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LA CARRETERA 7 страница



¿Aunque estuviéramos muriéndonos de hambre?

Ya lo estamos.

Tú dijiste que no.

Dije que no nos estábamos muriendo. No que no estuviéramos muertos de hambre.

Pero no lo haríamos.

No. No lo haríamos.

Pase lo que pase.

Pase lo que pase.

Porque nosotros somos de los buenos.

Sí.

Y llevamos el fuego.

Y llevamos el fuego. Así es.

Vale.

 

Encontró fragmentos de sílex o pedernal en una zanja pero a la postre fue más sencillo rascar con los alicates una roca al pie de la cual había hecho un montoncito de yesca empapada de gasolina. Dos días más. Luego tres. Efectivamente se estaban muriendo de hambre. Una región saqueada, esquilmada, arrasada. Desvalijada hasta de la última migaja. Noches de un frío intenso y una negrura de ataúd y la mañana tardaba en llegar y traía consigo un silencio terrible. Como el amanecer previo a la batalla. La piel color de cera del chico era prácticamente translúcida. Con aquellos ojos de mirada fija parecía salido de otro mundo.

 

Estaba empezando a pensar que finalmente tenían la muerte encima y que era preciso buscar un sitio para esconderse donde no pudieran encontrarlos. Cuando se dedicaba a mirar cómo dormía el chico había momentos en los que empezaba a sollozar sin poder controlarse pero no por la idea de la muerte. No estaba seguro de cuál era el motivo pero pensaba que tenía que ver con la belleza o con la bondad. Cosas en las que ya no podía pensar de ninguna de las maneras. Se agazaparon en un bosque desolado y bebieron agua de acequia filtrada con un trapo. Había visto al chico en sueños tendido sobre una tabla mortuoria y se despertó horrorizado. Lo que podía soportar en el mundo de vigilia no lo soportaba de noche y permaneció despierto por temor a que el sueño volviera.

 

Escarbaron en las ruinas calcinadas de casas en las que antes no habrían entrado. Un cadáver flotando en el agua negra de un sótano entre desperdicios y cañerías herrumbrosas. Entró en una sala de estar parcialmente incendiada y a cielo abierto. Las tablas alabeadas por el agua inclinándose hacia el exterior. Tomos empapados en una librería. Cogió uno y lo abrió y luego lo volvió a dejar donde estaba. Todo húmedo. Pudriéndose. En un cajón encontró una vela. No había cómo encenderla. Se la metió en el bolsillo. Salió a la luz gris y se quedó allí de pie y fugazmente vio la verdad absoluta del mundo. El frío y despiadado girar de la tierra intestada. Oscuridad implacable. Los perros ciegos del sol en su carrera. El aplastante vacío negro del universo. Y en alguna parte dos animales perseguidos temblando como zorros escondidos en su madriguera. Tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlo.

 

A las afueras de un pueblo se sentaron a descansar en la cabina de un camión, mirando por un parabrisas que las lluvias recientes habían dejado limpio. Una ligera capa de ceniza. Extenuados. Junto a la carretera había otro rótulo advirtiendo de la muerte, las letras descoloridas con los años, Casi le hizo sonreír. ¿Lees eso?, dijo.

Sí.

No hagas caso. Ahí no hay nadie.

¿Están todos muertos?

Eso creo.

Ojalá aquel niño estuviera con nosotros.

Vámonos, dijo.

 

Sueños suntuosos de los que aborrecía despertar. Cosas que el mundo ya no conocía. El frío lo impulsó a atizar el fuego. El recuerdo de ella cruzando el jardín a primera hora de la mañana en su fina bata rosa que se pegaba a sus pechos. Pensó que cada recuerdo evocado debe violentar en alguna medida sus orígenes. Como en un juego. El juego del teléfono. Más vale ser parco. Lo que uno altera mediante el recuerdo tiene sin embargo una realidad, sea o no conocida.

 

Recorrieron las calles envueltos en sus cochambrosas mantas. Él llevaba el revólver a la altura de la cintura y al chico cogido de la mano. Al otro extremo del pueblo vieron una casa solitaria en medio de un campo y fueron hasta allí y entraron y miraron en las habitaciones. Se toparon consigo mismos reflejados en un espejo y él casi levantó la pistola. Somos nosotros, susurró el chico. Somos nosotros.

