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LA CARRETERA 11 страница



¿Crees que podría haber barcos mar adentro?

Lo dudo.

No verían lo que tenían cerca.

No. No lo verían.

¿Qué hay al otro lado?

Nada.

Algo habrá, ¿no?

Quizá un padre y su hijo sentados en la playa.

Eso sería bonito.

Sí. Sería bonito.

¿Y podría ser que ellos también llevaran el fuego?

Sí. Podría ser.

Pero no lo sabemos.

No lo sabemos.

Por eso hemos de estar alerta.

Hemos de estar alerta. Sí.

¿Cuánto tiempo podemos quedarnos aquí?

No lo sé. Casi no tenemos comida.

Ya.

Te gusta esto.

Sí.

Y a mí.

¿Puedo ir a nadar?

¿A nadar?

Sí.

Se te va a helar el culo.

Ya lo sé.

El agua estará muy fría. Más de lo que te imaginas.

Bueno.

No quiero tener que ir a buscarte.

Te parece que no debería ir.

Te dejo ir.

Pero te parece que no debería.

No. Creo que deberías ir.

¿En serio?

Sí. En serio.

Vale.

 

Se levantó y dejó caer la manta a la arena y luego se despojó de la chaqueta y de los zapatos y el resto de la ropa. Se quedó allí desnudo, agarrándose los brazos y bailando. Luego echó a correr por la playa. Tan blanco. Los huesos de la columna nudosos. Los omóplatos afilados moviéndose como sierras bajo la piel pálida. Metiéndose desnudo y brincando y gritando en las olas que rompían despaciosas.

 

Cuando salió del agua estaba morado de frío y los dientes le castañeteaban. El hombre fue andando a su encuentro y lo envolvió muerto de frío en la manta y lo abrazó hasta que dejó de boquear. Pero luego al mirarle vio que el chico estaba llorando. ¿Qué pasa?, dijo. Nada. No, dime. Nada. No es nada.

 

Al anochecer encendieron lumbre arrimados al tronco y comieron quimgombó y alubias y las últimas patatas enlatadas que quedaban. La fruta se había terminado hacía tiempo. Bebieron té y se quedaron sentados junto al fuego y durmieron en la arena y escucharon el rumor de las olas en la bahía. El largo estremecimiento y la caída posterior. Se levantó por la noche y caminó por la playa envuelto en sus mantas. Estaba demasiado negro para ver. Sabor a sal en los labios. Esperando. Esperando. Luego el lento estruendo perdiéndose en la playa. Aquel siseo como de hervor que se extendía por la arena y se alejaba otra vez. Pensó que aún podían quedar barcos de la muerte, flotando a la deriva con sus lánguidas velas hechas harapos. O acaso vida en las profundidades. Grandes calamares propulsándose por el lecho marino en la fría oscuridad. Yendo y viniendo como trenes, los ojos del tamaño de platillos. Y sí, más allá de aquel empañado oleaje tal vez otro hombre caminaba con otro hijo por la arena muerta y gris. Dormidos pero con un mar de por medio en otra playa entre las amargas cenizas del mundo o en pie y andrajosos, perdidos bajo el mismo sol indiferente.

 

Recordaba haberse despertado una noche parecida al oír el ruido de unos cangrejos arañando la sartén donde había dejado huesos de carne de la noche anterior. Las ascuas todavía vivas de una lumbre de maderos flotantes vibrando en el viento que soplaba tierra adentro. Acostado bajo aquella miríada de estrellas. El horizonte negro del mar. Se levantó y caminó un trecho y descalzo en la arena vio aparecer las pálidas crestas de las olas a lo largo de la playa y rodar y romper y oscurecerse de nuevo. Cuando volvió al fuego se arrodilló junto a ella y acarició sus cabellos mientras dormía y dijo que si él fuera Dios habría creado el mundo tal cual sin ninguna diferencia.

