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LA CARRETERA 4 страница



¿Qué crees que vas a hacer con eso?

No respondió. Era corpulento pero muy rápido. Se abalanzó sobre el chico y rodó por el suelo y se levantó sujetándolo contra el pecho y con el cuchillo a ras de garganta. El hombre se había echado ya al suelo y se movió a la vez que él y alzó la pistola e hizo fuego sosteniendo el arma con ambas manos y los codos en las rodillas a menos de dos metros de distancia. El hombre cayó instantáneamente hacia atrás y quedó tendido con la sangre manando a borbotones del agujero en la frente. El chico yacía en el regazo del muerto sin la menor expresión en su rostro. Se metió la pistola por el cinturón y se echó la mochila al hombro y levantó al chico del suelo y se lo pasó por encima de la cabeza y con el chico subido a sus hombros echó a correr por la vieja carretera, sujetándolo de las rodillas y el chico agarrado a su frente, cubierto de sangre y mudo como una piedra.

 

Llegaron a un viejo puente de hierro por donde en tiempos la desaparecida carretera atravesaba un casi desaparecido arroyo. Estaba empezando a toser y apenas si le quedaba resuello con que hacerlo. Saltó de la calzada y se adentró en el bosque. Luego dio media vuelta y se quedó allí jadeante, intentando escuchar. No oyó nada. Cubrió tambaleándose otros quinientos metros y finalmente se dejó caer de rodillas y depositó al chico en las hojas tapizadas de ceniza. Limpió su cara de sangre y lo abrazó. Tranquilo, dijo. Ya pasó.

 

En el largo y frío crepúsculo con la oscuridad cerniéndose sobre ellos los oyó una sola vez. Abrazó al chico. Tenía la tos metida en la garganta y no se le iba. El chico tan frágil y delgado, temblando como un perro bajo la chaqueta. Los pasos en la hojarasca se detuvieron. Luego continuaron. No hablaban ni se llamaban los unos a los otros, más siniestros por ello todavía. Con la noche ya cerrada el frío metálico se impuso y ahora el chico temblaba violentamente. No salió luna mas allá de las tinieblas y no había adónde ir. Tenían una única manta en la mochila y la sacó para tapar al chico y se bajó la cremallera de la parka y lo estrechó contra su pecho. Yacieron allí largo rato pero estaban helados y al final él se incorporó. Tenemos que seguir, dijo. No podemos quedarnos aquí. Miró en derredor pero no había nada que ver. Hablaba en una negrura sin profundidad ni dimensiones.

 

Llevó al chico cogido de la mano mientras cruzaban el bosque dando tumbos. La otra mano la llevaba tendida al frente. No habría visto menos con los ojos cerrados. El chico iba envuelto en la manta y él le dijo que si se le caía ya no la iban a encontrar. Quería que lo llevara en brazos pero el hombre le dijo que no podían detenerse. Toda la noche a trompicones por el bosque poco antes del alba el chico se cayó y ya no pudo levantarse. Lo arropó con su propia parka y lo envolvió en la manta y se sentó abrazado a él, meciéndose adelante y atrás. En el revólver un solo cartucho. No afrontarás la verdad. Eres incapaz.

 

A la luz mezquina que pasaba por día puso al chico en la hojarasca y se quedó sentado mirando el bosque. Cuando hubo un poco más de claridad se levantó y caminó abriendo un perímetro en torno a su primitivo campamento en busca de panales pero aparte de sus propias huellas apenas dibujadas en la ceniza no vio nada. Volvió e incorporó al chico. Tenemos que irnos, dijo. El chico se quedó allí sentado, hecho un guiñapo, su rostro desprovisto de expresión. La suciedad seca en su pelo y la cara con churretes de lo mismo. Háblame, le dijo pero el chico no le habló.

 

Fueron hacia el este entre los árboles muertos todavía en pie. Pasaron frente a una vieja casa de madera y cruzaron una p de tierra. Una parcela desbrozada que en otro tiempo quizá había sido una huerta. Parándose de vez en cuando para escuchar. El sol escondido no proyectaba sombras. Se toparon inesperadamente con la carretera y con una mano hizo parar al chico y se acurrucaron en la cuneta como leprosos. Escucharon. Ni un soplo de viento. Silencio absoluto. Al cabo de un rato se levantó y salió a la calzada. Miró al chico. Vamos, dijo. El chico se acercó y el hombre señaló con el dedo las huellas que el camión había dejado en la ceniza al alejarse. El chico se quedó de pie envuelto en la manta mirando la carretera.

