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CAPÍTULO LI



 

Llegó el dí a de la boda de Lydia, y Jane y Elizabeth se interesaron por ella probable­mente má s que ella misma. Se envió el coche a buscarlos a X, y volverí a con ellos a la hora de comer. Jane y Elizabeth temí an su llegada, especial­mente Jane, que suponí a en Lydia los mismos senti­mientos que a ella la habrí an embargado si hubiese sido la culpable, y se atormentaba pensando en lo que Lydia debí a sufrir.

Llegaron. La familia estaba reunida en el saloncillo esperá ndolos. La sonrisa adornaba el rostro de la señ ora Bennet cuando el coche se detuvo frente a la puerta; su marido estaba impenetrablemente serio, y sus hijas, alarmadas, ansiosas e inquietas.

Se oyó la voz de Lydia en el vestí bulo; se abrió la puerta y la recié n casada entró en la habitació n. Su madre se levantó, la abrazó y le dio con entusiasmo la bienvenida, tendié ndole la mano a Wickham que se­guí a a su mujer, deseá ndoles a ambos la mayor felicidad, con una presteza que demostraba su convicció n de que sin duda serí an felices.

El recibimiento del señ or Bennet, hacia quien se dirigieron luego, ya no fue tan cordial. Reafirmó su seriedad y apenas abrió los labios. La tranquilidad de la joven pareja era realmente suficiente para provocar­le. A Elizabeth le daban vergü enza e incluso Jane estaba escandalizada. Lydia seguí a siendo Lydia: indó ­mita, descarada, insensata, chillona y atrevida. Fue de hermana en hermana pidié ndoles que la felicitaran, y cuando al fin se sentaron todos, miró con avidez por toda la estancia, notando que habí a habido un peque­ñ o cambio, y, soltando una carcajada, dijo que hací a un montó n de tiempo que no estaba allí.

Wickham no parecí a menos contento que ella; pero sus modales seguí an siendo tan agradables que si su modo de ser y su boda hubieran sido como debí an, sus sonrisas y sus desenvueltos ademanes al reclamar el reconocimiento de su parentesco por parte de sus cuñ adas, les habrí an seducido a todas. Elizabeth nunca creyó que fuese capaz de tanta desfachatez, pero se sentó decidida a no fijar lí mites en adelante a la desvergü enza de un desvergonzado. Tanto Jane como ella estaban ruborizadas, pero las mejillas de los cau­santes de su turbació n permanecí an inmutables.

No faltó la conversació n. La novia y la madre hablaban sin respiro, y Wickham, que se sentó al lado de Elizabeth, comenzó a preguntar por sus conocidos de la vecindad con una alegrí a y buen humor, que ella no habrí a podido igualar en sus respuestas. Tanto Lydia como Wickham parecí an tener unos recuerdos maravillosos. Recordaban todo lo pasado sin ningú n pesar, y ella hablaba voluntariamente de cosas a las que sus hermanas no habrí an hecho alusió n por nada del mundo.

––¡ Ya han pasado tres meses desde que me fui! ––exclamó ––. ¡ Y parece que fue hace só lo quince dí as! Y, sin embargo, ¡ cuá ntas cosas han ocurrido! ¡ Dios mí o! Cuando me fui no tení a ni idea de que cuando volviera iba a estar casada; aunque pensaba que serí a divertidí simo que así fuese.

Su padre alzó los ojos; Jane estaba angustiada; Elizabeth miró a Lydia significativamente, pero ella, que nunca veí a ni oí a lo que no le interesaba, continuó alegremente:

––Mamá, ¿ sabe la gente de por aquí que me he casado? Me temí a que no, y por eso, cuando adelanta­mos el carruaje de William Goulding, quise que se enterase; bajé el cristal que quedaba a su lado y me quité el guante y apoyé la mano en el marco de la ventanilla para que me viese el anillo. Entonces le saludé y sonreí como si nada.

