -No. De todos modos nunca la he visto. -¿ No la has visto hablar con Slim? -No, no. Ni siquiera estuvo en el granero. -Bueno. Me parece que esos dos no van a ver ninguna pelea. Si ves alguna pelea, no te metas. -Yo no quiero peleas -susurró Lennie. Se levantó de su camastro y se sentó a la mesa, frente a George. Casi automá ticamente, George barajó los naipes y extendió su mano de solitario. Procedí a con una lentitud deliberada, pensativamente. Lennie tomó una carta y la miró detenidamente, luego la volvió y la miró de nuevo con expresió n reconcentrada. -Las dos mitades son iguales –dijo-. George, ¿ por qué es igual de los dos lados? -No sé. Así es como las hacen. ¿ Qué hací a Slim en el granero cuando le viste? -¿ Slim? -Claro. Me dijiste que estaba en el granero y que te dijo que no acariciaras tanto los cachorros. -Ah, sí. Tení a una lata de brea y un pincel. No sé para qué. -¿ Está s seguro de que esa mujer no entró, igual que entró hoy aquí? -No, no estuvo allí. George suspiró. -A mí, que me den un burdel en el pueblo. Allí puede ir uno y emborracharse y librarse de todo lo que le sobra en el cuerpo, y nada de lí os. Y uno ya sabe cuá nto le va a costar. En cambio, estas otras son como sentarse en un barril de pó lvora. Lennie escuchaba sus palabras admirado y, al final, movió un poco los labios para seguir la charla. George continuó: -¿ Te acuerdas de Andy Cushman, Lennie? ¿ Aquel que iba a la escuela? -¿ El hijo de aquella señ ora que hací a pasteles para todos los chicos? -preguntó Lennie. -Sí, ese mismo. No te olvidas de nada si se trata de algo relacionado con comida. George estudió cuidadosamente su solitario. Puso un as separado de las demá s cartas, y sobre é l apiló un dos, un tres y un cuatro. -Andy está en la cá rcel ahora, y todo por culpa de una de estas mujeres. Lennie tamborileó en la mesa con sus dedos. -¿ George? -¿ Eh? -George, ¿ cuá nto tiempo va a pasar hasta que consigamos esos dos pedazos de tierra, para vivir como prí ncipes... y los conejos? -No sé -repuso George-. Tenemos que juntar mucho dinero. Sé dó nde hay un terreno que podrí amos conseguir, pero no lo regalan. El viejo Candy se volvió lentamente en su cama. Tení a muy abiertos los ojos. Escrutó cuidadosamente a George. -Cué ntame có mo va a ser, George -pidió Lennie. -Ya te expliqué anoche có mo va a ser. -Vamos... otra vez, George. -Bueno, son unos diez acres -dijo George-. Hay un molino de viento. Hay una pequeñ a cabañ a y un gallinero. Tiene cocina, huerta, cerezas, manzanas, melocotones, albaricoques y unas pocas fresas. Hay un espacio para cultivar alfalfa, y bastante agua para el riego. Hay una pocilga para los cerdos... -Y conejos, George. -No, ahora no hay sitio para los conejos, pero no me costarí a mucho construir algunas conejeras y tú podrí as alimentar los conejos con alfalfa. -Claro que sí -se animó Lennie-. Te apuesto lo que quieras a que puedo. Las manos de George dejaron de trabajar con las cartas. Su voz se iba haciendo cada vez má s cá lida. -Y podrí amos tener unos cuantos cerdos. Yo podrí a hacer un ahumadero como tení a mi abuelo y, cuando matá ramos un cerdo, podrí amos ahumar la panceta y los jamones, y hacer embutido y todo lo demá s. Y cuando los salmones remontaran el rí o podrí amos pescar má s de cien y salarlos y ahumarlos. Podemos guardarlos para el desayuno. No hay nada má s sabroso que el salmó n ahumado. Cuando la fruta madurase, podrí amos ponerla en latas..., y tomates, que son fá ciles de conservar. Todos los domingos matarí amos un pollo o un conejo. Tal vez tengamos una vaca o una cabra, y la crema de la leche es tan, pero tan espesa, que para cortarla habrá que usar cuchillo. Lennie lo miraba con ojos muy abiertos, y tambié n el viejo Candy lo miraba. Lennie preguntó suavemente. -¿ Podrí amos vivir como prí ncipes? -Claro -afirmó George-. Tendrí amos toda clase de verduras, y si quisié ramos un poco de whisky podrí amos vender unos huevos, o cualquier cosa, o un poco de leche. Vivirí amos allí. É sa serí a nuestra casa. Nada de andar de un lado para otro