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LA CARRETERA 13 страница



 

Volvió a revisar las latas una por una, sosteniéndolas en la mano y apretándolas como quien comprueba si la fruta está madura en un puesto del mercado. Separó dos que le parecieron sospechosas y guardó las demás y cargó el carrito y volvieron a ponerse en camino. Al cabo de tres días llegaron a una pequeña población portuaria y escondieron el carrito en un garaje detrás de una casa y lo cubrieron de cajas viejas y después se sentaron dentro de la casa para ver si aparecía alguien. No llegó nadie. Miró en los armarios pero no había nada. Necesitaba vitamina D para el chico o se volvería raquítico. De pie junto al fregadero miró hacia el camino particular. La luz color de agua de colada congelándose en los sucios cristales. El chico estaba sentado a la mesa con la cabeza entre los brazos.

 

Caminaron por el pueblo y bajaron hasta el muelle. No vieron a nadie. Llevaba el revólver en el bolsillo de la chaqueta y la pistola de señales en la mano. Caminaron por el malecón, las tablas sin desbastar oscuras de brea y aseguradas a los maderos de debajo mediante clavos largos. Norays de madera. Un ligero olor a sal y creosota procedente de la bahía. En el otro extremo una hilera de tinglados y el perfil de un buque cisterna rojo de óxido. Una grúa alta y desgarbada recortándose contra el cielo hosco. Aquí no hay nadie, dijo. El chico guardó silencio.

 

Se desviaron de la calle principal con el carrito y cruzaron la vía del tren y retomaron la calle al otro extremo del pueblo. A la altura de los últimos y tristes edificios de madera algo pasó silbando junto a su cabeza y rebotó en la calle y fue a dar contra la pared del edificio de bloques de la otra acera. Agarró al chico y se lanzó al suelo y tiró del carrito hacia ellos. El carrito volcó desparramando lona y mantas por el pavimento. En una ventana superior de la casa pudo ver a un hombre tensando un arco y agachó la cabeza del chico e intentó cubrirlo con su cuerpo. Oyó el chasquido seco de la cuerda del arco y al momento sintió un dolor atroz en la pierna. Qué cabrón, dijo. Qué cabrón. Apartó las mantas hacia un lado y consiguió alcanzar la pistola de señales y la amartilló y apoyó el brazo en el costado del carrito. El chico estaba aferrado a él. Cuando el hombre apareció enmarcado en la ventana para tirar otra vez con el arco él hizo fuego. La bengala salió disparada hacia la ventana describiendo un arco de blancura y luego oyeron gritar al hombre. Agarró al chico y lo empujó contra el suelo y lo cubrió con una punta de las mantas. No te muevas, dijo. No te muevas y no mires. Tiró de las mantas sobre la calzada buscando el estuche de la pistola. Finalmente salió resbalando del carrito y lo atrapó y lo abrió y sacó los casquillos y volvió a cargar la pistola y cerró la recámara y se guardó el resto de las cargas en el bolsillo. Quédate tal como estás, susurró. Dio unas palmadas al chico a través de las mantas y se puso de pie y cruzó la calle corriendo a la pata coja.

 

Entró por la puerta trasera apuntando con la pistola de señales desde la cintura. De la casa no quedaba más que el entramado de las paredes. Cruzó el salón y se quedó quieto en el rellano de la escalera, pendiente de algún posible movimiento en las habitaciones de arriba. Miró por la ventana que daba a la calle y vio el carrito y subió las escaleras.

 

Había una mujer sentada en el rincón abrazando al hombre. Se había quitado la chaqueta para cubrirlo. Tan pronto le vio empezó a maldecirlo. La bengala se había extinguido en el suelo dejando un trecho de ceniza blanca y olía ligeramente a madera quemada. Cruzó la habitación y se asomó a la ventana. La mujer lo siguió con la mirada. Demacrada, el pelo lacio y gris. ¿Quién más hay aquí arriba?

Ella no respondió. Pasó por su lado y miró en las habitaciones. La pierna le sangraba profusamente. Notó que el pantalón se le pegaba a la piel. Regresó a la habitación de delante. ¿Dónde está el arco?, dijo.

Yo no lo tengo.

¿Dónde está?

No lo sé.

Os han abandonado aquí, ¿no es cierto?

Yo me abandono sola.

