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Испанский язык с комиссаром Плинио



Испанский язык с комиссаром Плинио

 

F. Garcí a Pavό n

EL CARNAVAL

 

 

 

I

EL CARNAVAL

 

 

 

Cuando Manuel Gonzá lez, alias Plinio, el jefe de la Policí a Municipal, a travé s de un añ o de investigaciones sin cuento y de sucesos extrañ os concluyó con é xito su trabajo, pudo reconstruir de la siguiente manera parte de los hechos ocurridos en la villa de Tomelloso la tarde del Domingo de Piñ ata de 1925.

Aproximadamente a las seis de la tarde, una persona con un abultado lí o de ropa bajo el brazo llegó a un cuartillejo derruido que habí a en una de las eras que flanquean el paseo del cementerio. Entre sus paredones mutilados habí a cenizas, piedras ahumadas y cajones de caballerí a. Por las noches debí an de guarecerse allí gitanos u otras gentes trashumantes.

En aquel dí a ú ltimo y má s furioso del carnaval, los paseos del cementerio aparecí an completamente desiertos. Bajo un cielo opaco, los á rboles cabeceaban al ritmo de un viento persistente y frí o. Al final de los paseos, el cementerio. Sobre sus tapias asomaban puntas de cipreses, cruces y la bó veda de algú n panteó n. Bien muertos estaban los muertos en aquel dí a de vida desenfrenada. Parecí a que a aquel gran solar de los tristes ya no irí a nunca nadie.

La persona que só lo conocí a Plinio, durante unos minutos estuvo oculta entre los lienzos de tapial mutilado. Al cabo de ellos salió completamente cambiada. Habí a deformado su cuerpo ponié ndose algo alto sobre la cabeza y envolviendo toda su fá brica humana y postiza con una sá bana, atada arriba con una cinta roja. La cara cubierta con una media negra, asomaba apenas, como entre cortinas, tras las dos alas de sá bana que la má scara sujetaba con las manos, a su vez cubiertas con unos guantes de lana roja bordados en verde. La má scara llevaba un bastó n de hierro.

A cierta distancia era difí cil adivinar si aquella má scara era hombre o mujer. Tal era la deformació n de su cuerpo, añ adido por arriba y abultado por todos lados; y tal lo completo de su disfraz.

Ya fuera del cuartillejo y en plena era, aquella fantasmal —por lo ensabanada— má scara echó a andar con la mayor decisió n calle del Campo abajo. Marchó silenciosa, con paso decidido, sin dar broma a nadie. Parecí a que mejor que a má scaras iba a algo má s concreto.

 

La verdad es que por la calle del Campo no habí a demasiado carnaval. Algunas má scaras que salí an de su casa camino del centro; chiquillos cansados de arrastrar sus capisayos que hablaban ya en civil y sin quirio de má scara; y algú n desdichado que montado en su mula aderezada con mantas viejas y con una palangana en la cabeza a manera de yelmo, espuerta al brazo en lugar de rodela y cañ a de mirasol en ristre, iba calle adelante al paso contenido de su andadura, canturreando un fandanguillo flamenco en espera de sitio adecuado para su acció n.

Por las esquinas, muy ligera, al encabritado compá s de su pasodoble bandurriero, pasó una estudiantina con trajes negros y coronas de flores. El pandetó foro se buscaba los calambres del codo con su parche, y algunos tunos, sin instrumento, quedaban retrasados ofreciendo las coplas impresas de su mú sica.

Cuanto má s se aproximaba la má scara a la plazamayor era el bullicio y la concentració n. Resultaba trabajoso andar. Habí a que sortear con dificultad los grupos de má scaras y gentes sin disfraces que se formaban en todos sitios con cualquier pretexto. Ya en la plaza era imposible dar un paso. La gente se arremolinaba sin orden ni direcció n. Entre el vocerí o y los gritos de las má scaras, a veces, sin saber de dó nde procedí a, llegaba el redoble de un tambor, el tocar de un cencerro, o los ahogados acordes de una orquesta de cuerda. Desde el balcó n del Ayuntamiento, por ejemplo, la plaza presentaba el aspecto de una enorme tortilla formada de cabezas tocadas con colorines, que se moví an sin cesar en todas direcciones.

