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CAPÍTULO LX



 

Elizabeth no tardó en recobrar su alegrí a, y quiso que Darcy le contara có mo se habí a enamorado de ella:

––¿ Có mo empezó todo? ––le dijo––. Comprendo que una vez en el camino siguieras adelante, pero ¿ cuá l fue el primer momento en el que te gusté?

––No puedo concretar la hora, ni el sitio, ni la mirada, ni las palabras que pusieron los cimientos de mi amor. Hace bastante tiempo. Estaba ya medio enamorado de ti antes de saber que te querí a.

––Pues mi belleza bien poco te conmovió. Y en lo que se refiere a mis modales contigo, lindaban con la groserí a. Nunca te hablaba má s que para molestarte. Sé franco: ¿ me admiraste por mi impertinencia?

––Por tu vigor y por tu inteligencia.

––Puedes llamarlo impertinencia, pues era poco menos que eso. Lo cierto es que estabas harto de cortesí as, de deferencias, de atenciones. Te fastidiaban las mujeres que hablaban só lo para atraerte. Yo te irrité y te interesé porque no me parecí a a ellas. Por eso, si no hubieses sido en realidad tan afable, me habrí as odiado; pero a pesar del trabajo que te toma­bas en disimular, tus sentimientos eran nobles y justos, y desde el fondo de tu corazó n despreciabas por completo a las personas que tan asiduamente te corte­jaban. Mira có mo te he ahorrado la molestia de expli­cá rmelo. Y, la verdad, al fin y al cabo, empiezo a creer que es perfectamente razonable. Estoy segura de que ahora no me encuentras ningú n mé rito, pero nadie repara en eso cuando se enamora.

––¿ No habí a ningú n mé rito en tu cariñ osa conducta con Jane cuando cayó enferma en Netherfield?

––¡ Mi querida Jane! Cualquiera habrí a hecho lo mismo por ella. Pero interpré talo como virtud, si quieres. Mis buenas cualidades te pertenecen ahora, y puedes exagerarlas cuanto se te antoje. En cambio a mí me corresponde el encontrar ocasiones de contra­riarte y de discutir contigo tan a menudo como pueda. Así es que voy a empezar ahora mismo. ¿ Por qué tardaste tanto en volverme a hablar de tu cariñ o? ¿ Por qué estabas tan tí mido cuando viniste la primera vez y luego cuando comiste con nosotros? ¿ Por qué, especialmente, mientras estabas en casa, te comportabas como si yo no te importase nada?

––Porque te veí a seria y silenciosa y no me ani­mabas.

––Estaba muy violenta.

––Y yo tambié n.

––Podí as haberme hablado má s cuando vení as a comer.

––Si hubiese estado menos conmovido, lo habrí a hecho.

––¡ Qué lá stima que siempre tengas una contestació n razonable, y que yo sea tambié n tan razonable que la admita! Pero si tú hubieses tenido que decidirte, to­daví a estarí amos esperando. ¿ Cuá ndo me habrí as dicho algo, si no soy yo la que empieza? Mi decisió n de darte las gracias por lo que hiciste por Lydia surtió buen efecto; demasiado: estoy asustada; porque ¿ có mo queda la moral si nuestra felicidad brotó de la infrac­ció n de una promesa? Yo no debí haber hablado de aquello, no volveré a hacerlo.

––No te atormentes. La moral quedará a salvo por completo. El incalificable proceder de lady Catherine para separarnos fue lo que disipó todas mis dudas. No debo mi dicha actual a tu vehemente deseo de expre­sarme tu gratitud. No necesitaba que tú me dijeras nada. La narració n de mi tí a me habí a dado esperanzas y estaba decidido a saberlo todo de una vez.

––Lady Catherine nos ha sido, pues, infinitamente ú til, cosa que deberí a extasiarla a ella que tanto le gusta ser ú til a todo el mundo. Pero dime, ¿ por qué volviste a Netherfield? ¿ Fue só lo para venir a Longbourn a azorarte, o pensaste en obtener un resultado má s serio?

––Mi verdadero propó sito era verte y comprobar si podí a abrigar aú n esperanzas de que me amases. Lo que confesaba o me confesaba a mí mismo era ver si tu hermana querí a todaví a a Bingley, y, de ser así, reiterarle la confesió n que ya otra vez le habí a hecho.

––¿ Tendrá s valor de anunciarle a lady Catherine lo que le espera?

––Puede que má s bien me falte tiempo que valor. Vamos a ello ahora mismo. Si me das un pliego de papel, lo hago inmediatamente.

––Y si yo no tuviese que escribir otra carta, podrí a sentarme a tu lado y admirar la uniformidad de tu letra, como hací a cierta señ orita en otra ocasió n. Pero yo tengo una tí a a la que no quiero dejar olvidada por má s tiempo.