Dio media vuelta y bajó la escalera cojeando y abrió la puerta que daba a la calle y salió caminando hacia atrás para vigilar la casa. Cuando llegó al carrito lo puso derecho y volvió a meter las cosas dentro. No te apartes de mí, dijo. No te apartes.

 

Pararon al llegar a una tienda al final del pueblo. Entró con el carrito hasta una habitación de la parte posterior y cerró la puerta y puso el carrito de lado para atrancarla. Sacó el hornillo y la bombona y encendió el fogón y lo puso en el suelo y luego se quitó el cinturón y los pantalones manchados de sangre. El chico le observó. La flecha le había abierto un boquete de unos siete centímetros de largo por encima de la rodilla. Todavía sangraba y todo el muslo estaba descolorido y pudo ver que el corte era profundo. Punta ancha de fabricación casera hecha con fleje de hierro, una cuchara vieja, a saber qué. Miró al chico. Mira a ver si encuentras el botiquín, dijo.

El chico no se movió.

Maldita sea, busca el botiquín. No te quedes ahí sentado.

Se levantó de un salto y fue hasta la puerta y empezó a buscar bajo la lona y las mantas apiladas en el carrito. Volvió con el botiquín y se lo dio al hombre y el hombre lo cogió sin hacer comentarios y lo puso en el suelo de cemento e hizo saltar los cierres y abrió la tapa. Alargó el brazo y subió la intensidad del fogón para tener luz. Tráeme la botella de agua, dijo. El chico fue a por ella y el hombre desenroscó la tapa y vertió agua sobre la herida manteniéndola cerrada con los dedos mientras la limpiaba de sangre. Aplicó desinfectante a la herida y abrió con los dientes un sobre de plástico y sacó una pequeña aguja curva de sutura y un carrete de hilo de seda y puso el hilo a la luz para enhebrar la aguja. Sacó unas pinzas del botiquín y sostuvo la aguja apretando los brazos de las pinzas y empezó a coser la herida. Lo hizo deprisa y sin poner mucho esmero. El chico estaba agachado en el suelo. Le miró y continuó con la sutura. Si no quieres no mires, dijo.

¿No te importa?

No. No me importa.

¿Duele?

Sí.

Deslizó el nudo hasta el extremo del hilo de seda y lo tensó y cortó el hilo con las tijeras del botiquín y miró al chico. El chico estaba contemplando lo que había hecho.

Siento haberte gritado.

El chico levantó la vista. No pasa nada, papá.

Pongámonos en marcha.

Vale.

 

Por la mañana llovía y un viento recio hacía traquetear los cristales de la parte trasera del edificio. Se quedó mirando afuera. En la bahía un almacén de depósito medio derrumbado y sumergido. Las timoneras de barcos de pesca hundidos sobresaliendo de las agitadas aguas grises. Ni el menor movimiento. Todo lo que podía moverse había sido arrastrado tiempo atrás por el viento. La pierna le latía y procedió a retirar el vendaje y desinfectó la herida y la examinó. La carne hinchada y descolorida en el entramado de pespuntes negros. La vendó de nuevo y su puso el pantalón tieso de sangre.

 

Pasaron allí todo el día, sentados entre las cajas de la tienda. Tienes que hablarme, dijo.

Estoy hablando.

¿Seguro?

Ahora te estoy hablando.

¿Quieres que te cuente un cuento?

No.

¿Porqué?

El chico le miró y apartó la vista.

Esos cuentos no son verdad.

No tienen por qué. Son cuentos.

Sí, pero en esas historias siempre estamos ayudando a gente y nosotros no ayudamos a la gente.

¿Por qué no me cuentas tú algo?

No tengo ganas.

Vale.

No tengo ninguna historia que contar.

Podrías contarme alguna historia tuya.

Ya las conoces todas. Tú estabas allí.

Pero tienes historias dentro que yo no conozco.

¿Quieres decir sueños, por ejemplo?

Por ejemplo. O cosas en las que piensas.

Ya, pero se supone que las historias han de ser alegres.

No tienen por qué serlo.

Tú siempre me cuentas historias alegres.

¿No tienes ninguna alegre que contarme?

Son más bien como la vida real.

Y las mías no lo son.

No, las tuyas no.

El hombre le observó. ¿La vida real es muy mala?

¿Tú qué piensas?