En un rincó n de la plaza, junto a la «Posada de los Portales», estaba parado un carro grande. En torno a é l habí a mucha gente. En la parte trasera habí a un tabladillo separado del interior por unas cortinas. A este tabladillo, como si fuera escenario, salí an unos mozos vestidos de manera caprichosa, con la cara pintada de tizne o pimentó n, que recitaban por turno unas escenas en versos ripiosos. Estas piezas bá rbaras habí an sido compuestas por ellos mismos —gañ anes— en sus noches de quinterí a para hacerlas en carnaval.

La má scara, a aquellas horas, lo mismo que Plinio, debió de ver en el tabladillo a un mocetó n con grandes barbas hechas de rabo de mula que recitaba un monó logo, que ripio a ripio, era así poco má s o menos:

La gente se reí a a gusto, no só lo por la letra, sino por los desmedidos ademanes de los actores y sus voces a todo grito.

Luego salió un segundo personaje a las tablas, vestido de mujer copiosa a fuerza de almohadas en esta y aquella parte, que dijo al de las barbas de mula:

A este tenor siguió la representació n durante largo rato. Cuando el pú blico se aburrí a, los del carro echaban un trago, se metí an entre las cortinas, buscaban otro lugar, siempre en las calles má s cé ntricas.

La má scara, segú n Plinio, debió de cruzar la plaza con gran esfuerzo hasta desembocar en la calle de la Luz. En la esquina se detuvo sin apartar los ojos de la puerta de la casa de doñ a Carmen. Casa antigua, de piedra, con pesados balcones de hierro forjado y puerta de nogal con llamadores altí simos. Allí, segú n los cá lculos del Jefe, debió permanecer má s de una hora en espera de lo que ella sabí a. En el entretanto debió de ver muchas cosas. Unas las contó la propia má scara un añ o despué s; otras no tuvo por menos que verlas, ya que por aquel lugar y a aquella hora las vio el mismo Manuel Gonzá lez, alias Plinio.

 

Por ejemplo, muy cerca de donde estaba parada y acechante la má scara habí a una tiendecita improvisada donde se alquilaban trajes de pierrot, de payaso, dó minos; se vendí an caretas, serpentinas, confeti. Como muestra habí a sobre la puerta colgado un pantaló n rojo, cuyas perneras vací as tijereteaban, movidas por el viento.

Dentro, y medio oculto por unas cortinas —esto lo contó la má scara—, un hombre se vestí a precipitadamente un pierrot negro con botones rojos. Era el mé dico, don Antonio. Cuando salió a la calle dispuesto a correrse la gran broma, nuestra má scara, casi sin saber lo que hací a y tal vez por aburrimiento, se acercó a darle la broma, su primera broma de la tarde.

—¡ Que no me conoces, Antonio, que no me conoces!

El pierrot negro recibió la broma con cierta perplejidad.

¿ Dó nde se habí a visto que una má scara diese broma a otra? ¿ Có mo era posible que le hubieran conocido? ¿ Es que iba tan mal disfrazado? Don Antonio miraba a la má scara sin saber qué hacer ni qué decir.

La má scara o mascaró n persistí a:

—¡ Que no me conoces, Antonio, que no me conoces, parece mentira!

Tanto debí a de desconfiar el mé dico de su disfraz recié n puesto que comenzó a mirarse de arriba abajo, como buscá ndose la ventanilla por donde se le identificaba.

Por fin dio media vuelta y sin decir palabra desapareció entre la gente.

Nuestra má scara, marchado el mé dico, como decepcionada, volvió sobre sus pasos hacia la esquina de la calle de la Luz. Allí se detuvo nuevamente y como quien aguarda a la novia, sin perder nunca de vista la puerta de la casa de doñ a Carmen, se distrajo en ver pasar las má scaras y la gran algazara de gente que por todas las calles subí a hasta la plaza pró xima.

De pronto desembocó desde la plaza hacia la misma calle de la Luz donde la má scara estaba un grupo de chiquillos que rodeaban a un gran mascaró n. É ste andaba muy parsimonioso y dá ndose gran importancia. Por fin, se detuvo en la esquina frontera a la que ocupaba la má scara, que Plinio conoció un añ o despué s.

Era un mozo muy fornido. Llevaba la cara manchada de pimentó n. Se vestí a con una chambra de mujer, pañ uelo a la cabeza, tambié n de mujer, cortí sima falda que apenas le cubrí a los muslos; medias negras que forraban sus enormes piernas y alpargatas blancas. Tení a un aspecto grotesco y terrible a la vez. A pesar de ser hombre, las prendas de mujer sugerí an una oscura impudicia.

