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CAPÍTULO XLV



 

Elizabeth estaba ahora convencida de que la antipatí a que por ella sentí a la señ orita Bingley provení a de los celos. Comprendí a, pues, lo desagradable que habí a de ser para aquella el verla aparecer en Pemberley y pensaba con curiosidad en cuá nta cortesí a pondrí a por su parte para reanudar sus relaciones.

Al llegar a la casa atravesaron el vestí bulo y entra­ron en el saló n cuya orientació n al norte lo hací a delicioso en verano. Las ventanas abiertas de par en par brindaban una vista refrigerante de las altas colinas pobladas de bosque que estaban detrá s del edificio, y de los hermosos robles y castañ os de Españ a dispersados por la pradera que se extendí a delante de la casa.

En aquella pieza fueron recibidas por la señ orita Darcy que las esperaba junto con la señ ora Hurst, la señ orita Bingley y su dama de compañ í a. La acogida de Georgiana fue muy corté s, pero dominada por aquella cortedad debida a su timidez y al temor de hacer las cosas mal, que le habí a dado fama de orgullo­sa y reservada entre sus inferiores. Pero la señ ora Gardiner y su sobrina la comprendí an y compadecí an.

La señ ora Hurst y la señ orita Bingley les hicieron una simple reverencia y se sentaron. Se estableció un silencio molestí simo que duró unos instantes. Fue interrumpido por la señ ora Annesley, persona gentil y agradable que, al intentar romper el hielo, mostró mejor educació n que ninguna de las otras señ oras. La charla continuó entre ella y la señ ora Gardiner, con algunas intervenciones de Elizabeth. La señ orita Darcy parecí a desear tener la decisió n suficiente para tomar parte en la conversació n, y de vez en cuando aventuraba alguna corta frase, cuando menos peligro habí a de que la oyesen.

Elizabeth se dio cuenta en seguida de que la señ orita Bingley la vigilaba estrechamente y que no podí a decir una palabra, especialmente a la señ orita Darcy, sin que la otra agudizase el oí do. No obstante, su tenaz obser­vació n no le habrí a impedido hablar con Georgiana si no hubiesen estado tan distantes la una de la otra; pero no le afligió el no poder hablar mucho, así podí a pensar má s libremente. Deseaba y temí a a la vez que el dueñ o de la casa llegase, y apenas podí a aclarar si lo temí a má s que lo deseaba. Despué s de estar así un cuarto de hora sin oí r la voz de la señ orita Bingley, Elizabeth se sonrojó al preguntarle aqué lla qué tal estaba su familia. Contestó con la misma indiferencia y brevedad y la otra no dijo má s.

La primera variedad de la visita consistió en la aparició n de unos criados que traí an fiambres, pasteles y algunas de las mejores frutas de la estació n, pero esto aconteció despué s de muchas miradas significati­vas de la señ ora Annesley a Georgiana con el fin de recordarle sus deberes. Esto distrajo a la reunió n, pues, aunque no todas las señ oras pudiesen hablar, por lo menos todas podrí an comer. Las hermosas pirá mi­des de uvas, albé rchigos y melocotones las congrega­ron en seguida alrededor de la mesa.

Mientras estaban en esto, Elizabeth se dedicó a pensar si temí a o si deseaba que llegase Darcy por el efecto que habí a de causarle su presencia; y aunque un momento antes creyó que má s bien lo deseaba, ahora empezaba a pensar lo contrario.

Darcy habí a estado con el señ or Gardiner, que pescaba en el rí o con otros dos o tres caballeros, pero al saber que las señ oras de su familia pensaban visitar a Georgiana aquella misma mañ ana, se fue a casa. Al verle entrar, Elizabeth resolvió aparentar la mayor naturalidad, cosa necesaria pero difí cil de lograr, pues le constaba que toda la reunió n estaba pendiente de ellos, y en cuanto Darcy llegó todos los ojos se pusie­ron a examinarle. Pero en ningú n rostro asomaba la curiosidad con tanta fuerza como en el de la señ orita Bingley, a pesar de las sonrisas que prodigaba al hablar con cualquiera; sin embargo, sus celos no ha­bí an llegado hasta hacerla desistir de sus atenciones a Darcy––. Georgiana, en cuanto entró su hermano, se esforzó má s en hablar, y Elizabeth comprendió que Darcy querí a que las dos intimasen, para lo cual favo­recí a todas las tentativas de conversació n por ambas partes. La señ orita Bingley tambié n lo veí a y con la imprudencia propia de su ira, aprovechó la primera oportunidad para decir con burlona finura:

––Dí game, señ orita Elizabeth, ¿ es cierto que la guarnició n de Meryton ha sido trasladada? Ha debido de ser una gran pé rdida para su familia.

