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UNA «CENCERRA»



III

UNA «CENCERRA»

 

 

 

 

El dí a 22 de diciembre, cuando Plinio cruzaba la plaza a eso de mediodí a, vio que don Felipe le hací a una señ al desde la puerta del cuarto de guardia de la sacristí a.

—Esta noche, a las diez, los caso. No hace falta que lo digas a nadie má s... ¿ Para qué? Mañ ana podemos reunirnos a comentar.

—Está bien. ¿ Hay alguna otra novedad?

—No.

 

 

 

—¿ Vio usted a Joaquinita?

—Todaví a no. Seguramente esta tarde.

—Bueno, entonces, hasta mañ ana.

—No comentes con nadie... Mañ ana, a las siete, en mi casa.

—Descuide.

 

 

Hacia las diez de la noche Plinio se apostó en una esquina pró xima a la casa de doñ a Carmen. Apenas llevaba unos segundos en su puesto de acecho, se dio una palmada en la frente, y dijo para sí: «¡ Idiota de mí! » Y echó a correr camino del callejoncito del Zurdo, donde daba la parte trasera de la casa.

 

 

 

Apenas tuvo tiempo para apostarse de nuevo. En seguida se abrió la portada y salió de ella una tartana pequeñ a, sin farol.

La siguió desde lejos. Se detuvo en la puertecilla trasera de la iglesia que da a la calle de Veracruz. Cuatro personas bajaron rá pidamente de ella entre las sombras del oscuro callejó n y entraron en la iglesia.

 

 

 

La tartana se marchó en seguida. Plinio se acercó a la puertecita trasera de la iglesia y empujó, pero habí an cerrado. Se quedó dando paseos. Aburrido, vio las otras dos puertas de la iglesia. Estaban cerradas. Volvió a la calle de Veracruz y se ocultó a esperar. A las once en punto volvió la tartanilla y se detuvo donde antes. El que la conducí a, que a Plinio desde lejos le pareció Pedro, se bajó y dio unos golpecitos en la puerta. Se subió en la tartana. A los pocos minutos salieron cuatro personas que entraron rá pidamente en el carricoche.

 

 

 

Nuevamente Plinio lo siguió. Entraron en la portada que ya estaba abierta. Como no la cerraban, Plinio aguardó. En seguida se oyó el motor de un coche. Salió el «Gran Paije» de don Onofre. Conducí a é l. Milagrosamente, a Plinio le dio tiempo a correr hasta otro callejó n, si no, lo ven a las luces del auto.

 

 

 

Plinio decidió volver a su casa, ya era hora de cenar, cuando le pareció oí r ruido y alboroto de gentes. Aligeró el paso hacia la calle de la Luz. Mucho antes de llegar apreció claramente, entre las voces, el sonar de cencerros y latas golpeadas. Por la plaza entró en la calle y pronto, frente a la casa de don Onofre, vio un nutrido grupo de gente que producí a la algazara.

 

 

 

La voz cantante la llevaba una mujerona descomunal llamada la Minerala, que armada de un palo, golpeaba sobre el barreñ o de porcelana viejí simo, que sostení a otra mano. La coreaban inmediatamente unos cuantos mozalbetes y muchachas que, ferozmente, pegados a la puerta de la casa, daban porrazos sobre botes. Unos cuantos moví an cencerros y pretales de campanillas.

 

 

 

Por las bocacalles pró ximas, atraí dos por el ruido y la algazara, acudí a cada vez má s gente. Cuando a la Minerala le pareció que habí a suficiente concurso, levantó los brazos con ademanes ené rgicos para ordenar a todos que se callaran. Cuando lo consiguió, preguntó con una voz estentó rea:

 

 

 

—¿ Quié n se ha casado?

Una moza gorda y con voz chillona que habí a a su lado respondió a todo pulmó n:

—Don Onofre.

Volvió a preguntar la Minerala:

—¿ Con quié n?

Moza:

—Con la Joaquinita.

Minerala: —¿ Para qué?

Moza:

—¡ Para que le haga una pancita!

 

 

 

Al acabar la ú ltima palabra del verso improvisado, la Minerala hizo un ademá n y todos los cencerros, campanillas y latas comenzaron a sonar de manera ensordecedora.

Al cabo de unos momentos, la Minerala volví a a ordenar que callase el ruido, y ella nuevamente volví a a hacer las mismas preguntas, que la moza gorda contestaba con procacidades mayores, y que en seguida eran coreadas con risotadas y desconciertos.

 

 

 

A la escasa luz que habí a por aquella parte de la calle se veí a mal; a la gente apretujada, riendo sin freno, alzando los cencerros y las latas al tocarlos, sobre sus cabezas.

Plinio se marchó para casa. Sabí a que era inú til querer detener una «cencerra». Habí a que esperar a que se cansasen y se marchasen. Como casi siempre en estos casos, no se explicaba có mo la noticia de la boda habí a corrido tan aprisa... Posiblemente el pueblo entero tuviese ya tambié n su versió n má s o menos verosí mil de los demá s sucesos de la casa de la calle de la Luz.

 

 

 

Al dí a siguiente, como anunció el cura, se reunieron los cuatro amigos en la casa rectoral. Todos iban un poco pendientes de lo que pudiera contar el cura. Apenas estuvieron sentados, el veterinario lanzó la primera pregunta a su estilo:

—¿ Se confesaron con usted, don Felipe?

El cura lo miró, moviendo la cabeza:

—El albé itar puñ etero no tiene remedio —dijo.

 

 

Don Lotario se rió meciendo mucho los hombros y guiñ ando el ojo a los demá s.

—Sí, señ or, se confesaron, pero no conmigo, sino con don Juan —dijo con gravedad—. Le tení an avisado... Es algo que no me explico bien.

Y el pá rroco quedó como pensativo, con las peludas cejas muy alzadas.

—Ella —continuó — tení a un aspecto muy sereno y muy señ or. Y escribe bien. No sé cuá ndo habrá aprendido. Hizo una firma correcta.

 

 

—¿ Le notó usted algo? —preguntó don Gonzalo.

—Pues... no podrí a decir que sí ni que no. Habí a poca luz en la iglesia, y ella, naturalmente, si está como usted dice, debí a de llevar faja... Pero no sé si influido por sus sospechas, sí me pareció algo pá lida y con la figura un poco alterada... Pero no me atreverí a a poner las manos en el fuego.

—¿ Y é l? —preguntó Plinio.

 

 

 

—É l como siempre... Con la misma cara de placidez que cuando se casó con Carmen hace quince añ os... Lo verdaderamente interesante del asunto es que la gente ha comenzado a comentar por ahí. La boda ha hecho que el pueblo repase los acontecimientos ocurridos en esa casa de casi un añ o a esta parte, de la manera má s arbitraria... o no tan arbitraria. El pueblo tiene su instinto.

 

 

 

—¿ Y qué dicen? —preguntó el mé dico.

—Muchas cosas... ¿ Esposible que ustedes no hayan oí do nada?

—Yo no —dijo don Gonzalo.

El veterinario y el guardia asintieron.

—Yo he oí do que, segú n la gente, Joaquinita envenenó a doñ a Carmen —añ adió el cura.

 

 

 

—Eso mismo me han dicho a mí —dijo Plinio.

—Yo lo que he oí do —dijo el veterinario— es que la mataron entre é l y ella. Que, ademá s, era un proyecto viejo que descubrió la Antonia y por eso don Onofre mandó a un guardaespaldas suyo que la matara.

—Es curioso... La gente no só lo adivina las intenciones, sino los hechos exactos —comentó el cura—. Y Dios me perdone.

 

 

 

—Lo que no me explico bien es có mo la «cencerra» se organizó con tanta puntualidad... Si empiezan unos minutos antes pillan a los desposados en la casa.

—Instinto, el instinto del pueblo... Aunque no debió de faltar algú n alma caritativa muy pró xima a la parroquia que hablase lo que no debí a —dijo el cura, y luego quedó gruñ endo.

 

 

—El que la gente se ocupe de esto nos va a perjudicar ahora, ¿ no crees, Manuel? —dijo el veterinario.