Elizabeth no lo aguantó má s. Se levantó y se fue a su cuarto y no bajó hasta oí r que pasaban por el vestí bulo en direcció n al comedor. Llegó a tiempo de ver có mo Lydia, pavoneá ndose, se colocaba en la mesa al lado derecho de su madre y le decí a a su hermana mayor:

––Jane, ahora me corresponde a mí tu puesto. Tú pasas a segundo lugar, porque yo soy una señ ora casada.

No cabí a suponer que el tiempo diese a Lydia aquella mesura de la que siempre habí a carecido. Su tranquilidad de espí ritu y su desenfado iban en aumen­to. Estaba impaciente por ver a la señ ora Philips, a los Lucas y a todos los demá s vecinos, para oí r có mo la llamaban «señ ora Wickham». Mientras tanto, despué s de comer, fue a enseñ ar su anillo de boda a la señ ora Hill y a las dos criadas para presumir de casada.

––Bien, mamá ––dijo cuando todos volvieron al saloncillo––, ¿ qué te parece mi marido? ¿ No es encan­tador? Estoy segura de que todas mis hermanas me envidian; só lo deseo que tengan la mitad de suerte que yo. Deberí an ir a Brighton; es un sitio ideal para conseguir marido. ¡ Qué pena que no hayamos ido todos!

––Es verdad. Si yo mandase, habrí amos ido. Lydia, querida mí a, no me gusta nada que te vayas tan lejos. ¿ Tiene que ser así?

––¡ Oh, Señ or! Sí, no hay má s remedio. Pero me gustará mucho. Tú, papá y mis hermanas tené is que venir a vernos. Estaremos en Newcastle todo el in­vierno, y habrá seguramente algunos bailes; procuraré conseguir buenas parejas para todas.

––¡ Eso es lo que má s me gustarí a! ––suspiró su madre.

––Y cuando regresé is, que se queden con nosotros una o dos de mis hermanas, y estoy segura de que les habré encontrado marido antes de que acabe el in­vierno:

––Te agradezco la intenció n ––repuso Elizabeth––, pero no me gusta mucho que digamos tu manera de conseguir marido.

Los invitados iban a estar en Longbourn diez dí as solamente. Wickham habí a recibido su destino antes de salir de Londres y tení a que incorporarse a su regimiento dentro de una quincena.

Nadie, excepto la señ ora Bennet, sentí a que su estancia fuese tan corta. La mayor parte del tiempo se lo pasó en hacer visitas acompañ ada de su hija y en organizar fiestas en la casa. Las fiestas eran gratas a todos; evitar el cí rculo familiar era aú n má s deseable para los que pensaban que para los que no pensaban.

El cariñ o de Wickham por Lydia era exactamente tal como Elizabeth se lo habí a imaginado, y muy distinto que el de Lydia por é l. No necesitó Elizabeth má s que observar un poco a su hermana para darse cuenta de que la fuga habí a obedecido má s al amor de ella por é l que al de é l por ella. Se habrí a extrañ ado de que Wickham se hubiera fugado con una mujer hacia la que no sentí a ninguna atracció n especial, si no hubiese tenido por cierto que la mala situació n en que se encontraba le habí a impuesto aquella acció n, y no era é l hombre, en semejante caso, para rehuir la opor­tunidad de tener una compañ era.

Lydia estaba loca por é l; su «querido Wickham» no se la caí a de la boca, era el hombre má s perfecto del mundo y todo lo que hací a estaba bien hecho. Asegu­raba que a primeros de septiembre Wickham matarí a má s pá jaros que nadie de la comarca.

Una mañ ana, poco despué s de su llegada, mientras estaba sentada con sus hermanas mayores, Lydia le dijo a Elizabeth:

––Creo que todaví a no te he contado có mo fue mi boda. No estabas presente cuando se la expliqué a mamá y a las otras. ¿ No te interesa saberlo?

––Realmente, no ––contestó Elizabeth––; no debe­rí as hablar mucho de ese asunto.

