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CAPÍTULO LIII



 

Wickham quedó tan escarmentado con aquella conversació n que nunca volvió a exponerse, ni a provocar a su querida hermana Eliza­beth a reanudarla. Y ella se alegró de haber dicho lo suficiente para que no mencionase el tema má s.

Llegó el dí a de la partida del joven matrimonio, y la señ ora Bennet se vio forzada a una separació n que al parecer iba a durar un añ o, por lo menos, ya que de ningú n modo entraba en los cá lculos del señ or Bennet el que fuesen todos a Newcastle.

––¡ Oh, señ or! ¡ No lo sé! ¡ Acaso tardaremos dos o tres añ os!

––Escrí beme muy a menudo, querida.

––Tan a menudo como pueda. Pero ya sabes que las mujeres casadas no disponemos de mucho tiempo para escribir. Mis hermanas sí podrá n escribirme; no ten­drá n otra cosa que hacer.

El adió s de Wickham fue mucho má s cariñ oso que el de su mujer. Sonrió, estuvo muy agradable y dijo cosas encantadoras.

––Es un joven muy fino ––dijo el señ or Bennet en cuanto se habí an ido––; no he visto nunca otro igual. Es una má quina de sonrisas y nos hace la pelota a todos. Estoy orgullosí simo de é l. Desafí o al mis­mo sir William Lucas a que consiga un yerno má s va­lioso.

La pé rdida de su hija sumió en la tristeza a la señ ora Bennet por varios dí as.

––Muchas veces pienso ––decí a–– que no hay nada peor que separarse de las personas queridas. ¡ Se queda una tan desamparada sin ellas!

––Pues ya ves, é sa es una consecuencia de casar a las hijas ––observó Elizabeth––. Te hará má s feliz que las otras cuatro sigamos solteras.

No es eso. Lydia no me abandona porque se haya casado, sino porque el regimiento de su marido está lejos. Si hubiera estado má s cerca, no se habrí a mar­chado tan pronto.

Pero el desaliento que este suceso le causó se alivió en seguida y su mente empezó a funcionar de nuevo con gran agitació n ante la serie de noticias que circula­ban por aquel entonces. El ama de llaves de Nether­field habí a recibido ó rdenes de preparar la llegada de su amo que iba a tener lugar dentro de dos o tres dí as, para dedicarse a la caza durante unas semanas[L46]. La señ ora Bennet estaba nerviosí sima. Miraba a Jane y sonreí a y sacudí a la cabeza alternativamente.

––Bueno, bueno, ¿ conque viene el señ or Bingley, hermana? ––pues fue la señ ora Philips la primera en darle la noticia––. Pues mejor. Aunque no me impor­ta. Tú sabes que nada tenemos que ver con é l y que no quiero volver a verlo. Si quiere venir a Netherfield, que venga. ¿ Y quié n sabe lo que puede pasar? Pero no nos importa. Ya sabes que hace tiempo acordamos no volver a decir palabra de esto. ¿ Es cierto que viene?

––Puedes estar segura ––respondió la otra––, por­que la señ ora Nicholls estuvo en Meryton ayer tarde; la vi pasar y salí dispuesta a saber la verdad; ella me dijo que sí, que su amo llegaba. Vendrá el jueves a má s tardar; puede que llegue el mié rcoles. La señ ora Nicholls me dijo que iba a la carnicerí a a encargar carne para el mié rcoles y llevaba tres pares de patos listos para matar.

Al saber la noticia, Jane mudó de color. Hací a meses que entre ella y Elizabeth no se hablaba de Bingley, pero ahora en cuanto estuvieron solas le dijo:

––He notado, Elizabeth, que cuando mi tí a comen­taba la noticia del dí a, me estabas mirando. Ya sé que pareció que me dio apuro, pero no te figures que era por alguna tonterí a. Me quedé confusa un momento porque me di cuenta de que me estarí ais observando. Te aseguro que la noticia no me da tristeza ni gusto. De una cosa me alegro: de que viene solo, porque así lo veremos menos. No es que tenga miedo por mí, pero temo los comentarios de la gente.