—Tal vez sí y tal vez no. Nunca se sabe. Lo que ocurrirá de momento es que, especialmente a usted, a don Lotario y a mí, nos observará n con mucho cuidado, porque supondrá n que estamos sobre el negocio.

 

 

 

El veterinario asintió con la cabeza la mar de gozoso y dá ndose importancia.

—Estos comentarios populares pueden muy bien poner nerviosos a los presuntos culpables y facilitar las cosas —dijo el mé dico.

—O ponerlos en guardia —replicó Plinio—. A nosotros, desde luego, lo que nos conviene es oí r cuanto se diga, pero desmentirlo y defender a don Onofre y a Joaquinita en lo posible. No es conveniente que llegue a sus oí dos que nosotros nos hacemos eco de la gente.

—Es muy cuerdo lo que dices, Manuel —dijo el cura.

 

 

Los recié n casados continuaban en su casa de campo «La Poza». Don Onofre vení a al pueblo los sá bados a pagar a los gañ anes y a comprar provisiones, y se volví a con su mujer el domingo por la mañ ana. Procuraba darse a vistas lo menos posible y no aparecí a por el Casino.

Los comentarios de la gente no aminoraron de momento hasta la mañ ana del Mié rcoles de Ceniza.

Aquella mañ ana Plinio estaba endemoniado por las ú ltimas disposiciones del alcalde. Ya, diez dí as antes del carnaval, habí a aparecido un bando dando instrucciones severí simas para prevenir cualquier desgracia como la del añ o pasado. Hubo otras instrucciones privadas a la Policí a: una de ellas era que hicieran siempre su servicio con el barboquejo caí do.

 

 

Este simple detalle traí a de mal talante al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso que no se arreglaba de llevar la correí ta pegada a la barbilla. A cada instante se pasaba el dedo por debajo del cuero o se encasquetaba má s la gorra para que la tirantez del barboquejo fuera menor. Otras veces iba a quitarse la gorra olvidá ndose de la sujeció n y se pegaba unos tirones de cuello que temí a morir estrangulado. Plinio decí a a sus amigos:

—Creerá el señ or alcalde que llevando el barboquejo caí do tenemos má s autoridad, si no, no me explico.

 

 

 

Por si esto era poco, en prevenció n de que el Mié rcoles de Ceniza era el dí a de má s trá fago del carnaval, con el entierro de la sardina, el baile de gala y el concurso de carruajes, el alcalde habí a dado la orden «descabellada», a juicio de Plinio, de que toda la Policí a prestase servicio permanente aquel dí a. La orden tomó desprevenido al jefe, que ¡ estuvo de guardia todo el dí a anterior y tení a la perspectiva de otra noche sin dormir.

 

 

De este humor estaba Plinio hacia las once de la mañ ana en el cuarto de guardia, con la gorra quitada por supuesto, cuando sonó el telé fono que habí a en la pared al alcance de su mano.

Mejor que hablar escuchó unos segundos e inmediatamente colgó. Se encasquetó la gorra, se metió el barboquejo hasta la nuez, y salió calle de la Feria arriba con una velocidad inusitada en é l. Algunas má scaras tempraneras, al verlo tan aprisa se volví an a mirarlo. «De caza va Plinio», se decí an. Dobló por el pasadizo de Toledo y entró en la puerta de taquillas del teatrillo. Entró como un huracá n y se plantó ante la taquillera. No le dio tiempo a hablar.

 

 

 

—Don Isidoro está en el escenario —le dijo la muchacha.

Manuel salió a la misma velocidad que entró, cruzó el patio del teatro, pasó al patio de butacas, ahora sin butacas y convertido en saló n de baile. A la luz de la mañ ana las serpentinas y colgaduras parecí an decoloradas. Y por una puertecilla que habí a en la orquesta, bajo el escenario, se metió arrastrando el sable.

 

 

 

En el escenario —el teló n de boca estaba bajado— habí a varios empleados desenrollando alfombras, moviendo un piano, colocando cortinas... Era la preparació n del tradicional baile de gala del Mié rcoles de Ceniza, con orquesta de Madrid, aquel añ o con negros y concurso de disfraces.

Don Isidoro, con un gran puro en la boca, el sombrero en la mano y el gabá n desabrochado, miraba las maniobras de unos tramoyistas de espaldas al foro por donde entró Plinio. É ste se aproximó al empresario y se llevó dé bilmente la mano a la gorra.

—Buenos dí as, don Isidoro.

—Buenos dí as; Manuel. Un momento.

 

 

 

Don Isidoro, con gran calma, dio unas instrucciones má s a unos cuantos que estaban a punto de lanzar un piano escenario abajo con sus inhá biles esfuerzos.

Cuando el piano pareció seguro, don Isidoro llamó a Plinio a un lado del escenario y puso un pie sobre una alfombra dé bilmente enrollada.

—Esta alfombra —dijo— es de la guardarropí a del teatro. La ponemos cuando viene alguna compañ í a de verso o en el baile de gala del Mié rcoles de Ceniza.

 

 

 

Plinio asintió.

—Este añ o —continuó el empresario— no se ha utilizado. Estaba tal como la dejamos el jueves de carnaval del añ o pasado.

—¿ Y có mo la vio y pudo ocultar quien fuera esas cosas que usted me dijo? —preguntó Plinio.

—Ya he pensado en eso. He preguntado a los tramoyistas. Hemos sacado la conclusió n de que la alfombra debió de quedar enrollada en el escenario, tras el teló n, hasta el domingo de Piñ ata... Allí la debió de ver quien ocultó esas cosas entre sus pliegues.

—¿ Y có mo no la vimos nosotros, que rebuscamos por todo el local, incluso en el escenario, como recuerdo perfectamente?

 

 

—Debió de ser la fatalidad de que la dichosa alfombra la guardasen en la guardarropí a despué s del baile de la tarde. Cuando hicimos el registro, despué s del baile de la noche, la alfombra ya estaba en el cuarto de guardarropí a, cerrado bajo llave. Allí, naturalmente, no se nos ocurrió buscar los objetos contundentes que se hubieran dejado las má scaras del baile de la tarde.

 

 

—El paso al escenario ¿ está franco para las má scaras?

Don Isidoro sonrió:

—Sí, porque no tiene llave. Y como la puerta del escenario está junto a la del retrete, má s de una pareja se nos cuela en el escenario... para estar má s tranquilos.

—Ya... Si esa dichosa alfombra aparece antes, hubié semos ahorrado muchas cosas —dijo Plinio, sentencioso.

 

 

 

Don Isidoro, despué s de asentir con aire de complicidad, continuó su explicació n que consideraba incompleta:

—Hace un rato, momentos antes de llamarle, al desenrollarla Montera y Ramí rez, encontraron lo que le he dicho a usted por telé fono.

Plinio echó una ojeada a la gran alfombra, ya má s que pasada, que le señ alaba don Isidoro con el pie. No vio nada de particular.

—Vamos a ver eso —dijo con cierta impaciencia.

 

 

 

El empresario echó otra pausada ojeada a sus operarios, dio una chupada al puro y con el andar pausado que acostumbraba y un rí tmico y pendular movimiento de sus brazos, entró su corpachó n por el hueco de una escalerilla estrecha que conducí a a los camerinos. Se detuvo ante uno de ellos, abrió con una llave que se sacó del bolsillo, entró delante y encendió una luz pajiza que casi volaba a ras del techo. Luego se quedó mirando a un rincó n y mostró a Plinio un lí o ovalado de tela que fue blanca y ahora sucia de polvo.

 

 

 

Como don Isidoro no parecí a dispuesto a agacharse sobre el lí o ni mucho menos, Plinio se inclinó sobre é l y lo desenvolvió con cuidado. Conforme lo iba desliando se daba cuenta de que se trataba de una gran sá bana de cama de matrimonio que en su interior contení a algo duro. Antes de que Plinio llegase al objeto envuelto, don Isidoro, poniendo un pie sobre un pico de la sá bana, le dijo:

—Fí jese usted en esto.