y comer lo que nos da un cocinero japoné s. No señ or, tendrí amos nuestra propia casa, y no dormirí amos en un barracó n. -Há blame de la casa, George -rogó Lennie. -Claro, vamos a tener una casita, con una habitació n para nosotros. Una buena estufa de hierro y en invierno mantendremos el fuego siempre encendido. No es demasiada tierra, de modo que no tendremos que trabajar mucho. Quizá s seis o siete horas por dí a. Pero se acabó lo de cargar sacos de cebada durante once horas cada dí a. Y cuando llegue la cosecha, allí estaremos nosotros para recogerla. Así sabremos qué resulta de lo que sembramos. -Y los conejos -adelantó Lennie ansiosamente-. Yo los cuidaré. Cué ntame có mo voy a hacerlo, George. -Claro, vas a ir al campo de alfalfa con un saco. Vas a llenar el saco y a poner la alfalfa en las conejeras. -Van a comer y comer, con esos dientes que tienen -dijo Lennie-. Yo les he visto hacerlo. -Cada seis semanas, má s o menos -prosiguió George-, las conejas van a parir, y tendremos conejos de sobra para comer y vender. Y tendremos unas palomas para que hagan nido y vuelen cerca del molino, como lo hací an cuando era pequeñ o. -Miró absorto la pared, por encima de la cabeza de Lennie-. Y todo serí a nuestro, y nadie podrí a echarnos. Y si no nos gusta un tipo, podremos decirle «Vayase de aquí », y tendrá que irse, qué diablos. Y si llega un amigo, tendremos un cama de má s y le diremos: «¿ Por qué no pasas la noche aquí? ». Y se quedará con nosotros, qué diablos. Tendremos un perro de caza y un par de gatos, pero tienes que cuidar que esos gatos no maten a los conejitos. Lennie respiró con fuerza. -Dé jalos que se acerquen a los conejos y les romperé el pescuezo. Les... los aplastaré con un palo. Se calmó luego, pero continuó gruñ endo para sus adentros y amenazando a los futuros gatos que se atrevieran a molestar a los futuros conejos. George quedó absorto, extasiado ante su propio cuadro. Cuando Candy habló, los dos se sobresaltaron como si hubiesen sido sorprendidos en un acto reprobable. Candy preguntó: -¿ Sabes dó nde hay un lugar así? George se puso inmediatamente en guardia: -Supó n que sí lo sé. ¿ Tú qué tienes que ver con esto? -No necesitas decirme dó nde está. Puede estar en cualquier parte. -Claro -admitió George-. Es cierto. Por má s que yo te indique, no lo podrí as encontrar ni en cien añ os. Candy prosiguió, excitado: -¿ Cuá nto piden por un lugar así? George lo miró con recelo. -Bueno, yo... podrí a conseguirlo por seiscientos dó lares. Los dos viejos que son los dueñ os no tienen un centavo, y la vieja tiene que operarse. Oye..., ¿ qué te importa a ti esto? Tú no tienes nada que ver con nosotros. -Yo no valgo mucho con una mano de menos -dijo Candy-. Perdí la mano aquí mismo, en este rancho. Por eso me dan este trabajo de barrer. Y me dieron doscientos cincuenta dó lares por haber perdido la mano. Y tengo otros cincuenta ahorrados en el banco. Son trescientos, y tengo que cobrar otros cincuenta a fin de mes. Escú chame... —Se inclinó ansiosamente hacia George-. Supó n que yo fuera con vosotros. Aportarí a trescientos cincuenta dó lares. No sirvo de mucho, pero podrí a cocinar y cuidar las gallinas y encargarme de la huerta. ¿ Qué te parece? George entrecerró los ojos. -Tengo que pensarlo. Siempre quisimos hacerlo los dos solos. -Haré un testamento -aseguró Candy- y dejaré mi parte a los dos en caso de que muera porque no tengo parientes ni nada. ¿ Tené is algo de dinero? Quizá s podrí amos comprar la finca ahora mismo. George escupió en el suelo para mostrar su disgusto. -Tenemos diez dó lares entre los dos. -Pero luego pensativamente, agregó -: Escucha. Si yo y Lennie trabajamos un mes y no gastamos nada, tendremos cien dó lares. Serí an cuatrocientos cincuenta dó lares entre todos. Creo que con eso podrí amos pagar la mayor parte. Entonces tú y Lennie podrí ais ir y empezar a trabajar, y yo conseguirí a un empleo para poder pagar el resto, y vosotros podrí as vender huevos y cosas así. Todos quedaron en silencio. Se miraron uno a otro ató nitos. Se estaba