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LA CARRETERA 12 страница



 

Transportaron sus nuevas posesiones envueltas en lonas o mantas a lo largo de la playa y lo cargaron todo en el carrito. El chico intentó llevar demasiadas cosas y cuando se detenían para descansar el hombre le cogía parte de la carga y la juntaba con la suya propia. El barco se había movido ligeramente de sitio con la tormenta. Se lo quedó mirando. El chico le observó. ¿Vas a volver allí?, dijo.

Creo que sí. Un último vistazo.

Tengo un poco de miedo.

No pasa nada. Tú estate atento.

Si ya tenemos demasiadas cosas...

Lo sé. Solo quiero echar otro vistazo.

Vale.

 

Recorrió el barco de proa a popa una vez más. Para. Piensa. Se sentó en el suelo del salón con los pies en sus botas de goma apuntalados en el pedestal de la mesa. Ya empezaba a oscurecer. Intentó recordarlo que sabía de barcos. Se levantó y salió otra vez a cubierta. El chico estaba sentado junto al fuego. Bajó a la bañera y se sentó en el banco con la espalda apoyada en el mamparo y los pies en la cubierta casi a la altura de los ojos. Solo llevaba puesto el jersey y encima el sueter pero le calentaba muy poco y no dejaba de tiritar. Cuando se disponía a levantarse cayó en la cuenta de que había estado mirando las sujeciones del mamparo del fondo. Había cuatro. De acero inoxidable. En tiempos los bancos habían estado cubiertos por cojines y pudo ver los lazos en la esquina allí donde se habían desgarrado. En la parte baja del mamparo justo encima del asiento asomaba una correa de nailon, el extremo de la misma doblado y bordado en punto de cruz. Volvió a mirar las sujeciones. Eran fallebas giratorias con alas para la yema del pulgar. Se levantó y se arrodilló encima del banco y giró ambas fallebas hacia la izquierda. Funcionaban por resorte y cuando las hubo aflojado agarró la correa que asomaba del fondo y tiró y el tablero quedó suelto. Dentro, debajo de la cubierta, había un espacio que contenía unas cuantas velas enrolladas y lo que parecía ser una balsa de goma para dos personas enrollada y atada con pulpos. Un par de pequeños remos de plástico. Una caja de bengalas. Y detrás de eso una caja de herramientas, la tapa sellada mediante cinta aislante de electricista. La sacó de allí y encontró el extremo de la cinta y la arrancó alrededor de la abertura y descorrió los broches cromados y levantó la tapa. Dentro había una linterna amarilla, un faro estroboscópico alimentado por pila seca, un botiquín de primeros auxilios. Una radiobaliza de plástico amarillo. Y un estuche negro de plástico del tamaño de un libro. Lo sacó de la caja y soltó los pasadores y lo abrió. Encajada dentro había una vieja pistola de señales de 37 milímetros. La sacó con ambas manos y se la quedó mirando. Presionó la palanca para abrirla. La recámara estaba vacía pero en un receptáculo de plástico había ocho cartuchos de bengala, cortos y chatos y por su aspecto nuevos. Volvió a encajar la pistola en el estuche y cerró la tapa corriendo los pasadores.

 

Salió del agua aterido y tosiendo y se envolvió en una manta y se sentó en la arena tibia delante del fuego con las cajas a su lado. El chico se agachó e intentó rodearlo con sus brazos, cosa que al menos le hizo esbozar una sonrisa. ¿Qué has encontrado, papá?, dijo.

Un botiquín. Y también una pistola de señales.

¿Y eso qué es?

Te lo enseñaré. Es para lanzar bengalas.

¿Es eso lo que habías ido a buscar?

Sí.

¿Cómo sabías que estaba en el barco?

Bueno, confiaba en que hubiera una. Digamos que ha sido cuestión de suerte.

Abrió el estuche y lo giró para que el chico la viera.

Es un arma.

