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LA CARRETERA 2 страница



¿Qué es, papá?

Una chuchería. Para ti.

¿Qué es?

Ven. Siéntate.

Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.

El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.

Bebe.

El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.

Así es.

Toma un poco, papá.

Quiero que te la bebas tú.

Solo un poco.

Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo.

Quedémonos aquí sentados un rato.

Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?

Nunca más es mucho tiempo.

Vale, dijo el chico.

 

Al atardecer del día siguiente estaban en la ciudad. Las largas curvas de los intercambiadores de la interestatal como las ruinas de una enorme casa del terror contra el fondo tenebroso. Llevaba el revólver metido por la parte delantera del cinturón y la parka con su cremallera bajada. Por todas partes muertos momificados. La carne rajada a lo largo del hueso, los ligamentos tirantes como alambres de tan secos como estaban. Marchitos y ojerosos como modernos habitantes de los pantanos, las caras de sábana hervida, las amarillentas empalizadas de sus dientes. Descalzos hasta el último de ellos como peregrinos de baja extracción pues hacía tiempo que les habían robado a todos sus zapatos.

 

Siguieron adelante. No dejaba de vigilar a su espalda por el retrovisor. Lo único que se movía en la calle era la ceniza que el viento levantaba. Cruzaron el alto puente de hormigón sobre el río. Debajo un amarradero. Pequeñas embarcaciones de placer semihundidas en el agua gris. Río abajo chimeneas altas que el hollín volvía borrosas.

 

Al día siguiente en un recodo varios kilómetros al sur de la ciudad y medio perdida entre los zarzales muertos llegaron a una vieja casa de madera con chimeneas y aleros y una pared de piedra. El hombre se detuvo. Luego empujó el carrito hacia el camino particular.

¿Qué sitio es este, papá?

La casa donde yo crecí.

El chico se quedó allí mirando. La mayoría de las tablas de madera habían desaparecido de las paredes inferiores para servir de leña, dejando al descubierto las tachuelas y el material aislante. La mosquitera podrida del porche de atrás estaba tirada en la terraza de cemento.

¿Vamos a entrar?

¿Y por qué no?

Tengo miedo.

¿No quieres ver dónde vivía yo?

No.

Estate tranquilo.

Podría haber alguien dentro.

No lo creo.

¿Y si resulta que sí?

Levantó la vista hacia el alero de su antigua habitación Luego miró al chico. ¿Quieres esperar aquí?

No. Siempre dices lo mismo.

Lo siento.

Ya lo sé. Pero siempre lo dices.

 

Dejaron las mochilas en la terraza y caminaron por el porche apartando basura a puntapiés y entraron en la cocina. El chico no se soltó de su mano. Todo estaba casi como él lo recordaba. Las habitaciones vacías. En el cuartito contiguo al comedor había un camastro de hierro sin colchón, una mesa plegable metálica. En el pequeño hogar la misma parrilla de hierro colado. De las paredes faltaba la chapa de pino y solo se veían los listones de enrasar. Permaneció allí de pie. Tocó con el pulgar los agujeros de chincheta en la madera pintada de la repisa allí donde cuarenta años atrás habían colgado calcetines. Cuando yo era pequeño celebrábamos la Navidad aquí. Se dio la vuelta y contempló el patio arruinado. Una maraña de lilas muertas. La forma de un seto. En las frías noches de invierno cuando se iba la luz por una tormenta nos sentábamos aquí, mis hermanas y yo, delante del fuego y hacíamos los deberes. El chico le observó. Y observó figuras que lo reclamaban pero que él no podía ver. Papá, deberíamos irnos, dijo. Sí, dijo el hombre. Pero se quedó quieto.

 

Pasaron por el comedor donde los ladrillos refractarios del hogar eran tan amarillos como el día en que lo construyeron porque su madre no soportaba ver que se ennegrecieran. El suelo estaba alabeado debido a la lluvia. En el salón una pila de huesos de un pequeño animal descoyuntado. Posiblemente un gato. Un vasito de cristal junto a la puerta. El chico le agarró la mano. Subieron la escalera y torcieron hacia el pasillo. Pequeños conos de yeso húmedo erguidos en el suelo. Los listones del techo a la vista. Se detuvo en el umbral de su habitación. Un pequeño espacio bajo el alero. Aquí es donde yo dormía. Mi cama estaba contra esa pared. En las noches contadas por millares soñar los sueños de la imaginación de un niño, mundos ricos o temibles según se presentaran pero nunca el que iba a ser. Abrió la puerta del armario casi esperando encontrar las cosas de su infancia. La luz diurna cruda y fría colándose por el tejado. Gris como su corazón.