El mascaró n de las medias negras miró a un lado y a otro como para comprobar la importancia de su auditorio. Como le debió de parecer suficiente, luego de carraspear, comenzó a dar grandes voces, al tiempo que mostraba un pequeñ o trompo o peó n de color verde con una mano, y una guita trompera en la otra. Decí a:

—«Acuda, acuda el respetable gentí o, mozas en particular, y verá n có mo baila mi trompo trompero. Su rejo hace virutas en el corazó n... Acudan, que nadie, que ninguna moza en particular quede repisa de no haber visto bailar a mi trompo trompero que en cada vuelta hace un novio y en cada cabeceo una boda... Acudan las mozas en particular a ver mi trompo trompero, verde como el perejil, picante como la guindilla, criador de novios, trompo del amor es el que yo bailo. »

Y así seguí a su perorata llena de requiebros para su trompo verde... Y hablaba abriendo mucho su boca de grandes dientes amarillos que resaltaban en su cara pintada de almagre.

La gente se detení a ante aquel hombró n. Y muchos que ya lo habí an visto representar, se frotaban las manos esperando el desenlace.

—Ya verá s, ya verá s, el remate es la monda...

—«... Que pronto va a bailar y pronto van a sentir las que lo vean el rejillo de mi trompo escarabajearles en el tintero... y llegar los novios en racimos... y tendrá n buena cuaresma, cuaresma de manos calientes. »

En un balcó n que daba sobre la esquina donde el mascaró n estaba se asomaron dos señ oritas. Cuando el mascaró n las vio se dirigió a ellas:

—«Qué lá stima que esté is tan altas, hermosí simas pichonas, no vais a poder ver desde ahí cosa buena, ni sentir el rejillo de mi trompo... »

Cuando los espectadores comenzaban a dar pruebas de impaciencia por tan largo pró logo, el mascaró n, que habí a ido liando la cuerda en el trompo lentamente mientras decí a sus ú ltimas palabras, soltó el peó n a golpe de tralla sobre el suelo de la acera. Y mientras la peonza bailaba sola arrimada a la pared y todos la miraban ahincadamente aguardando el tan voceado milagro, é l añ adí a:

—«Todaví a no, señ ores; todaví a no... Será ¡ ahora!, cuando yo lo tome con mi mano. »

Y con mucha ceremonia, doblando su tronco hacia delante cuanto podí a, de manera que sus cortas faldas se subieron al cielo, se agachó a tomar el trompo, dejando a la vista de los espectadores aquella postrera y enorme parte de su trasero completamente desnuda...

Las mozas comenzaron a gritar y a correr espantadas. Los hombres y chiquillos a reí r. Las señ oritas del balcó n que no lo habí an visto bien miraban hacia unos y otros por ver si sacaban la causa de aquella algazara.

Hecha y deshecha su flexió n, el mascaró n, muy serio, tomó su trompo y se disponí a a marchar entre la chiquillerí a que lo rodeaba, cuando sú bito se presentó Plinio que habí a estado escuchando y tomando del brazo al mascaró n, sin decirle palabra, se lo llevó hacia el Ayuntamiento, en cuyos só tanos estaba la cá rcel del pueblo.

La má scara que acechaba en la esquina de la calle de la Luz parecí a impaciente. Sus ojos seguí an fijos en la puerta de la casa de doñ a Carmen.

Comenzaba a anochecer y a la luz de las lá mparas elé ctricas se veí a mejor la espesa nube de polvo que pesaba sobre las calles.

De pronto la má scara de la esquina hizo un imperceptible movimiento de defensa, como si quisiera ocultarse.

La puerta de la casa de doñ a Carmen se habí a abierto levemente, y una mujer de unos sesenta añ os, menudita, vestida de negro, con mantó n y pañ uelo de seda en la cabeza, echó calle de la Luz arriba. Llevaba un cacharro para la leche en la mano y caminaba con prisa, como huyendo del carnaval. La má scara ensabanada, pegada a la pared de la acera de enfrente, iba tras la mujer, Antonia, la vieja sirvienta de doñ a Carmen. Caminaba con cierta precaució n, sin perder de vista el pañ uelo de seda negro.

Antonia dobló por el callejó n de la Vaquerí a, completamente desierto hasta en un dí a de carnaval. Era un callejó n que uní a dos calles principales. Estaba sin urbanizar, sin luces. Só lo daban a é l traseras y portadas de edificios con fachadas a otras calles. No habí a má s entrada principal a este callejó n oscuro que la vaquerí a de Quintero.

