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CAPITULO XLIX



Dos dí as despué s de la vuelta del señ or Bennet, mientras Jane y Elizabeth paseaban juntas por el plantí o de arbustos de detrá s de la casa, vieron al ama de llaves que vení a hacia ellas. Creyeron que iba a llamarlas de parte de su madre y corrieron a su encuentro; pero la mujer le dijo a Jane: Dispense que la interrumpa, señ orita; pero he supuesto que tendrí a usted alguna buena noticia de la capital y por eso me he tomado la libertad de venir a preguntá rselo.

––¿ Qué dice usted, Hill? No he sabido nada.

––¡ Querida señ orita! ––exclamó la señ ora Hill con gran asombro––. ¿ Ignora que ha llegado un propio para el amo, enviado por el señ or Gardiner? Ha estado aquí media hora y el amo ha tenido una carta.

Las dos muchachas se precipitaron hacia la casa, demasiado ansiosas para poder seguir conversando. Pasaron del vestí bulo al comedor de allí a la bibliote­ca, pero su padre no estaba en ninguno de esos sitios; iban a ver si estaba arriba con su madre, cuando se encontraron con el mayordomo que les dijo:

––Si buscan ustedes a mi amo, señ oritas, lo encon­trará n paseando por el sotillo.

Jane y Elizabeth volvieron a atravesar el vestí bulo y, cruzando el cé sped, corrieron detrá s de su padre que se encaminaba hacia un bosquecillo de al lado de la cerca.

Jane, que no era tan ligera ni tení a la costumbre de correr de Elizabeth, se quedó atrá s, mientras su her­mana llegaba jadeante hasta su padre y exclamó:

––¿ Qué noticias hay, papá? ¿ Qué noticias hay? ¿ Has sabido algo de mi tí o?

––Sí, me ha mandado una carta por un propio.

––¿ Y qué nuevas trae, buenas o malas?

––¿ Qué se puede esperar de bueno? ––dijo el padre sacando la carta del bolsillo––. Tomad, leed si queré is.

Elizabeth cogió la carta con impaciencia. Jane llega­ba entonces.

––Lé ela en voz alta ––pidió el señ or Bennet––, porque todaví a no sé de qué se trata.

«Gracechurch Street, lunes 2 de agosto.

»Mi querido hermano: Por fin puedo enviarte noti­cias de mi sobrina, y tales, en conjunto, que espero te satisfagan. Poco despué s de haberte marchado tú el sá bado, tuve la suerte de averiguar en qué parte de Londres se encontraban. Los detalles me los reservo para cuando nos veamos; bá stete saber que ya está n descubiertos; les he visto a los dos. »

Entonces es lo que siempre he esperado excla­mó Jane––. ¡ Está n casados!

Elizabeth siguió leyendo:

«No está n casados ni creo que tengan intenció n de estarlo, pero si quieres cumplir los compromisos que me he permitido contraer en tu nombre, no pasará mucho sin que lo esté n. Todo lo que tienes que hacer es asegurar a tu hija como dote su parte igual en las cinco mil libras que recibirá n tus hijas a tu muerte y a la de tu esposa, y prometer que le pasará s, mientras vivas, cien libras anuales. Estas son las condiciones que, bien mirado, no he vacilado en aceptar por ti, pues me creí a autorizado para ello. Te mando la presente por un propio, pues no hay tiempo que perder para que me des una contestació n. Comprende­rá s fá cilmente por todos los detalles que la situació n del señ or Wickham no es tan desesperada como se ha creí do. La gente se ha equivocado y me complazco en afirmar que despué s de pagadas todas las deudas to­daví a quedará algú n dinerillo para dotar a mi sobrina como adició n a su propia fortuna. Si, como espero, me enví as plenos poderes para actuar en tu nombre en todo este asunto, daré ó rdenes enseguida a Hagger­ston para que redacte el oportuno documento. No hay ninguna necesidad de que vuelvas a la capital; por consiguiente, qué date tranquilo en Longbourn y con­fí a en mi diligencia y cuidado. Conté stame cuanto antes y procura escribir con claridad. Hemos creí do lo mejor que mi sobrina salga de mi casa para ir a casarse, cosa que no dudo aprobará s. Hoy va a venir. Volveré a escribirte tan pronto como haya algo nuevo. »Tuyo,

E. Gardiner. »

––¿ Es posible? ––exclamó Elizabeth al terminar la carta––. ¿ Será posible que se case con ella?