 

Cuando volvió el chico estaba despierto y asustado. Le había estado llamando pero sin gritar lo suficiente como para que se le oyera. El hombre lo rodeó con sus brazos. No te oía, dijo. Con las olas no he podido oírte. Echó leña al fuego y lo atizó y se acostaron tapados con las mantas viendo cómo el viento hacía retorcerse las llamas hasta que se durmieron.

 

Por la mañana reavivó el fuego y comieron y contemplaron la playa. Su aspecto frío y lluvioso no muy distinto de paisajes marinos del mundo septentrional. Ni gaviotas ni aves limícolas. Estúpidos artefactos carbonizados a lo largo de la línea de pleamar o meciéndose en las olas. Reunieron madera de deriva y la apilaron y la cubrieron con la lona y luego echaron a andar por la playa. Somos raqueros, dijo.

¿Qué?

Son vagabundos que van por la playa buscando cosas de valor que el mar pueda haber arrojado a la arena.

¿Qué clase de cosas?

De todo. Cualquier cosa que pueda tener alguna utilidad.

¿Tú crees que encontraremos algo?

No lo sé. Echaremos un vistazo.

Un vistazo, dijo el chico.

Desde el espigón miraron hacia el sur. Una saliva gris de sal enroscándose perezosamente en la cubeta rocosa. Más allá la larga curva de la playa. Gris como arena volcánica. El viento que venía del agua olía ligeramente a yodo. Nada más. Ni asomo de olor a mar. En las rocas vestigios de un oscuro musgo marino. Cruzaron y siguieron adelante. Al final de la playa el paso quedaba cortado por un farallón y se desviaron por un viejo sendero que atravesaba las dunas pasando entre avena de mar muerta hasta que salieron a un promontorio de escasa altura. A sus pies un gancho de tierra amortajado por la oscura neblina que el viento impulsaba playa abajo y más allá lo que parecía el casco de un velero inclinado y a flor de agua. Se agacharon en las matas secas de hierba y miraron. ¿Qué deberíamos hacer?, dijo el chico.

Quedémonos observando un rato.

Tengo frío.

Ya lo sé. Vamos un poquito más allá. Lejos del viento.

Se sentó abrazando al chico pegado a él. La hierba muerta se agitaba un poco. Frente a ellos una gris desolación. El incesante reptar del mar. ¿Cuánto rato tendremos que estar aquí?, dijo el chico.

No mucho.

¿Tú crees que hay personas en el barco, papá?

No, creo que no.

Estarían todos inclinados.

Es verdad. ¿Puedes ver alguna huella?

No.

Esperemos un poco.

Tengo frío.

 

Deambularon por la media luna de playa sin dejar la arena más firme donde no había llegado la marea. Se detuvieron, sus prendas aleteando suavemente. Flotadores de vidrio cubiertos de una costra gris. Huesos de aves marinas. En la marca de marea una estera de algas entretejidas y espinas de peces a millones extendiéndose por la playa hasta donde alcanzaba la vista como una isoclina de muerte. Un inmenso sepulcro de sal. Absurdo. Absurdo.

 

Desde el final de la punta de tierra hasta el barco había como una treintena de metros de mar abierto. Observaron el barco. Algo menos de veinte metros de eslora, desmantelado hasta la cubierta, con la quilla al aire en una docena de palmos de agua. Debía de haber sido de mástil doble pero los palos estaban arrancados cerca de la cubierta y la única cosa que quedaba en pie eran unas cornamusas de latón y varios montantes de la barandilla de cubierta. Eso y la rueda metálica del timón asomando de la bañera en la popa. Dirigió la vista hacia la playa y las dunas. Luego le pasó la pistola al chico y se sentó en la arena y empezó a deshacerse el nudo de los zapatos.

¿Qué vas a hacer, papá?

Echar un vistazo.

¿Puedo ir contigo?

No. Quiero que te quedes aquí.

Yo quiero ir contigo.