Deberíamos irnos, papá. ¿Podemos irnos?

Sí. Claro que podemos.

Estoy asustado.

Lo sé. Perdona.

Tengo miedo.

Tranquilo. No deberíamos haber venido.

 

Tres noches más tarde en las estribaciones de las montañas orientales se despertó a oscuras al oír algo que se acercaba. Permaneció con las manos a los costados. El suelo estaba temblando. La cosa venía hacia ellos.

¿Papá?, dijo el chico. ¿Papá?

Chsss... No pasa nada.

¿Qué es, papá?

Cada vez sonaba más cerca. Todo temblaba. Después pasó por debajo de ellos como un tren subterráneo y se retiró hacia la noche y desapareció. El chico se abrazó a él llorando, la cabeza sepultada en su pecho. Chsss... Tranquilo.

Tengo mucho miedo.

Lo sé. Tranquilo. Ya pasó.

¿Qué era, papá?

Era un terremoto. Ya ha pasado. Estamos a salvo. Chsss...

En aquellos primeros años las carreteras estaban pobladas por refugiados envueltos hasta arriba en sus harapos. Con mascarillas y gafas protectoras, sentados en la cuneta como aviadores fracasados. Sus carretillas repletas de desechos. Tirando de carromatos o carritos de supermercado. Los ojos brillantes en sus cráneos. Hollejos de hombres sin credo tambaleándose por los pasos elevados como emigrantes en una tierra salvaje. La fragilidad de todo por fin revelada. Viejos y preocupantes problemas desintegrados en la nada y la noche. El último ejemplo de una cosa pone punto final a la clase. Apaga la luz y se va. Mira a tu alrededor. «Siempre» es mucho tiempo. Pero el chico sabía lo que él sabía. Que siempre es un abrir y cerrar de ojos.

 

A media tarde se sentó junto a una ventana gris en una casa abandonada y en la luz grisácea leyó periódicos viejos mientras el chico dormía. Noticias curiosas. Temas pintorescos. Las prímulas se cierran a las ocho. Miró dormir al chico. ¿Serás capaz? ¿Cuando llegue el momento? ¿Serás capaz?

 

Acuclillados en la carretera comieron arroz frío y alubias frías que habían cocido días atrás. Empezando ya a fermentar. No había sitio donde hacer fuego sin que les vieran. Dormían acurrucados el uno contra al otro envueltos en las malolientes colchas en medio de la oscuridad y el frío. Él abrazando al chico. Tan flaco. Mi corazón, dijo. Mi corazón. Pero sabía que aun siendo un buen padre era muy posible que ella llevara razón en lo que dijo. Que el chico era lo único que había entre él y la muerte.

 

Avanzado el año. No sabía en qué mes estaban. Le parecía que Tenían comida suficiente para cruzar las montañas pero toda certeza era imposible. El paso en la divisoria de aguas estaba a mil quinientos metros de altitud e iba a hacer mucho frío. Él dijo que todo dependía de llegar a la costa, pero al despertar en mitad de la noche supo que eran palabras vanas y sin el menor fundamento. Había bastantes probabilidades de que murieran en las montañas y ahí se acabaría todo.

 

Atravesaron las ruinas de una población turística y tomaron la carretera hacia el sur. Kilómetros de bosques quemados en las laderas y nevando antes de lo que había previsto. Ni una sola huella en el asfalto, nada vivo en ninguna parte. Las rocas negras por el fuego como formas de osos en los taludes descarnadamente arbolados. Desde un puente de piedra miró corretear las aguas hacia una poza y girar lentamente formando una espuma gris. Donde antaño había visto truchas nadar en la corriente, resiguiendo sus sombras perfectas en las piedras del lecho. Siguieron adelante, el chico le pisaba los talones. Apoyado en el carrito, subiendo lentamente por las curvas pronunciadas. Había incendios activos todavía arriba en las montañas y por la noche podían ver sus luces de un naranja intenso entre el hollín que descendía. Empezaba a hacer más frío pero tenían la lumbre encendida toda la noche y así la dejaban por la mañana cuando se ponían en camino. Había envuelto los pies de ambos en tela de arpillera atada con cordel y por ahora la nieve era solo de unos centímetros pero sabía que si el espesor aumentaba tendrían que abandonar el carrito. La marcha se hacía ya penosa y cada dos por tres se detenía para descansar. Afanándose hasta el borde de la carretera y una vez allí doblado con las manos en las rodillas de espaldas al chico, en pleno ataque de tos. Después se incorporaba, los ojos lagrimeando. En la nieve gris una fina bruma de sangre.