Desde el umbral de la puerta de atrás contempló los campos y al fondo la carretera y la campiña desolada más allá de la carretera. En el patio había una barbacoa improvisada con un barril de doscientos litros rajado a lo largo con un soplete y puesto sobre un armazón de hierro soldado. Unos cuantos árboles muertos en el jardín. Una cerca. Un cobertizo metálico. Se despojó de la manta que llevaba sobre los hombros y arropó al chico con ella.

Quiero que esperes aquí.

Yo quiero ir contigo.

Solo voy hasta allá a echar un vistazo. Quédate aquí sentado. Podrás verme todo el tiempo. Te lo prometo.

 

Cruzó el jardín y empujó la puerta, todavía con la pistola en la mano. Era una especie de caseta. Suelo de tierra. Estantes metálicos con unas macetas de plástico. Todo cubierto de ceniza. Había herramientas de jardinería en el rincón. Un cortacésped. Un banco de madera al pie de la ventana y al lado un armarito metálico. Abrió el armario. Catálogos antiguos. Paquetes de semillas. Begonia. Dondiego de día. Se los guardó en el bolsillo. ¿Para qué? En el estante superior había dos latas de aceite para motor y se metió la pistola por el cinturón y cogió las latas y las puso encima del banco. Eran muy antiguas, hechas de cartón con cofias de metal. El aceite había empapado el cartón pero todavía parecían llenas. Retrocedió y miró desde la puerta. El chico estaba sentado en los escalones de atrás de la casa envuelto en las mantas y mirándolo a él. Cuando se dio la vuelta vio una lata de gasolina en el rincón detrás de la puerta. Sabía que no podía haber gasolina dentro pero cuando la inclinó con el pie y la hizo caer oyó un leve chapoteo. Cogió la lata y la llevó al banco e intentó desenroscar el tapón pero no pudo. Sacó los alicates del bolsillo de su chaqueta y separó las mandíbulas y probó.

Ajustaban por poco y arrancó el tapón y lo dejó encima del banco y olfateó la lata. Un olor nauseabundo. Gasolina vieja de años. Pero ardería. Volvió a colocar el tapón y se guardó los alicates en el bolsillo. Buscó algún envase más pequeño pero no había ninguno. No debería haber tirado la botella. Mirar en la casa.

 

Al cruzar por la hierba se sintió mareado y hubo de detenerse. Se preguntó si sería de oler la gasolina. El chico le estaba observando. ¿Cuántos días hasta la muerte? ¿Diez? No muchos más. No podía pensar. ¿Por qué se había detenido? Dio media vuelta y miró la hierba. Regresó. Tanteando el suelo con los pies. Se detuvo y dio media vuelta otra vez. Luego regresó al cobertizo. Salió con una pala de jardín y allí donde antes se había parado hincó la hoja en el suelo. Se hundió hasta la mitad y luego produjo un sonido hueco como a madera. Empezó a retirar la tierra con la pala.

 

Ritmo lento. Dios, qué cansado estaba. Tuvo que apoyarse en la pala. Levantó la cabeza y miró al chico. Se dobló otra vez para continuar. No mucho después ya descansaba entre palada y palada. Lo que al cabo desenterró era un trozo de contrachapado cubierto con fieltro para techos. Excavó un poco más junto a los bordes. Era una puerta de casi un metro por dos o algo menos. En un extremo tenía una aldaba con un candado sujeto mediante cinta adhesiva dentro de una bolsa de plástico. Descansó agarrándose al mango de la pala, la frente en el pliegue del brazo. Cuando levantó de nuevo la cabeza el chico estaba de pie a unos pocos pasos de él. Muy asustado. No la abras, papá, susurró.

Tranquilo.

Por favor, papá. Por favor.

No pasa nada.

Sí que pasa.

Tenía los puños cerrados sobre el pecho y botaba de puro miedo. El hombre tiró la pala y lo rodeó con sus brazos. Vamos, dijo. Nos sentaremos en el porche y descansaremos un poco.

¿Y luego nos vamos?

Descansemos un rato.

Vale.

Se sentaron envueltos en las mantas y contemplaron el patio. Estuvieron sentados mucho tiempo. Él intentó explicar al chico que allí no había nadie enterrado pero el chico rompió a llorar. Al cabo de un rato hasta él mismo pensó que el niño quizá tenía razón.

Quedémonos aquí sentados. No hace falta hablar.

Vale.