Sí. Disparas hacia arriba y la bengala produce una luz fuerte.

¿Puedo mirarla?

Claro.

El chico sacó la pistola del estuche y la sostuvo. ¿Se puede disparar a alguien con esto?, dijo.

Se puede.

¿Y lo matarías?

No, pero le prenderías fuego.

¿Por eso la has cogido?

Sí.

Porque no hay nadie a quien hacer señales, ¿verdad?

No. No hay nadie.

Me gustaría verlo.

¿Quieres decir disparar?

Sí.

Podemos dispararla.

¿De verdad?

Claro.

¿A oscuras?

Sí. A oscuras.

Como si fuera una fiesta.

Como una fiesta. Sí.

¿Podemos disparar esta noche?

¿Por qué no?

¿Está cargada?

No. Pero podemos cargarla.

El chico se quedó de pie con la pistola en la mano. Apuntó hacia el mar. Uau, dijo.

 

Se vistió y echaron a andar por la playa con el resto del botín. ¿Adónde crees que se ha ido la gente, papá?

¿Los del barco?

Sí.

No lo sé.

¿Crees que han muerto?

No lo sé.

Pero no tenían todas las de ganar.

El hombre sonrió. ¿No tenían todas las de ganar?

¿Verdad que no?

Probablemente no.

Yo creo que murieron.

Puede ser.

Creo que eso es lo que les pasó.

Podrían estar vivos en alguna parte, dijo el hombre. Es posible. El chico guardó silencio. Siguieron adelante. Llevaban los pies envueltos en lona para velas y encima de la lona unos pampooties improvisados con trozos de plástico azul y en sus idas y venidas dejaban extrañas huellas. Pensó en lo que inquietaba al chico y al cabo de un rato dijo: Seguramente tienes razón. Yo creo que deben de haber muerto.

Porque si estuvieran vivos sería como robarles sus cosas.

Y nosotros no les robamos nada.

Ya lo sé.

Bien.

¿Y tú cuántas personas crees que están vivas?

¿En todo el mundo?

Sí. En todo el mundo.

No sé. Paremos a descansar un poco.

Vale.

Me estás agotando.

Vale.

Se sentaron entre los fardos.

¿Cuánto tiempo podemos quedarnos aquí, papá?

Eso ya me lo has preguntado antes.

Ya lo sé.

Veremos.

Eso quiere decir poco tiempo.

Probablemente.

El chico hizo agujeros en la arena con sus dedos hasta formar una circunferencia. El hombre le observó. No sé cuánta gente puede haber, dijo. No creo que sean muchos.

Ya. Se arrebujó en la manta y dirigió la mirada hacia la playa gris y estéril.

¿Qué pasa?, dijo el hombre.

Nada.

No. Dímelo.

Podría haber gente viva en alguna otra parte.

¿En qué otra parte?

No sé. Cualquiera.

¿Quieres decir fuera de la Tierra?

Sí.

Lo dudo. No podrían vivir en cualquier otra parte.

¿Ni que pudieran llegar allí?

No.

El chico apartó la vista.

¿Qué?, dijo el hombre.

Sacudió la cabeza. No sé qué estamos haciendo, dijo.

El hombre empezó a responder pero se calló. Al cabo de un rato dijo: Hay gente. Hay gente y la encontraremos. Ya lo verás.

 

Preparó algo de cenar mientras el chico jugaba en la arena. Tenía una espátula hecha con una lata de comida aplanada y estaba construyendo un pequeño pueblo con calles que se entrecruzaban. El hombre se le acercó y se puso en cuclillas para mirar. El chico levantó la cabeza. El mar lo borrará, ¿no?

Sí.

Bueno.

¿Sabes escribir el alfabeto?

Sí que sé.

Ya no te doy clases.

Es verdad.

¿Puedes escribir algo en la arena?