 

Acamparon pegados a una roca y él hizo un cobijo con palos y la lona. Encendió fuego y se pusieron a arrastrar una gran pila de leña menuda para toda la noche. Habían amontonado una alfombrilla de ramas secas de cicuta encima de la nieve y se sentaron envueltos en las mantas mirando la lumbre y bebiendo lo que les quedaba del cacao rescatado hacía semanas de la basura. Nevaba otra vez, copos blandos descendiendo a la deriva en la oscuridad. Él se quedó medio dormido con el agradable calor. La sombra del chico pasó por encima de él. Con una brazada de leña. Le miró atizar el fuego. El dragón personificado. Las chispas volaban hacia lo alto y morían en la oscuridad sin estrellas. No todas las palabras moribundas son verdad y esta bendición no es menos real porque la hayan despojado de su suelo.

 

Al despertarse por la mañana de la lumbre solo quedaban carbones. Caminó hasta la carretera. Todo estaba encendido. Como si el sol ausente hubiera vuelto por fin. La nieve naranja y temblorosa. Un incendio en el bosque se abría paso por los cerros de pura yesca, llameando y titilando como una aurora boreal contra el cielo nublado. Pese al frío que hacía permaneció un buen rato de pie. El color de todo aquello removía en él algo olvidado hacía tiempo. Haz una lista. Recita una letanía. Recuerda.

 

Hacía más frío. Nada se movía en aquellas alturas. Un fuerte olor a humo de leña flotaba sobre la carretera. Empujando el carrito por la nieve. Unos cuantos kilómetros cada día. No tenía la menor idea de a qué distancia podía estar la cumbre. Comían muy frugalmente y el hambre no los abandonaba. Se detuvo a contemplar la región. Un río allá abajo. ¿Qué distancia habían recorrido?

 

Soñaba que ella estaba enferma y que él la cuidaba. El sueño transmitía una apariencia de sacrificio pero él pensaba de otra manera. No la cuidó y ella murió a solas en la oscuridad y no hay ningún otro sueño ni otro mundo de vigilia y no hay ninguna otra historia que contar.

 

En esta carretera no hay interlocutores de Dios. Se han ido y me han dejado aquí solo y se han llevado consigo el mundo. Duda: ¿En qué difiere el nunca será de lo que nunca fue?

 

Oscuridad de la luna invisible. Las noches ahora solo un poco menos negras. De día el sol proscrito circunda la tierra cual madre afligida con una lámpara.

 

Personas sentadas en la acera al amanecer medio inmoladas y humeando en sus prendas de vestir. Como frustrados suicidas sectarios. Otros vendrían a ayudarlos. Antes de transcurrido un año había incendios en las montañas y cánticos delirantes. Los gritos de los asesinados. De día los muertos empalados en estacas a lo largo de la carretera. ¿Qué habían hecho? Él pensaba que en la historia del mundo tal vez incluso había más castigo que crimen pero ese era un magro consuelo.

 

El aire iba enrareciéndose y pensó que la cima no debía de estar lejos. Quizá mañana. Mañana pasó sin novedad. Ya no nevaba pero había medio palmo de nieve en la carretera y empujar el carrito por aquellas cuestas requería un gran esfuerzo. Pensó que tendrían que abandonarlo. ¿Cuántas cosas podían cargar entre los dos? Se detuvo y dirigió la vista hacia los áridos taludes. La ceniza caía sobre la nieve hasta dejarla prácticamente negra.