 

Recorrieron otra vez la casa. Encontró una botella de cerveza y un resto de cortina y rasgó un borde de la tela y lo embutió por el cuello de la botella usando un colgador. Te presento nuestra nueva lámpara, dijo.

¿Cómo la vamos a encender?

En el cobertizo he encontrado un poco de gasolina. Y también aceite. Ya te enseñaré.

Vale.

Vamos, dijo el hombre. Todo irá bien. Te lo prometo.

Pero al inclinarse para mirar la cara del chico bajo la capucha de la manta mucho se temió que algo había desaparecido para siempre, irremediablemente.

 

Salieron de la casa y cruzaron el patio hasta el cobertizo. Dejó la botella encima del banco y cogió un destornillador e hizo un agujero en una de las latas de aceite y luego uno más pequeño para que drenara mejor. Extrajo la mecha de la botella y llenó la botella hasta la mitad, viejo aceite lubricante monogrado, espeso y gélido, tardaba mucho en fluir. Desenroscó el tapón de la lata de gasolina y utilizó uno de los paquetes de semillas para hacer un pequeño espiche y echó gasolina en la botella y puso la yema del pulgar encima y la agitó. Luego derramó un poco en un plato de barro y cogió el trapo y volvió a meterlo en la botella presionando con el destornillador. Se sacó un pedacito de sílex del bolsillo y cogió los alicates y golpeó el pedernal contra la sierra de las mandíbulas. Después de probar un par de veces añadió más gasolina al plato. Van a salir llamas, dijo. El chico asintió con la cabeza. Rascó en el plato para producir chispa y la gasolina prendió echando llama con un bufido grave. Alcanzó la botella y la inclinó y encendió la mecha y sopló para apagar la llama del plato y le pasó al chico la botella humeante. Toma, dijo. Cógela.

¿Qué vamos a hacer?

Sostén la mano delante de la llama. No dejes que se apague.

Se puso de pie y se sacó la pistola del cinturón. Esta puerta parece como la otra, dijo. Pero no es igual. Ya sé que estás asustado. No te preocupes. Creo que ahí dentro puede haber cosas y es preciso echar una ojeada. No tenemos otro sitio adonde ir. Eso es todo. Quiero que me ayudes. Si no quieres sostener la lámpara tendrás que coger la pistola.

Prefiero la lámpara.

De acuerdo. Esto es lo que hacen los buenos. Seguir intentándolo. Jamás se rinden.

Vale.

Condujo al chico hacia el patio dejando una estela de humo negro de la lámpara. Se metió la pistola por el cinturón y agarró la pala y empezó a arrancar la aldaba del contrachapado. Hincó la pala bajo la aldaba e hizo palanca y luego se arrodilló y agarró el candado y lo retorció hasta soltarlo y lo tiró a la hierba. Levantó ligeramente la puerta haciendo palanca con la pala y metió los dedos debajo y luego se incorporó y la levantó. La tierra resbaló por las tablas. Miró al chico. ¿Estás bien?, dijo. El chico asintió sin abrir la boca, sosteniendo la lámpara ante él. El hombre abrió completamente la puerta y la dejó caer en la hierba. Una tosca escalera hecha de tablones de sesenta por metro treinta descendía hacia la oscuridad. Le cogió la lámpara al chico. Empezó a bajar por la escalera pero luego se volvió y se inclinó para dar un beso al chico en la frente.

 

Las paredes del búnker eran de bloque de hormigón. Un piso de cemento cubierto por baldosas de cocina. Había un par de catres de hierro con el somier al aire, arrimados a sendas paredes, las colchonetas enrolladas a los pies al estilo militar. Se dio la vuelta y miró al chico que estaba agachado allí arriba pestañeando por el humo que ascendía de la lámpara y luego bajó hasta los peldaños inferiores y se sentó y extendió el brazo con la lámpara. Dios mío, susurró. Dios mío.

¿Qué pasa, papá?

Baja. Dios mío. Baja.

Cajas y más cajas de alimentos enlatados. Tomates, melocotones, alubias, albaricoques. Jamón en lata. Cecina. Cientos de litros de agua en bidones de plástico de cuatro litros. Servilletas de papel, papel higiénico, platos de papel. Bolsas de basura de plástico llenas de mantas. Se llevó una mano a la frente. Dios mío, dijo. Se volvió y miró al chico. No hay peligro, dijo. Puedes bajar.

Papá...