En presencia de Darcy no se atrevió a pronunciar el nombre de Wickham, pero Elizabeth adivinó que tení a aquel nombre en su pensamiento; los diversos recuer­dos que le despertó la afligieron durante un momento, pero se sobrepuso con entereza para repeler aquel descarado ataque y respondió a la pregunta en tono despreocupado. Al hacerlo, una mirada involuntaria le hizo ver a Darcy con el color encendido, que la observaba atentamente, y a su hermana completamente confusa e incapaz de levantar los ojos. Si la señ orita Bingley hubiese podido sospechar cuá nto apenaba a su amado, se habrí a refrenado, indudablemente; pero só lo habí a intentado descomponer a Elizabeth sacando a relucir algo relacionado con un hombre por el que ella habí a sido parcial y para provocar en ella algú n movi­miento en falso que la perjudicase a los ojos de Darcy y que, de paso, recordase a é ste los absurdos y las locuras de la familia Bennet. No sabí a una palabra de la fuga de la señ orita Darcy, pues se habí a mantenido estrictamente en secreto, y Elizabeth era la ú nica persona a quien habí a sido revelada. Darcy querí a ocultarla a todos los parientes de Bingley por aquel mismo deseo, que Elizabeth le atribuyó tanto tiempo, de llegar a formar parte de su familia. Darcy, en efecto, tení a este propó sito, y aunque no fue por esto por lo que pretendió separar a su amigo de Jane, es probable que se sumara a su vivo interé s por la felici­dad de Bingley.

Pero la actitud de Elizabeth le tranquilizó. La señ o­rita Bingley, humillada y decepcionada, no volvió a atreverse a aludir a nada relativo a Wickham. Georgia­na se fue recobrando, pero ya se quedó definitiva­mente callada, sin osar afrontar las miradas de su hermano. Darcy no se ocupó má s de lo sucedido, pero en vez de apartar su pensamiento de Elizabeth, la insinuació n de la señ orita Bingley pareció excitar má s aú n su pasió n.

Despué s de la pregunta y contestació n referidas, la visita no se prolongó mucho má s y mientras Darcy acompañ aba a las señ oras al coche, la señ orita Bingley se desahogó criticando la conducta y la indumentaria de Elizabeth. Pero Georgiana no le hizo ningú n caso. El interé s de su hermano por la señ orita Bennet era má s que suficiente para asegurar su beneplá cito; su juicio era infalible, y le habí a hablado de Elizabeth en tales té rminos que Georgiana tení a que encontrarla por fuerza amable y atrayente. Cuando Darcy volvió al saló n, la señ orita Bingley no pudo contenerse y tuvo que repetir algo de lo que ya le habí a dicho a su hermana:

––¡ Qué mal estaba Elizabeth Bennet, señ or Darcy! ––exclamó ––. ¡ Qué cambiada la he encontrado desde el invierno! ¡ Qué morena y qué poco fina se ha pues­to! Ni Louisa ni yo la habrí amos reconocido.

La observació n le hizo a Darcy muy poca gracia, pero se contuvo y contestó frí amente que no le habí a notado má s variació n que la de estar tostada por el sol, cosa muy natural viajando en verano.

––Por mi parte ––prosiguió la señ orita Bingley­ confieso que nunca me ha parecido guapa. Tiene la cara demasiado delgada, su color es apagado y sus facciones no son nada bonitas; su nariz no tiene nin­gú n cará cter y no hay nada notable en sus lí neas; tiene unos dientes pasables, pero no son nada fuera de lo comú n, y en cuanto a sus ojos tan alabados, yo no veo que tengan nada extraordinario, miran de un modo penetrante y adusto muy desagradable; y en todo su aire, en fin, hay tanta pretensió n y una falta de buen tono que resulta intolerable.

Sabiendo como sabí a la señ orita Bingley que Darcy admiraba a Elizabeth, é se no era en absoluto el mejor modo de agradarle, pero la gente irritada no suele actuar con sabidurí a; y al ver que lo estaba provocan­do, ella consiguió el é xito que esperaba. Sin embargo, é l se quedó callado, pero la señ orita Bingley tomó la determinació n de hacerle hablar y prosiguió:

––Recuerdo que la primera vez que la vimos en Hertfordshire nos extrañ ó que tuviese fama de guapa; y recuerdo especialmente que una noche en que habí an cenado en Netherfield, usted dijo: «¡ Si ella es una belleza, su madre es un genio! » Pero despué s pareció que le iba gustando y creo que la llegó a considerar bonita en algú n tiempo.

––Sí ––replicó Darcy, sin poder contenerse por má s tiempo––, pero eso fue cuando empecé a conocerla, porque hace ya muchos meses que la considero como una de las mujeres má s bellas que he visto.

Dicho esto, se fue y la señ orita Bingley se quedó muy satisfecha de haberle obligado a decir lo que só lo a ella le dolí a.

Camino de Lambton, la señ ora Gardiner y Eliza­beth comentaron todo lo ocurrido en la visita, menos lo que má s les interesaba a las dos. Discutieron el aspecto y la conducta de todos, sin referirse a la persona a la que má s atenció n habí an dedicado. Habla­ron de su hermana, de sus amigos, de su casa, de sus frutas, de todo menos de é l mismo, a pesar del deseo de Elizabeth de saber lo que la señ ora Gardiner pensaba de Darcy, y de lo mucho que é sta se habrí a alegra­do de que su sobrina entrase en materia.

 



  

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