Tienes que montar guardia. Además, el agua te cubre.

¿Podré verte?

Sí. Yo te iré mirando. Para asegurarme de que todo va bien.

Quiero ir contigo.

Se detuvo. No puede ser, dijo. Nuestra ropa desaparecería. Alguien tiene que cuidar de las cosas.

Lo dobló todo e hizo un montón. Qué frío hacía. Se inclinó para besar al chico en la frente. Deja de preocuparte, dijo. Tú vigila. Se adentró desnudo en el agua y allí de pie se remojó el cuerpo. Luego avanzó unos pasos y se zambulló de cabeza.

Nadó a lo largo del casco metálico y volvió, pedaleando en el agua, boqueando por el frío. Hacia la mitad del barco el arrufo quedaba justo a flor de agua y se afianzó allí para avanzar hasta el espejo de popa. El acero estaba gris y erosionado por la sal pero pudo distinguir la inscripción en letras doradas. Pájaro de Esperanza. Tenerife. Dos pescantes vacíos de botes salvavidas. Agarrándose de la barandilla se izó a bordo y se agachó tiritando en la pendiente de la cubierta de madera. Unos cuantos tramos de cable trenzado partidos en los tensores. Agujeros desmenuzados en la madera allí donde las tuercas habían sido arrancadas de cuajo. Una fuerza terrible capaz de barrer por completo la cubierta. Saludó al chico agitando el brazo pero el chico no devolvió el saludo.

 

El camarote era bajo con un techo abovedado y ojos de buey en uno de sus lados. Se agachó y limpió la sal gris y miró dentro pero no pudo ver nada. Probó de abrir la puerta de teca pero estaba cerrada con llave. Empujó con un hombro huesudo. Buscó algo con que hacer palanca. Ahora tiritaba desconsoladamente y los dientes le castañeteaban. Pensó en dar una patada a la puerta con la planta del pie pero decidió que no era buena idea. Se sujetó el codo con la mano y golpeó de nuevo la puerta. Notó que cedía. Solo un poco. Insistió. La jamba estaba resquebrajándose por la parte de dentro y finalmente cedió y la abrió de un empujón y descendió por la escalera de cámara.

 

Agua de sentina estancada junto al mamparo inferior repleta de papeles y desperdicios mojados. Un olor acre. Humedad y mala ventilación. Pensaba que habían saqueado el barco pero era el mar quien lo había hecho. En mitad del salón había una mesa de caoba con rebordes provistos de bisagra. Las puertas de la cajonada abiertas hacia fuera y todos los herrajes de un verde mate. Fue a los compartimentos de la parte delantera.

Pasando por la cocina. Harina y café en el suelo y latas de comida medio aplastadas y herrumbrosas. Una letrina con lavabo e inodoro de acero inoxidable. La débil luz del mar entraba por las lumbreras de la galería. Pertrechos esparcidos por todas partes. Un chaleco salvavidas flotando en el agua que se iba filtrando.

 

Casi esperaba un espectáculo truculento pero no hubo tal cosa. Las colchonetas de los camarotes habían sido arrojadas al suelo y sábanas y prendas de vestir estaban apiladas contra la pared. Todo mojado. Una puerta daba a la cajonada del lado de proa pero estaba demasiado oscuro para ver en su interior. Agachó la cabeza para entrar y palpó a tientas. Arcones hondos con tapa de madera engoznada. Equipo náutico apilado en el suelo. Empezó a arrastrar las cosas afuera y las fue amontonando sobre la cama inclinada. Mantas, prendas para el mal tiempo. Le salió un jersey húmedo y se lo puso. Encontró un par de botas amarillas de goma y una chaqueta de nailon y se la puso encima del jersey y se subió la cremallera. Luego metió las piernas en unos rígidos calzones amarillos de PVC y se pasó los tirantes por encima de los hombros y se calzó las botas. Regresó a la cubierta. El chico estaba sentado mirando al barco tal como él lo había dejado. Vio que se levantaba de golpe y el hombre interpretó que su nuevo atuendo lo había confundido. Soy yo, gritó, pero el chico seguía allí de pie alarmado y le saludó con el brazo y volvió a bajar.