Baja. Baja y mira esto.

Dejó la lámpara en el escalón y subió y cogió al chico de la mano. Vamos, dijo. No pasa nada.

¿Qué has encontrado?

De todo. Espera y verás. Lo condujo escaleras abajo y agarró la botella y sostuvo la llama en alto. Fíjate bien, dijo. Fíjate.

¿Qué es todo esto, papá?

Es comida. ¿Lo puedes leer?

Peras. Ahí dice peras.

Exacto. Eso dice, sí. Santo cielo.

La altura era la justa para poder estar de pie. Agachó la cabeza para esquivar un fanal con pantalla metálica verde que colgaba de un gancho. Sin soltar la mano del chico recorrieron las hileras de envases etiquetados. Chile, maíz, estofado, sopa, salsa para pasta. Las riquezas de un mundo desaparecido. ¿Por qué hay todo esto aquí abajo?, dijo el chico. ¿Es de verdad? Desde luego. Es muy de verdad.

Bajó una de las cajas y la abrió con los dedos y sacó una lata de melocotón. Alguien pensó que podía necesitar todo esto.

Pero no llegó a usarlo.

No. No llegó a usarlo.

Todos se murieron.

Sí.

¿Está bien que lo cojamos nosotros?

Sí. Ellos así lo habrían querido. Igual que nosotros habríamos querido que lo usaran ellos.

¿Eran de los buenos?

Sí. Eran buenos.

Como nosotros.

Como nosotros. Sí.

Entonces no hay problema.

No. Ningún problema.

 

Había cuchillos y utensilios de plástico y cubiertos y herramientas de cocina en una bolsa de plástico. Un abrelatas. Había linternas pero no funcionaban. Encontró una caja de pilas eléctricas y pila secas y se puso a revolver. La mayor parte corroídas y supurando ácido pero algunas de ellas parecían en buen estado. Finalmente consiguió hacer funcionar una de las linternas y la puso encima de la mesa y apagó de un soplo la humeante llama de la lámpara. Arrancó un trozo de cartón de la caja que había abierto y apartó el humo y luego subió para bajar la trampilla y se giró y miró al chico. ¿Qué te gustaría cenar?, dijo.

Peras.

Buena elección. Que sean peras.

Cogió dos tazones de papel de un paquete envuelto en plástico y los puso encima de la mesa. Desenrolló las colchonetas para sentarse en los catres y abrió el envase de peras y sacó una lata y la puso en la mesa y sujetó la tapa con el abridor y empezó a girar la rueda. Miró al chico. El chico estaba sentado tranquilamente en el catre, todavía envuelto en su manta, observando. El hombre pensó que probablemente no se había comprometido del todo a nada de aquello. En cualquier momento uno podía despertar en el oscuro y húmedo bosque. Van a ser las mejores peras que hayas comido nunca, dijo. Las mejores. Espera y verás.

 

Se comieron la lata de peras sentados uno al lado del otro. Luego comieron una de melocotones. Lamieron las cucharas e inclinaron los tazones para beber el empalagoso almíbar. Se miraron.

Otra.

No quiero que vomites.

No voy a vomitar.

Hace mucho que no comes.

Ya lo sé.

Vale.

 

Acostó al chico en el catre y alisó sus mugrientos cabellos sobre la almohada y lo tapó con mantas. Cuando subió y levantó la puerta era casi de noche. Fue al garaje y cogió la mochila y volvió y echó un último vistazo y luego bajó los escalones y cerró la puerta y remetió un asa de los alicates en la gruesa aldaba del interior. La linterna eléctrica empezaba a perder potencia y buscó entre los pertrechos hasta que encontró unas cajas de nafta en latas de tres litros. Sacó una de las latas y la puso encima de la mesa y desenroscó el tapón y rompió el sello metálico pinchando con un destornillador. Luego descolgó la lámpara del techo y la llenó. Había encontrado antes unos mecheros de butano en una caja de plástico y utilizó uno para encender la lámpara y ajustó la llama y la volvió a colgar de su gancho. Luego se quedó sentado en el catre.

 

Mientras el chico dormía empezó a revisar metódicamente las provisiones. Ropa, jerséis, calcetines. Una jofaina de acero inoxidable y esponjas y pastillas de jabón. Dentífrico y cepillos de dientes. En el fondo de un tarro grande de plástico con tuercas y tornillos y cosas parecidas encontró dos puñados de krugerrands de oro dentro de un saquito de tela. Sacó las monedas y jugueteó con ellas en la mano y las miró y luego volvió a meterlas en el tarro junto con la quincalla y devolvió el tarro al estante.