Bueno, yo pienso que todavía estamos vivos. Nos han ocurrido muchas cosas malas pero todavía estamos aquí. Sí.

No te parece que eso sea tan estupendo.

Puede.

 

Habían arrimado una mesa de trabajo a las ventanas y extendieron las mantas y el chico yacía allí boca abajo mirando hacia la bahía. El hombre estaba sentado con la pierna estirada. Encima de la manta estaban las dos pistolas y la cajita de bengalas. Al cabo de un rato el hombre dijo: Yo creo que es bastante buena. Como historia es bastante buena. De algo sirve.

Vale, papá. Solo quiero estar un ratito tranquilo.

¿Y los sueños? A veces me contabas lo que habías soñado.

No quiero hablar de nada.

Vale.

Además, no tengo sueños bonitos. Siempre pasan cosas malas. Tú dijiste que no importaba porque los sueños bonitos no son una buena señal.

Puede. No lo sé.

Cuando te despiertas tosiendo te vas a caminar por la carretera o donde sea pero yo te oigo toser.

Lo siento.

Una noche te oí llorar.

Lo sé.

Pues si yo no tengo que llorar tú tampoco tendrías.

De acuerdo.

¿Se te curará la pierna?

Sí.

No lo dices por decir.

No.

Porque tiene mala pinta.

No hay para tanto.

Ese hombre quería matarnos, ¿verdad?

Así es.

¿Lo mataste tú?

No.

¿No me mientes?

No.

Vale.

¿Todo bien?

Sí.

¿No tienes ganas de hablar?

No.

 

Se marcharon dos días después, el hombre cojeando detrás del carrito y el chico sin alejarse de su lado hasta que dejaron atrás las afueras del pueblo. La carretera seguía la costa llana y gris y había pequeños montículos de arena en la carretera que el viento había depositado. Eso hacía la marcha más difícil y en algunos puntos tuvieron que abrirse paso con un tablón que llevaban en el estante inferior del carrito. Bajaron a la playa y se sentaron al abrigo de las dunas y estudiaron el mapa. Habían llevado consigo el hornillo y calentaron agua y prepararon té y se protegieron del viento con las mantas. Un poco más allá las erosionadas cuadernas de un barco muy antiguo. Baos grisáceos restregados por la arena. Viejos tornillos hechos a mano. Las piezas de hierro picadas y de un tono lila oscuro, fundidas en alguna forja de Cádiz o Bristol y batidas sobre un yunque ennegrecido para resistir trescientos años la acción del mar. Al día siguiente pasaron por las ruinas tapiadas de un centro de veraneo y tomaron la carretera hacia el interior atravesando un pinar, la larga recta de asfalto salpicada de agujas de pino y el viento meciendo los árboles oscuros.

 

Se sentó en la carretera a mediodía con la mejor luz que iban a tener y cortó las suturas con las tijeras y devolvió las tijeras al botiquín y sacó las pinzas. Procedió a arrancar de su piel los pequeños hilos negros, presionando con el pulpejo del dedo gordo. El chico le observaba sentado en la carretera. El hombre sujetó los extremos de los hilos y con las pinzas los fue sacando de uno en uno. Puntitos de sangre. Cuando hubo terminado guardó las pinzas y tapó la herida con gasa y luego se levantó y se subió el pantalón y le pasó el botiquín al chico para que lo guardara.

Te ha dolido, ¿verdad?, dijo el chico.

Sí.

¿Eres muy valiente?

Regular.

¿Qué es lo más valiente que has hecho?

Escupió en la carretera una flema sanguinolenta. Levantarme esta mañana, dijo.

¿En serio?

No. No me hagas caso. Vamos, en marcha.

 

Por la tarde la forma lóbrega de otra ciudad costera, el grupo de altos edificios ligeramente torcido. Pensó que los armazones de hierro se habrían ablandado con el calor y que al contraerse después no habían dejado los edificios a plomo. Las lunas de las ventanas colgaban pared abajo como alcorza en una tarta. Siguieron adelante. Algunas noches despertaba en medio del negro páramo helado saliendo de mundos de amor humano suavemente coloreados, cantos de pájaros, el sol.

