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CAPÍTULO LVI



 

Una mañ ana, aproximadamente una semana des­pué s de la declaració n de Bingley, mientras é ste se hallaba reunido en el saloncillo con las señ oras de Longbourn, fueron atraí dos por el ruido de un carruaje y miraron a la ventana, divisando un landó de cuatro caballos que cruzaba la explanada de cé sped de delante de la casa. Era demasiado temprano para visitas y ademá s el equipo del coche no correspondí a a ninguno de los vecinos; los caballos eran de posta y ni el carruaje ni la librea de los lacayos les eran conoci­dos. Pero era evidente que alguien vení a a la casa. Bingley le propuso a Jane irse a pasear al plantí o de arbustos para evitar que el intruso les separase. Se fueron los dos, y las tres que se quedaron en el comedor continuaron sus conjeturas, aunque con poca satisfacció n, hasta que se abrió la puerta y entró la visita. Era lady Catherine de Bourgh.

Verdad es que todas esperaban alguna sorpresa, pero é sta fue superior a todas las previsiones. Aunque la señ ora Bennet y Catherine no conocí an a aquella señ ora, no se quedaron menos ató nitas que Elizabeth.

Entró en la estancia con aire todaví a má s antipá tico que de costumbre; contestó al saludo de Elizabeth con una simple inclinació n de cabeza, y se sentó sin decir palabra. Elizabeth le habí a dicho su nombre a la señ ora Bennet, cuando entró Su Señ orí a, aunque é sta no habí a solicitado ninguna presentació n.

La señ ora Bennet, pasmadí sima aunque muy ufana al ver en su casa a persona de tanto rango, la recibió con la mayor cortesí a. Estuvieron sentadas todas en silencio durante un rato, hasta que al fin lady Catheri­ne dijo con empaque a Elizabeth:

––Supongo que estará usted bien, y calculo que esa señ ora es su madre.

Elizabeth contestó que sí concisamente.

––Y esa otra imagino que será una de sus hermanas.

––Sí, señ ora ––respondió la señ ora Bennet muy oronda de poder hablar con lady Catherine––. Es la penú ltima; la má s joven de todas se ha casado hace poco, y la mayor está en el jardí n paseando con un caballero que creo no tardará en formar parte de nuestra familia.

––Tienen ustedes una finca muy pequeñ a ––dijo Su Señ orí a despué s de un corto silencio.

––No es nada en comparació n con Rosings, señ ora; hay que reconocerlo; pero le aseguro que es mucho mejor que la de sir William Lucas.

––É sta ha de ser una habitació n muy molesta en las tardes de verano; las ventanas dan por completo a poniente.

La señ ora Bennet le aseguró que nunca estaban allí despué s de comer, y añ adió:

––¿ Puedo tomarme la libertad de preguntar a Su Señ orí a qué tal ha dejado a los señ ores Collins?

––Muy bien; les vi anteayer por la noche. Elizabeth esperaba que ahora le darí a alguna carta de Charlotte, pues é ste parecí a el ú nico motivo proba­ble de su visita; pero lady Catherine no sacó ninguna carta, y Elizabeth siguió con su perplejidad.

La señ ora Bennet suplicó finí simamente a Su Señ o­rí a que tomase algo, pero lady Catherine rehusó el obsequio con gran firmeza y sin excesiva educació n. Luego levantá ndose, le dijo a Elizabeth:

––Señ orita Bennet, me parece que ahí, a un lado de la pradera, hay un sitio precioso y retirado. Me gusta­rí a dar una vuelta por é l si me hiciese el honor de acompañ arme.

––Anda, querida ––exclamó la madre––, ensé ñ ale a Su Señ orí a todos los paseos. Creo que la ermita le va a gustar[L47].

Elizabeth obedeció, corrió a su cuarto a buscar su sombrilla y esperó abajo a su noble visitante. Al pasar por el vestí bulo, lady Catherine abrió las puertas del comedor y del saló n y despué s de una corta inspecció n declaró que eran piezas decentes, despué s de lo cual siguió andando.

El carruaje seguí a en la puerta y Elizabeth vio que la doncella de Su Señ orí a estaba en é l. Caminaron en silencio por el sendero de gravilla que conducí a a los corrales. Elizabeth estaba decidida a no dar conversa­ció n a quella señ ora que parecí a má s insolente y desa­gradable aú n que de costumbre.