 

No tenía manera de saber si habían conseguido poner en marcha el camión. Ni tampoco cuánto tiempo estarían dispuestos a permanecer emboscados. Se bajó la mochila del hombro y se sentó y la abrió. Necesitamos comer, dijo. ¿Tienes hambre? El chico negó con la cabeza.

No. Claro. Sacó la botella de plástico de agua y desenroscó el tapón y se la tendió al chico y este bebió un poco. Bajó la botella para respirar y se sentó en la carretera con las piernas cruzadas y bebió otra vez. Luego le devolvió la botella y el hombre bebió también y enroscó el tapón y hurgó en la mochila. Comieron una lata de alubias, pasándosela el uno al otro, y el hombre arrojó la lata vacía al bosque. Luego se pusieron de nuevo en marcha por la carretera.

 

Los del camión habían acampado en la carretera misma. Habían encendido fuego y unos zoquetes carbonizados de leña habían quedado pegados al alquitrán junto con huesos y ceniza. Se agachó y extendió la mano sobre el alquitrán derretido. Despedía calorcillo. Se incorporó y miró carretera abajo. Luego se llevó al chico hacia el bosque. Quiero que esperes aquí, dijo. No estaré lejos. Podré oírte si me llamas.

Llévame contigo, dijo el chico. Parecía a punto de echarse a llorar.

No. Quiero que esperes aquí.

Por favor, papá.

Basta. Haz lo que te digo. Coge la pistola.

Yo no quiero la pistola.

No te he preguntado si la querías. Cógela.

 

Caminó por el bosque hasta el lugar donde habían dejado el carrito. Seguía allí pero estaba saqueado. Las pocas cosas que quedaban yacían esparcidas por la hojarasca. Algunos libros y juguetes del chico. Sus zapatos viejos y algunos harapos. Puso el carrito derecho y metió dentro las cosas del chico y lo empujó hasta la carretera. Luego volvió atrás. Allí no había nada. Sangre seca oscura en la hojarasca. La mochila del chico había desaparecido. De regreso encontró los huesos y la p todo en una pila con piedras encima. Un charco de vísceras. Empujó los huesos con la puntera del zapato. Parecía que le hubieran hervido. Ni rastro de ropa. Anochecía de nuevo y hacía ya mucho frío. Dio media vuelta y fue hasta adonde había dejado al chico esperando y se arrodilló y lo rodeó con sus brazos.

 

Empujaron el carrito por el bosque hasta la carretera vieja y lo dejaron allí y se dirigieron al sur por la calzada huyendo de la oscuridad. El chico iba dando tumbos de tan cansado como estaba y el hombre lo agarró y se lo subió a los hombros y siguieron adelante. Para cuando llegaron al puente apenas había ya luz. Se bajó al chico y descendieron a tientas por el terraplén. Una vez debajo del puente sacó su mechero y lo encendió y paseó la trémula llama por encima del suelo. Arena y grava escupidas por el arroyo. Dejó la mochila en tierra y apagó el encendedor y agarró al chico por los hombros. Apenas si le veía con tanta oscuridad. Quiero que esperes aquí, dijo. Voy a buscar leña. Es preciso encender fuego.

Tengo miedo.

Lo sé. No me alejaré mucho y podré oírte, de modo que si te entra miedo me llamas y yo vendré enseguida.

Estoy muy asustado.

Cuanto antes me vaya antes volveré y así encenderemos fuego y ya no tendrás que temer por nada. No te tumbes. Si te tumbas te quedarás dormido y si yo llamo no me contestarás y no podré encontrarte. ¿Has entendido?

El chico no respondió. Él estaba ya a punto de enfadarse cuando se dio cuenta de que el chico sacudía la cabeza en la oscuridad. Bueno, dijo. Bueno.

 

Subió por el terraplén y se metió en el bosque llevando ambas manos al frente. Había leña por todas partes, ramas y tronquitos secos esparcidos por el suelo. Fue haciendo un montón con el pie y cuando le pareció suficiente se agachó y recogió las ramas y llamó al chico y el chico le contestó y le guió con su voz hasta el puente. Se sentaron a oscuras mientras él mondaba ramas glandes con la navaja y partía las pequeñas a mano. Se sacó el encendedor del bolsillo y accionó la rueda con el pulgar. Era un encendedor de gasolina y la gasolina produjo una frágil llama azul y una vez prendida la leña vio crecer el fuego entre el trenzado. Apiló más leña y se inclinó para soplar en la base de la pequeña hoguera y acomodó la leña con sus manos, dando así forma al fuego.