 

Lo revisó todo, moviendo cajas de un lado de la habitación al otro. Una pequeña puerta metálica daba a una segunda habitación donde guardaban botellas de gasolina. En el rincón un retrete químico. Había en las paredes tubos de ventilación cubiertos de tela metálica y desagües en el suelo. Cada vez hacía más calor dentro del bunker y se había quitado la chaqueta. Lo miró todo con detenimiento. Encontró una caja con cartuchos del calibre 45 para Cok automática y tres cajas de munición para rifle calibre 30-30. Lo que no encontró fue un arma. Cogió la linterna y empezó a mirar en el suelo y en las paredes por si había algún compartimento secreto. Al cabo de un rato se sentó en el catre a comerse una chocolatina. No había ninguna arma y no la iba a haber.

 

Cuando despertó la lámpara del techo siseaba un poco. Las paredes del refugio aparecían iluminadas y otro tanto las cajas. No sabía dónde se encontraba. Estaba acostado con la chaqueta encima. Se incorporó y miró al chico que dormía en el otro catre. Se había quitado los zapatos pero tampoco se acordaba de eso y los cogió de debajo del catre y se los puso y subió la escalera y retiró los alicates de la aldaba y levantó la puerta para asomarse al exterior. Era de mañana, temprano. Miró la casa y luego miró hacia la carretera y se disponía a bajar la trampilla otra vez cuando se detuvo. La vaga luz gris estaba en el oeste. Habían dormido toda la noche y el día siguiente. Bajó la puerta y la aseguró de nuevo y volvió abajo y se sentó en el catre. Echó un vistazo a los víveres. Se había creído a un paso de morir y ahora no iba a morirse y tenía que pensar en eso. Cualquiera podía ver la trampilla en el patio y sacar conclusiones. Tenía que pensar en algo. Esto no era como esconderse en el bosque. Esto era el polo opuesto. Finalmente se levantó y fue hasta la mesa y conectó la pequeña cocina de dos fogones y la encendió y sacó una sartén y un hervidor y abrió la caja de los utensilios de cocina.

 

Lo que despertó al chico fue el ruido del pequeño molinillo manual de café. Se incorporó y miró a su alrededor. ¿Papá?, dijo.

Hola. ¿Tienes hambre?

He de ir al baño. Tengo pipí.

El hombre señaló con la espátula hacia la pequeña puerta metálica. No sabía cómo utilizar el inodoro pero lo utilizarían igual. No iban a estar aquí tanto tiempo y no quería abrir y cerrar la trampilla más de lo necesario. El chico pasó por su lado, el pelo apegotado de sudor. ¿Qué es eso?, dijo.

Café. Jamón. Galletas.

¡Uau!, dijo el chico.

 

Arrastró un pequeño baúl por el suelo entre los dos catres y lo cubrió con una toalla y puso encima platos y tazas y utensilios de plástico. Puso también un bol de galletas cubierto con una toalla de manos y un plato con mantequilla y una lata de leche condensada. Sal y pimienta. Miró al chico. El chico parecía drogado. Fue a coger la sartén y volvió y le echó en el plato un trozo de jamón dorado y le sirvió huevos revueltos de la otra sartén y unas cucharadas de alubias cocidas y luego sirvió café en las dos tazas. El chico le miró.

Adelante, dijo él. Que no se te enfríe.

¿Qué como primero?

Lo que prefieras.

¿Esto es café?

Sí. Mira. Úntate las galletas con mantequilla. Así.

Vale.

¿Te pasa algo?

No lo sé.

¿Te encuentras bien?

Sí.

Dime qué es.

¿Tú crees que deberíamos dar las gracias a esas personas?

¿Qué personas?

Las que nos han regalado todo esto.

Ah. Bueno, podríamos darles las gracias, sí.

¿Lo harás?

¿Por qué no lo haces tú?

No sé cómo.

Claro que sabes. Tú sabes cómo se dan las gracias.

El chico se quedó mirando su plato. Parecía desorientado. El hombre se disponía a hablar cuando dijo: Queridos señores, gracias por esta comida y todo lo demás. Sabemos que lo habíais guardado para vosotros y si estuvierais aquí nosotros no tocaríamos nada de nada aunque estuviéramos muertos de hambre y sentimos que no hayáis podido coméroslo vosotros y esperamos que estéis a salvo en el cielo.