¿ Có mo pude decir alguna vez que se parecí a a su sobrino?, se dijo al mirarla a la cara.

Cuando entraron en un breñ al, lady Catherine le dijo lo siguiente:

––Seguramente sabrá usted, señ orita Bennet, la ra­zó n de mi viaje hasta aquí. Su propio corazó n y su conciencia tienen que decirle el motivo de mi visita. Elizabeth la contempló con el natural asombro:

––Está usted equivocada, señ ora. De ningú n modo puedo explicarme el honor de su presencia.

––Señ orita Bennet ––repuso Su Señ orí a con tono enfadado––, debe usted saber que no me gustan las bromas; por muy poco sincera que usted quiera ser, yo no soy así. Mi cará cter ha sido siempre celebrado por su lealtad y franqueza y en un asunto de tanta impor­tancia como el que aquí me trae me apartaré mucho menos de mi modo de ser. Ha llegado a mis oí dos que no só lo su hermana está a punto de casarse muy ventajosamente, sino que usted, señ orita Bennet, es posible que se una despué s con mi sobrino Darcy. Aun sabiendo que esto es una espantosa falsedad y aunque no quiero injuriar a mi sobrino, admitiendo que haya algú n asomo de verdad en ello, decidí en el acto venir a comunicarle a usted mis sentimientos.

––Si creyó usted de veras que eso era imposible –replicó Elizabeth roja de asombro y de desdé n–, me admira que se haya molestado en venir tan lejos. ¿ Qué es lo que se propone?

––Ante todo, intentar que esa noticia sea rectificada en todas sus partes.

––Su venida a Longbourn para visitarme a mí y a mi familia ––observó Elizabeth frí amente––, la confir­mará con má s visos de verdad, si es que tal noticia ha circulado.

––¿ Que si ha circulado? ¿ Pretende ignorarlo? ¿ No han sido ustedes mismos los que se han tomado el trabajo de difundirla?

––Jamá s he oí do nada que se le parezca.

––¿ Y va usted a decirme tambié n que no hay nin­gú n fundamento de lo que le digo?

––No presumo de tanta franqueza como Su Señ orí a. Usted puede hacerme preguntas que yo puedo no querer contestar.

––¡ Es inaguantable! Señ orita Bennet, insisto en que me responda. ¿ Le ha hecho mi sobrino proposiciones de matrimonio?

––Su Señ orí a ha declarado ya que eso era imposible.

––Debe serlo, tiene que serlo mientras Darcy con­serve el uso de la razó n. Pero sus artes y sus seduccio­nes pueden haberle hecho olvidar en un momento de ceguera lo que debe a toda su familia y a sí mismo. A lo mejor le ha arrastrado usted a hacerlo.

––Si lo hubiese hecho, no serí a yo quien lo confe­sara.

––Señ orita Bennet, ¿ sabe usted quié n soy? No estoy acostumbrada a ese lenguaje. Soy casi el familiar má s cercano que tiene mi sobrino en el mundo, y tengo motivos para saber cuá les son sus má s caros intereses.

––Pero no los tiene usted para saber cuá les son los mí os, ni el proceder de usted es el má s indicado para inducirme a ser má s explí cita.

––Entié ndame bien: ese matrimonio al que tiene usted la presunció n de aspirar nunca podrá realizarse, nunca. El señ or Darcy está comprometido con mi hija. ¿ Qué tiene usted que decir ahora?

––Só lo esto: que si es así, no tiene usted razó n para suponer que me hará proposició n alguna.

Lady Catherine vaciló un momento y luego dijo:

––El compromiso entre ellos es peculiar. Desde su infancia han sido destinados el uno para el otro. Era el mayor deseo de la madre de é l y de la de ella. Desde que nacieron proyectamos su unió n; y ahora, en el momento en que los anhelos de las dos hermanas iban a realizarse, ¿ lo va a impedir la intrusió n de una muchacha de cuna inferior, sin ninguna categorí a y ajena por completo a la familia? ¿ No valen nada para usted los deseos de los amigos de Darcy, relativos a su tá cito compromiso con la señ orita de Bourgh? ¿ Ha perdido usted toda noció n de decencia y de delicade­za? ¿ No me ha oí do usted decir que desde su edad má s temprana fue destinado a su prima?