 

Hizo otros dos viajes al bosque, arrastrando broza y ramas hasta el puente y tirándolas desde allí abajo. Veía el resplandor de la lumbre desde cierta distancia pero no creyó que desde la otra carretera pudiera verse. Bajo el puente vislumbró una oscura poza de agua estancada entre las rocas. Un borde de hielo en pendiente. Tiró la última pila de leña desde el puente y su aliento se volvió blanco en el resplandor de la lumbre.

Se sentó en la arena e hizo inventario de lo que había en la mochila. Los prismáticos. Una botella de cuarto de gasolina casi llena. La botella de agua. Unos alicates. Dos cucharas. Lo colocó todo en fila. Había cinco latas pequeñas de comida; eligió una de salchichas y otra de maíz y las abrió con el pequeño abrelatas del ejército y las colocó al borde del fuego; se quedaron mirando cómo las etiquetas se enroscaban e iban chamuscándose. Cuando el maíz empezó a echar humo sacó las latas del fuego con los alicates y se pusieron a comer despacio doblados sobre las latas con sus cucharas. El chico cabeceaba de sueño.

 

Cuando hubieron comido llevó al chico al guijarral de debajo del puente y apartó el hielo delgado de la orilla con un palo; se pusieron de rodillas y le lavó al chico la cara y el pelo, el agua estaba tan fría que el chico lloró. Bajaron por el guijarro en busca de agua dulce y le lavó el pelo otra vez lo mejor que pudo pero tuvo que dejarlo porque el chico estaba gimiendo de frío. Lo secó con la manta, arrodillado al resplandor de la luz con la sombra del armazón inferior del puente quebrado sobre el palenque de troncos de árbol que había más allá del arroyo. Este es mi niño, dijo. Le limpio el pelo de sesos de muerto. Es mi trabajo. Luego lo envolvió en la manta y lo llevó junto al fuego.

 

El chico se tambaleaba sentado. El hombre vigiló que no se venciera hacia las llamas. Hizo unos hoyos en la arena para acomodar las caderas y los hombros del chico cuando se acostara y se sentó abrazándolo mientras le alborotaba el pelo delante de la lumbre para secárselo. Todo ello como en un antiguo ungimiento. Que así sea. Evoca las formas. Cuando tengas nada más inventa ceremonias e infúndeles vida.

El frío lo despertó por la noche y se levantó y partió más leña para la lumbre. Las pequeñas ramas ardiendo de un naranja incandescente en las brasas. Sopló para avivar el fuego y apiló la leña y se sentó con las piernas cruzadas, apoyado en el pilar del puente. Gruesos bloques de piedra caliza colocados sin mortero. En lo alto la carpintería de hierro teñida de marrón por la herrumbre, los remaches, las vigas y las traviesas de madera. La arena sobre la que se había sentado estaba tibia al tacto pero la noche más allá del fuego era cortante de puro frío. Se levantó y arrastró más leña debajo del puente. Se quedó escuchando. El chico no cambió de postura. Se sentó a su lado y acarició sus pálidos cabellos enmarañados. Cáliz de oro, bueno para albergar a un dios. No me digas cómo acaba la historia, por favor. Cuando dirigió la vista más allá del puente hacia lo oscuro estaba nevando.

 

Toda la leña que tenían para quemar era pequeña y el fuego no aguantó más de una hora o tal vez un poco más. Arrastró lo que quedaba de broza hasta debajo del puente y la partió, poniéndose de pie en las ramas y rompiéndolas a trozos. Pensé) que el ruido despertaría al chico pero no fue así. La leña húmeda siseaba en las llamas, la nieve continuaba cayendo. Por la mañana verían si había o no huellas en la carretera. Ese era el primer ser humano aparte del chico con quien había hablado en más de un año. Mi hermano a fin de cuentas. Las especulaciones de reptil en sus ojos fríos y movedizos. Los dientes grises y podridos. Mazacote de carne humana. Que ha hecho con cada palabra del mundo una mentira. Cuando volvió a despertar ya no nevaba y el granulado amanecer estaba moldeando el bosque desnudo más allá del puente, los árboles negros contra el fondo de nieve. Estaba acurrucado con las manos entre las rodillas y se incorporó y encendió el fuego y puso una lata de remolacha sobre los rescoldos. El chico permaneció acurrucado en el suelo observándolo.

