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CAPÍTULO LIV



 

En cuanto se marcharon, Elizabeth salió a pasear para recobrar el á nimo o, mejor dicho, para meditar la causa que le habí a hecho perderlo. La conducta de Darcy la tení a asombrada y enojada. ¿ Por qué vino ––se decí a–– para estar en silencio, serio e indiferente? »

No podí a explicá rselo de modo satisfactorio.

«Si pudo estar amable y complaciente con mis tí os en Londres, ¿ por qué no conmigo? Si me temí a, ¿ por qué vino? Y si ya no le importo nada, ¿ por qué estuvo tan callado? ¡ Qué hombre má s irritante! No quiero pensar má s en é l. »

Involuntariamente mantuvo esta resolució n durante un rato, porque se le acercó su hermana, cuyo alegre aspecto demostraba que estaba má s satisfecha de la visita que ella.

––Ahora ––le dijo––, pasado este primer encuentro, me siento completamente tranquila. Sé que soy fuerte y que ya no me azoraré delante de é l. Me alegro de que venga a comer el martes, porque así se verá que nos tratamos simplemente como amigos indiferentes.

––Sí, muy indiferentes ––contestó Elizabeth rié ndo­se––. ¡ Oh, Jane! ¡ Ten cuidado!

––Lizzy, querida, no vas a creer que soy tan dé bil como para correr ningú n peligro.

––Creo que está s en uno muy grande, porque é l te ama como siempre.

No volvieron a ver a Bingley hasta el martes, y, entretanto, la señ ora Bennet se entregó a todos los ven­turosos planes que la alegrí a y la constante dulzura del caballero habí an hecho revivir en media hora de visita. El martes se congregó en Longbourn un numeroso grupo de gente y los señ ores que con má s ansias eran esperados llegaron con toda puntualidad. Cuando en­traron en el comedor, Elizabeth observó atentamente a Bingley para ver si ocupaba el lugar que siempre le habí a tocado en anteriores comidas al lado de su hermana; su prudente madre, pensando lo mismo, se guardó mucho de invitarle a que tomase asiento a su lado. Bingley pareció dudar, pero Jane acertó a mirar sonriente a su alrededor y la cosa quedó decidida: Bingley se sentó al lado de Jane.

Elizabeth, con triunfal satisfacció n, miró a Darcy. É ste sostuvo la mirada con noble indiferencia, Eliza­beth habrí a imaginado que Bingley habí a obtenido ya permiso de su amigo para disfrutar de su felicidad si no hubiese sorprendido los ojos de é ste vueltos tam­bié n hacia Darcy, con una expresió n risueñ a, pero de alarma.

La conducta de Bingley con Jane durante la comida reveló la admiració n que sentí a por ella, y aunque era má s circunspecta que antes, Elizabeth se quedó con­vencida de que si só lo dependiese de é l, su dicha y la de Jane quedarí a pronto asegurada. A pesar de que no se atreví a a confiar en el resultado, Elizabeth se quedó muy satisfecha y se sintió todo lo animada que su mal humor le permití a. Darcy estaba al otro lado de la mesa, sentado al lado de la señ ora Bennet, y Elizabeth comprendí a lo poco grata que les era a los dos seme­jante colocació n, y lo poco ventajosa que resultaba para nadie. No estaba lo bastante cerca para oí r lo que decí an, pero pudo observar que casi no se hablaban y lo frí os y ceremoniosos que eran sus modales cuando lo hací an. Esta antipatí a de su madre por Darcy le hizo má s penoso a Elizabeth el recuerdo de lo que todos le debí an, y habí a momentos en que habrí a dado cualquier cosa por poder decir que su bondad no era desconocida ni inapreciada por toda la familia.

Esperaba que la tarde le darí a oportunidad de estar al lado de Darcy y que no acabarí a la visita sin poder cambiar con é l algo má s que el sencillo saludo de la llegada. Estaba tan ansiosa y desasosegada que mien­tras esperaba en el saló n la entrada de los caballeros, su desazó n casi la puso de mal talante. De la presencia de Darcy dependí a para ella toda esperanza de placer en aquella tarde.

«Si no se dirige hacia mí ––se decí a–– me daré por vencida. »

Entraron los caballeros y pareció que Darcy iba a hacer lo que ella anhelaba; pero desgraciadamente las señ oras se habí an agrupado alrededor de la mesa en donde la señ ora Bennet preparaba el té y Elizabeth serví a el café, estaban todas tan apiñ adas que no queda­ba ningú n sito libre a su lado ni lugar para otra silla. Al acercarse los caballeros, una de las muchachas se aproximó a Elizabeth y le dijo al oí do:

––Los hombres no vendrá n a separarnos; ya lo tengo decidido; no nos hacen ninguna falta, ¿ no es cierto?