––Sí, lo he oí do decir; pero, ¿ qué tiene que ver eso conmigo? Si no hubiera otro obstá culo para que yo me casara con su sobrino, tenga por seguro que no dejarí a de efectuarse nuestra boda por suponer que su madre y su tí a deseaban que se uniese con la señ orita de Bourgh. Ustedes dos hicieron lo que pudieron con proyectar ese matrimonio, pero su realizació n depende de otros. Si el señ or Darcy no se siente ligado a su prima ni por el honor ni por la inclinació n, ¿ por qué no habrí a de elegir a otra? Y si soy yo la elegida, ¿ por qué no habrí a de aceptarlo?

––Porque se lo impiden el honor, el decoro, la prudencia e incluso el interé s. Sí, señ orita Bennet, el interé s; porque no espere usted ser reconocida por la familia o los amigos de Darcy si obra usted tercamente contra la voluntad de todos. Será usted censurada, desairada y despreciada por todas las relaciones de Darcy. Su enlace será una calamidad; sus nombres no será n nunca pronunciados por ninguno de nos­otros.

––Graves desgracias son é sas ––replicó Elizabeth––. Pero la esposa del señ or Darcy gozará seguramente de tales venturas que podrá a pesar de todo sentirse muy satisfecha.

––¡ Ah, criatura tozuda y obstinada! ¡ Me da usted vergü enza! ¿ Es esa su gratitud por mis atenciones en la pasada primavera? Senté monos. Ha de saber usted, señ orita Bennet, que he venido aquí con la firme resolució n de conseguir mi propó sito. No me daré por vencida. No estoy acostumbrada a someterme a los caprichos de nadie; no estoy hecha a pasar sinsabores.

––Esto puede que haga má s lastimosa la situació n actual de Su Señ orí a, pero a mí no me afecta. ––¡ No quiero que me interrumpa! Escuche usted en silencio. Mi hija y mi sobrino han sido formados el uno para el otro. Por lí nea materna descienden de la misma ilustre rama, y por la paterna, de familias respetables, honorables y antiguas, aunque sin tí tulo. La fortuna de ambos lados es esplé ndida. Está n destinados el uno para el otro por el voto de todos los miembros de sus casas respectivas; y ¿ qué puede sepa­rarlos? Las intempestivas pretensiones de una mucha­cha de humilde cuna y sin fortuna. ¿ Có mo puede admitirse? ¡ Pero no ocurrirá! Si velara por su propio bien, no querrí a salir de la esfera en que ha nacido.

––Al casarme con su sobrino no creerí a salirme de mi esfera. É l es un caballero y yo soy hija de otro caballero; por consiguiente, somos iguales.

––Así es; usted es hija de un caballero. Pero, ¿ quié n es su madre? ¿ Quié nes son sus tí os y tí as? ¿ Se figura que ignoro su condició n?

––Cualesquiera que sean mis parientes, si su sobrino no tiene nada que decir de ellos, menos tiene que decir usted ––repuso Elizabeth.

Dí game de una vez por todas, ¿ está usted com­prometida con é l?

Aunque por el mero deseo de que se lo agradeciese lady Catherine, Elizabeth no habrí a contestado a su pregunta; no pudo menos que decir, tras un instante de deliberació n:

––No lo estoy.

Lady Catherine parecí a complacida.

––¿ Y me promete usted no hacer nunca semejante compromiso?

––No haré ninguna promesa de esa clase. ¡ Señ orita Bennet! ¡ Estoy horrorizada y sorprendi­da! Esperaba que fuese usted má s sensata. Pero no se haga usted ilusiones: no pienso ceder. No me iré hasta que me haya dado la seguridad que le exijo.