––¡ Ay, qué rara eres! Pero quiero contá rtelo. Ya sabes que nos casamos en San Clemente, porque el alojamiento de Wickham pertenecí a a esa parroquia. Habí amos acordado estar todos allí a las once. Mis tí os y yo tení amos que ir juntos y reunirnos con los demá s en la iglesia. Bueno; llegó la mañ ana del lunes y yo estaba que no veí a. ¿ Sabes? ¡ Tení a un miedo de que pasara algo que lo echase todo a perder, me habrí a vuelto loca! Mientras me vestí, mi tí a me estuvo predicando dale que dale como si me estuviera leyen­do un sermó n. Pero yo no escuché ni la dé cima parte de sus palabras porque, como puedes suponer, pensa­ba en mi querido Wickham, y en si se pondrí a su traje azul para la boda.

»Bueno; desayunamos a las diez, como de costumbre. Yo creí que aquello no acabarí a nunca, porque has de saber que los tí os estuvieron pesadí simos conmigo durante todo el tiempo que pasé con ellos. Cré eme, no puse los pies fuera de casa en los quince dí as; ni una fiesta, ninguna excursió n, ¡ nada! La verdad es que Londres no estaba muy animado; pero el Little Thea­tre estaba abierto. En cuanto llegó el coche a la puerta, mi tí o tuvo que atender a aquel horrible señ or Stone para cierto asunto. Y ya sabes que en cuanto se encuentran, la cosa va para largo. Bueno, yo tení a tanto miedo que no sabí a qué hacer, porque mi tí o iba a ser el padrino, y si llegá bamos despué s de la hora, ya no podrí amos casarnos aquel dí a. Pero, afortunada­mente, mi tí o estuvo listo a los dos minutos y salimos para la iglesia. Pero despué s me acordé de que si tí o Gardiner no hubiese podido ir a la boda, de todos modos no se habrí a suspendido, porque el señ or Darcy podí a haber ocupado su lugar.

¡ El señ or Darcy! ––repitió Elizabeth con total asombro.

¡ Claro! Acompañ aba a Wickham, ya sabes. Pero ¡ ay de mí, se me habí a olvidado! No debí decirlo. Se lo prometí fielmente. ¿ Qué dirá Wickham? ¡ Era un secreto!

––Si era un secreto ––dijo Jane–– no digas ni una palabra má s. Yo no quiero saberlo.

––Naturalmente ––añ adió Elizabeth, a pesar de que se morí a de curiosidad––, no te preguntaremos nada.

––Gracias ––dijo Lydia––, porque si me preguntá is, os lo contarí a todo y Wickham se enfadarí a.

Con semejante incentivo para sonsacarle, Elizabeth se abstuvo de hacerlo y para huir de la tentació n se marchó.

Pero ignorar aquello era imposible o, por lo menos, lo era no tratar de informarse. Darcy habí a asistido a la boda de Lydia. Tanto el hecho como sus protagonistas parecí an precisamente los menos indicados para que Darcy se mezclase con ellos. Por su cabeza cruza­ron rá pidas y confusas conjeturas sobre lo que aquello significaba, pero ninguna le pareció aceptable. Las que má s le complací an, porque enaltecí an a Darcy, eran aparentemente improbables. No podí a soportar tal incertidumbre, por lo que se apresuró y cogió una hoja de papel para escribir una breve carta a su tí a pidié ndo­le le aclarase lo que a Lydia se le habí a escapado, si era compatible con el secreto del asunto.

«Ya comprenderá s ––añ adí a–– que necesito saber por qué una persona que no tiene nada que ver con nosotros y que propiamente hablando es un extrañ o para nuestra familia, ha estado con vosotros en ese momento. Te suplico que me contestes a vuelta de correo y me lo expliques, a no ser que haya poderosas razones que impongan el secreto que Lydia dice, en cuyo caso tendré que tratar de resignarme con la ignorancia. »

«Pero no lo haré », se dijo a sí misma al acabar la carta; «y querida tí a, si no me lo cuentas, me veré obligada a recurrir a tretas y estratagemas para averiguarlo».

El delicado sentido del honor de Jane le impidió hablar a solas con Elizabeth de lo que a Lydia se le habí a escapado. Elizabeth se alegró, aunque de esta manera, si sus pesquisas daban resultado, no podrí a tener un confidente.

 

 



  

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