––Entonces Wickham no es tan despreciable como creí amos ––observó Jane––. Querido papá, te doy la enhorabuena.

––¿ Ya has contestado la carta?

––No, pero hay que hacerlo en seguida.

Elizabeth le rogó vehementemente que no lo demo­rase.

––Querido papá, vuelve a casa y ponte a escribir inmediatamente. Piensa lo importante que son los minutos en estos momentos.

––Deja que yo escriba por ti ––dijo Jane––, si no quieres molestarte.

––Mucho me molesta ––repuso é l––, pero no hay má s remedio.

Y regresó con ellas a la casa.

––Supongo que aceptará s añ adió Elizabeth.

––¡ Aceptar! ¡ Si estoy avergonzado de que pida tan poco!

––¡ Deben casarse! Aunque é l sea como es.

––Sí, sí, deben casarse. No se puede hacer otra cosa. Pero hay dos puntos que quiero aclarar: primero, cuá nto dinero ha adelantado tu tí o para resolver eso, y segundo, có mo voy a pagá rselo.

––¿ Dinero, mi tí o? ––preguntó Jane––. ¿ Qué quie­res decir?

––Digo que no hay hombre en su sano juicio que se case con Lydia por tan leve tentació n como son cien libras anuales durante mi vida y cincuenta cuando yo me muera.

––Es muy cierto ––dijo Elizabeth––; no se me habí a ocurrido. ¡ Pagadas sus deudas y que todaví a quede algo! Eso debe de ser obra de mi tí o. ¡ Qué hombre tan bueno y generoso! Temo que esté pasando apuros, pues con una pequeñ a cantidad no se hace todo eso.

––No ––dijo el señ or Bennet––, Wickham es un loco si acepta a Lydia por menos de diez mil libras. Sentirí a juzgarle tan mal cuando vamos a empezar a ser parientes.

––¡ Diez mil libras! ¡ No lo quiera Dios! ¿ Cuá ndo podrí amos pagar la mitad de esa suma?

El señ or Bennet no contestó, y, ensimismados todos en sus pensamientos, continuaron en silencio hasta llegar a la casa. El padre se metió en la biblioteca para escribir, y las muchachas se fueron al comedor.

––¿ Se irá n a casar, de veras? ––exclamó Elizabeth en cuanto estuvieron solas––. ¡ Qué raro! Y habremos de dar gracias aú n. A pesar de las pocas probabilidades de felicidad de ese matrimonio y de la perfidia de Wick­ham, todaví a tendremos que alegrarnos. ¡ Oh, Lydia!

––Me consuelo pensando ––replicó Jane–– que se­guramente no se casarí a con Lydia si no la quisiera. Aunque nuestro bondadoso tí o haya hecho algo por salvarlo, no puedo creer que haya adelantado diez mil libras ni nada parecido. Tiene hijos y puede tener má s. No alcanzarí a a ahorrar ni la mitad de esa suma.

––Si pudié ramos averiguar a cuá nto ascienden las deudas de Wickham ––dijo Elizabeth–– y cuá l es la dote que el tí o Gardiner da a nuestra hermana, sabrí a­mos exactamente lo que ha hecho por ellos, pues Wickham no tiene ni medio chelí n. Jamá s podremos pagar la bondad del tí o. El llevarla a su casa y ponerla bajo su direcció n y amparo personal es un sacrificio que nunca podremos agradecer bastante. Ahora debe de estar con ellos. Si tanta bondad no le hace sentirse miserable, nunca merecerá ser feliz. ¡ Qué vergü enza para ella encontrarse cara a cara con nuestra tí a!

––Unos y otros hemos de procurar olvidar lo suce­dido ––dijo Jane––: Espero que todaví a sean dicho­sos. A mi modo de ver, el hecho de que Wickham haya accedido a casarse es prueba de que ha entrado por el buen camino. Su mutuo afecto les hará sentar la cabeza y confí o que les volverá tan razonables que con el tiempo nos hará n olvidar su pasada imprudencia:

––Se han portado de tal forma ––replicó Eliza­beth–– que ni tú; ni yo, ni nadie podrá olvidarla nunca. Es inú til hablar de eso.

Se les ocurrió entonces a las muchachas que su madre ignoraba por completo todo aquello. Fueron a la biblioteca y le preguntaron a su padre si querí a que se lo dijeran. El señ or Bennet estaba escribiendo y sin levantar la cabeza contestó frí amente:

––Como gusté is.

––¿ Podemos enseñ arle la carta de tí o Gardiner?

––Enseñ adle lo que querá is y largaos.