Había una ligera capa de nieve por todo el bosque, sobre las ramas y ahuecada en las hojas, todo ello gris ya por la ceniza. Anduvieron hasta donde habían dejado el carrito y él metió dentro la mochila y lo empujó hasta la carretera. No había huellas. Se quedaron escuchando en medio del silencio total. Luego echaron a andar por la nieve gris a medio derretir de la carretera, el chico a su lado con las manos metidas en los bolsillos.

 

Caminaron penosamente durante el día, el chico en silencio. A media tarde la nieve se había derretido del todo y al anochecer ya estaba seco. No se detuvieron. ¿Cuántos kilómetros? Quince, veinte. Antes jugaban al tejo en la carretera con cuatro arandelas metálicas grandes que habían encontrado en una ferretería, pero habían desaparecido con todo lo demás. Aquella noche acamparon en una quebrada e hicieron fuego junto a un pequeño risco y comieron la última lata de comida que les quedaba. Él la había guardado porque era la favorita del chico, alubias con tocino. La vieron burbujear sobre las brasas y él recuperó la lata con los alicates y comieron en silencio. Enjuagó con agua la lata ya vacía y se la dio a beber al chico y eso fue todo. Debería haber tenido más cuidado, dijo.

El chico guardó silencio.

Tienes que hablarme.

Vale.

Querías saber qué pinta tenían los malos. Pues ya lo sabes. Podría ocurrir otra vez. Mi deber es cuidar de ti. Dios me asignó esa tarea. Mataré a cualquiera que te ponga la mane encima. ¿Lo entiendes?

Sí.

Se quedó allí sentado con la manta por capucha. Al cabo de un rato levantó la vista. ¿Todavía somos los buenos?, dijo.

Sí. Todavía somos los buenos.

Y lo seremos siempre.

Sí. Siempre.

Vale.

 

Al día siguiente salieron de la quebrada y tomaron de nuevo la carretera. Le había hecho una flauta al chico con un trozo de caña de la cuneta y se la sacó de la parka para dársela. El chico la cogió sin decir palabra. Al cabo de un rato se quedó un poco rezagado y minutos después el hombre oyó que tocaba. Una música amorfa para la próxima era. O quizá la última música en la Tierra, surgida de las cenizas de su devastación. El hombre se volvió y le miró. Estaba sumamente concentrado. El hombre pensó que parecía un triste y solitario niño huérfano anunciando la llegada al condado de un espectáculo ambulante, un niño que no sabe que a su espalda los actores han sido devorados por lobos.

 

Se sentó cruzado de piernas en la hojarasca en la cumbre de un cerro y exploró el valle con los prismáticos. La forma todavía moldeada de un río. Chimeneas de ladrillo oscuro de una fábrica. Tejados de pizarra. Una vieja arca de agua hecha de tablones sujetos con cinchos. Ni humo ni señales de vida. Bajó los gemelos y se quedó sentado mirando.

¿Qué se ve?, dijo el chico.

Nada.

Le pasó los gemelos. El chico se colgó la correa del cuello y se llevó los prismáticos a los ojos y ajustó el enfoque. Todo tan quieto en todas partes.

Veo humo, dijo.

Dónde.

Detrás de aquellos edificios.

¿Qué edificios?

El chico le pasó los prismáticos y el hombre reajustó el enfoque. Una espiral a duras penas visible. Sí, dijo. Veo el humo.

¿Qué debemos hacer, papá?

Creo que deberíamos ir a echar un vistazo. Pero tendremos cuidado. Si es una comuna tendrán barricadas, pero tal vez solo sean refugiados.

Como nosotros.

Sí. Como nosotros.

¿Y si resultan que son los malos?

Habrá que arriesgarse. Hay que encontrar algo para comer.

 

Dejaron el carrito en el bosque y cruzaron una vía de tren y descendieron por un empinado terraplén entre hiedra negra. Él llevaba la pistola en la mano. No te apartes de mí, dijo. El chico obedeció. Batieron las calles como zapadores. De manzana en manzana. En el aire un ligero olor a humo de leña. Esperaron en un comercio y vigilaron la calle pero no vieron moverse nada. Pasaron entre la basura y los escombros. Cajones tirados al suelo, papeles y cajas de cartón hinchadas. No encontraron nada. Todas las tiendas fueron desvalijadas años atrás, casi no quedaba cristal en las ventanas. Dentro tan oscuro que casi no se veía nada. Subieron los peldaños estriados de una escalera mecánica, el chico cogido de su mano. Unos cuantos trajes polvorientos colgando de un perchero. Buscaban zapatos pero no vieron un solo par. Revolvieron entre la basura pero allí no había nada que les sirviera. De regreso el hombre arrancó las americanas de sus colgadores y las sacudió y se las cargó dobladas en un brazo. Vamos, dijo.