 

 

 

Plinio miró hacia el á ngulo de la sá bana que apuntaba el pie de don Isidoro.

—Sangre —dijo el empresario.

Plinio encendió su mechero y miró má s de cerca. En efecto, se trataba de unas salpicaduras de sangre ya un poco descolorida.

Plinio levantó los ojos hacia don Isidoro, que por su gran estatura la cabeza le quedaba altí sima, envuelta entre la nube de humo de su habano.

 

 

 

—Y en eso —dijo don Isidoro apuntando con el pie a otra zona un poco má s alta de la sá bana.

Plinio tuvo que volver a encender el mechero. Miró con mucho detenimiento y tocó suavemente con los dedos. Parecí a sangre má s clara y solidificada.

Manuel alzó de nuevo la vista hacia don Isidoro, con gesto ambiguo.

—Yo dirí a que son briznas de masa encefá lica..., de sesos —aclaró, pues Plinio quedó indeciso.

 

 

 

Plinio volvió a mirar. Por fin, casi temblando de emoció n, iba a continuar desliando cuando don Isidoro, cambiando su pie al otro pico de la sá bana, volvió a decir:

—¡ Y en eso!

Plinio tomó el pico y se lo levantó hacia los ojos. Habí a, bordadas con hilo blanco, dos ces enlazadas.

 

 

Plinio, de sorpresa en sorpresa, volvió a levantar los ojos hacia el empresario.

—¡ Dos ces! —dijo, quitá ndose el puro. —Carmen Calabria... —musitó el guardia.

Por fin tiró de la sá bana con cuidado y un objeto metá lico cayó sobre el suelo. Era un bastó n de hierro delgado, con el puñ o, que fue niquelado, lleno de orí n. Plinio lo tomó entre sus manos y se puso de pie.

 

 

—Es un bastó n estoque —dijo Plinio mirando la empuñ adura.

—Sí, pero quien lo usó no se fijó en lo que era. Mire usted...

Y le señ aló el centro del bastó n aproximadamente. Sobre el esmalte negro se veí an unas manchas y restregones rojizos.

—Má s sangre.

Don Isidoro, que en aquel momento reencendí a su puro, cosa rara en é l, asintió mirando de reojo.

Plinio, con un ligero esfuerzo, sacó el estoque. Estaba completamente limpio. En el puñ o del bastó n habí a grabado un perro largo, estilizado. Luego lió cuidadosamente la sá bana y el bastó n.

 

 

 

Plinio, mientras asentí a, pensaba en que sus é xitos policí acos habí an despertado una gran afició n en el pueblo a los asuntos de esta especie y todo el mundo se sentí a policí a, hasta don Isidoro, hasta el cura... Y sonrió para sí.

—Quien utilizó ese bastó n y esa sá bana entró en el escenario, cosa bien fá cil un dí a de baile, y metió su disfraz entre la alfombra.

 

 

 

—¿ Y luego salió ya sin disfraz? —cortó Plinio, malicioso.

—Claro —dijo don Isidoro, pensativo.

—No lo veo claro.

Don Isidoro quedó mirando al suelo, con las manos en la espalda y el puro en la boca.

 

 

—Depende de si el... digá moslo, asesino, era persona muy conocida o no lo era —dijo don Isidoro mirando de reojo a Plinio, que tambié n parecí a pensativo con la sá bana bajo el brazo.

—Podí a llevar otro disfraz debajo..., total una sá bana —dijo Plinio.

Don Isidoro, sin quitarse el puro de la boca, comenzó a asentir reiteradamente con la cabeza.

—Lo sorprendente —dijo el empresario— es que se le ocurriera venir a esconder esas cosas a un baile.

—En un baile de carnaval, se esconde todo.

—Lo que me choca tambié n es que supiese que estaba ahí la alfombra.

—O no; entrarí a por todos sitios buscando un lugar adecuado y se topó con la alfombra...

 

 

 

—Oiga usted, Manuel —dijo don Isidoro despué s de una pausa—, ¿ có mo sabí a usted que el presunto criminal habí a estado en el baile la tarde del domingo de Piñ ata y se habí a dejado algo?

Plinio, antes de responder nada, con gran sosiego, se desabrochó un botó n de la guerrera, y del bolsillo interior se sacó una vieja cartera sujeta con una goma y de uno de sus departamentos sustrajo algo envuelto en un papelito de seda. Lo desdobló con cuidado de relojero, y mostró la entrada famosa que encontrase en el estribo del «Gran Paije» de don Onofre.

 

 

 

Don Isidoro la examinó con gran cuidado y se la devolvió al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, al tiempo que entornaba los ojos. Parecí a querer adivinar el sitio exacto donde habí a sido hallada.

—Esta entrada —dijo Plinio, hacié ndose cucamente eco del pensamiento del empresario— la encontré la misma tarde del crimen en... cierto lugar.

—Ya.

 

 

 

Plinio, con el lí o bajo el brazo se fue derecho al herradero de don Lotario. Allí lo guardaron en la vitrina del instrumental bajo llave. Luego localizó por telé fono desde el herradero al mé dico forense, y le rogó que fuese. El cura y don Gonzalo, atraí dos por los rumores que corrí an por la calle, se presentaron casi al mismo tiempo en el herradero. Plinio tuvo que enseñ arles el hallazgo inmediatamente. Cuando estaban con la sá bana y el bastan de hierro sobre la mesa del laboratorio, llegó el forense.

 

 

 

—¿ Recuerda usted las heridas de Antonia, la que mataron el domingo de Piñ ata del añ o pasado? —le preguntó Plinio.

—Sí.

—¿ Con qué cree usted que se las hicieron?

—Ya se lo dije..., con un palo o un bastó n.

—¿ Pudo ser é ste?

 

 

El mé dico lo tomó entre las manos y comenzó a examinarlo con detenimiento:

—Esto es sangre —dijo con voz desganada señ alando unas manchas.

—Eso parece.

—No cabe duda —dijo don Gonzalo,

El forense guiñ ando el ojo miró con el otro el bastó n desde la contera:

—Tiene un poco alabeo.

 

 

 

Todos comprobaron la observació n del mé dico.

Luego examinaron la sá bana.

—Y eso tampoco cabe la menor duda de que son sesos —afirmó el cura.

—Puede ser —dijo el forense con su acostumbrada ambigü edad.

—Eso lo veremos ahora mismo —repuso don Lotario destapando su pequeñ o microscopio.

 

 

 

Todos volvieron los ojos hacia el microscopio. Don Lotario comenzó a raspar algunas de aquellas motitas que depositó sobre un «porta». Con mucho cuidado lo colocó en el microscopio y empezó a manipular en é l. Miró unos instantes y levantó la cabeza sonriente:

—Vea usted —dijo al forense.

 

 

 

El forense echó el sombrero hacia el cogote y miró con detenimiento:

—Una de las motitas es de barro seco —dijo sin despegar el ojo y con voz de aguafiestas—. Las otras sí.

—¿ Sí qué? —preguntó el cura.

—Sí son masa encefá lica.

Todos fueron desfilando por el microscopio.

 

 

 

Todos fueron desfilando por el microscopio.

Cuando Plinio consiguió quedarse solo, que no fue hasta la hora de comer, pensó seriamente que su plan de trabajo inmediato debí a desarrollarlo personalmente, o lo que era igual, con el ú nico auxilio de don Lotario y de sus guardias. No era cosa, llegada la hora de la verdad, de tener que dar cuenta de todos sus pasos y propó sitos a todas las fuerzas vivas del pueblo. Ademá s, dada la popularidad que habí a tomado el asunto, procurarí a obrar con el mayor sigilo y hacerse ver lo menos posible.

 

 

 

El cura le habí a dicho secretamente en el herradero que don Onofre le habí a encargado una misa en sufragio del alma de Antonia para la primera hora de la mañ ana del domingo de Piñ ata, fecha del aniversario de su muerte.

Consideraba Plinio que su primer paso debí a ser hacia don Onofre, pero aisladamente, sin la proximidad de Joaquinita. Por ello desterró la idea de ir a «Las Pozas». Era preferible aguardar a que volviese al pueblo el sá bado. Para ello habí a que esperar hasta tres dí as, pero merecí a la pena contener la impaciencia.