Elizabeth no sabí a qué pensar. Si no le hubiera visto en Derbyshire, habrí a podido creer que vení a tan só lo por el citado motivo, pero no dudaba de que aú n amaba a Jane, y hasta se arriesgaba a pensar que vení a con la aprobació n de su amigo o que se habí a atrevido incluso a venir sin ella.

«Es duro ––pensaba a veces–– que este pobre hom­bre no pueda venir a una casa que ha alquilado legal­mente sin levantar todas estas cá balas. Yo le dejaré en paz. »

A pesar de lo que su hermana decí a y creí a de buena fe, Elizabeth pudo notar que la expectativa de la llegada de Bingley le afectaba. Estaba distinta y má s turbada que de costumbre.

El tema del que habí an discutido sus padres acalora­damente hací a un añ o, surgió ahora de nuevo. ––Querido mí o, supongo que en cuanto llegue el señ or Bingley irá s a visitarle.

––No y no. Me obligaste a hacerlo el añ o pasado, prometié ndome que se iba a casar con una de mis hijas. Pero todo acabó en agua de borrajas, y no quiero volver a hacer semejante paripé como un tonto.

Su mujer le observó lo absolutamente necesaria que serí a aquella atenció n por parte de todos los señ ores de la vecindad en cuanto Bingley llegase a Netherfield.

––Es una etiqueta que me revienta ––repuso el señ or Bennet––. Si quiere nuestra compañ í a, que la busque; ya sabe dó nde vivimos. No puedo perder el tiempo corriendo detrá s de los vecinos cada vez que se van y vuelven.

––Bueno, será muy feo que no le visites; pero eso no me impedirá invitarle a comer. Vamos a tener en breve a la mesa a la señ ora Long y a los Goulding, y como contá ndonos a nosotros seremos trece, habrá justamente un lugar para é l.

Consolada con esta decisió n, quedó perfectamente dispuesta a soportar la descortesí a de su esposo, aun­que le molestara enormemente que, con tal motivo, todos los vecinos viesen a Bingley antes que ellos. Al acercarse el dí a de la llegada, Jane dijo:

––A pesar de todo, empiezo a sentir que venga. No me importarí a nada y le veré con la mayor indiferen­cia, pero no puedo resistir oí r hablar de é l perpetua­mente. Mi madre lo hace con la mejor intenció n, pero no sabe, ni sabe nadie, el sufrimiento que me causa. No seré feliz hasta que Bingley se haya ido de Nether­field.

––Querrí a decirte algo para consolarte ––contestó Elizabeth––, pero no puedo. Debes comprenderlo. Y la normal satisfacció n de recomendar paciencia a los que sufren me está vedada porque a ti nunca te falta.

Bingley llegó. La señ ora Bennet trató de obtener con ayuda de las criadas las primeras noticias, para aumentar la ansiedad y el mal humor que la consu­mí an. Contaba los dí as que debí an transcurrir para invitarle, ya que no abrigaba esperanzas de verlo antes. Pero a la tercera mañ ana de la llegada de Bin­gley al condado, desde la ventana de su vestidor le vio que entraba por la verja a caballo y se dirigí a hacia la casa.

Llamó al punto a sus hijas para que compartieran su gozo. Jane se negó a dejar su lugar junto a la mesa. Pero Elizabeth, para complacer a su madre, se acercó a la ventana, miró y vio que Bingley entraba con Darcy, y se volvió a sentar al lado de su hermana.

––Mamá, viene otro caballero con é l ––dijo Catheri­ne––. ¿ Quié n será?

––Supongo que algú n conocido suyo, querida; no le conozco.

––¡ Oh! –– exclamó Catherine––. Parece aquel señ or que antes estaba con é l. El señ or... ¿ có mo se llama? Aquel señ or alto y orgulloso.

––¡ Santo Dios! ¿ El señ or Darcy? Pues sí, es é l. Bueno; cualquier amigo del señ or Bingley será siempre bienvenido a esta casa; si no fuera por eso... No puedo verle ni en pintura.

