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CAPÍTULO XLVIII



 

Todos esperaban carta del señ or Bennet a la mañ ana siguiente; pero llegó el correo y no trajo ni una lí nea suya. Su familia sabí a que no era muy aficionado a escribir, pero en aquella ocasió n creí an que bien podí a hacer una excepció n. Se vieron, por tanto, obligados a suponer que no habí a buenas noticias; pero incluso en ese caso, preferí an tener la certeza. El señ or Gardiner esperó só lo a que llegase el correo y se marchó.

Cuando se fue todos se quedaron con la seguridad de que así, al menos tendrí an constante informació n de lo que ocurriese. El señ or Gardiner les prometió persuadir al señ or Bennet de que regresara a Long­bourn cuanto antes para consuelo de su esposa, que consideraba su vuelta como ú nica garantí a de que no morirí a en el duelo.

La señ ora Gardiner y sus hijos permanecerí an en Hertfordshire unos dí as má s, pues é sta creí a que su presencia serí a ú til a sus sobrinas. Las ayudaba a cuidar a la señ ora Bennet y les serví a de gran alivio en sus horas libres. Su otra tí a las visitaba a menudo con el fin, segú n decí a, de darles á nimos; pero como siempre les contaba algú n nuevo ejemplo de los des­pilfarros y de la falta de escrú pulos de Wickham, rara vez se marchaba sin dejarlas aú n má s descorazonadas.

Todo Meryton se empeñ aba en desacreditar al hom­bre que só lo tres meses antes habí a sido considerado como un á ngel de luz. Se decí a que debí a dinero en todos los comercios de la ciudad, y sus intrigas, honra­das con el nombre de seducciones, se extendí an a todas las familias de los comerciantes. Todo el mundo afirmaba que era el joven má s perverso del mundo, y empezaron a decir que siempre habí an desconfiado de su aparente bondad. Elizabeth, a pesar de no dar cré dito ni a la mitad de lo que murmuraban, creí a lo bastante para afianzar su previa creencia en la ruina de su hermana, y hasta Jane comenzó a perder las espe­ranzas, especialmente cuando llegó el momento en que, de haber ido a Escocia, se habrí an recibido ya noticias suyas.

El señ or Gardiner salió de Longbourn el domingo y el martes tuvo carta su mujer. Le decí a que a su llegada habí a ido en seguida en busca de su cuñ ado y se lo habí a llevado a Gracechurch Street; que el señ or Bennet habí a estado en Epsom y en Clapham, pero sin ningú n resultado, y que ahora querí a preguntar en todas las principales hosterí as de la ciudad, pues creí a posible que se hubiesen albergado en una de ellas a su llegada a Londres, antes de procurarse otro alojamien­to. El señ or Gardiner opinaba que esta tentativa era inú til, pero como su cuñ ado estaba empeñ ado en llevarla a cabo, le ayudarí a. Añ adí a que el señ or Bennet se negaba a irse de Londres, y prometí a escribir en breve. En una posdata decí a lo siguiente:

«He escrito al coronel Forster suplicá ndole que averigü e entre los amigos del regimiento si Wickham tiene parientes o relaciones que puedan saber en qué parte de la ciudad estará oculto. Si hubiese alguien a quien se pudiera acudir con alguna probabilidad de obtener esa pista, se adelantarí a mucho. Por ahora no hay nada que nos oriente. No dudo que el coronel Forster hará todo lo que esté a su alcance para compla­cernos, pero quizá Elizabeth pueda indicarnos mejor que nadie si Wickham tiene algú n pariente. »

Elizabeth comprendió el porqué de esta alusió n, pero no podí a corresponder a ella. Jamá s habí a oí do decir si tení a parientes aparte de su padre y su madre muertos hací a muchos añ os. Pero era posible que alguno de sus compañ eros fuera capaz de dar mejor informació n, y aunque no era optimista, consideraba acertado preguntarlo.

En Longbourn los dí as transcurrí an con gran ansie­dad, ansiedad que crecí a con la llegada del correo. Todas las mañ anas esperaban las cartas con impacien­cia. Por carta habrí an de saber la mala o buena marcha del asunto, y cada dí a creí an que iban a recibir alguna noticia de importancia.