 

Debajo de la litera en el segundo compartimento había cajones todavía en su sitio y los levantó y los sacó del todo. Manuales y periódicos en español. Pastillas de jabón. Un maletín de cuero negro cubierto de moho con papeles dentro. Se metió el jabón en el bolsillo de la chaqueta y se incorporó. Había libros en español esparcidos por la litera, hinchados y deformados. Un tomo suelto encajado en la rejilla del mamparo delantero.

 

Encontró una bolsa de lona impermeabilizada y recorrió el resto del barco calzado con sus botas, afianzándose en los mamparos para salvar la inclinación, los pantalones del impermeable crujiendo con el frío. Llenó la bolsa de ropa y accesorios. Unas playeras de mujer que pensó que le servirían al chico. Una navaja con mango de madera. Unas gafas de sol. Con todo había algo perverso en su búsqueda. Como agotar primero los sitios más inverosímiles en busca de algo extraviado. Finalmente entró en la cocina. Encendió el hornillo y lo volvió a apagar.

 

Descorrió el pestillo y levantó la escotilla que daba al cuarto del motor. Medio inundado y oscuro como boca de lobo. No olía a gasolina ni a petróleo. Volvió a cerrar. Dentro de los armaritos empotrados en los bancos de la bañera había cojines, lona para velas, material de pesca. En otro armario detrás de la peana del timón encontró rollos de cuerda de nailon y frascos metálicos de gasolina y una caja de fibra de vidrio con herramientas. Se sentó en el suelo de la bañera y examinó las herramientas. Oxidadas pero utilizables. Alicates, destornilladores, llaves de tuercas. Cerró la caja con su pestillo y se incorporó y buscó al chico con la mirada. Estaba acurrucado en la arena y dormía con la cabeza sobre una pila de ropa.

 

Llevó la caja de herramientas y un frasco de gasolina a la cocina y fue a hacer un último recorrido por los camarotes. Luego se puso a mirar en los pequeños armarios del salón, examinando carpetas y papeles en cajas de plástico en busca del cuaderno de bitácora. Encontró un juego de porcelana empaquetado y sin usar en una caja de madera rellena de virutas. La mayor parte del juego roto. Servicio para ocho personas, con el nombre del barco grabado. Un regalo, pensó. Sacó una taza de té y la giró en la palma de su mano y la devolvió a su sitio. Lo último que encontró fue una cajita cuadrada de roble con esquinas a cola de milano y un troquel de latón en la tapa. Creyó que podía ser un humidificador pero no tenía la forma adecuada y al cogerla y sopesarla supo qué era. Soltó los pestillos medio corroídos y la abrió. Dentro había un sextante de latón, posiblemente de un siglo de antigüedad. Lo sacó de su cajita hecha a medida y lo sostuvo en la mano. Asombrado de su belleza. El latón había perdido brillo y unas manchas de verdín dibujaban la forma de otra mano que en tiempos había empuñado el sextante, pero por lo demás estaba perfecto. Limpió el verdín del troquel que llevaba en la base. Hezzaninth, Londres. Se lo llevó al ojo e hizo girar el tambor. Era la primera cosa en mucho tiempo que le emocionaba ver. Lo sostuvo en la mano y después volvió a depositarlo en el paño azul de la cajita y cerró la tapa y ajustó los pestillos y lo metió otra vez en el armario y cerró la puerta.

 

Cuando salió nuevamente a cubierta para vigilar al chico el chico no estaba. Un momento de pánico hasta que lo vio alejarse por la playa con la pistola colgando de la mano, la cabeza gacha. Estando allí de pie notó que el casco del barco se elevaba y se deslizaba. Casi imperceptiblemente. La marea que subía. Lamiendo las rocas del espigón allá abajo. Dio media vuelta y entró de nuevo en el camarote.