Jane miró a Elizabeth con asombro e interé s. Sabí a muy poco de su encuentro en Derbyshire y, por consiguiente, comprendí a el horror que habí a de cau­sarle a su hermana ver a Darcy casi por primera vez despué s de la carta aclaratoria. Las dos hermanas estaban bastante intranquilas; cada una sufrí a por la otra, y como es natural, por sí misma. Entretanto la madre seguí a perorando sobre su odio a Darcy y sobre su decisió n de estar corté s con é l só lo por considera­ció n a Bingley. Ninguna de las chicas la escuchaba. Elizabeth estaba inquieta por algo que Jane no podí a sospechar, pues nunca se habí a atrevido a mostrarle la carta de la señ ora Gardiner, ni a revelarle el cambio de sus sentimientos por Darcy. Para Jane, Darcy no era má s que el hombre cuyas proposiciones habí a rechaza­do Elizabeth y cuyos mé ritos menospreciaba. Pero para Elizabeth, Darcy era el hombre a quien su familia debí a el mayor de los favores, y a quien ella miraba con un interé s, si no tan tierno, por lo menos tan razonable y justo como el que Jane sentí a por Bingley. Su asombro ante la venida de Darcy a Netherfield, a Longbourn, buscá ndola de nuevo voluntariamente, era casi igual al que experimentó al verlo tan cambiado en Derbyshire.

El color, que habí a desaparecido de su semblante, acudió en seguida violentamente a sus mejillas, y una sonrisa de placer dio brillo a sus ojos al pensar que el cariñ o y los deseos de Darcy seguí an siendo los mis­mos. Pero no querí a darlo por seguro.

«Primero veré có mo se comporta ––se dijo–– y luego Dios dirá si puedo tener esperanzas. »

Se puso a trabajar atentamente y se esforzó por mantener la calma. No osaba levantar los ojos, hasta que su creciente curiosidad le hizo mirar a su hermana cuando la criada fue a abrir la puerta. Jane estaba má s pá lida que de costumbre, pero má s sosegada de lo que Elizabeth hubiese creí do. Cuando entraron los dos caballeros, enrojeció, pero los recibió con bastante tranquilidad, y sin dar ninguna muestra de resenti­miento ni de innecesaria complacencia.

Elizabeth habló a los dos jó venes lo menos que la educació n permití a, y se dedicó a bordar con má s aplicació n que nunca. Só lo se aventuró a dirigir una mirada a Darcy. É ste estaba tan serio como siempre, y a ella se le antojó que se parecí a má s al Darcy que habí a conocido en Hertfordshire que al que habí a visto en Pemberley. Pero quizá en presencia de su madre no se sentí a igual que en presencia de sus tí os. Era una suposició n dolorosa, pero no improbable.

Miró tambié n un instante a Bingley, y le pareció que estaba contento y cohibido a la vez. La señ ora Bennet le recibió con unos aspavientos que dejaron avergonzadas a sus dos hijas, especialmente por el contraste con su frí a y ceremoniosa manera de saludar y tratar a Darcy.

Particularmente Elizabeth, sabiendo que su madre le debí a a Darcy la salvació n de su hija predilecta de tan irremediable infamia, se entristeció profundamente por aquella groserí a.

Darcy preguntó có mo estaban los señ ores Gardiner, y Elizabeth le contestó con cierta turbació n. Despué s, apenas dijo nada. No estaba sentado al lado de Eliza­beth, y acaso se debí a a esto su silencio; pero no estaba así en Derbyshire. Allí, cuando no podí a hablarle a ella hablaba con sus amigos; pero ahora pasaron varios minutos sin que se le oyera la voz, y cuando Eliza­beth, incapaz de contener su curiosidad, alzaba la vista hacia é l, le encontraba con má s frecuencia mirando a Jane que a ella, y a menudo mirando só lo al suelo. Parecí a má s pensativo y menos deseoso de agradar que en su ú ltimo encuentro. Elizabeth estaba decepcionada y disgustada consigo misma por ello.

«¿ Có mo pude imaginarme que estuviese de otro modo? se decí a––. Ni siquiera sé por qué ha venido aquí. »

No tení a humor para hablar con nadie má s que con é l, pero le faltaba valor para dirigirle la palabra. Le preguntó por su hermana, pero ya no supo má s qué decirle.

––Mucho tiempo ha pasado, señ or Bingley, desde que se fue usted ––dijo la señ ora Bennet.        ––Efectivamente ––dijo Bingley.