Elizabeth cogió la carta de encima del escritorio y las dos hermanas subieron a la habitació n de su madre. Mary y Catherine estaban con la señ ora Bennet, y, por lo tanto, tení an que enterarse tambié n. Despué s de una ligera preparació n para las buenas nuevas, se leyó la carta en voz alta. La señ ora Bennet apenas pudo contenerse, y en cuanto Jane llegó a las esperan­zas del señ or Gardiner de que Lydia estarí a pronto casada, estalló su gozo, y todas las frases siguientes lo aumentaron. El jú bilo le producí a ahora una exalta­ció n que la angustia y el pesar no le habí an ocasiona­do. Lo principal era que su hija se casase; el temor de que no fuera feliz no le preocupó lo má s mí nimo, no la humilló el pensar en su mal proceder.

––¡ Mi querida, mi adorada Lydia! ––exclamó ––. ¡ Es estupendo! ¡ Se casará! ¡ La volveré a ver! ¡ Casada a los diecisé is añ os! ¡ Oh, qué bueno y cariñ oso eres, herma­no mí o! ¡ Ya sabí a yo que habí a de ser así, que todo se arreglarí a! ¡ Qué ganas tengo de verla, y tambié n al querido Wickham! ¿ Pero, y los vestidos? ¿ Y el traje de novia? Voy a escribirle ahora mismo a mi cuñ ada para eso. Lizzy, querida mí a, corre a ver a tu padre y pregú ntale cuá nto va a darle. Espera, espera, iré yo misma. Toca la campanilla, Catherine, para que venga Hill. Me vestiré en un momento. ¡ Mi querida, mi Lydia de mi alma! ¡ Qué contentas nos pondremos las dos al vernos!

La hermana mayor trató de moderar un poco la violencia de su exaltació n y de hacer pensar a su madre en las obligaciones que el comportamiento del señ or Gardiner les imponí a a todos.

––Pues hemos de atribuir este feliz desenlace añ adió –– a su generosidad. Estamos convencidos de que ha socorrido a Wickham con su dinero.

––Bueno ––exclamó la madre––, es muy natural. ¿ Quié n lo habí a de hacer, má s que tu tí o? Si no hubiese tenido hijos, habrí amos heredado su fortuna, ya lo sabé is, y é sta es la primera vez que hace algo por nosotros, aparte de unos pocos regalos. ¡ Qué feliz soy! Dentro de poco tendré una hija casada: ¡ la señ ora Wickham! ¡ Qué bien suena! Y cumplió só lo diecisé is añ os el pasado junio. Querida Jane, estoy tan emocio­nada que no podré escribir; así que yo dictaré y tú escribirá s por mí. Despué s determinaremos con tu padre lo relativo al dinero, pero las otras cosas hay que arreglarlas ahora mismo.

Se disponí a a tratar de todos los particulares sobre sedas, muselinas y batistas, y al instante habrí a dictado algunas ó rdenes si Jane no la hubiese convencido, aunque con cierta dificultad, de que primero deberí a consultar con su marido. Le hizo comprender que un dí a de retraso no tendrí a la menor importancia, y la señ o­ra Bennet estaba muy feliz para ser tan obstinada como siempre. Ademá s, ya se le habí an ocurrido otros planes:

––Iré a Meryton en cuanto me vista, a comunicar tan excelentes noticias a mi hermana Philips. Y al regreso podré visitar a lady Lucas y a la señ ora Long. ¡ Catherine, baja corriendo y pide el coche! Estoy segura de que me sentará muy bien tomar el aire. Niñ as, ¿ queré is algo para Meryton? ¡ Oh!, aquí viene Hill. Querida Hill, ¿ se ha enterado ya de las buenas noticias? La señ orita Lydia va a casarse, y para que brinden por su boda, se beberá n ustedes un ponche[L45].

La señ ora Hill manifestó su satisfacció n y les dio sus parabienes a todas. Elizabeth, mareada ante tanta locura, se refugió en su cuarto para dar libre curso a sus pensamientos.

La situació n de la pobre Lydia habí a de ser, aun ponié ndose en lo mejor, bastante mala; pero no era eso lo peor; tení a que estar aú n agradecida, pues aunque mirando al porvenir su hermana no podí a esperar ninguna felicidad razonable ni ninguna prospe­ridad en el mundo, mirando hacia atrá s, a lo que só lo dos horas antes Elizabeth habí a temido tanto, no se podí a negar que todaví a habí a tenido suerte.

 



  

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