 

Apoyó la frente en los brazos cruzados sobre el asa del carrito y tosió. Escupió una saliva sanguinolenta. Tenía que parar a descansar cada vez más a menudo. El chico le observaba. En algún otro mundo el niño habría ya empezado a echarlo de su vida. Pero no tenía otra vida. Sabía que el chico estaba despierto por las noches, escuchando para ver si todavía respiraba.

 

Los días se sucedían penosamente sin cuenta ni calendario. A lo lejos en la interestatal largas hileras de coches carbonizados y herrumbrosos. Las llantas desnudas de las ruedas asentadas en un cieno gris de escombros derretidos, en negros círculos de alambre. Los cadáveres incinerados reducidos al tamaño de un niño y apoyados en los muelles vistos de los asientos. Diez mil sueños encerrados en el sepulcro de sus recocidos corazones. Siguieron adelante. Pisando por aquel mundo muerto como ratas en una rueda. Las noches mortalmente quietas y más mortalmente negras. Y el frío. Apenas hablaban. Él tosía todo el tiempo y el chico le veía escupir sangre. Caminando encorvado. Mugriento, andrajoso, desesperanzado. Se detenía y se apoyaba en el carrito y el chico seguía andando y luego paraba y miraba atrás y él alzaba sus ojos llorosos y lo veía allí de pie en la carretera mirándole desde un futuro inimaginable, resplandeciendo en aquel páramo como un tabernáculo.

 

La carretera atravesaba un lodazal seco donde tubos de hielo sobresalían del fango congelado como estalagmitas. Restos de un fuego antiguo junto a la carretera. Más allá un largo paso elevado de hormigón. Un pantano muerto. Árboles muertos surgiendo del agua gris con colgajos de una turba gris y residual. Las salpicaduras de ceniza sedosa en el encintado. Se apoyó en el arenoso antepecho de hormigón. Tal vez en su destrucción sería posible al fin ver cómo estaba hecho el mundo. Océanos, montañas. El fatigoso contraespectáculo de las cosas dejando de existir. La extensa tierra baldía, hidróptica y fríamente secular. El silencio.

 

Habían empezado a encontrar grupos de pinos abatidos, grandes tajos de guadaña sembrando la muerte a través del campo. Pecios de edificios esparcidos por el paisaje y los cables de los postes al borde de la carretera embrollados como una labor de punto. La carretera estaba sembrada de escombros y desperdicios y tenían que sortearlos con el carrito. Al final se sentaron junto a la calzada y contemplaron el panorama que se les ofrecía. Tejados de casas, troncos de árbol. Una barca. El cielo abierto más allá donde el mar huraño se desplazaba a lo lejos remoloneando.

 

Rebuscaron entre los restos diseminados a lo largo de la carretera y finalmente encontró una bolsa de lona que podía cargar al hombro y un maletín para el chico. Guardaron las mantas y el plástico y lo que les quedaba de comida y reanudaron la marcha con las mochilas y la bolsa y el maletín dejando allí el carrito. Encaramándose a las ruinas. Marcha lenta. Él tenía que pararse a descansar. Se sentó al borde de la carretera en un sofá con los cojines hinchados de humedad. Tosiendo doblado por la cintura. Se quitó la mascarilla manchada de sangre y se levantó y la enjuagó en la zanja y la estrujó y luego se quedó allí de pie sin más. Sacando nubéculas blancas de aliento. Tenían el invierno encima. Se volvió para mirar al chico. Allí parado con el maletín como un huérfano esperando el autobús.

 

Dos días más tarde llegaron a una ancha ría donde el puente se había venido abajo y yacía en el agua calmosa. Se sentaron en el estribo roto de la carretera y vieron cómo el río retrocedía sobre sí mismo y se enroscaba sobre la celosía de hierros. Miró hacia el campo que se extendía más allá.

¿Qué vamos a hacer, papá?, dijo.

Eso, qué vamos a hacer, dijo el chico.

 

Recorrieron la larga lengua de barro dejada por la marea hasta un barco pequeño que había allí medio sepultado y se lo quedaron mirando. Derrelicto en todos los sentidos. El viento traía lluvia. Se apresuraron a duras penas por la playa en busca de refugio pero no encontraron dónde refugiarse. Reunió un poco de la leña color hueso desperdigada por la arena y encendió fuego y se sentaron en las dunas cubiertos por la lona y vieron acercarse la fría lluvia por el norte. Arreció, abriendo hoyuelos en la arena. El fuego empezó a humear y el humo a caracolear lánguidamente y el chico se ovilló bajo la ruidosa lona y al momento se quedó dormido. El hombre utilizó el plástico a modo de capucha y contempló el mar gris amortajado por la lluvia y vio romper las olas a lo largo de la orilla y alejarse otra vez sobre la oscura arena graneada.