 

Había cogido los dos rollos de cuerda y midió el diámetro de los mismos con la palma abierta e hizo cálculos y luego contó el número de rollos que había. Unos quince metros de cuerda. Los dejó colgados de una cornamusa en la cubierta de teca gris y volvió a meterse en la cabina. Lo reunió todo y lo apiló apoyándolo en la mesa. Había unas jarras de plástico en el armarito contiguo a la cocina pero estaban todas vacías menos una que contenía agua. Cogió una de las vacías y vio que el plástico se había agrietado dejando escapar el agua y supuso que se habrían helado en alguna de las muchas travesías sin rumbo del barco. Probablemente más de una vez. Cogió la que estaba medio llena y la puso encima de la mesa y desenroscó el tapón y olfateó el agua y luego levantó el envase con ambas manos y bebió. Después volvió a beber.

 

No parecía que las latas que había en el suelo de la cocina se pudieran salvar e incluso en el armario había algunas más que estaban muy oxidadas y otras siniestramente hinchadas. A todas les faltaba la etiqueta y el contenido estaba escrito en español directamente sobre el metal con rotulador negro. Las estuvo tocando, agitando, apretándolas con la mano. Finalmente las puso encima de la pequeña nevera de la cocina. Pensó que debía de haber cajas de comestibles guardadas en alguna parte de la bodega pero no creía que hubiera nada que se pudiera comer. Y en todo caso la capacidad del carrito era limitada. Se le ocurrió que estaba tomando este inesperado hallazgo de un modo peligrosamente cercano a cosa hecha pero aún así dijo lo que había dicho antes. Que la buena suerte podía no ser tal cosa. Pocas noches tumbado en la oscuridad no envidiaba a los muertos.

 

Encontró una lata de aceite de oliva y varias de leche. Té en un bote oxidado. Un envase de plástico con un tipo de comida que no supo identificar. Media lata de café. Revisó a conciencia los estantes, separando lo que se iba a llevar de lo que no. Cuando hubo llevado todo al salón y lo tuvo apilado contra la escalera de cámara volvió a la cocina y abrió la caja de herramientas y se puso a desmontar uno de los fogones del hornillo cardaneado. Desconectó el cordón trenzado y retiró las juntas de aluminio de los fogones y se metió una en el bolsillo de la chaqueta. Aflojó las guarniciones de latón con una llave de tuercas y aflojó los fogones. Luego los desacopló y aseguró la manguera al tubo de empalme y ajustó el otro extremo de manguera a la botella de gasolina y la llevó al salón. Por último hizo un fardo con un plástico metiendo dentro algunas latas de zumo y latas de fruta y de verduras y lo ató con un cordel y luego se quitó la ropa y la amontonó entre las cosas que había reunido y subió a cubierta desnudo y se deslizó hasta la barandilla con el plástico y pasó por encima y se dejó caer al mar gris y helado.

 

Alcanzó la playa con la última luz del día y se descolgó la lona y se quitó a palmetazos el agua de los brazos y el pecho y fue a buscar su ropa. El chico le siguió. No paraba de preguntarle por su hombro, azul y descolorido de los golpes que había dado para abrir la puerta de la escotilla. Estoy bien, dijo el hombre. No me duele. Tenemos un montón de cosas. Espera y verás.

 

Se apresuraron para aprovechar la poca luz que quedaba. ¿Y si el agua se lleva el barco?, dijo el chico.

No se lo llevará.

Pero podría.

No. Vamos. ¿Tienes hambre?

Sí.

Esta noche comeremos bien. Pero tenemos que darnos prisa.

Ya lo hago, papá.

Y puede que llueva.

¿Cómo lo sabes?

Lo huelo.

¿Cómo huele la lluvia?