 

 

 

La contrapartida es que se enterasen del escá ndalo que habí a por el pueblo. Pero no era fá cil, ya que «Las Pozas» quedaban lejos, y en aquellos dí as de carnaval no era probable que fuera allí nadie. Tampoco le vení a mal el tener reposo aquellos dí as para madurar adecuadamente el plan a seguir y las posibles complicaciones y sorpresas que podí an surgir.

 

 

 

Pasada la euforia del Mié rcoles de Ceniza, la gente volvió al tema y todo eran cabalas de si Joaquinita habí a matado a las dos mujeres o habí a sido don Onofre. Habí a otro bando que repartí a los muertos de manera caprichosa. Unos decí an que Joaquinita habí a matado a la Antonia y don Onofre a su mujer, y otros preferí an la combinació n contraria. Pues era admitido entre todos que doñ a Carmen habí a muerto envenenada.

 

 

Debido a su prolongado trabajo durante el martes y el mié rcoles, Plinio pasó todo el dí a del jueves en su casa. Querí a darse a vistas lo menos posible para evitarse molestias.

El viernes apenas salió del cuarto de guardia para tener una conferencia obligada con el señ or juez, que le entregó toda su confianza; y otra conferencia, digamos de cortesí a, con el alcalde, que era primo hermano de Carmen. El alcalde estuvo discretí simo y solamente se interesó por el hallazgo de la famosa sá bana y el bastó n.

 

 

 

El mismo viernes por la noche se entrevistó con don Lotario en su casa y le dio las siguientes instrucciones:

—Mañ ana por la mañ ana, temprano, deja usted el «Ford», con la sá bana y el bastó n, en la portada trasera de la casa de doñ a Carmen. A las siete en punto nos juntamos en la buñ olerí a de la Rocí o. Mientras estamos en la buñ olerí a, que Maleza nos aguarde en el auto.

 

 

 

El sá bado por la mañ ana Plinio mandó a un guardia vestido de paisano que vigilase desde un lugar discreto la llegada de don Onofre a su casa y se lo avisase inmediatamente a la buñ olerí a. Sabí a que llegaba aproximadamente a las ocho, pero querí a ser el primero que hablara con el recié n casado.

Luego se marchó a la buñ olerí a, que aquel frí o dí a de febrero estaba poco concurrida a las siete de la mañ ana.

 

 

—Dichoso lo ojo —dijo la Rocí o al verle entrar.

Y se volvió en seguida a prepararle el café.

—Don Lotario de su arma ya se ha ido con los churros para sus niñ as. Ha dicho que viene en seguidita.

Plinio, impaciente, tomó un buñ uelo que habí a cortado sobre el má rmol y comenzó a comerlo.

 

 

 

Rocí o, al servirle el café, le miró con guasa:

—Me han dicho que ahora se dedica usted a recoge sá banas viejas. ¿ Es que va usted a poné una traperí a?

Entraron unas mujeres y Rocí o se calló. Plinio comenzó a mojar con delectació n sus buñ uelos en el café solo.

 

 

Cuando salieron las mujeres, Rocí o siguió:

—Le arvierto que a mí no me importarí a que me mataran estando usted vivo, porque tarde o temprano daba con er crimina...

Ponme otro café, gitana —le dijo Plinio, sonriendo.

—¡ Ay, Manué de mi arma! Si no estuviese ya casao y tan pochito, que se casaba usted conmigo lo saben los guardias, ¡ digo!

 

 

—Eso puedes asegurarlo —dijo Plinio.

—¿ No ve...? Si ya lo sabí a yo que usted me tiene ley.

Y comenzó a reí r con todas sus ganas.

—Y lo de pochito, no creas, no creas...

—Ya lo sé, sabueso, si é por consolarme...

 

 

En estas entró don Lotario resoplando bajo la capa.

—Ponme un cafelito con gotas, Rocí o, que hace un frí o endemoniado —dijo el veterinario.

—¿ Ve usted, Manuel Con don Lotario no me casaba, lo que son las cosas, aunque tiene carrera y auto...

 

 

 

Don Lotario quedó mirá ndola con sus ojos vivos y sin comprender.

Plinio comenzó a reí r con tantas ganas que se le salí a el café por las comisuras.

Luego de consumir su desayuno, ambos amigos encendieron los cigarros y aguardaron en una punta del mostrador mientras Rocí o despachaba a la gente que iba llegando.

 

 

 

Sobre las ocho y cuarto apareció el guardia vestido de paisano en la buñ olerí a y le hizo una señ a discreta a Plinio.

Plinio y don Lotario salieron en seguida.

—Acaba de llegar. El coche está parado en la puerta.

—Tú puedes marcharte —dijo el jefe al guardia—. Usted —al veterinario— me espera en el coche. Hasta luego.

 

Y Plinio salió con paso rá pido hacia la calle de la Luz.

La puerta de la casa de doñ a Carmen estaba entreabierta; no obstante, llamó discretamente.

—¡ Pase! —gritó don Onofre desde la escalera.

—Buenos dí as, don Onofre —saludó Manuel, llevá ndose la mano a la visera.

—¡ Hola, Manuel! ¡ Cuá nto bueno! —le respondió el dueñ o de la casa, que en aquel momento se disponí a a subir la escalera, vestido con unarecia pelliza de caza y gorra de visera—. ¡ Sube, sube y desayuna conmigo!

Plinio subió la escalera hasta la altura de don Onofre, que le dio la mano con mucha euforia.

 

 

 

Ambos, emparejados, subieron la escalera de má rmol. Mientras, Plinio pensaba si debí a darle su felicitació n por el reciente matrimonio. Por ú ltimo decidió no hacerlo; no resultaba oportuno ni sincero dado el motivo de la visita.

Entraron en el comedor de siempre. La salamandra estaba encendida a todo meter. Vio Plinio que habí an colgado una gran fotografí a de doñ a Carmen, que la representaba en los añ os de su mocedad. Sonreí a tiernamente y tení a unos guantes blancos en la mano. El pelo rubio enmarcaba aquellos ojos plá cidos y dulces. Plinio suspiró levemente.

 

 

 

La vieja preparaba el desayuno a don Onofre.

—Trá ele a Manuel.

—Gracias, acabo de hacerlo.

—Manuel, no me desprecies una taza de café.

Plinio sonrió.

 

 

«Este hombre, lleva razó n don Felipe, es un alma de Dios, o es el tí o má s hipó crita que pisa la Tierra», pensaba el convidado.

En efecto, don Onofre le sonreí a con una franqueza y limpieza de gesto, a pesar de su blandura de ademanes, que a Plinio se le deshací a por momentos el cú mulo de sospechas que abrigaba contra é l.

 

 

 

Trajeron el negro café, humeante y aromá tico y unas tostadas doradas.

—Tú dirá s, mi buen Manuel... —le preguntó don Onofre, sonriendo.

—Vengo... a que vea usted unos objetos que hemos encontrado.

—¿ Unos objetos?

—Sí.

 

 

 

—Veamos... —dijo don Onofre, con cara de no comprender.

Plinio setomó el café de un solo trago y dijo:

—Los tengo ahí abajo. Si me permite usted unos segundos...

Don Onofre hizo una confusa afirmació n con la cabeza.

Plinio bajó a la portada y abrió el postigo.

 

 

Don Lotario, sentado al volante, leí a el perió dico.

—¿ Qué hay, Manuel?

—Dé me usted el fardo.

—Toma. ¿ Qué...?

—Todaví a no hemos empezado. Esté usted dispuesto, que así que baje nos vamos de viaje.

—De acuerdo. ¡ Suerte!

 

 

 

Plinio llegó de nuevo al comedor, con su lí o envuelto en perió dicos, y lo dejó sobre un silló n.

—Veamos eso, Manuel.

—Acabe usted su desayuno tranquilo.

—Me tienes impaciente con ese misterio.

—No se preocupe.