––Empezaba a temer ––continuó ella–– que ya no volverí a. La gente dice que por San Miguel piensa usted abandonar esta comarca; pero espero que no sea cierto. Han ocurrido muchas cosas en la vecindad desde que usted se fue; la señ orita Lucas se casó y está establecida en Hunsford, y tambié n se casó una de mis hijas. Supongo que lo habrá usted sabido, segura­mente lo habrá leí do en los perió dicos. Salió en el Times y en el Courrier, só lo que no estaba bien redactado. Decí a solamente: «El caballero George Wickham contrajo matrimonio con la señ orita Lydia Bennet», sin mencionar a su padre ni decir dó nde viví a la novia ni nada. La gacetilla debió de ser obra de mi hermano Gardiner, y no comprendo có mo pudo hacer una cosa tan desabrida. ¿ Lo vio usted?

Bingley respondió que sí y la felicitó. Elizabeth no se atreví a a levantar los ojos y no pudo ver qué cara poní a Darcy.

––Es delicioso tener una hija bien casada ––siguió diciendo––, pero al mismo tiempo, señ or Bingley, es muy duro que se me haya ido tan lejos. Se han trasla­dado a Newcastle, que cae muy al Norte, segú n creo, y allí estará n no sé cuá nto tiempo. El regimiento de mi yerno está destinado allí, porque habrá n usted oí do decir que ha dejado la guarnició n del condado y que se ha pasado a los regulares. Gracias a Dios tiene todaví a algunos amigos, aunque quizá no tantos como merece.

Elizabeth, sabiendo que esto iba dirigido a Darcy, sintió tanta vergü enza que apenas podí a sostenerse en la silla. Sin embargo, hizo un supremo esfuerzo para hablar y preguntó a Bingley si pensaba permanecer mucho tiempo en el campo. El respondió que unas semanas.

––Cuando haya matado usted todos sus pá jaros, señ or Bingley ––dijo la señ ora Bennet––, venga y mate todos los que quiera en la propiedad de mi esposo. Estoy segura que tendrá mucho gusto en ello y de que le reservará sus mejores nidadas.

El malestar de Elizabeth aumentó con tan innecesa­ria y oficiosa atenció n. No le cabí a la menor duda de que todas aquellas ilusiones que renací an despué s de un añ o acabarí an otra vez del mismo modo. Pensó que añ os enteros de felicidad no podrí an compensarle a ella y a Jane de aquellos momentos de penosa confu­sió n.

«No deseo má s que una cosa ––se dijo––, y es no volver a ver a ninguno de estos dos hombres. Todo el placer que pueda proporcionar su compañ í a no basta para compensar esta vergü enza. ¡ Ojalá no tuviera que volver a encontrá rmelos nunca! »

Pero aquella desdicha que no podrí an compensar añ os enteros de felicidad, se atenuó poco despué s al observar que la belleza de su hermana volví a a desper­tar la admiració n de su antiguo enamorado. Al princi­pio Bingley habló muy poco con Jane, pero a cada instante parecí a má s prendado de ella. La encontraba tan hermosa como el añ o anterior, tan sensible y tan afable, aunque no tan habladora. Jane deseaba que no se le notase ninguna variació n y creí a que hablaba como siempre, pero su mente estaba tan ocupada que a veces no se daba cuenta de su silencio.

Cuando los caballeros se levantaron para irse, la señ ora Bennet no olvidó su proyectada invitació n. Los dos jó venes aceptaron y se acordó que cenarí an en Longbourn dentro de pocos dí as.

––Me debí a una visita, señ or Bingley añ adió la señ ora Bennet––, pues cuando se fue usted a la capital el ú ltimo invierno, me prometió comer en familia con nosotros en cuanto regresara. Ya ve que no lo he olvidado. Estaba muy disgustada porque no volvió usted para cumplir su compromiso.

Bingley pareció un poco desconcertado por esa reflexió n, y dijo que lo sentí a mucho, pero que sus asuntos le habí an retenido. Darcy y é l se marcharon.

La señ ora Bennet habí a estado a punto de invitarles a comer aquel mismo dí a, pero a pesar de que siempre se comí a bien en su casa, no creí a que dos platos fuesen de ningú n modo suficientes para un hombre que le inspiraba tan ambiciosos proyectos, ni para satisfacer el apetito y el orgullo de otro que tení a diez mil libras al añ o de renta.

 



  

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