––Pues la verdad es que no se la daré jamá s. No crea usted que voy a intimidarme por una cosa tan disparatada. Lo que Su Señ orí a quiere es que Darcy se case con su hija; pero si yo le hiciese a usted la promesa que ansí a, ¿ resultarí a má s probable ese matri­monio? Supongamos que esté interesado por mí; ¿ si yo me negara a aceptar su mano, cree usted que irí a a ofrecé rsela a su prima? Permí tame decirle, lady Cathe­rine, que los argumentos en que ha apoyado usted su extraordinaria exigencia han sido tan frí volos como irreflexiva la exigencia. Se ha equivocado usted conmi­go enormemente, si se figura que puedo dejarme convencer por semejantes razones. No sé hasta qué punto podrá aprobar su sobrino la intromisió n de usted en sus asuntos; pero desde luego no tiene usted derecho a meterse en los mí os. Por consiguiente, le suplico que no me importune má s sobre esta cuestió n.

––No se precipite, por favor, no he terminado todaví a. A todas las objeciones que he expuesto, tengo que añ adir otra má s. No ignoro los detalles del infame rapto de su hermana menor. Lo sé todo. Sé que el muchacho se casó con ella gracias a un arreglo hecho entre su padre y su tí o. ¿ Y esa mujer ha de ser la hermana de mi sobrino? Y su marido, el hijo del antiguo administrador de su padre, ¿ se ha de convertir en el hermano de Darcy? ¡ Por todos los santos! ¿ Qué se cree usted? ¿ Han de profanarse así los antepasados de Pemberley?

––Ya lo ha dicho usted todo ––contestó Elizabeth indignada––. Me ha insultado de todas las formas posibles. Le ruego que volvamos a casa.

Y al decir esto se levantó. Lady Catherine se levantó tambié n y regresaron. Su Señ orí a estaba hecha una furia.

––¿ Así, pues, no tiene usted ninguna consideració n a la honra y a la reputació n de mi sobrino? ¡ Criatura insensible y egoí sta! ¿ No repara en que si se casa con usted quedará desacreditado a los ojos de todo el mundo?

Lady Catherine, no tengo nada má s que decir. Ya sabe có mo pienso.

––¿ Está usted, pues, decidida a conseguirlo?

––No he dicho tal cosa., No estoy decidida má s que a proceder del modo que crea má s conveniente para mi felicidad sin tenerla en cuenta a usted ni a nadie que tenga tan poco que ver conmigo.

––Muy bien. Entonces se niega usted a complacer­me. Rehú sa usted obedecer al imperio del deber, del honor y de la gratitud. Está usted determinada a rebajar a mi sobrino delante de todos sus amigos y a convertirle en el hazmerreí r de todo el mundo.

––Ni el deber, ni el honor, ni la gratitud ––repuso Elizabeth––, pueden exigirme nada en las presentes circunstancias. Ninguno de sus principios serí a viola­do por mi casamiento con Darcy. Y en cuanto al resentimiento de su familia o a la indignació n del mundo, si los primeros se enfurecen por mi boda con su sobrino, no me importarí a lo má s mí nimo; y el mundo tendrí a el suficiente buen sentido de sumarse a mi desprecio.

––¿ Y é sta es su actitud, su ú ltima resolució n? Muy bien; ya sé lo que tengo que hacer. No se figure que su ambició n, señ orita Bennet, quedará nunca satisfe­cha. Vine para probarla. Esperaba que fuese usted una persona razonable. Pero tenga usted por seguro que me saldré con la mí a.

Todo esto fue diciendo lady Catherine hasta que llegaron a la puerta del coche. Entonces se volvió y dijo:

––No me despido de usted, señ orita Bennet; no mando ningú n saludo a su madre; no se merece usted esa atenció n. Me ha ofendido gravemente. Elizabeth no respondió ni trató de convencer a Su Señ orí a de que entrase en la casa. Se fue sola y despa­cio. Cuando subí a la escalera, oyó que el coche partí a. Su madre, impaciente, le salió al encuentro a la puerta del vestidor para preguntarle có mo no habí a vuelto a descansar lady Catherine.

––No ha querido ––dijo su hija––. Se ha marchado.

––¡ Qué mujer tan distinguida! ¡ Y qué cortesí a la suya al venir a visitarnos! Porque supongo que habrá venido para decirnos que los Collins está n bien. Debí a de ir a alguna parte y al pasar por Meryton pensó que podrí a visitarnos. Supongo que no tení a nada de particular que decirte, ¿ verdad, Lizzy?

Elizabeth se vio obligada a contar una pequeñ a mentira, porque descubrir la materia de su conversa­ció n era imposible.



  

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