 

 

 

Mientras el señ or acabó de desayunar hubo un absoluto silencio. Ambos pensaban. Por fin, el mismo don Onofre se puso de pie y fue hacia el paquete. Plinio desenvolvió los papeles con cierto cuidado y tiró del bastó n de hierro. Lo puso sobre las manos de don Onofre y aguardó. É ste le dio unas vueltas entre sus manos. Y luego sacó el estoque.

 

 

—¿ Conoce usted este bastó n?

Don Onofre afirmó con la cabeza. Y, luego:

—Sí..., estaba en el desvá n. Era del padre de Carmen... o de un hermano, no sé... Cuando nos casamos y vine a vivir a esta casa, aquí estaba. ¿ Dó nde lo has encontrado?

—Ahora le explicaré —dijo Plinio, mientras desdoblaba la sá bana. Buscó el pico donde estaban las iniciales—. ¿ Reconoce usted este bordado?

 

 

 

Don Onofre lo miró con detenimiento.

—Sí, es el bordado que lleva toda la ropa de cama de esta casa.

Como sin darle importancia, Plinio señ aló con el dedo las salpicaduras y manchas que habí a en los bajos de la sá bana.

—Esto es sangre y salpicaduras de sesos...

 

 

 

Don Onofre quedó mirando a Plinio con la boca entreabierta y la mirada turbia.

Plinio tomó el bastó n y señ aló tambié n las manchas marrones que tení a.

—Esto tambié n es sangre.

Don Onofre se sentó en el silló n y quedó laxo.

—¿ Dó nde has encontrado estas cosas, Manuel?

 

 

 

—Estaban en una alfombra del teatrillo, desde el domingo de Piñ ata del añ o pasado. La alfombra que se pone en el baile de gala del mié rcoles. Al desenrollarla este mié rcoles, apareció.

Hubo un largo silencio. Por fin, don Onofre, despué s de beber agua, dijo casi suplicante:

—¿ Y qué piensas, Manuel?

 

 

—Pienso lo que usted, don Onofre, que estas cosas salieron de esta casa la tarde del domingo de Piñ ata, la tarde que mataron a la Antonia.

—¿ Y quié n las sacó? —preguntó con el labio tembloroso don Onofre.

—Só lo tres personas —dijo Plinio, soltando las palabras una a una—: doñ a Carmen, que en paz descanse; Joaquinita..., quiero decir doñ a Joaquina.., o usted.

 

 

 

Don Onofre se puso la cara entre las manos:

—¡ Dios mí o! ¡ Dios mí o! —exclamó.

El silencio se prolongó mucho. Don Onofre seguí a con las manos en la cara; por fin, Plinio volvió al ataque:

 

 

—Cuando el añ o pasado, a raí z de la muerte de Antonia, vine a hacer unas indagaciones casi protocolarí as, ni usted ni doñ a Carmen pudieron demostrarme de una manera clara que Joaquinita no habí a salido de esta casa entre las seis y media y ocho de la tarde...

—¿ No querrá s decir, Manuel, que quien salió fue Carmen... o yo?

 

 

 

—No, no, no es eso lo que quiero decir. Quiero decir que ustedes no tení an la seguridad de que Joaquinita no hubiera salido. Les parecí a que no, no habí an notado su ausencia, pero la certeza de que permaneció en esta casa no la tení an.

—¿ Y qué motivos podí a tener aquella chica..., mi actual mujer, para matar a la Antonia? —preguntó con ademanes casi paté ticos.

 

 

—Eso es lo que quiero que entre usted y yo tratemos de averiguar.

Don Onofre miró a Plinio anonadado. Parecí a que por momentos su corpachó n se iba haciendo insignificante.

—Vamos a ver, don Onofre. Me tiene usted que contestar con toda sinceridad, como si estuviese ante un confesor.

 

 

 

Plinio se habí a puesto de pie y paseaba llevando el sable ante é l cogido con ambas manos.

 —¿ Qué tal se llevaban habitualmente Antonia y Joaquinita?

—Bien... Antonia era muy rara. Posiblemente tení a celos de Joaquinita, porque Carmen le tomó mucho afecto y Antonia querí a tener a Carmen en exclusiva.

—¿ Riñ eron alguna vez?

 

 

 

—No lo recuerdo; sí habí a entre ellas..., digamos, falta de cordialidad.

—Bien, bien, algo es algo; sin embargo, eso no justifica el asesinato de la vieja.

—Desde luego, Manuel.

—Vamos a una pregunta má s delicada, que le ruego me conteste con sinceridad. Sus relaciones... amorosas con Joaquinita, ¿ cuá ndo comenzaron?

Don Onofre bajó la cabeza. Por fin, casi musitó:

—Hace mucho tiempo... A poco de entrar aquí.

 

 

—¿ Notó algo doñ a Carmen?

—La pobre..., no.

—¿ Y Antonia? Eso es muy importante. Recuerde bien.

—Era una mujer muy silenciosa. Disimulaba muy bien, pero era astuta y suspicaz. No me era simpá tica, Manuel.

 

 

 

—Ya... Pero ¿ usted cree que notó algo?

—No tengo pruebas, Manuel, pero estoy seguro. No se le escapaba nada.

—¿ A usted no le dijo nada entonces?

—No, por Dios.

—Pero a Joaquinita sí pudo decirle, e incluso amenazarla...

—Joaquinita no me dijo nunca nada.

 

 

 

—No habrí a conseguido má s que preocuparle, sin posible remedio. Usted, en conciencia, ¿ no podí a echar a Antonia?

—No.

—Ahora, un dí a, Antonia podí a decí rselo a doñ a Carmen. Y en ese caso, lo seguro es que doñ a Carmen le rogase a usted que despidiese a Joaquinita.

—Es posible.

—Entonces Joaquinita decidió ella misma arreglar las cosas por su cuenta.

 

 

 

—¡ No, Manuel! Es mi mujer... Lleva un hijo mí o en sus entrañ as. No puede ser. Hay que arreglar esto como sea... Ella es buena, me quiere mucho... Yo tambié n la quiero, Manuel. Con ella encontré la felicidad del matrimonio. La otra, pobre..., ya sabes.

—Don Onofre, a pesar de lo tremendo que esto es, resulta preferible poner las cartas boca arriba. Usted no sabe con quié n se ha casado. De verdad, no tuvo usted vista... Todaví a hay algo má s grave que usted debe de ignorar...

Don Onofre quedó mirando a Plinio con verdadero terror.

 

 

—¿ Qué, Manuel?

—El mé dico de cabecera tiene casi la absoluta seguridad de que doñ a Carmen no falleció de muerte natural.

Don Onofre volvió a ocultar la cabeza entre las manos:

—No...

—Parece que murió asfixiada. Alguien debí a esperar con verdadero placer que muriera de una pulmoní a, hasta cierto punto provocada, pero cuando el mé dico dijo que parecí a haber pasado el peligro, ese alguien, inmediatamente se ocupó de obrar en lugar de la pulmoní a... Casarse con don Onofre era importante... Se pasaba a ser dueñ a de todo el capital de é l y el de los Calabria... Má xime si ya tení a sí ntomas de embarazo.

 

 

Don Onofre seguí a con la cabeza entre las manos. Plinio no quiso darle reposo, sin embargo.

—Pero usted, don Onofre, no podí a estar absolutamente ignorante de todas estas cosas. Son demasiado gordas para que pasen inadvertidas a un hombre de mundo como usted. Algo presentí a, ¿ verdad? ¿ Por qué se casó con ella, entonces? ¿ No comprende? Usted odiaba a su mujer, que nunca fue suya totalmente, que siempre, siempre le traicionó con el pensamiento.

 

 

 

Que só lo vivió para recordar a su novio... A usted tambié n le interesaba mucho que desapareciese doñ a Carmen, ¿ verdad, don Onofre? —dijo Plinio ponié ndole la mano en el hombro—. ¿ Verdad que usted sabí a, no queriendo saber, lo que ocurrió? Usted es el có mplice moral de ella. A la gente no se le escapan las cosas. ¿ Y sabe usted lo que dice? Que usted envenenó a doñ a Carmen.