Quizá podríamos escribirles una carta a los buenos. Así si vienen por esta playa sabrán que estuvimos aquí. Podríamos escribirla un poco más arriba donde el agua no se la lleve.

¿Y si la ven los malos?

Claro.

No debería haber dicho eso. Vamos a escribirles una carta.

El chico negó con la cabeza. Da igual, dijo.

 

Cargó la pistola de señales y tan pronto como hubo oscurecido caminaron por la playa lejos de la lumbre y le preguntó al chico si quería disparar.

Dispárala tú, papá. Tú sabes cómo se hace.

Vale.

Montó el arma y apuntó hacia lo alto mirando a la bahía y apretó el gatillo. Con un largo bufido la bengala ascendió en parábola hacia las tinieblas y estalló sobre el agua y su luz empañada quedó suspendida en el aire. Los tentáculos de magnesio al rojo descendieron lentamente en la oscuridad y la pálida franja de playa entre la pleamar y la bajamar surgió de pronto al resplandor aquel y fue desvaneciéndose. Miró al chico que tenía la cara vuelta hacia arriba.

Desde muy lejos no podrían verla, ¿verdad, papá?

¿Quiénes?

Quienes sean.

Desde muy lejos no.

Si quisieras indicarles tu posición.

¿A los buenos, quieres decir?

Por ejemplo. O a alguien que quisieras que supiera dónde estabas.

¿Como quién?

No sé.

¿Como Dios?

Sí. Alguien así, supongo.

 

Por la mañana encendió fuego y bajó hasta la orilla mientras el chico dormía. No se ausentó mucho rato pero tuvo una extraña sensación y cuando volvió el chico estaba de pie esperándolo envuelto en sus mantas. Se dio prisa. Cuando llegó el chico se había sentado.

¿Qué pasa?, dijo. ¿Qué ocurre?

No me encuentro bien, papá.

Le puso una mano en la frente. Estaba ardiendo. Lo cogió en brazos y lo llevó al fuego.

Tranquilo, dijo. Se te pasará.

Creo que voy a vomitar.

No pasa nada.

Se sentó con él en la arena y le sostuvo la frente mientras el chico se doblaba y vomitaba. Le limpió la boca con la mano. Lo siento, dijo el chico. Chsss... No has hecho nada malo.

 

Lo llevó hasta el campamento y lo tapó con mantas. Intentó hacerle beber un poco de agua. Puso más leña en el fuego y se arrodilló con la mano apoyada en la frente del chico. Te pondrás bien, dijo. Estaba aterrorizado.

No te vayas, dijo el chico.

Naturalmente que no.

Ni siquiera un ratito.

Descuida. Estoy aquí.

Vale. Vale, papá.

Lo tuvo abrazado toda la noche, durmiéndose a ratos y despertando presa del pánico, palpando el corazón del chico. Por la mañana no había mejorado. Trató de hacerle beber un poco de zumo pero no quiso. Le apretaba la frente con la mano, confiando en notar un frescor que no llegaba. Limpió su blanca boca mientras el chico dormía. Cumpliré mi promesa, susurró. Pase lo que pase. No te enviaré solo a la oscuridad.

 

Rebuscó en el botiquín rescatado del barco pero no había nada que pudiera utilizar. Un tubo de aspirinas. Vendas y desinfectante. Antibióticos pero con un período de validez muy corto. Sin embargo era todo cuanto tenía y ayudó al chico a beber y le puso una cápsula en la lengua. Estaba empapado en sudor. Le había retirado ya las mantas y le bajó la cremallera de la chaqueta y luego le quitó la ropa y lo apartó del fuego. El chico abrió los ojos y le miró. Estoy muerto de frío, dijo.

Lo sé. Pero tienes la fiebre muy alta y hay que bajarla como sea.

¿Puedo taparme con otra manta?

Sí. Claro.

No te marcharás.

No. No me marcharé.