 

El día siguiente se encaminaron tierra adentro. Un extenso terreno pantanoso donde, helechos, hydrangeas y orquídeas silvestres vivían como efigies cenicientas que el viento no había alcanzado aún. Avanzar fue una tortura. Al cabo de dos días cuando salieron a una carretera dejó la bolsa en el suelo y se sentó inclinado hacia delante con los brazos cruzados frente al pecho y tosió hasta que no pudo toser más. En otros dos días quizá habían recorrido quince kilómetros. Cruzaron el río y un poco más adelante llegaron a un cruce. Tierra adentro una tormenta había descargado sobre el istmo y peinado los negros árboles muertos de este a oeste como algas en el lecho de un arroyo. Acamparon allí y cuando se acostó supo que no podría continuar y que era aquí donde moriría. El chico lo miraba con los ojos cargados de lágrimas. Oh, papá, dijo.

 

Lo vio venir por la hierba y arrodillarse junto a él con la taza de agua que había ido a buscar. A su alrededor todo era luz. Cogió la taza y bebió y se acostó de nuevo. Para comer tenían una sola lata de melocotones pero hizo que se los comiera el chico y no quiso probar ninguno. Es que no puedo, dijo. No tiene importancia.

Te guardo la mitad.

Vale. Guárdamelos hasta mañana.

Cogió la taza y se alejó y cuando lo hizo la luz se movió con él. Había querido probar de hacer una tienda con la lona pero el hombre no le dejó. Decía que no quería nada que lo cubriese. Se quedó acostado mirando al chico junto al fuego. Quería ser capaz de ver. Mira todo esto, dijo. No hay un solo profeta en la larga crónica de la Tierra que no encuentre hoy aquí su razón de ser. Teníais razón, hablarais de lo que hablarais.

 

El chico creyó notar un olor a ceniza húmeda en el viento. Se adelantó por la carretera y volvió arrastrando un pedazo de contrachapado de la basura que había en la cuneta y hundió unos palos en el suelo con una piedra y de la madera hizo un cobertizo pero al final no llovió. Dejó la pistola de señales y se llevó el revólver y rastreó el campo en busca de algo que comer pero regresó con las manos vacías. El hombre le cogió la mano, resollando. Tendrás que seguir tú solo, dijo. Yo no puedo ir contigo. Tienes que seguir adelante. No se sabe lo que puede deparar la carretera. Siempre hemos tenido suerte. Tú la tendrás otra vez. Estoy seguro. Anda, ve. No pasa nada.

No puedo.

Tranquilo. Esto se veía venir desde hace tiempo. Ya está aquí. Continúa hacia el sur. Haz como hemos hecho hasta ahora.

Te pondrás bien, papá. Tienes que ponerte bien.

No. Lleva siempre encima la pistola. Necesitas encontrar a los buenos pero no debes correr ningún riesgo. Ninguno. ¿Has entendido?

Quiero estar contigo.

No puede ser.

Por favor.

No. Tienes que llevar el fuego.

No sé cómo hacerlo.

Sí que lo sabes.

¿Es de verdad? ¿El fuego?

Sí.

¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego.

Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo.

Llévame contigo. Por favor.

No puedo.

Por favor, papá.

No puedo. No puedo llevar a mi hijo muerto en brazos. Pensé que podría pero no puedo.

Dijiste que no me abandonarías nunca.

Lo sé. Perdona. Te llevo en mi corazón. Como te he llevado siempre. Eres el mejor que conozco. Siempre lo has sido. Aunque yo no esté tú puedes seguir hablándome. Puedes hablarme y yo te hablaré a ti. Ya verás.

¿Te oiré?

Sí. Claro que sí. Tienes que hacer como si imaginaras que hablamos. Y me oirás. Tienes que practicar. No te rindas nunca. ¿Vale?

Vale.

Vale.

Tengo mucho miedo, papá.

Lo sé. Pero no te pasará nada. Tendrás suerte. Estoy convencido. No puedo hablar más. Voy a empezar a toser otra vez. Está bien, papá. No hace falta que hables. Está bien.