 

 

 

Don Onofre comenzó a sollozar sordamente. Plinio calló. Durante unos minutos paseó por la habitació n un poco sofocado, con gesto de gran amargura. Prefirió dejar que don Onofre se desfogase.

En vista de que la congoja de don Onofre se prolongaba demasiado, Plinio se entretuvo en hacer cuidadosamente un paquete con la sá bana y el bastó n de hierro.

Por fin pareció serenarse despué s de un gran esfuerzo, pero nada dijo.

 

 

Plinio miró el reloj.

—¿ No tiene nada que decirme, don Onofre?

—No, Manuel... Te ruego que me dejes un poco de tiempo para pensar en estas cosas.

—Como usted quiera. ¿ Nos veremos esta tarde?

—Bueno, aquí estaré.

—Adió s.

 

 

 

Manuel tomó el lí o bajo el brazo y salió solo por el corral. Abrió el postigo de la portada.

Don Lotario estaba aterido, envuelto en la capa.

—¡ Qué barbaridad, Manuel! Creí que no vení as. Manuel dejó el lí o en la parte trasera del coche y tomó asiento junto a don Lotario.

No fue fá cil arrancar el coche. Cuando el motor petardeaba normalmente, don Lotario preguntó con cierta impertinencia:

—¿ Se puede saber dó nde vamos? Estoy helado.

—Vamos a «Las Pozas». ¿ Dó nde quiere usted que vayamos?

 

 

 

El campo estaba totalmente vestido de invierno. Las viñ as asomaban como cabezas casi negras y en las tierras rojizas y pardas apuntaban verdosos los cereales. La llanura completamente callada yací a bajo un cielo lí mpido y delgado.

Sobre la carretera se dibujaba la sombra del «Ford» de don Lotario como un tinglado altí simo y un poco en tenguerengues.

 

 

 

Plinio iba encogido, con ambas manos en los bolsillos de la pelliza y la gorra metida hasta las cejas.

Don Lotario, como siempre, iba como apescado al volante, mirando los accidentes del camino con verdadera ansiedad.

—¿ Qué dice don Onofre? —preguntó al guardia.

—Nada, absolutamente nada. Se ha limitado a escuchar y a llorar.

 

 

—¿ Y ahora vamos a interrogar a Joaquinita?

—Sí... A intentarlo por lo menos...

—Tú sabes má s de estas cosas que yo, Manuel, pero si é sta se niega a hablar tambié n, con todo nuestro golpe de sá bana y bastó n, no hacemos nada.

—Ya lo sé. No tenemos má s remedio, para coger la fruta de estos á rboles, que menearlos una y otra vez a ver si cae algo.

 

 

—¿ Tú no fí as má s que en eso? No me engañ es, Manuel... Tú tienes algú n otro plan.

—No, don Lotario. No fí o má s que en eso y en la Providencia. Esto es como una partida de cartas, sabes que uno de los jugadores tiene los triunfos, pero no puedes volverles las cartas a la fuerza para verlas. Como uno no las enseñ e por descuido o cá lculo, estamos perdidos.

—El pueblo está muy interesado en este asunto, Manuel.

—El pueblo que se meta en sus cosas.

—Te juegas tu prestigio.

—Prestigio..., prestigio... Yo lo que necesito es que me suban el sueldo.

 

 

 

Pasaron un repecho y aparecieron los chopos que rodeaban la casa de «Las Pozas». El olor del rí o llegó hasta ellos. En lo alto de un cerrito pró ximo se veí a, en silueta, un labrador inclinado sobre el arado, arrastrado por dos mulas.

—¡ Qué finca han hecho aquí! —exclamó don Lotario.

Plinio no contestó.

Entraron por el camino particular de la finca.

—Pá rese usted un poco apartado de la casa. A ver si podemos llegar muy de sorpresa.

—Me parece bien. ¿ Yo voy contigo?

—Sí..., a ver si así entra usted en calor. Pare aquí mismo. Coja usted el paquete. Vamos a ver có mo pinta esto.

 

 

Llegaron sin ver a nadie hasta la puerta principal de la casa. Al entrar a una especie de zaguá n con trofeos de caza se dieron de manos con Pedro, que quedó un poco sorprendido al ver al guardia y a don Lotario.

—¿ Dó nde está Joaquinita? —preguntó Plinio con aire amenazador.

—Ahí... —señ aló el viejo casi temblando—. Está con su padre...

 

 

 

Plinio se dirigió a la puerta que señ alaba el viejo y abrió. Ya dentro, preguntó:

—¿ Se puede?

Joaquinita y su padre, sin duda interrumpidos en la conversació n por tan brusca llegada, quedaron sentados, mirando a los que entraban con cierta hostilidad.

Don Lotario dejó el paquete encima de la mesa y las miradas del padre y de la hija fueron hacia é l con poco disimulo.

 

 

 

Joaquinita y su padre estaban sentados junto a la chimenea encendida y crepitante.

Durante unos segundos nadie dijo nada.

Por fin, Joaquinita, cuyo embarazo se notaba ostensiblemente, se esforzó en dulcificar el gesto:

—Acerquen sillas y sié ntense..., si vienen de asiento.

 

 

—¡ Vaya un frí o que hace! —dijo Plinio, una vez sentado y alargando las manos hacia la lumbre.

Como volvió el silencio, Joaquinita habla de nuevo:

—¿ Vení an ustedes aquí o van de paso?

—Esto no es paso para ninguna parte —respondió Plinio.

—Hombre, la carretera... —apuntó Inocente.

 

 

 

—La carretera, sí, pero el camino de la finca, no.

—¿ Quieren ustedes tomar algo?

—Muchas gracias. Traemos aquí unas cosas que queremos que veas...

—Muy bien.

El padre de Joaquinita, con su cara delgada, bien empotrada la boina, no perdí a de vista, con sus ojillos redondos, los movimientos de Manuel. Estaba má s pá lido que nunca y sus labios finos y resecos se apretaban entre un acoso de arrugas que le convergí an en la boca.

 

 

 

Plinio hizo una señ al a don Lotario para que acercase el paquete.

—¿ Cuá ndo ha venido usted del pueblo? —preguntó Plinio al padre de Joaquinita. —Est... —empezó a decir el hombre.

—No viene del pueblo —interrumpió ella.

—Vengo de la casa —dijo el viejo sordamente.

—Usted ha venido esta misma mañ ana del pueblo —afirmó Plinio con rotundidad.

—Si usted lo dice...

—¿ Dó nde tiene usted el carro?

—Ahí, en el porche.

—Vaya usted, haga el favor, don Lotario, a ver qué hay en é l.

 

 

 

Don Lotario, que habí a dejado el paquete sobre las piernas de Plinio, salió rá pido.

—¿ Se puede saber a qué vienen estas preguntas? —dijo Joaquinita simulando dignidad.

Plinio desenvolvió los paquetes con pausa.

—Caprichos que tiene uno. Tomó el bastó n entre sus manos y lo enseñ ó.

—¿ Tú has visto esto alguna vez?

Joaquinita simuló fijarse.

—No, señ or. No recuerdo haberlo visto.

—¿ Y esta sá bana? —añ adió ponié ndole el bordado cerca de los ojos.

—Es una sá bana de mi casa.

—Eso es de «tu» casa..., y esto tambié n es sangre de «tu» casa.

 

—Ya sé por dó nde va usted —dijo, mirando a su padre.

El padre asintió con la cabeza y sacó una media sonrisa.

—Esto es lo que llevaba la má scara que mató a la Antonia—dijo ella.

—¿ Có mo lo sabes?

—Lo sabe todo el pueblo.

—¿ Y có mo sabes tú que lo sabe todo el pueblo? —inquirió Plinio mirando al padre.

En aquel momento entró don Lotario.

—¿ Qué hay en el carro?

—En las bolsas hay paquetes de comestibles de «Casa Soubriet» y sardinas frescas.