Al llegar al callejó n la má scara fue má s cautelosa. Se escondió en el quicio de una portada y aguardó a que Antonia, una vez comprada la leche, volviese por sus pasos. No tardó. Cuando la sintió muy pró xima la má scara salió de su escondite de pronto y con una voz ronca comenzó a decirle:

—Antonia, que no me conoces, que no me conoces...

Antonia, medio asustada por la sorpresa, quedó mirando a la má scara, como si la conociese, o dudase. Al menos como si conociese su voz.

La má scara persistí a en su broma, acorralá ndola un poco contra la pared.

Antonia decidió apartarle bruscamente. La má scara se opuso. Antonia levantó la cacharra de la leche, amenazante. La má scara, entonces, con los brazos en cruz para impedirle el paso con el pecho, le dio un fuerte empujó n contra la pared. A Antonia se le cayó sobre el mantó n gran parte de la leche. Y segú n su costumbre, comenzó a decirle los mayores insultos sin dejar de mirar con fijeza la careta improvisada con una media negra; como si la conociera, como si estuviera a punto de conocerla... Fue entonces cuando la má scara, levantando el bastó n de hierro con todas sus fuerzas, descargó un recio golpe sobre la cabeza de Antonia.

Cayó al suelo redonda, sin el menor grito, sobre la lechera de porcelana blanca que no habí a soltado de la mano. La má scara, enfurecida, repitió varias veces los golpes sobre la cabeza. La sangre y los sesos saltaron por la pared y vertí an bajo el pañ uelo negro que cubrí a la cabeza de Antonia.

La má scara dijo algo como: «Así callará s. »

 Y a grandes zancadas emprendió la fuga callejó n de la Vaquerí a arriba. Pronto se encontró en la plaza. Abrié ndose paso entre la gente que se aglomeraba en la calle de la Feria llegó hasta el teatrillo. Sacó una entrada de peseta y derechamente se fue hacia el retrete. Pero se equivocó de puerta y se encontró sin pensarlo en el escenario, que estaba completamente solitario ya que la cortina estaba echada. A la luz que se filtraba por ella vio una gran alfombra arrollada sobre las tarimas del escenario.

Todo lo de prisa que pudo se despojó de la sá bana, y é sta y el bastó n de hierro los metió furiosamente entre los huecos de la alfombra flojamente enrollada. La má scara quedó vestida con un uniforme de caballerí a: guerrera celeste y pantaló n rojo, y en la cabeza, enrollado, una especie de turbante hecho con una toalla de felpa. Con tal facha volvió sobre sus pasos y se metió entre la gente que llenaba totalmente el patio de butacas del teatrillo.

Dentro de un cí rculo formado de butacas, un mocete con el cigarro en la boca y vestido de pierrot tocaba un organillo que casi nadie escuchaba, aunque su mú sica era la ú nica que daba pretexto para bailar. Infinidad de serpentinas cruzaban el saló n. Unas luces altas y mortecinas daban al baile improvisado un aire raro y sucio. Las parejas se apelotonaban sudorosas sin poder dar un paso al compá s de la mú sica.

Pocos minutos despué s de haber dado una vuelta, a duras penas, por el baile, la incó gnita má scara salió del teatro y cortando lo má s que pudo llegó al callejó n del Zurdo, totalmente oscuro. Frente a determinada portada, sacó una gran llave del bolsillo, abrió el postigo y entró cerrando tras de sí.

 

 Plinio y don Lotario, su inseparable amigo, y veterinario de la villa, estaban sentados en el saló n alto del «Casino de San Fernando» viendo jugar una partida de golfo. En el «San Fernando» no habí a baile hasta despué s de la cena y los socios pací ficos y escé pticos, durante la tarde, podí an dedicarse có modamente a sus partidas y conversaciones.

A las ocho en punto apareció el cabo Maleza en la puerta del saló n del Casino. Desde allí buscó a su jefe con los ojos y le hizo una señ a para que se acercase.

Plinio se levantó con su habitual aire de desgana y casi arrastrando el sable mal ceñ ido.

Durante unos segundos hablaron misteriosamente Plinio y su cabo. Realmente, quien hablaba era é ste. Plinio escuchaba mirando al suelo y con la punta del cigarro entre los labios. Cuando Maleza calló, hubo unos segundos de silencio. Por fin Plinio hizo un gesto ambiguo, indudable reflejo de sus pensamientos sobre lo que acababa de oí r. Luego se volvió discretamente hacia donde estaba sentado don Lotario, que no quitaba los ojos de encima a los dos policí as y le hizo una breve señ a con la cabeza para que se acercara.