 

Pensó que en algo no se habrían fijado pero no era así. Apartaron desperdicios a puntapiés en los pasillos de un supermercado. Envoltorios y papeles viejos y la sempiterna ceniza. Registró los estantes en busca de vitaminas. Abrió la puerta de un congelador empotrado pero el hedor acre de los muertos irrumpió de la oscuridad y le hizo cerrar enseguida. Salieron a la calle. Él levantó la vista hacia el cielo gris. El aliento les humeaba. El chico estaba rendido. Lo cogió de la mano. Hemos de seguir mirando, dijo. Hemos de mirar un poco más.

 

No ofrecían mucho más las casas de las afueras del pueblo. Entraron en una por la parte de atrás y empezaron a buscar en los armarios de la cocina. Las puertas de los armarios todas abiertas. Una lata de levadura en polvo. Se la quedó mirando. En el comedor registraron los cajones de una alacena. Entraron a la sala de estar. Trozos del empapelado de las paredes como pergaminos antiguos en el suelo. Dejó al chico sentado en la escalera con los trajes mientras él subía.

Todo olía a húmedo y a podrido. En el primer dormitorio un cadáver reseco con la colcha subida hasta el cuello. Vestigios de pelo putrefacto en la almohada. Agarró la manta polla punta inferior y la retiró de la cama y la sacudió y se la puso doblada bajo el brazo. Miró en las cómodas y los armarios. Un vestido fino en una percha de alambre. Nada. Volvió a bajar. Estaba anocheciendo. Cogió al chico de la mano y salieron a la calle por la puerta principal.

 

Una vez en lo alto de la colina estudió el pueblo. La noche cayendo a marchas forzadas. Oscuridad y frío. Puso dos americanas sobre los hombros del chico, envolviéndolo con parka y todo.

Me muero de hambre, papá.

Ya lo sé.

¿Podremos encontrar nuestras cosas?

Sí. Sé dónde están.

¿Y si alguien las ve?

Nadie las va a ver.

Ojalá.

Descuida. Vamos.

¿Qué ha sido eso?

Yo no he oído nada.

Escucha.

No oigo nada.

Escucharon de nuevo. Finalmente oyó ladrar un perro en la lejanía. Se volvió y miró hacia el pueblo calado en la oscuridad. Es un perro, dijo.

¿Un perro?

Sí.

¿De dónde ha salido?

No lo sé.

No vamos a matarlo, ¿verdad, papá?

No. No vamos a matarlo.

Miró al chico, que tiritaba bajo las prendas. Se inclinó y le dio un beso en su frente mugrienta. No le haremos daño a perro, dijo. Te lo prometo.

 

Durmieron dentro de un coche bajo un paso elevado tapado con las americanas y la manta. En medio de la oscuridad y en silencio vio lucecitas que aparecían al azar en el retículo de la noche. Las plantas superiores de los edificios estaban a oscuras. Tendrías que subir agua. Podrías ponerte al descubierto. ¿Qué comían? Sabe Dios. Se sentaron envueltos en las americanas mirando por la ventanilla. ¿Quiénes son, papá?

No lo sé.

 

Despertó por la noche y se quedó a la escucha. No conseguía recordar dónde estaba. La idea le hizo sonreír. ¿Dónde estamos?, dijo.

¿Qué pasa, papá?

Nada. Estamos a salvo. Duerme.

Todo va a ir bien, ¿verdad, papá?

Sí. Todo irá bien.

Y no nos va a pasar nada malo.

Desde luego que no.

Porque nosotros llevamos el fuego.

Así es. Porque llevamos el fuego.

Por la mañana caía una lluvia fría. Las ráfagas alcanzaban el coche incluso debajo del paso elevado y se veía bailotear la lluvia en la carretera. Se quedaron sentados mirando a través del agua por el parabrisas. Cuando por fin amainó había transcurrido ya la mayor parte del día. Dejaron las americanas y la manta en el suelo del asiento de atrás y tomaron la carretera para ir a registrar más casas. Humo de leña en el aire húmedo. Ya no volvieron a oír ladridos.