 

 

—Está bien, don Lotario. Sié ntese a la lumbre que estamos aquí con un poco de plá tica. —Y dirigié ndose al padre de Joaquinita—: De modo que usted le ha traí do la noticia... Eso está bien. Nos ahorramos muchas explicaciones —continuó Plinio—. Pero el pueblo tambié n sabe quié n mató a la Antonia.

—¿ Ah, sí? ¿ Quié n?

—Tú.

—¿ Qué le parece a usted, padre? —dijo Joaquinita sin inmutarse.

—El pueblo está equivocado y usted tambié n —dijo el padre lacó nicamente.

—Entonces, só lo ustedes saben la verdad, por lo que veo.

—La mató mi yerno —dijo el viejo sin dejar de mirar a la lumbre.

—¿ Es posible? —dijo Plinio, mostrá ndose muy sorprendido y mirando a Joaquinita y luego a don Lotario.

 

 

 

—¿ Usted puede probar esa grave acusació n? —le preguntó Plinio.

—Yo, no; pero mi hija, sí.

Plinio sacó la petaca en señ al de gravedad y de proximidad de asuntos importantes, dio a todos, y se puso a liar un cigarrillo. Luego de un breve silencio, se dirigió a Joaquinita con tono profesoral:

—Estoy esperando que hables.

 

 

 

—No tengo que decir má s de lo que ha dicho mi padre. Desgraciadamente, é l la mató.

—¿ Por qué?

—Ella sabí a que Onofre y yo nos veí amos a solas y amenazó con decí rselo al ama Carmen.

—Ya... ¿ Y tú sabí as que é l la iba a matar?

—No. Pero lo ví salir aquella tarde, hacia las seis.

—¿ Por dó nde salió?

—Por la portada.

—¿ Vestido de má scara?

—Sí.

—¿ Con esto?

—No; iba vestido de militar antiguo.

 

 

—¿ Y esto? —dijo Plinio señ alando la sá bana.

—Llevaba un lí o bajo el brazo que debí a de ser la sá bana y el bastó n.

—¿ Cuá ndo volvió?

—Poco despué s de las siete.

—¿ É l sabe que tú lo viste?

—No. Yo me imaginaba algo y lo aceché.

—¿ Por qué no lo denunciaste?

 

 

 

—No estaba segura y ademá s yo no soy chivata... si llegaba el caso.

—¿ Có mo te casaste entonces con un criminal?

—Como no se descubrió... No todos los dí as el amo quiere casarse con una criada como yo. Ademá s, estaba embarazada.

—Y a doñ a Carmen, ¿ quié n la mató?

—É l.

—¿ Lo viste tú?

—No lo ví, pero fue el ú nico que entró en el cuarto despué s de marcharse el mé dico. Estuvo un rato largo y luego vino al comedor hasta las doce.

—¿ Tú sabí as que doñ a Carmen no habí a muerto por enfermedad?

—No lo supe hasta que me dijeron lo que corrí a por el pueblo, pero no me extrañ ó.

 

 

 

—¿ Tú sabes có mo la mató?

—Dicen que la envenenó.

—Si se enamoró de mi hija, no habí a necesidad de hacer tantas tropelí as; todo se arregla con el tiempo —terció el padre sentencioso.

—Bueno, pues, vá monos —dijo Plinio.

—Esperen y tomen un bocado —dijo Joaquinita.

 

 

 

—No. Y ustedes se vienen con nosotros tambié n. Esta declaració n hay que repetirla en el Juzgado y firmarla.

El padre y la hija se miraron indecisos.

—No hay má s remedio —concluyó Plinio.

Al cabo de una media hora arrancaba de nuevo el «Ford» de don Lotario con los cuatro viajeros.

 

 

 

Al amor del mediodí a el sol caldeaba un poco má s. Desde lejos el pueblo se veí a como una cinta blanca, coronado de la torre negruzca de la iglesia y de las altas chimeneas de las fá bricas de alcohol, que desliaban unos humos densos y grisantones.

Plinio, por el retrovisor del coche, observaba de reojo las caras de Joaquinita y su padre.

 

 

 

É l, pequeñ o, delgado y vestido con chaqueta de pana lisa y boina, tení a una expresió n impasible. Sus ojos, pequeñ í simos, parecí an reflejar las cosas má s que mirarlas. Sus labios, pequeñ os, finos y resecos, parecí an algo mineral o arcilloso.

Joaquinita, palidí sima, ancha la frente, correctos los rasgos y de ojos grandes, parecí a haber envejecido mucho durante los ú ltimos meses. Su perfil acusaba una fortaleza y decisió n propias de un cará cter que hasta hací a muy poco no se habrí a adivinado en ella. Erecta en el automó vil, totalmente inmó vil, llevaba la cabeza levemente vuelta hacia el paisaje.

 

 

Como un muñ eco o una estatua se moví a al impulso de los movimientos del auto, sin la menor flexibilidad, como zarandeada. Plinio se fijaba especialmente en sus manos, entre delicadas y fuertes, cruzadas a la altura del estó mago, sobre su vientre ostensiblemente abultado, inmó viles. Representaba una extrañ a mezcla de labradora y de señ orita, con una cabeza llena de ideas fuertes y decisivas.

 

 

Plinio cerraba los ojos e intentaba recordar aquella Joaquinita de un añ o antes que viese contadas veces. Aquella Joaquinita má s bien delgada, suave, escurridiza, graciosa como un gato. Y al compararla con la que ahora veí a en el retrovisor, sentí a la misma sensació n que cuando en muchas ocasiones veí a juntas a una mujer todaví a joven, junto a su hija ya mocita y en edad de merecer.

 

 

 

Al entrar por las primeras casas del pueblo el padre y la hija se miraron un momento, como dá ndose á nimos.

Pararon ante la puerta del Juzgado y los cuatro subieron con rapidez.

Como una hora despué s, Plinio, acompañ ado de don Lotario, entraba en casa de don Onofre.

Entraron en el comedor y don Onofre estaba sentado donde lo dejase Plinio.

—Adelante —dijo el dueñ o de la casa con gran serenidad mientras introducí a un pliego de papel en un sobre—. Perdonen un momento —dijo mientras escribí a una direcció n en el sobre—. Es el borrador de mi testamento —añ adió con gran calma.

Plinio y don Lotario se miraron un poco confundidos.

 

 

 

Don Onofre sorprendió la mirada y sonrió. Luego se miró las manos.

—Has ido a hablar con mi mujer, ¿ verdad?

—Sí.

—¿ Y qué? ¿ Has sacado algo en claro?

—Las pruebas está n contra ella —dijo Plinio sin titubear.

—Las pruebas... mienten —dijo don Onofre con solemnidad—. Yo maté a la Antonia y a Carmen.

 

 

 

—¿ Por qué? —dijo Plinio sin pestañ ear.

—Porque querí a casarme con Joaquinita.

—Es una buena razó n. ¿ Y qué tení a que ver Antonia con eso?

—Antonia sabí a que yo tení a relaciones con Joaquinita.

—Podí a usted haberla despedido...

—Le hubiese dado un gran disgusto a Carmen.

—Mayor disgusto le dio matando a su vieja criada y... luego a ella —dijo don Lotario.

 

 

 

—¿ Có mo la mató? —preguntó Plinio, rá pido. —Pues... me vestí de má scara.

—¿ Có mo?

—Con una sá bana..., esa sá bana. La esperé en el callejó n de la vaquerí a y...

—Y luego, ¿ qué hizo?

—Me fui al baile y escondí la sá bana y el bastó n en una alfombra.

—¿ Dó nde estaba la alfombra?

—En... en un pasillo interior.

 

 

 

—Y luego salió usted del baile vestido de paisano, tal como va ahora.

—Eso es.

—¿ No le parece que era algo expuesto?

—No; a mí me gustaba dar una vuelta siempre por los bailes con los amigos.

—Pero esta vez salió solo.

—Sí.

—¿ Por dó nde salió de su casa?

—Por la portada.

—Ya doñ a Carmen, ¿ có mo la mató?

—Le eché un veneno en la medicina.

—¿ Qué veneno?

—Estricnina.

 

 

—¿ Dó nde la compró?

—La tení a yo.