convirtiendo en realidad aquello en lo que nunca habí an creí do realmente. George dijo con reverencia: -¡ Cielo santo! Creo que podrí amos comprar el campo. Tení a los ojos como fascinados. -Creo que podemos comprarlo -repitió suavemente. Candy se sentó en el borde de su camastro. Se rascó nerviosamente el muñ ó n del brazo. -Hace ya cuatro añ os que perdí la mano -dijo-. Muy pronto me van a echar. En cuanto vean que no sirvo para barrer, me dejará n sin trabajo. Tal vez si os doy mi dinero me dejaré is trabajar en la huerta, incluso despué s de que no pueda moverme de viejo. Y lavaré los platos y atenderé a las gallinas, y haré trabajillos por el estilo. Pero estaré en nuestra propia casa, y podré trabajar nuestra propia tierra. -Y agregó lastimosamente-: ¿ Habé is visto lo que han hecho con mi perro? Dicen que no serví a para nada. Cuando me echen, desearí a que alguien me pegara un tiro. Pero no lo van a hacer. No tendré adonde ir, ni podré conseguir trabajo... Habré cobrado otros treinta dó lares para cuando os vayá is. George se puso de pie. -Lo haremos –afirmó -. Arreglaremos todo e iremos a vivir allí. Volvió a sentarse. Todos quedaron quietos, todos subyugados por la belleza del plan, ocupada cada mente en imaginar ese futuro en que su sueñ o se harí a realidad. George exclamó maravillado: -Imaginaos que llega un circo al pueblo o que hay una fiesta, o un partido de pelota, o cualquier cosa. El viejo Candy asintió silenciosamente, apreciando la idea. -Pues irí amos y nada má s -prosiguió George-. A nadie le pedirí amos permiso. Dirí amos «vamos al pueblo», e irí amos sin má s. No tendrí amos má s que ordeñ ar la vaca y tirar un poco de comida a los pollos... -Y poner un poco de hierba para los conejos -interrumpió Lennie-. Yo no me olvidaré nunca de darles de comer. ¿ Cuá ndo podremos hacerlo, George? -Dentro de un mes. Dentro de un mes, ni má s ni menos. ¿ Sabé is lo que voy a hacer? Voy a escribir a los viejos para decirles que les compraremos el campo. Y Candy les enviará cien dó lares como paga y señ al. -Claro que sí -confirmó Candy-. ¿ Hay una buena cocina? -Claro. Hay un agradable fogó n que funciona con carbó n o leñ a. -Yo voy a llevar mi cachorro -terció Lennie-. Apuesto a que le gustará estar allí, por Dios. Unas voces se acercaban a la puerta. -No se lo conté is a nadie -recomendó George rá pidamente—. Lo sabremos nosotros tres y nadie má s. Son capaces de echarnos para que no podamos juntar el dinero. Vamos a seguir actuando como si tuvié ramos que cargar cebada el resto de la vida, y un dí a, de repente, cobraremos el sueldo y nos marcharemos. Lennie y Candy asintieron, sonriendo con deleite. -No se lo conté is a nadie... -repitió Lennie para sí. -George -llamó Candy. -¿ Eh? -Deberí a haber matado a ese perro yo mismo, George. No debí dejar que un extrañ o matara a mi perro. Se abrió la puerta. Slim entró, seguido por Curley, Carlson y Whit. Slim tení a las manos negras de brea y el ceñ o fruncido de enojo. Curley lo seguí a, pegado a un codo. -Bueno, Slim -dijo Curley-, no quise decir nada malo. Só lo preguntaba. -Bueno -contestó Slim-, ya ha preguntado demasiado. Me estoy hartando de tantas preguntas. Si no puede cuidar a esa condenada mujer, ¿ qué quiere que haga yo? Dé jeme en paz. -Só lo intentaba decirte que no quise molestarte -insistió Curley-. Só lo creí que tal vez la habrí as visto. -¿ Por qué no le manda que se quede en su casa, donde deberí a estar? -reprochó Carlson-. Si la deja andar entre los peones, no pasará mucho tiempo antes de que se encuentre en un buen apuro. Curley giró velozmente sobre sus talones para mirar a Carlson. -Tú no te metas en esto, a menos que quieras ir fuera. Carlson rió. -Usted es un condenado cobarde -repuso-. Quiso asustar a Slim, y no lo consiguió. Slim fue quien lo asustó a usted. Es má s cobarde que un sapo. Me tiene sin cuidado que sea el mejor peso ligero del paí s. Mé tase conmigo y le arrancaré la cabeza a puntapié s. Candy se sumó al ataque con alegrí a.
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