 

Encontraron algunos utensilios y varias prendas de ropa. Una sudadera. Un plástico que podían utilizar como toldo. Él tenía la certeza de que los estaban observando pero no vio a nadie. En una despensa hallaron parte de un saco de harina de maíz que las ratas habían visitado hacía mucho tiempo. Tamizó la avena con un trozo de mosquitera rota y reunió un puñado de excrementos secos y encendieron fuego en el porche de cemento de la casa e hicieron tortas con el maíz y las tostaron sobre un pedazo de hojalata. Luego las fueron comiendo despacio una a una. Envolvió las que quedaron en un pedazo de papel y las metió en la mochila.

 

El chico estaba sentado en los escalones cuando vio moverse algo en la parte de atrás de la casa de enfrente. Una cara le estaba mirando. Un niño más o menos de su edad, envuelto en un chaquetón de lana varias tallas grande y con las mangas recogidas. Se puso de pie. Cruzó corriendo la calzada y se metió en el camino particular. Allí no había nadie. Miró hacia la casa y luego cruzó el jardín entre maleza seca hasta un arroyo todavía negro. Vuelve, dijo en voz alta. No te haré daño. Estaba allí de pie llorando cuando su padre llegó a la carrera y lo agarró del brazo.

¿Qué haces?, le dijo entre dientes. ¿Qué haces?

Hay un niño, papá. Hay un niño.

No hay ningún niño. ¿Se puede saber qué haces?

Sí que lo hay. Yo le he visto.

Te dije que no te movieras. ¿No es cierto? Ahora tenemos que marcharnos. Vamos.

Solo quería verle, papá. Solo quería verle.

El hombre lo cogió por el brazo y regresaron por el jardín. El chico no paraba de llorar y no paraba de mirar atrás. Vamos, dijo el hombre. Tenemos que irnos.

Quiero verle, papá.

No hay nada que ver aquí. ¿Es que quieres morir? ¿Es eso lo que quieres?

Me da lo mismo, dijo el chico, sollozando. Me da lo mismo.

El hombre se detuvo. Se detuvo y se puso en cuclillas y lo abrazó. Lo siento, dijo. No digas eso. No debes decir esas cosas.

 

Desandaron el camino por las calles mojadas hasta el viaducto y recogieron las americanas y la manta del coche y siguieron hasta el terraplén. Subieron por él y cruzaron la vía en dirección al bosque y cogieron el carrito y se dirigieron a la carretera principal.

¿Y si ese niño no tiene a nadie que cuide de él?, dijo. ¿Y si no tiene papá?

Allí hay gente. Estaban escondidos.

Empujó el carrito hasta la carretera y se quedó allí de pie. Pudo ver las huellas del camión en la ceniza húmeda, débiles y medio borradas, pero allí estaban. Le pareció que podía olerlos. El chico le estaba tirando de la chaqueta. Papá, dijo:

¿Qué?

Tengo miedo por ese niño.

Lo sé, pero no le pasará nada.

Deberíamos ir a buscarlo, papá. Podríamos llevarlo con nosotros. Podríamos ir a buscarlo y llevarnos también el perro El perro podría encontrar algo de comida.

No puede ser.

Y yo le daría al niño la mitad de mi comida.

Basta. No puede ser.

Estaba llorando otra vez. ¿Qué le pasará al niño?, sollozó. ¿Qué le pasará al niño?

 

Al atardecer se sentaron en el cruce y él extendió los pedazos del mapa sobre la calzada y los examinó. Señaló con el dedo. Nosotros estamos aquí, dijo. El chico no quiso mirar. Se quedé) estudiando la matriz de rutas en rojo y negro con el dedo puesto en el cruce de caminos donde le parecía que se encontraban ahora. Como si los hubiera visto a ellos dos pequeñitos y agachados allí. Podríamos volver, dijo el chico en voz baja. No está tan lejos. No es demasiado tarde.

 

Acamparon en un coto forestal no lejos de la carretera. No les fue posible encontrar un sitio abrigado donde encender fuego sin que nadie lo viera y no lo encendieron. Comieron cada cual dos de aquellas tortas de maíz y durmieron juntos acurrucados en el suelo bajo las americanas y las mantas. El abrazó al niño y al cabo de un rato el niño dejó de tiritar y al rato se quedó dormido.



  

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