 

Llevó las mugrientas prendas del chico al mar y las lavó, allí de pie y tiritando en el agua salada, desnudo de cintura para abajo, sacudiendo la ropa y estrujándola. Luego extendió las prendas junto a la lumbre sobre unos palos clavados en la arena y apiló más leña y fue a sentarse otra vez al lado del chico, alisando sus cabellos apelotonados. Al anochecer abrió una lata de sopa y la puso encima de las brasas y comió mientras veía crecer la oscuridad. Cuando se despertó estaba tiritando nimbado en la arena y del fuego quedaba poco más que ceniza y era noche cerrada. Se incorporó sobresaltado y tocó al chico. Sí, dijo en voz baja. Sí.

 

Volvió a encender el fuego y cogió un paño y lo humedeció y se lo puso al chico en la frente. El amanecer invernal se aproximaba y cuando hubo clareado lo suficiente fue hasta el bosque pasadas las dunas y volvió arrastrando una gran narria de ramas muertas y se puso a partirlas y a amontonarlas cerca de la lumbre. Aplastó unas aspirinas en una taza y las disolvió con agua y añadió un poco de azúcar y se sentó y le levantó la cabeza al chico y sostuvo la taza mientras bebía.

 

Caminó por la playa, encorvado y tosiendo. Se quedó contemplando las olas oscuras. La fatiga lo hacía tambalearse. Regresó y se sentó junto al chico y volvió a doblar el paño y le limpió la cara y luego extendió el paño sobre su frente. Tienes que quedarte cerca, dijo. Tienes que ser rápido. Para poder estar a su lado. Abrazarlo. El último día de la Tierra.

 

El chico durmió todo el día. De tanto en tanto lo despertaba para darle agua con azúcar y la garganta reseca del chico emitía convulsos resoplidos. Tienes que beber, le dijo. Vale, resolló el chico. Encajó la taza en la arena a su lado y ahuecó la manta doblada bajo su cabeza sudorosa y lo tapó. ¿Tienes frío?, dijo. Pero el chico ya se había dormido.

 

Trató de no dormir en toda la noche pero fue en vano. Se despertaba cada dos por tres y se daba palmetazos en la cara o tenía que levantarse para cebar el fuego. Abrazó al chico y se inclinó para escuchar su trabajosa respiración. La mano apoyada en el costillar enjuto. Caminó por la playa hasta donde iluminaba el fuego y se quedó allí con los puños apretados en lo alto del cráneo y cayó de rodillas sollozando de rabia.

 

Llovió ligeramente por la noche, un golpeteo suave en la lona. La puso encima de los dos para protegerse y se dio la vuelta abrazando al niño, mirando las llamas azules a través del plástico. Se quedó dormido pero no soñó.

 

Cuando volvió a despertar apenas sabía dónde estaba. El fuego estaba apagado, había dejado de llover. Retiró la lona hacia atrás y se incorporó sobre los codos. Un día gris. El chico le estaba mirando. Papá, dijo.

Sí. Estoy aquí.

¿Puedo beber agua?

Sí. Claro que puedes. ¿Cómo te encuentras?

Un poco raro.

¿Tienes hambre?

Solo tengo mucha sed.

Voy a por el agua.

Apartó las mantas y se levantó y fue a buscar la taza del niño y la llenó con agua de la jarra de plástico y volvió y le acercó la taza a los labios. Te pondrás bien, dijo. El chico bebió. Luego asintió con la cabeza y miró a su padre. Se bebió el resto del agua. Más, dijo.

 

Encendió fuego y colocó la ropa mojada del chico a secar y le llevó una lata de zumo de manzana. ¿Recuerdas algo?, dijo.

¿De qué?

De que estabas enfermo y vomitaste.

Me acuerdo de que disparamos la pistola.

¿Recuerdas que fui a buscar cosas al barco?

Se quedó sentado sorbiendo el zumo. Levantó la vista. No soy un retrasado mental, dijo.