 

A cada curva parecía que el paso estuviera allí mismo y entonces un atardecer se detuvo y miró todo aquello y lo reconoció. Se desabrochó el cuello de la parka y se bajó la capucha y aguzó el oído. El viento entre las negras matas de cicuta. El aparcamiento vacío en el mirador. El chico de pie a su lado. Como él mismo había estado junto a su propio padre un invierno de hacía muchos años. ¿Qué es, papá?, dijo el chico.

El desfiladero. Ahí lo tenemos.

 

Por la mañana se pusieron de nuevo en marcha. Hacía mucho frío. A media tarde empezó a nevar otra vez y acamparon temprano y se metieron bajo el corrido de la lona y observaron caer la nieve sobre la lumbre. Por la mañana había varios centímetros de nieve reciente en el suelo pero había dejado de nevar y el silencio era tal que casi podían oír sus corazones. Apiló un poco de leña sobre los rescoldos y avivó el fuego y se abrió camino por el ventisquero para desenterrar el carrito. Buscó entre las latas y volvió y se sentaron junto al fuego y comieron las galletas que quedaban y una lata de salchichas. En un bolsillo de su mochila había encontrado medio paquete de cacao y se lo preparó al chico y luego él se sirvió agua caliente en su taza y se quedó sentado soplando sobre el borde.

Me prometiste que no harías eso, dijo el chico.

¿El qué?

Ya sabes qué, papá.

Tiró el agua caliente al cazo y cogió la taza del chico y se sirvió un poco de cacao y luego le devolvió la taza.

Tengo que vigilarte todo el rato, dijo el chico.

Ya lo sé.

Si no cumples una promesa pequeña tampoco cumplirás una grande. Es lo que tú me dijiste.

Lo sé. Descuida.

 

Estuvieron todo el día bajando por la pendiente sur de la hoya. Donde el ventisquero era más hondo el carrito no avanzaba y tuvo que tirar de él con una mano mientras abría camino en la nieve. De no haber estado en las montañas habrían podido encontrar algo que sirviera de trineo. Un viejo rótulo de metal o una chapa de hojalata para techos. Las envolturas de sus pies estaban ya empapadas y les daban frío y humedad. Se apoyó en el carrito para recobrar el aliento mientras el chico aguardaba. Hubo un chasquido fuerte en algún punto de la montaña. Luego otro. Es solo un árbol que cae, dijo. No pasa nada. El chico estaba mirando los árboles muertos de la cuneta. Tranquilo, dijo el hombre. Tarde o temprano todos los árboles del mundo tienen que caer. Pero no encima de nosotros.

¿Cómo lo sabes?

Lo sé y punto.

 

Sin embargo encontraron árboles atravesados en la carretera y tuvieron que descargar el carrito y pasar toda la carga por encima de los troncos y meterlo todo otra vez en el carrito al otro lado. El chico encontró juguetes de los que ya no se acordaba. Se encariñó de un camión amarillo y siguieron andando con el camión encima de la lona.

 

Acamparon en un banco de tierra al otro lado de un arroyo helado junto a la carretera. El viento había apartado la ceniza del hielo y el hielo estaba negro y el arroyo parecía un sendero de basalto que serpenteaba por el bosque. Reunieron leña en el lado norte del talud donde no estaba tan húmeda, derribando árboles a empujones y arrastrándolos hasta el campamento. Encendieron lumbre y extendieron la lona y colgaron la ropa mojada en unos palos, humeante y maloliente, y se sentaron arrebujados en las mantas y desnudos mientras el hombre arrimaba los pies del chico a su estómago para calentárselos.

 

Despertó gimiendo en mitad de la noche y el hombre lo abrazó. Chsss..., dijo. Chsss... No pasa nada.

He tenido una pesadilla.

Ya lo sé.

¿Te cuento qué pasaba?

Si quieres, sí.

Yo tenía un pingüino de esos que les das cuerda y echan a andar y mueven las aletas. Estábamos en la casa donde vivíamos antes y el pingüino aparecía por una esquina pero nadie le había dado cuerda y yo me asustaba mucho.

Tranquilo.

En el sueño daba mucho más miedo.

Lo sé. Hay sueños que dan mucho miedo.

¿Por qué he tenido esa pesadilla?

No lo sé. Pero ya pasó. Voy a echar un poco de leña al fuego. Tú duerme.

El chico no replicó. Después dijo: La cuerda no giraba.