Darcy entonces se fue a otro lado de la estancia. Elizabeth le seguí a con la vista y envidiaba a todos con quienes conversaba; apenas tení a paciencia para servir el café, y llegó a ponerse furiosa consigo misma por ser tan tonta.

«¡ Un hombre al que he rechazado! Loca debo estar si espero que renazca su amor. No hay un solo hom­bre que no se rebelase contra la debilidad que supon­drí a una segunda declaració n a la misma mujer. No hay indignidad mayor para ellos. »

Se reanimó un poco al ver que Darcy vení a a devolverle la taza de café, y ella aprovechó la oportunidad para preguntarle:

––¿ Sigue su hermana en Pemberley?

––Sí, estará allí hasta las Navidades.

––¿ Y está sola? ¿ Se han ido ya todos sus amigos?

––Só lo la acompañ a la señ ora Annesley; los demá s se han ido a Scarborough a pasar estas tres semanas.

A Elizabeth no se le ocurrió má s que decir, pero si é l hubiese querido hablar, ¡ con qué placer le habrí a contestado! No obstante, se quedó a su lado unos minutos, en silencio, hasta que la muchacha de antes se puso a cuchichear con Elizabeth, y entonces é l se retiró.

Una vez quitado el servicio de té y puestas las mesas de juego, se levantaron todas las señ oras. Elizabeth creyó entonces que podrí a estar con é l, pero sus esperanzas rodaron por el suelo cuando vio que su madre se apoderaba de Darcy y le obligaba a sentarse a su mesa de whist. Elizabeth renunció ya a todas sus ilusiones. Toda la tarde estuvieron confinados en mesas diferentes, pero los ojos de Darcy se volví an tan a menudo donde ella estaba, que tanto el uno como el otro perdieron todas las partidas.

La señ ora Bennet habí a proyectado que los dos caballeros de Netherfield se quedaran a cenar, pero fueron los primeros en pedir su coche y no hubo manera de retenerlos.

––Bueno, niñ as ––dijo la madre en cuanto se hubie­ron ido todos––, ¿ qué me decí s? A mi modo de ver todo ha ido hoy a pedir de boca. La comida ha estado tan bien presentada como las mejores que he visto; el venado asado, en su punto, y todo el mundo dijo que las ancas eran estupendas; la sopa, cincuenta veces mejor que la que nos sirvieron la semana pasada en casa de los Lucas; y hasta el señ or Darcy reconoció que las perdices estaban muy bien hechas, y eso que é l debe de tener dos o tres cocineros franceses. Y, por otra parte, Jane querida, nunca estuviste má s guapa que esta tarde; la señ ora Long lo afirmó cuando yo le pregunté su parecer. Y ¿ qué crees que me dijo, ade­má s? «¡ Oh, señ ora Bennet, por fin la tendremos en Netherfield! » Así lo dijo. Opino que la señ ora Long es la mejor persona del mundo, y sus sobrinas son unas muchachas muy bien educadas y no son feas del todo; me gustan mucho.

Total que la señ ora Bennet estaba de magní fico humor. Se habí a fijado lo bastante en la conducta de Bingley para con Jane para convencerse de que al fin lo iba a conseguir. Estaba tan excitada y sus fantasí as sobre el gran porvenir que esperaba a su familia fueron tan lejos de lo razonable, que se disgustó muchí simo al ver que Bingley no se presentaba al dí a siguiente para declararse.

––Ha sido un dí a muy agradable ––dijo Jane a Elizabeth––. ¡ Qué selecta y qué cordial fue la fiesta! Espero que se repita.

Elizabeth se sonrió.

––No te rí as. Me duele que seas así, Lizzy. Te aseguro que ahora he aprendido a disfrutar de su conversació n y que no veo en é l má s que un mucha­cho inteligente y amable. Me encanta su proceder y no me importa que jamá s haya pensado en mí. Só lo encuentro que su trato es dulce y má s atento que el de ningú n otro hombre.

––¡ Eres cruel! ––contestó su hermana––. No me dejas sonreí r y me está s provocando a hacerlo a cada momento.

––¡ Qué difí cil es que te crean en algunos casos!

––¡ Y qué imposible en otros!

––¿ Por qué te empeñ as en convencerme de que siento má s de lo que confieso?

––No sabrí a qué contestarte. A todos nos gusta dar lecciones, pero só lo enseñ amos lo que no merece la pena saber. Perdó name, pero si persistes en tu indife­rencia, es mejor que yo no sea tu confidente.

 



  

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