Ya lo sé.

He tenido sueños muy raros.

¿De qué iban?

No quiero contártelo.

Está bien. Quiero que te laves los dientes.

Con dentífrico de verdad.

Sí.

Vale.

 

Comprobó todas las latas de comida pero no encontró nada sospechoso. Tiró unas cuantas que estaban bastante oxidadas. Aquella tarde se sentaron junto al fuego y el chico tomó sopa caliente y el hombre giró sus ropas en los palos y se quedó mirándole hasta que el chico se sintió incómodo. Deja de mirarme, papá, dijo.

Vale.

Pero siguió haciéndolo.

 

Dos días después ya caminaban por la playa hasta el farallón con sus patucos de plástico. Prepararon copiosas comidas y él improvisó un cobertizo de lona con cuerdas y palos para protegerse del viento. Redujeron sus pertrechos a lo que podían cargar en el carro y pensó que al cabo de dos días quizá podrían ponerse en camino. Luego al volver por la tarde al campamento vio huellas de bota en la arena. Se detuvo y se quedó mirando hacia la playa. Dios mío, dijo. Dios mío.

¿Qué pasa, papá?

Se sacó la pistola del cinturón. Vamos, dijo. Date prisa.

 

La lona no estaba. Ni las mantas. Tampoco la botella de agua ni la comida que habían dejado en el campamento. La lona había ido a parar a las dunas. Los zapatos habían desaparecido. Corrió por el bajío de avena de mar donde había dejado el carrito pero el carrito no estaba. No había nada. Qué estúpido he sido, dijo. Qué estúpido.

El chico estaba allí de pie con los ojos desorbitados. ¿Qué ha pasado, papá?

Se lo han llevado todo. Vamos.

El chico levantó la cabeza. Estaba empezando a llorar.

No te alejes de mí, dijo el hombre. No te alejes por nada.

 

Pudo ver el rastro del carrito allí donde lo habían empujado por la arena suelta. Huellas de botas. ¿Cuántas? Perdió el rastro al mejorar el terreno pasados los helechos y luego lo encontró otra vez. Cuando llegaron a la carretera se detuvo sin soltar al chico de la mano. La carretera quedaba expuesta al viento del mar y estaba libre de ceniza salvo en unos cuantos trechos aislados. No pises la calzada, dijo. Y deja de llorar. Tenemos que quitarnos toda la arena de los pies. Ven, siéntate.

Desató las envueltas y las sacudió y volvió a atarlas. Quiero que colabores, dijo. Estamos buscando arena. Arena en la carretera. Aunque sea muy poca. Para ver hacia dónde han ido. ¿Vale?

Vale.

 

Echaron a andar por al asfalto en sentidos opuestos. No había caminado mucho cuando el chico le llamó. Aquí, papá. Se han ido por aquí. Cuando llegó el chico estaba agachado en la carretera. Mira esto, dijo. Era como media cucharilla de arena de playa vertida de algún punto de la estructura inferior del carrito. El hombre miró carretera allá. Buen trabajo, dijo. En marcha.

 

Empezaron a correr a un trote corto. Pensaba que sería capaz de mantener ese ritmo pero no pudo. Tuvo que parar, inclinado al frente y tosiendo. Miró al chico, jadeante. Tendremos que ir andando, dijo. Si nos oyen se apartarán de la carretera y se esconderán. Vamos.

¿Cuántos son, papá?

No lo sé. Quizá solo uno.

¿Vamos a matarlos, papá?

No lo sé.

 

Siguieron adelante. Transcurrió otra hora y era casi de noche cuando por fin alcanzaron al ladrón, doblado sobre el carrito, caminando con esfuerzo por la carretera. Cuando miró hacia atrás y los vio trató de correr con el carrito pero era inútil y finalmente se detuvo y se situó detrás del carrito empuñando un cuchillo de carnicero. Al ver la pistola retrocedió unos pasos pero sin soltar el cuchillo.