 

Tardaron cuatro días más en bajar de la nieve e incluso entonces había trechos nevados en ciertos recodos de la carretera e incluso más allá la carretera estaba negra y húmeda por la es-correntía de tierra adentro. Bordearon una profunda garganta y allá abajo en la oscuridad un río. Permanecieron a la escucha.

 

Grandes riscos escarpados al otro lado del cañón con esqueléticos árboles negros aferrándose al talud. El sonido del río se perdió a lo lejos. Luego volvió. Un viento helado soplaba de la región inferior. Les llevó todo el día alcanzar el río.

 

Dejaron el carrito en una zona de aparcamiento y se adentraron en el bosque. Un retumbo procedente del río. Era una cascada que caía de un saliente de roca y salvaba una altura de veinticinco metros en medio de una mortaja de bruma hasta la poza de abajo. Pudieron oler el agua y notar el frío que venía de ella. Un banco de grava húmeda. Se quedó mirando al chico.

¡Anda!, dijo el chico. No podía apartar la vista de la cascada.

 

Se puso en cuclillas y cogió un puñado de guijarros y los olió y los dejó caer. Redondeados y lisos como canicas o tabletas de piedra con vetas y franjas. Pequeños discos negros y fragmentos de cuarzo pulimentado brillantes a causa de la bruma que se alzaba del río. El chico se adelantó y se puso en cuclillas y tocó el agua oscura con la mano.

 

La cascada caía casi en el centro de la poza. Una espuma gris giraba sobre sí misma. Permanecieron uno al lado del otro hablándose a gritos debido al estruendo.

¿Está fría?

Sí. Helada.

¿Quieres meterte?

No sé.

Sí que quieres.

¿Puedo?

Vamos.

Se bajó la cremallera de la parka y dejó caer la parka en la grava y el chico se incorporó y se desnudaron y se metieron en el agua. Pálidos como fantasmas y tiritando. El chico tan flaco que casi le hizo llorar. Él se zambulló de cabeza y emergió boqueando de frío y dio media vuelta y se quedó de pie, golpeándose los brazos.

¿Me cubre a mí?, gritó el chico.

No. Vamos.

Giró de nuevo y nadó hasta la cascada y dejó que el agua le cayera encima. El chico estaba metido en la poza hasta la cintura, agarrándose los hombros y brincando. El hombre regresó. Abrazó al chico y lo hizo flotar, el chico chapoteando y muerto de frío. Bien, dijo el hombre. Lo estás haciendo muy bien.

Se vistieron tiritando y luego remontaron el sendero hasta la parte superior del río. Caminaron por las rocas hasta donde el río parecía quedarse sin espacio y él sujetó al chico mientras se aventuraba hacia el último saliente de roca. El río se deslizaba sobre el borde y caía a pico a la poza de abajo. El río ente rocas. El chico le agarró el brazo con fuerza.

Está muy abajo, dijo.

Sí. Bastante.

¿Te morirías si cayeras desde aquí?

Te harías daño. Es mucha distancia.

Qué miedo.

 

Caminaron por el bosque. La luz empezaba a flaquear. Siguieron el llano bordeando la parte superior del río entre enormes árboles muertos. Un frondoso bosque sureño donde antes hubo manzanas de mayo y quimafilas. Ginseng. Las ramas muertas de los rododendros retorcidas y nudosas y negras. Se detuvo. Había algo en el suelo. Se agachó para separar el mantillo. Una pequeña colonia, encogidas, resecas y arrugadas. Cogió una y se la llevó a la nariz. Mordió una punta y la masticó.

¿Qué es, papá?

Colmenillas. Son colmenillas.

¿Y qué son colmenillas?

Un tipo de seta.

¿Se pueden comer?

Sí. Toma.

¿Son buenas?

Muerde.

El chico olió la seta y dio un mordisco y se quedó masticando. Miró a su padre. Son bastante ricas, dijo.

Arrancaron las colmenillas del suelo, unas cosas de aspecto extraño que él fue metiendo en la capucha de la parka del chico. Volvieron a la carretera y bajaron hasta donde habían dejado el carrito y acamparon junto a la poza de la cascada y lavaron las colmenillas de tierra y ceniza y las pusieron en remojo en un cazo con agua. Para cuando hubo encendido la lumbre era ya de noche. Troceó unas cuantas setas encima de un leño y las tiró a la sartén junto con la grasa de cerdo de una lata de alubias y lo puso todo a fuego lento sobre las brasas. El chico le observó. Este es un buen sitio, papá, dijo.