Por no querer confesar que habí an exagerado su intimidad con Darcy, Elizabeth no habí a contestado aú n a la larga carta de la señ ora Gardiner. Pero ahora, al poder anunciarles lo que tan bien recibido serí a, casi se avergonzaba de que sus tí os se hubieran perdido tres dí as de disfrutar de aquella noticia. Su carta fue como sigue:

«Querida tí a: te habrí a dado antes, como era mi deber, las gracias por tu extensa, amable y satisfactoria descripció n del hecho que tú sabes; pero sabrá s que estaba demasiado afligida para hacerlo. Tus suposicio­nes iban má s allá de la realidad. Pero ahora ya puedes suponer lo que te plazca, puedes dar rienda suelta a tu fantasí a, puedes permitir a tu imaginació n que vuele libremente, y no errará s má s que si te figuras que ya estoy casada. Tienes que escribirme pronto y alabar a Darcy mucho má s de lo que le alababas en tu ú ltima carta. Doy gracias a Dios una y mil veces por no haber ido a los Lagos. ¡ Qué necedad la mí a al desearlo! Tu idea de las jacas es magní fica; todos los dí as recorreremos la finca. Soy la criatura má s dichosa del mundo. Tal vez otros lo hayan dicho antes, pero nadie con tanta justicia. Soy todaví a má s feliz que Jane. Ella só lo sonrí e. Yo me rí o del todo. Darcy te enví a todo el cariñ o de que pueda privarme. Vendré is todos a Pemberley para las Navidades. »

La misiva de Darcy a lady Catherine fue diferente. Y todaví a má s diferente fue la que el señ or Bennet le mandó al señ or Collins en contestació n a su ú ltima:

«Querido señ or: tengo que molestarle una vez má s con la cuestió n de las enhorabuenas: Elizabeth será pronto la esposa del señ or Darcy. Consuele a lady Catherine lo mejor que pueda; pero yo que usted me quedarí a con el sobrino. Tiene má s que ofrecer. Le saludo atentamente. »

Los parabienes de la señ orita Bingley a su hermano con ocasió n de su pró xima boda fueron muy cariñ o­sos, pero no sinceros. Escribió tambié n a Jane para expresarle su alegrí a y repetirle sus antiguas manifesta­ciones de afecto. Jane no se engañ ó, pero se sintió conmovida, y aunque no le inspiraba ninguna confian­za, no pudo menos que remitirle una contestació n mucho má s amable de lo que pensaba que merecí a. La alegrí a que le causó a la señ orita Darcy la noticia fue tan verdadera como la de su hermano al comuni­cá rsela. Mandó una carta de cuatro pá ginas que toda­ví a le pareció insuficiente para expresar toda su satisfac­ció n y su vivo deseo de obtener el cariñ o de su hermana.

Antes de que llegara ninguna respuesta de Collins ni felicitació n de su esposa a Elizabeth, la familia de Longbourn se enteró de que los Collins iban a venir a casa de los Lucas. Pronto se supo la razó n de tan repentino traslado. Lady Catherine se habí a puesto tan furiosa al recibir la carta de su sobrino, que Charlotte, que de veras se alegraba de la boda, quiso marcharse hasta que la tempestad amainase. La llegada de su amiga en aquellos momentos fue un gran placer para Elizabeth; aunque durante sus encuentros este placer se le vení a abajo al ver a Darcy expuesto a la ampulosa cortesí a de Collins. Pero Darcy lo soportó todo con admirable serenidad. Incluso atendió a sir William Lucas cuando fue a cumplimentarle por llevarse la má s brillante joya del condado y le expresó sus esperanzas de que se encontrasen todos en St. James. Darcy se encogió de hombros, pero cuando ya sir William no podí a verle.

La vulgaridad de la señ ora Philips fue otra y quizá la mayor de las contribuciones impuestas a su pacien­cia, pues aunque dicha señ ora, lo mismo que su her­mana, le tení a demasiado respeto para hablarle con la familiaridad a que se prestaba el buen humor de Bingley, no podí a abrir la boca sin decir una vulgari­dad. Ni siquiera aquel respeto que la reportaba un poco consiguió darle alguna elegancia. Elizabeth hací a todo lo que podí a para protegerle de todos y siempre procuraba tenerle junto a ella o junto a las personas de su familia cuya conversació n no le mortificaba. Las molestias que acarreó todo esto quitaron al noviazgo buena parte de sus placeres, pero añ adieron mayores esperanzas al futuro. Elizabeth pensaba con delicia en el porvenir, cuando estuvieran alejados de aquella socie­dad tan ingrata para ambos y disfrutando de la como­didad y la elegancia de su tertulia familiar de Pem­berley.

 



  

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