A ceniza mojada. Vamos.

Entonces se detuvo. ¿Dónde está la pistola?, dijo.

El chico se quedó quieto de golpe. Parecía aterrorizado.

Mierda, dijo el hombre. Volvió la vista atrás. El barco estaba ya fuera de la vista. Miró al chico. El chico se había puesto las manos encima de la cabeza, a punto de llorar. Lo siento, dijo. Lo siento mucho.

Dejó la lona con las latas en el suelo. Tenemos que dar media vuelta.

Perdona, papá.

No pasa nada. Todavía estará allí.

El chico se quedó de pie con los hombros vencidos. Estaba empezando a sollozar. El hombre se puso de rodillas y lo abrazó. Tranquilo, dijo. Soy yo quien debe asegurarse de que tenemos la pistola y no lo he hecho. Se me ha olvidado.

Lo siento, papá.

Vamos. No pasa nada. Todo va bien.

 

La pistola estaba en la arena donde él la había dejado. El hombre la cogió y la sacudió y luego se sentó y tiró del pasador del cilindro y se lo dio al chico. Sostén esto, dijo.

¿Está bien, papá?

Claro que está bien.

Hizo rodar el tambor contra la palma de su mano y sopló para quitarle la arena y se lo pasó al chico y sopló por el cañón y limpió de arena el bastidor y luego le cogió las piezas al chico y lo armó todo de nuevo y montó el martillo y bajó el percutor y la amartilló de nuevo. Alineó el cilindro de modo que el cartucho de verdad quedara listo para el disparo e hizo retroceder el percutor y se guardó la pistola en la parka y se puso de pie. Todo bien, dijo. Vamos.

¿Nos va a pillar la noche?

No lo sé.

Sí. ¿Verdad que sí?

Vamos. Nos daremos prisa.

La noche los pilló. Cuando por fin llegaron al camino del farallón ya estaba demasiado oscuro para ver nada. Se quedaron parados con el viento que soplaba del mar silbando a su alrededor, el chico aferrado a su mano. Tenemos que seguir andando, dijo el hombre. Vamos.

No veo nada.

Ya lo sé. Iremos pasito a pasito.

Vale.

No te sueltes.

Vale.

Pase lo que pase.

Pase lo que pase.

 

Siguieron adelante en la más absoluta oscuridad, tan invidentes como los ciegos. Llevaba una mano extendida al frente pese a que no había contra qué chocar en aquel páramo salado. Las olas sonaban más distantes pero se orientaba también por el viento y después de caminar a trancas y barrancas durante casi una hora salieron de la hierba y la avena de mar y se detuvieron en el arenal seco de la parte alta. El viento era ahora más frío. Acababa de mover al chico de manera que le tapara el viento cuando de pronto la playa apareció ante ellos temblando en la negrura y se desvaneció otra vez.

¿Qué ha sido eso, papá?

Tranquilo. Un relámpago. Vamos.

Se echó al hombro la lona con las cosas del barco y cogió la mano del chico y continuaron, pisando en la arena como caballos de desfile para no tropezar con algún madero o resto de naufragio arrastrado por el mar. La extraña luz gris alumbró de nuevo la playa. A lo lejos un rumor tenue de truenos amortiguados en las tinieblas. Creo que he visto nuestras huellas, dijo.

Entonces vamos por el buen camino.

Sí. El buen camino.

Estoy helado, papá.

Lo sé. Reza para que relampaguee.

Siguieron adelante. Cuando la luz volvió a estallar sobre la playa vio que el chico estaba doblado por la cintura susurrando para sí. Buscó las huellas que ascendían por la playa pero no pudo encontrarlas. El viento había arreciado todavía más y esperaba ya los primeros salpicones de agua. Si les pillaba un chubasco en mitad de la playa y de noche estarían en un buen aprieto. Apartaron la cara del viento, sujetándose con las manos las capuchas puestas. La arena les ametrallaba las piernas saliendo disparada en la oscuridad y los truenos sonaban a escasa distancia mar adentro. Comenzó a llover a ráfagas sesgadas que les martilleaban la cara y el hombre atrajo al chico hacia sí.