 

Comieron las pequeñas setas acompañadas de alubias y bebieron té y tomaron peras en lata de postre. Arrimó el fuego a la fisura de roca donde antes lo había encendido y colgó la lona detrás de ellos para que reflejara el calor y se sentaron en el refugio mientras él le contaba cuentos al chico. Lo que recordaba de viejas historias de valor y justicia hasta que el chico se quedó dormido en las mantas y luego él echó más leña al fuego y se tumbó caliente y saciado y escuchó el retumbo de la cascada en aquel oscuro y raído bosque.

 

Por la mañana echó a andar río abajo siguiendo el sendero que lo bordeaba. El chico llevaba razón al decir que era un buen sitio y quería comprobar si había señales de otros visitantes. No encontró nada. Se quedó mirando el río allí donde cambiaba de dirección y se precipitaba a una balsa formando remolinos. Arrojó al agua una piedra blanca que se perdió rápidamente de vista como si se la hubieran tragado. Él había estado una vez en un río así y había visto destellos de truchas nadando en una poza, invisibles en el agua color de té salvo cuando se ponían de costado para comer. Reflejando el sol desde aquella oscuridad profunda como un destello de navajas en una cueva.

No podemos quedarnos, dijo. Hace más frío cada día. Y la cascada es una atracción. Lo ha sido para nosotros y lo será par otros y no sabemos de qué gente se trata y no podemos oírlo llegar. No es un sitio seguro.

Podríamos quedarnos un día más.

No es seguro.

Bueno, quizá encontraremos otro sitio en el río.

Hemos de seguir avanzando. Debemos seguir hacia el sur.

¿El río no va hacia el sur?

No.

¿Puedo verlo en el mapa?

Sí. Voy a buscarlo.

Antiguamente el ajado mapa de carreteras tenía las hojas pegadas entre sí con cinta aislante pero ahora solo estaban clasificadas y numeradas a lápiz en las esquinas para poder montarlas. Revisó las mustias páginas y extendió las que correspondían a su situación.

Aquí cruzamos un puente. Parece que está a unos doce kilómetros. Esto es el río. Va hacia el este. Seguimos la carretera por la vertiente oriental de las montañas. Las líneas negras del mapa son nuestras carreteras, las carreteras estatales.

¿Por qué son estatales?

Porque antes pertenecían a los estados. A lo que antes llamaban estados.

¿Es que ya no existen estados?

No.

¿Qué pasó?

No lo sé exactamente. Es una buena pregunta.

Pero las carreteras siguen ahí.

Sí. Por ahora.

¿Hasta cuándo?

No lo sé. Quizá bastante tiempo. No hay nada para arrancarlas de modo que por ahora no habrá problema.

Pero no pasarán coches ni camiones.

No.

Vale.

¿Estás listo?

El chico asintió con la cabeza. Se restregó la nariz con la manga y se echó a la espalda la pequeña mochila y el hombre dobló las páginas del mapa y se puso de pie y el chico lo siguió a través de la gris empalizada de árboles hasta la carretera.

 

Cuando el puente estuvo al alcance de la vista había allí un camión con remolque atravesado en la calzada e incrustado en el parapeto de hierro. Llovía otra vez y se detuvieron con la lluvia tamborileando flojito en la lona. Mirando desde la penumbra azul de debajo del plástico.

¿Podremos pasar por el lado?, dijo el chico.

Lo dudo. Seguramente se podrá pasar por debajo. Quizá tendremos que descargar el carrito.

 

El puente salvaba el río sobre un rápido. Oyeron el rumor al doblar la curva de la carretera. Un viento recio soplaba de la garganta y se arrebujaron en la lona tirando de las esquinas y empujaron el carrito por el puente. Se veía el río a través de la estructura de hierro. Más abajo del rápido había un puente ferroviario sobre pilares de piedra caliza. Las piedras de los pilares estaban sucias muy por encima del río debido a las crecidas y en el recodo del mismo había grandes camellones de ramas y arbustos negros y troncos de árbol que lo obstruían.



  

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