—Todaví a le quedará... Ensé ñ emela. —Y cambiando el tono de su voz, espetó —: Usted no mató ni una mosca, don Onofre. Pero de todas formas vé ngase al Juzgado a firmar esa declaració n.

 

 

 

Don Onofre, de pronto, empezó a sollozar, al tiempo que se levantaba y obedecí a el mandato de Plinio.

—Se trata de mi hijo, Manuel, de mi ú nico hijo...

Fueron al Juzgado en el coche de don Lotario. Mientras el juez quedaba con don Onofre en su despacho, Plinio y don Lotario sacaron a Joaquinita y a su padre, que habí an sido ocultados en la habitació n del Registro Civil mientras entraba don Onofre. En el coche los llevaron a casa de la calle de la Luz. Ya en el comedor Plinio cerró la puerta y, de pronto, se dirigió a Joaquinita.

 

 

 

—Cuando don Onofre, tu marido, volvió a matar a Antonia, ¿ tú le viste entrar?

—Sí...

—¿ Vení a vestido de paisano?

—No... de militar. Como salió.

—Vamos a ver ahora mismo ese traje.

—Yo no sé dó nde está... Espere, sí. Salió Joaquinita y detrá s el padre, don Lotario y Plinio. Llegaron a un cuarto de baú les. Joaquinita, con gran serenidad, abrió uno. Sacó unas cuantas prendas y, por fin, apareció un antiguo uniforme de caballerí a. Un fuerte olor a naftalina se esparció por la habitació n.

—É se es —dijo señ alá ndolo.

 Plinio cogió la chaqueta y pantalones; colocó unas prendas encima de las otras, en el aire.

—Este traje no le cabe a don Onofre aunque adelgazase treinta kilos y lo cortaran por la mitad —dijo Plinio a gritos. Y, de pronto, volvié ndose hacia el padre de Joaquinita, le puso el traje delante y gritó —: ¡ A usted sí que le irí a bien!

El viejo dio una especie de respingo, como si le amenazaran con un hierro al rojo.

Plinio, entonces, dejando caer el traje, tomó el viejo de las solapas de la chaqueta y le pegó un tremendo testarazo contra la pared.

—¡ Canalla! ¡ Qué bien le habrí a venido...!

—¡ Cuidado, Manuel! —gritó don Lotario—. ¡ La navaja!

El padre de Joaquinita habí a sacado una gran navaja del bolsillo de la chaqueta y acababa de abrirla cuando el veterinario dio la voz. Plinio soltó su presa y dio unos pasos hacia atrá s, al tiempo que desenvainaba el sable, un tanto herrumbroso.

—¡ Suelta el arma, desgraciado! —dijo al tiempo que poní a la punta del sable en la barriga del viejo.

El hombre, con la cabeza un poco echada hacia delante, entornados los ojos, su breve boca entreabierta, continuaba amenazante a pesar de que casi sentí a en su carne la punta del sable de Plinio.

—¡ Suelta! —volvió a gritar Plinio al tiempo que hací a má s presió n.

—¡ Suelta, padre!

Por fin, el viejo, sin dejar de mirar al guardia con el mayor odio, dejó caer la navaja.

Plinio, con la mano libre, se sacó del bolsillo trasero del pantaló n sus viejas esposas de cadena.

—Pó ngaselas usted, don Lotario.

El veterinario tomó las esposas y, con agilidad y no sin esfuerzos, maniató al padre de Joaquinita.

Plinio tomó la navaja del suelo y se la guardó en el bolsillo.

—¡ Qué familia má s bien avenida, don Lotario! El padre quitó de en medio a la Antonia, y la hija al ama...

—Su cuenta les tení a —respondió el veterinario,

—Yo no maté a nadie —dijo Joaquinita, con voz que querí a ser ené rgica.

—Eso nos lo vas a explicar allí en la cá rcel, donde yo tengo medios muy buenos para hacer hablar a las niñ as precoces.

—Tú no puedes detener a mi hija —dijo el viejo.

—Ya lo creo, y para muchos añ os. Vá monos —añ adió Plinio.

Despué s de las completas declaraciones de los detenidos, Manuel Gonzá lez, alias Plinio, pudo reconstruir totalmente el crimen de la Antonia y el de doñ a Carmen de la siguiente manera:

La noche del domingo de carnaval, cuando don Onofre visitaba a Joaquinita en su habitació n, ella creyó oí r un leve ruido en la puerta. Abrió de pronto y vio a Antonia, inmó vil junto a la puerta. Nada se dijeron. Antonia miró a Joaquinita fijamente, sin pestañ ear, con un gesto duro, de reproche. Como Joaquinita titubease un momento, Antonia se llevó el dedo a los labios, pidiendo silencio. Joaquinita entró de nuevo al cuarto cerrando la puerta tras de sí.

—¿ Qué era? —le preguntó don Onofre.

—Nada. Creí haber oí do un ruido.

Al dí a siguiente, lunes de carnaval, Antonia habló a solas con Joaquinita:

—Oye, niñ a, el pró ximo sá bado, cuando venga tu padre al pueblo, te vas a ir con é l para siempre. Dirá s a los señ oritos que te sientes un poco mal y que deseas ir unos dí as al campo para reponerte, ¿ entiendes? Unos dí as que será n toda tu vida.

—¿ Y si no me da la gana?

—Si no te da la gana, ahora mismo le digo a doñ a Carmen tu desvergü enza y no hay necesidad de esperar al domingo... Si quiere el señ orito seguir vié ndote, que sea en otro lado. Aquí no, porque a mí no me da la gana.

Joaquinita lloró un poco y despué s cambió de actitud. Prometió a Antonia seguir sus instrucciones.

El sá bado por la mañ ana, Joaquinita y su padre tuvieron una larga y secreta conversació n, en la que se convinieron los planes ulteriores.

Joaquinita dijo luego a Antonia que su padre permanecerí a en el pueblo hasta el lunes, despué s de Piñ ata. La vieja se mostró conforme.

 

 

El domingo de Piñ ata, Joaquinita, con el mayor secreto, abrió el postigo de la portada que daba al callejó n del Zurdo. Entró su padre hasta una cocinilla que se utilizaba para lavar. Allí Joaquinita le entregó un lí o de ropa, y volvió inmediatamente al piso superior.

Media hora despué s, Joaquinita, desde la galerí a de cristales que daba al corral, hizo una señ a a su padre, que aguardaba oculto bajo la gavillera. Inmediatamente el hombre salió a la calle por la portada con un lí o de ropa bien envuelto bajo el brazo... Pronto se perdió entre las má scaras, camino del derruido cuartillejo de junto a los paseos del cementerio.

La sú bita enfermedad de doñ a Carmen dio a Joaquinita y a su padre la esperanza de una muerte inmediata. Pero aquella noche, cuando don Gonzalo el mé dico, ante don Onofre, el padre de Joaquinita y é sta, declaró que la enfermedad habí a hecho crisis, una mirada de inteligencia se cruzó entre padre e hija.

Sin que mediasen palabras, y mientras don Onofre cenaba, Joaquinita pasó a la alcoba de doñ a Carmen. La habitació n estaba iluminada solamente por una luz de mariposa en aceite. La señ ora dormí a casi boca abajo, segú n su costumbre. Joaquinita se aproximó a la cama. La volvió con cuidado un poco má s hasta dejarla completamente boca abajo y entonces, desconfiando de sus fuerzas, apagó la mariposa, se subió en la cama y se sentó sobre la cabezade doñ a Carmen, apoyá ndose con los talones en el cuerpo de la ví ctima para hacer mayor fuerza.

 Así permaneció largo rato, hasta notar que el cuerpo de doñ a Carmen no rebullí a. Entonces, bajó de sobre su ama, encendió de nuevo la mariposa, colocó el cuerpo de doñ a Carmen en la postura que le era habitual, le cerró la boca y los ojos y, con pasos muy suaves, salió de la alcoba por la puerta que daba a la galerí a de cristales.

En la cocina encontró a su padre, que comí a con gran apetito. Se miraron sin decir palabra, y Joaquinita se puso a cenar en su compañ í a.



  

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