Pero antes de que volvieran a saber del señ or Gardi­ner, llegó de Hunsford una misiva para el señ or Ben­net de su primo Collins. Como Jane habí a recibido la orden de leer en ausencia de su padre todo lo que recibiese, abrió la carta. Elizabeth, que sabí a có mo eran las epí stolas de Collins, leyó tambié n por encima del hombro de su hermana. Decí a así:

«Mi querido señ or: Nuestro parentesco y mi situa­ció n en la vida me llevan a darle mis condolencias por la grave aflicció n que está padeciendo, de la que fuimos informados por una carta de Hertfordshire. No dude de que tanto la señ ora Collins como yo les acompañ amos en el sentimiento a usted y a toda su respetable familia en la presente calamidad, que ha de ser muy amarga, puesto que el tiempo no la puede borrar. No faltará n argumentos por mi parte para aliviar tan tremenda desventura o servir de consuelo en circunstancias que para un padre han de ser má s penosas que para todos los demá s. La muerte de una hija habrí a sido una bendició n comparada con esto. Y es má s lamentable porque hay motivos para suponer, segú n me dice mi querida Charlotte, que esa licenciosa conducta de su hija procede de un deplorable exceso de indulgencia; aunque al mismo tiempo y para con­suelo suyo y de su esposa, me inclino a pensar que debí a de ser de naturaleza perversa, pues de otra suerte no habrí a incurrido en tal atrocidad a una edad tan temprana. De todos modos es usted digno de compa­sió n, opinió n que no só lo comparte la señ ora Collins, sino tambié n lady Catherine y su hija, a quienes he referido el hecho. Está n de acuerdo conmigo en que ese mal paso de su hija será perjudicial para la suerte de las demá s; porque, ¿ quié n ––como la propia lady Catherine dice afablemente–– querrá emparentar con semejante familia? Esta consideració n me mueve a recordar con la mayor satisfacció n cierto suceso del pasado noviembre, pues a no haber ido las cosas como fueron, me verí a ahora envuelto en toda la tristeza y desgracia de ustedes. Permí tame, pues, que le aconseje, querido señ or, que se resigne todo lo que pueda y arranque a su indigna hija para siempre de su corazó n, y deje que recoja ella los frutos de su abominable ofensa. »

El señ or Gardiner no volvió a escribir hasta haber recibido contestació n del coronel Forster, pero no pudo decir nada bueno. No se sabí a que Wickham tuviese relació n con ningú n pariente y se aseguraba que no tení a ninguno cercano. Antiguamente habí a tenido muchas amistades, pero desde su ingreso en el ejé rcito parecí a apartado de todo el mundo. No habí a nadie, por consiguiente, capaz de dar noticias de su paradero. Habí a un poderoso motivo para que se ocultara, que vení a a sumarse al temor de ser descu­bierto por la familia de Lydia, y era que habí a dejado tras sí una gran cantidad de deudas de juego. El coronel Forster opinaba que serí an necesarias má s de mil libras para clarear sus cuentas en Brighton. Mucho debí a en la ciudad, pero sus deudas de honor eran aú n má s elevadas. El señ or Gardiner no se atrevió a ocul­tar estos detalles a la familia de Longbourn. Jane se horrorizó:

––¡ Un jugador! Eso no lo esperaba. ¡ No podí a imaginá rmelo!

Añ adí a el señ or Gardiner en su carta que el señ or Bennet iba a regresar a Longbourn al dí a siguiente, que era sá bado. Desanimado por el fracaso de sus pesquisas habí a cedido a las instancias de su cuñ ado para que se volviese a su casa y le dejase hacer a é l mientras las circunstancias no fuesen má s propicias para una acció n conjunta. Cuando se lo dijeron a la señ ora Bennet, no demostró la satisfacció n que sus hijas esperaban en vista de sus inquietudes por la vida de su marido.

––¿ Que viene a casa y sin la pobre Lydia? excla­mó ––. No puedo creer que salga de Londres sin haberlos encontrado. ¿ Quié n retará a Wickham y hará que se case, si Bennet regresa?