 

Caminó un trecho por la carretera hasta que le pareció demasiado arriesgado y luego volvió. Su padre estaba dormido. Se sentó a su lado bajo el tablero y le observó. Cerró los ojos y le habló y mantuvo los ojos cerrados y trató de escuchar. Luego volvió a intentarlo.

 

Despertó tosiendo flojo por la noche. Se quedó acostado escuchando. El chico estaba sentado junto al fuego envuelto en una manta y le observaba. Goteo de agua. Una luz tenue. Viejos sueños usurpando el mundo de vigilia. El goteo era en el interior de la cueva. La luz era una vela que el chico portaba en una palmatoria de cobre batido. La cera salpicaba las piedras. Huellas de ignotos animales en el limo gangrenado. Habían alcanzado en aquel frío pasadizo el punto sin retorno que únicamente se podía calcular desde el principio por la luz que llevaban consigo.

 

¿Te acuerdas de aquel niño, papá?

Sí. Me acuerdo.

¿Tú crees que estará bien, el niño?

Oh, seguro que sí. Estará bien.

¿Tú crees que se habrá perdido?

No. No lo creo.

Me da miedo que se haya perdido.

Yo creo que estará bien.

Pero ¿quién lo encontrará si es que se ha perdido? ¿Quién encontrará al niño?

La bondad encontrará al niño. Así ha sido siempre y así volverá a ser.

 

Durmió aquella noche pegado a su padre y lo abrazó pero al despertar por la mañana su padre estaba frío y tieso. Se quedó allí sentado llorando mucho rato y luego se levantó y atravesó el bosque hasta la carretera. Cuando regresó se puso de rodillas al lado de su padre y cogió su fría mano y pronunció su nombre una y otra vez.

 

Permaneció allí tres días y luego caminó hasta la carretera y miró alternativamente en ambas direcciones. Alguien se acercaba. Dio media vuelta para meterse en el bosque pero se detuvo. Se quedó en la carretera esperando con la pistola en la mano. Había tapado a su padre con todas las mantas y tenía frío y estaba hambriento. El hombre que apareció al fin y se lo quedó mirando iba vestido con una parka gris y amarilla de esquiar. Llevaba una escopeta con el cañón hacia abajo colgada del hombro mediante una correa de cuero trenzado y portaba una bandolera de nailon con balas para la escopeta. Un veterano de antiguas escaramuzas, barbudo, con una cicatriz en la mejilla y el pómulo hundido y la mirada extraviada en su único ojo. Cuando habló su boca hizo movimientos imperfectos. Luego sonrió.

¿Dónde está el hombre que te acompañaba?

Murió.

¿Era tu padre?

Sí. Era mi papá.

Lo siento.

No sé qué hacer.

Creo que deberías venir conmigo.

¿Tú eres de los buenos?

El hombre se quitó la capucha. Tenía el pelo largo y apelotonado. Miró al cielo. Como si allí hubiera algo que ver. Miró al chico. Sí, dijo. Soy de los buenos. ¿Por qué no guardas esa pistola?

Se supone que no debo dejar que nadie me la quite. Pase lo que pase.

Yo no quiero tu pistola. Lo único que quiero es que no me apuntes con ella.

Vale.

¿Dónde están vuestras cosas?

No tenemos mucho.

¿Tienes saco de dormir?

No.

¿Qué es lo que tienes? ¿Mantas?

Mi papá está tapado con ellas.

Llévame allí.

El chico se quedó quieto. El hombre le observó. Luego hincó una rodilla en el suelo y se descolgó la escopeta y permaneció allí de pie apoyado en la caña del arma. Las municiones que llevaba en la bandolera eran de carga manual y tenían los extremos sellados con cera. Olía a humo de leña. Mira, dijo. Tienes dos alternativas. Hemos discutido un poco sobre la conveniencia de venir a buscaros. Puedes quedarte aquí con tu papá y morirte o puedes venir conmigo. Si te quedas más vale que te apartes de la carretera. No sé cómo habéis llegado tan lejos. Pero yo creo que deberías venir conmigo. No te pasará nada.

¿Y cómo puedo saber que eres uno de los buenos?

No puedes. Tendrás que hacer la prueba.

¿Lleváis el fuego?



  

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