Apártate del carrito, dijo el hombre.

Los miró. Miró al chico. Era un desterrado de una de las comunas y le habían cortado los dedos de la mano derecha. Intentó esconderla detrás de su espalda. Una especie de espátula carnosa. El carrito estaba cargado hasta arriba. Se lo había llevado todo.

Apártate del carrito y suelta el cuchillo.

Miró a su alrededor. Como si pudiera encontrar ayuda en alguna parte. Escuálido, macilento, barbudo, asqueroso. Su vieja chaqueta de plástico remendada con cinta adhesiva. La pistola era de doble acción pero el hombre la amartilló igualmente. Dos sonoros clics. Por lo demás solo se les oía respirar en el silencio de la marisma. Les llegó el olor pestilente de sus harapos. Si no sueltas el cuchillo y te apartas del carro, dijo el hombre, te vuelo la tapa de los sesos. El ladrón miró al niño y lo que vio pareció tranquilizarlo mucho. Dejó el cuchillo encima de las mantas y retrocedió y se quedó quieto.

Más atrás.

Retrocedió otra vez.

Papá, dijo el chico.

Quédate callado.

La mirada fija en el ladrón. Maldito seas, dijo.

Papá, por favor, no le mates.

Los ojos del ladrón giraron exorbitadamente. El chico estaba llorando.

Vamos, tío. Yo he hecho lo que me decías. Haz tú caso del chico.

Quítate la ropa.

¿Qué?

Que te la quites. Hasta el último botón.

Venga. No me hagas eso.

Te pego un tiro aquí mismo.

No me hagas eso, tío.

No te lo diré dos veces.

Está bien. Está bien. Cálmate, hombre.

Se desnudó lentamente y amontonó sus asquerosos harapos en la calzada.

Los zapatos también.

Vamos, tío.

Los zapatos.

El ladrón miró al chico. El chico había vuelto la cabeza y se había tapado los oídos con las manos. Vale, dijo. Vale. Se sentó desnudo en la carretera y empezó a desatar los podridos pedazos de cuero que llevaba atados a los pies. Luego se incorporó, sosteniéndolos con una mano.

Mételos en el carrito.

Avanzó unos pasos y puso los zapatos encima de las mantas y volvió atrás. Se quedó allí de pie en cueros, asqueroso, famélico. Cubriéndose con la mano. Estaba empezando a tiritar.

Mete también la ropa.

Se agachó para recoger los harapos y fue a ponerlos encima de los zapatos. Luego permaneció allí sujetándose los brazos. No me hagas esto, tío.

Tú no has tenido manías para hacérnoslo a nosotros.

Te lo suplico.

Papá, dijo el chico.

Vamos. Haz caso del chico.

Has intentado matarnos.

Estoy que me muero de hambre, tío. Tú habrías hecho lo mismo.

Te lo llevabas todo.

Venga, hombre. Me voy a morir.

Te dejo igual que tú nos has dejado a nosotros.

Vamos. Te lo estoy rogando.

Tiró del carrito y le dio la vuelta y puso la pistola en lo alto y miró al chico. Vámonos, dijo. Y echaron a andar rumbo al sur por la carretera con el chico llorando y mirando hacia atrás a aquel hombre desnudo y flaco como un listón plantado en medio de la carretera aterido y dándose palmadas para entrar en calor. Oh, papá, sollozó el chico.

Basta.

No puedo.

¿Qué crees que habría pasado si no llegamos a alcanzarlo? Basta de lloros.

Ya lo intento.

 

Cuando llegaron a la curva el hombre seguía allí de pie. No tenía adonde ir. El chico no dejaba de volver la cabeza y cuando ya no pudo verle más se detuvo y simplemente se sentó en la calzada sollozando otra vez. El hombre paró y se lo quedó mirando. Sacó del carrito los zapatos de los dos y se sentó y empezó a desenvolverle los pies al chico. Tienes que dejar de llorar, dijo.