Como la señ ora Gardiner ya tení a ganas de estar en su casa se convino que se irí a a Londres con los niñ os aprovechando la vuelta del señ or Bennet. Por consi­guiente, el coche de Longbourn les condujo hasta la primera etapa de su camino y trajo de vuelta al señ or Bennet.

La señ ora Gardiner se fue perpleja aú n al pensar en el encuentro casual de Elizabeth y su amigo de Derby­shire en dicho lugar. Elizabeth se habí a abstenido de pronunciar su nombre, y aquella especie de semiespe­ranza que la tí a habí a alimentado de que recibirí an una carta de é l al llegar a Longbourn, se habí a quedado en nada. Desde su llegada, Elizabeth no habí a tenido ninguna carta de Pemberley.

El desdichado estado de toda la familia hací a inne­cesaria cualquier otra excusa para explicar el abati­miento de Elizabeth; nada, por lo tanto, podí a conje­turarse sobre aquello, aunque a Elizabeth, que por aquel entonces sabí a a qué atenerse acerca de sus sentimientos, le constaba que, a no ser por Darcy, habrí a soportado mejor sus temores por la deshonra de Lydia. Se habrí a ahorrado una o dos noches de no dormir.

El señ or Bennet llegó con su acostumbrado aspecto de filó sofo. Habló poco, como siempre; no dijo nada del motivo que le habí a impulsado a regresar, y pasó algú n tiempo antes de que sus hijas tuvieran el valor de hablar del tema.

Por la tarde, cuando se reunió con ellas a la hora del té, Elizabeth se aventuró a tocar la cuestió n; expresó en pocas palabras su pena por lo que su padre debí a haber sufrido, y é ste contestó:

––Dé jate. ¿ Quié n iba a sufrir sino yo? Ha sido por mi culpa y está bien que lo pague.

––No seas tan severo contigo mismo replicó Elizabeth.

––No hay contemplaciones que valgan en males tan grandes. La naturaleza humana es demasiado propensa a recurrir a ellas. No, Lizzy; deja que una vez en la vida me dé cuenta de lo mal que he obrado. No voy a morir de la impresió n; se me pasará bastante pronto.

––¿ Crees que está n en Londres?

––Sí; ¿ dó nde, si no podrí an estar tan bien escon­didos?

––¡ Y Lydia siempre deseó tanto ir a Londres! ––añ adió Catherine.

––Entonces debe de ser feliz ––dijo su padre frí a­mente–– y no saldrá de allí en mucho tiempo. Despué s de un corto silencio, prosiguió:

Lizzy, no me guardes rencor por no haber seguido tus consejos del pasado mayo; lo ocurrido demues­tra que eran acertados.

En ese momento fueron interrumpidos por Jane que vení a a buscar el té para su madre.

––¡ Mira qué bien! ––exclamó el señ or Bennet––. ¡ Eso presta cierta elegancia al infortunio! Otro dí a haré yo lo mismo: me quedaré en la biblioteca con mi gorro de dormir y mi batí n y os daré todo el trabajo que pueda, o acaso lo deje para cuando se escape Catherine...

––¡ Yo no voy a escaparme, papá! ––gritó Catherine furiosa––. Si yo hubiese ido a Brighton, me habrí a portado mejor que Lydia.

––¡ Tú a Brighton! ¡ No me fiarí a de ti ni que fueras nada má s que a la esquina! No, Catherine. Por fin he aprendido a ser cauto, y tú lo has de sentir. No volverá a entrar en esta casa un oficial aunque vaya de camino. Los bailes quedará n absolutamente prohibi­dos, a menos que os acompañ e una de vuestras hermanas, y nunca saldré is ni a la puerta de la casa sin haber demostrado que habé is vivido diez minutos del dí a de un modo razonable.

Catherine se tomó en serio todas estas amenazas y se puso a llorar.

––Bueno, bueno ––dijo el señ or Bennet––, no te pongas así. Si eres buena chica en los pró ximos diez añ os, en cuanto pasen, te llevaré a ver un desfile.

 



  

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