Levantó la vista. ¿Así está bien?, dijo.

Sí. Creo que está bien así.

No quería estar solo en el bunker. Siguió al hombre de aquí para allá mientras él cruzaba el jardín con las jarras de agua hasta el cuarto de baño que había en la parte trasera de la casa. Llevaron consigo el hornillo y un par de cazos y él calentó agua y la echó en la bañera y echó también agua de las jarras. Le llevó mucho tiempo pero quería que el agua estuviera buena y caliente. Con la bañera casi llena el chico se desvistió y se metió tiritando en el agua y se sentó. Flaco y roñoso y desnudo. Sujetándose los hombros. La única luz era el anillo de dientes azules del fogón. ¿Qué opinas?, dijo el hombre.

Al fin caliente.

¿Al fin caliente?

Sí.

¿De dónde has sacado eso?

No lo sé.

Bueno. Al fin caliente.

 

Le lavó el pelo apegotado y sucio y lo enjabonó con las esponjas. Vació el agua ya asquerosa y empezó a enjuagarlo con agua recién calentada del cazo y lo envolvió tiritando en una toalla y después en una manta. Le peinó y se lo quedó mirando. Despedía vapor como si fuera humo. ¿Estás bien?, dijo.

Tengo los pies fríos.

Tendrás que esperarme.

Date prisa.

Se bañó y luego salió del agua y echó detergente en la bañera y hundió los apestosos vaqueros de ambos empujando con un desatascador ¿Estás listo?, dijo.

Sí.

Apagó el fogón, que chisporroteó antes de extinguirse del todo, y fue a encender la linterna y la dejó en el suelo. Se sentaron sobre el borde de la bañera y se pusieron los zapatos y luego le pasó al chico el cazo y el jabón y él cogió el hornillo y el frasco de gasolina y la pistola y envueltos en las mantas regresaron al bunker.

Se sentaron en el catre con un tablero de damas entre los dos, recién vestidos con jerséis y calcetines nuevos y arrebujados en las mantas nuevas. Él había enchufado una pequeña estufa de gas y bebieron Coca-Cola en tazones de plástico y al cabo de un rato volvió a la casa y estrujó los vaqueros y regresó con ellos y los colgó a secar.

¿Cuánto tiempo podemos quedarnos, papá?

No mucho.

¿Eso cuánto es?

No lo sé. Quizá un día más. Tal vez dos.

Porque es peligroso.

Sí.

¿Crees que nos encontrarán?

No. No nos encontrarán.

Podrían encontrarnos.

No. Seguro que no nos encontrarán.

 

Después cuando el chico ya dormía fue a la casa y arrastró varios muebles hasta el jardín. Luego sacó un colchón y lo puso sobre la trampilla y desde dentro lo levantó sobre el contrachapado y bajó despacio la puerta de manera que el colchón la cubriera por completo. No era muy ingenioso pero más valía eso que nada. Mientras el chico dormía se sentó en el catre y a la luz de la linterna fabricó balas falsas mondando una rama con su cuchillo y las fue encajando una a una en los agujeros vacíos del tambor del revólver. Dio forma a los extremos con el cuchillo y lijó las balas con sal y las ensució de hollín hasta darles un tono como de plomo. Cuando tuvo las cinco terminadas las introdujo en los agujeros y cerró el tambor y giró el arma y la miró. Incluso tan de cerca parecía que estuviera cargada. La dejó a un lado y se levantó y fue a tocar las perneras de los vaqueros que humeaban sobre la estufa.

Tenía un puñado de vainas de cartucho vacías para la pistola pero habían desaparecido con todo lo demás. Debería habérselas guardado en el bolsillo. Había perdido incluso la última. Pensó que quizá podría recargarlas con los cartuchos del calibre 45. Los fulminantes seguramente servirían si era capaz de sacarlos sin echarlos a perder. Dar forma a las balas con el cúter. Se levantó e inspeccionó una vez más las provisiones. Luego apagó la lámpara hasta que la llama se extinguió de mala gana y fue a dar un beso al chico. Se acostó en el otro catre con las mantas limpias y echó una última ojeada a aquel pequeño paraíso que palpitaba en la luz naranja de la estufa y después se quedó dormido.



  

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