No puedo.

Le puso los zapatos y se calzó él también y luego retrocedió por la carretera pero no pudo ver al ladrón. Volvió y se detuvo junto al chico. Se ha ido. Vamos.

No se ha ido, dijo el chico. Levantó los ojos. La cara con churretes de hollín. No se ha ido.

¿Qué quieres hacer?

Pues ayudarle, papá. Solo ayudarle.

El hombre volvió a mirar carretera allá.

Solo tenía hambre, papá. Se va a morir.

Se morirá igualmente.

Está muy asustado.

El hombre se puso en cuclillas y le miró. Yo también estoy asustado, dijo. ¿Entiendes? Estoy asustado.

El chico no replicó. Se quedó sentado con la cabeza gacha, sollozando.

Tú no eres el que ha de preocuparse por todo.

El chico dijo algo pero no pudo entenderlo. ¿Qué?, dijo.

Levantó la cara, húmeda y tiznada. Sí que lo soy, dijo.

 

Desandaron el camino empujando el carrito que se tambaleaba y se detuvieron en el frío crepúsculo y dieron voces pero nadie acudió.

Tiene miedo de contestar, papá.

¿Es aquí donde habíamos parado?

No lo sé. Creo.

Siguieron adelante dando voces en la creciente y vacía oscuridad, voces que se perdían al llegar a las dunas. Se detuvieron e hicieron bocina con las manos llamando estúpidamente en medio de la nada. Finalmente cogió las prendas del hombre y las depositó en la carretera. Con una piedra encima. Tenemos que irnos, dijo. Tenemos que irnos.

 

Acamparon en seco sin lumbre. Escogió unas latas para cenar y las calentó en el hornillo de gas y comieron y el chico no dijo nada. El hombre intentaba verle la cara a la luz azulada del fogón. No pensaba matarle, dijo. Pero el chico guardó silencio. Se arrebujaron en las mantas y se acostaron a oscuras. Le pareció que oía el mar pero quizá solo era el viento. Notó que el chico estaba despierto por su manera de respirar y al cabo de un rato el chico dijo: Pero le hemos matado.

Por la mañana comieron y se pusieron en camino. El carrito iba tan cargado que costaba de empujar y una de las ruedas se estaba doblando. La carretera seguía la línea de la costa, gavillas secas de grama salada sobresaliendo del pavimento. El mar color de plomo moviéndose en la lejanía. El silencio. Aquella noche lo despertó la mortecina luz de carbono de la luna detrás de la negrura haciendo casi visibles las formas de los árboles y se dio la vuelta tosiendo. Olor a lluvia. El chico estaba despierto. Tienes que hablarme, dijo.

Lo intento.

Perdona que te haya despertado.

No pasa nada.

Se levantó y fue andando hasta la carretera. Su mancha negra corriendo de lo oscuro a lo oscuro. Luego un retumbo en la distancia. No un trueno. Se notaba bajo los pies. Un sonido sin análogo y por tanto sin descripción posible. Algo imponderable que se movía allí en la oscuridad. La tierra misma contrayéndose de frío. No se repitió. ¿Qué época era del año? ¿Qué edad tenía el niño? Se quedó de pie en la carretera. Silencio. El salitre secándose de la tierra. Las formas lodosas de ciudades inundadas quemadas hasta la marca de nivel del agua. En una intersección unos dólmenes dispuestos en el suelo donde los huesos-oráculo iban convirtiéndose en polvo. El viento como único sonido. ¿Qué dirás? ¿Que un hombre, un hombre vivo, pronunció estas frases? ¿Que afiló una péñola con su navaja para garabatear estas cosas usando endrina o negro de humo? ¿En algún momento conmutable y tabulable? Viene a robarme los ojos. A sellarme la boca con tierra.



  

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