 

En pie bajo el aguacero. ¿Cuánto trecha habían recorrido? Esperó más relámpagos pero iban quedando atrás y cuando llegó el siguiente y luego otro supo que la tormenta había borrado sus huellas. Siguieron caminando pesadamente por la arena del borde superior de la playa, confiando en ver el gran tronco donde habían estado acampados. Pronto no hubo más que algún relámpago esporádico. Un cambio en la dirección del viento le permitió oír un débil golpeteo en la distancia. Se detuvo. Escucha, dijo.

¿Qué?

Escucha.

No oigo nada.

Vamos.

¿Qué es, papá?

Es la lona. La lluvia cayendo sobre la lona.

 

Siguieron adelante tambaleándose por la arena entre los desperdicios dejados por la marea. Llegaron a la lona casi enseguida y el hombre se arrodilló y dejó caer el fardo y buscó a tientas las piedras con que había apuntalado el plástico y las apartó. Levantó el plástico y se metieron debajo y luego afianzó los bordes por dentro con las piedras. Hizo que el chico se quitara la ropa mojada y se cubrieron con las mantas, la lluvia martilleando en ellas a través del plástico. Se despojó de su parka y abrazó al chico y al poco rato se habían dormido.

 

Por la noche dejó de llover y se despertó y se quedó escuchando. El rumor potente y sordo de las olas después de que el viento hubiera cesado. Con la primera luz se levantó y caminó por la playa. La tormenta había dejado desperdicios en la orilla y siguió la marca de marea buscando algo de utilidad. En los bajíos pasada la escollera un cadáver antiguo meciéndose entre la madera de deriva. Deseó ocultarlo de la vista del chico pero el chico llevaba razón. ¿Qué había que ocultar? Cuando regresó estaba despierto y sentado en la arena, mirándole. Estaba envuelto en las mantas y había extendido las dos chaquetas mojadas a secar sobre la maleza muerta. Fue a sentarse a su lado y se quedaron contemplando el mar plomizo que subía y bajaba más allá de las rompientes.

 

Pasaron la mayor parte de la mañana descargando el barco. Había encendido un fuego y volvía del agua desnudo y tiritando y soltaba la sirga y se calentaba frente a la lumbre mientras el chico remolcaba la bolsa impermeabilizada por las olas calmosas hasta la playa. Vaciaron la bolsa y extendieron mantas y ropa sobre la arena caliente al lado del fuego. Había más cosas en el barco de las que podían transportar y pensaba que estaría bien quedarse unos días en la playa y comer todo lo posible pero era peligroso. Aquella noche durmieron en la arena con el fuego encendido para mitigar el frío y rodeados por la mercancía traída del barco. Despertó tosiendo y se levantó y bebió un poco de agua y llevó más leña a la lumbre, troncos gruesos que produjeron una gran cascada de chispas. La leña salada ardía naranja y azul en el núcleo de la hoguera y se quedó allí mirándola un buen rato. Más tarde echó a andar por la playa precedido por su larga sombra que hacía eses en la arena al mover el viento las llamas. Tosiendo. Tosiendo. Se dobló, las manos apoyadas en las rodillas. Sabor a sangre. Las olas lentas reptaban y bullían en la oscuridad y pensó en su vida pero no había vida en la que pensar y al cabo de un rato regresó. Sacó una lata de melocotones y la abrió y se sentó frente al luego y se comió uno a uno los melocotones con una cuchara mientras el chico dormía. El fuego llameaba con el viento y las chispas se escabullían por la arena. Colocó la lata vacía entre sus pies. Cada día es una mentira, dijo. Pero tú te estás muriendo. Eso no es mentira.



  

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