El veterinario, que no esperaba otra cosa, llegó rá pido, deseoso de saber lo que ocurrí a.

—¿ Qué pasa, Manuel?

—Vamos. Un crimen.

Don Lotario, sin añ adir palabra, se acercó a la percha y tomó la pelliza de Plinio —azul con puñ os y cuello de astracá n— y su capa color ala de mosca. Tan pequeñ ito y frá gil como era el veterinario y lugarteniente amistoso del gran Plinio, apenas se le veí a con tanta ropa entre los brazos.

 

 Plinio, mientras se poní a la pelliza despaciosamente, preguntó a Maleza:

—¿ Dices que has avisado al mé dico?

—Sí, por telé fono desde el Ayuntamiento.

—¿ Y al juez?

—Al juez y al secretario fue el alguacil del Juzgado que estaba con nosotros..., que para eso cobra.

Cuando Plinio acabó de abrocharse los galones de la pelliza, don Lotario ya estaba terciado y en disposició n de andar.

Bajaron la escalera de má rmol al paso lento de Plinio, que siempre que iba a enfrentarse con un caso nuevo parecí a remiso, meditabundo, como pretendiendo adivinar lo que habí a pasado.

—Seguro que ha sido algú n mascaró n borracho. Hoy ha corrido mucho vino por el pueblo —aseguró Maleza. —Plinio se limitó a mirarlo con gesto burló n.

Maleza se mosqueó:

—¿ Quié n si no va a matar a una vieja... para nada?

—No se mata a nadie gratuitamente, ¿ verdad, Manuel? —dijo el veterinario.

Plinio se encogió de hombros.

—No me gustan los crí menes de carnaval.

—¿ Quié n es la muerta? —preguntó el veterinario con timidez.

—La Antonia, la criada de doñ a Carmen —le respondió Maleza.

Don Lotario encogió las narices y guiñ ó los ojos, queriendo manifestar extrañ eza.

En la plaza se veí a menos gente. Las má scaras, con la careta alzada, marchaban ya hacia sus casas.

Todaví a, sin embargo, Quiroga, el que todos los añ os se vestí a de don Juan Tenorio, paseaba solitario por la glorieta con mucho meneo de estoque y pasos bizarros. Algo carcamuseaba a media voz é l só lito, ausente de todo y de todos.

Un niñ o vestido de mujer con ropas andrajosas y holgadí simas, lloraba amargamente sentado en el borde de la acera. Otro, con el disfraz ya bajo el brazo, parecí a consolarlo.

Don Lotario se acercó a ellos por ver qué les pasaba.

—¿ Qué le pasa a este niñ o? —preguntó al otro.

—Que se ha hecho caca.

 

Y don Lotario volvió con los dedos en las narices, haciendo un poco el payaso... Los crí menes le poní an muy contento.

Los adoquines de la plaza aparecí an cubiertos de conffeti, de serpentinas, de papeles de colores. Y rodeando la columna de una farola, cuatro má scaras beodas jugaban al corro torpemente, al tiempo que cantaban:

Cuando Plinio y los suyos llegaron al callejó n de la Vaquerí a vieron que habí a parada mucha gente. La noche era tan oscura que apenas se distinguí a otra cosa que sombras que se moví an y hablaban.

Hacia la puerta de la vaquerí a se columbraban unas luces rojizas.

—Ahí va Plinio con el veterinario —dijo alguien.

Y las gentes se volví an para mirarlos y les hací an paso con respeto.

Plinio, entre el pasillo que les dejaban los curiosos, avanzaba el primero, con ambas manos en los bolsillos de la pelliza y el cigarro en la boca.

Llegaron hasta la puerta. Ya estaba allí el mé dico forense, el juez y el secretario. Dos vecinos iluminaban la escena con faroles de aceite.

El mé dico, que se habí a subido la careta y conservaba el disfraz de dominó bajo el gabá n, habí a quitado el pañ uelo negro de la cabeza de Antonia y pasaba el dedo sobre sus heridas. Al incorporarla habí a quedado casi sentada y, a la bailona luz de los faroles, se le veí a la cara totalmente tinta en sangre. Conservaba los ojos abiertos y un mechó n cano sobre la frente. Fuertemente agarrada con una mano tení a la cacharra de la leche. Un charquito de leche habí a sobre el halda negra de la muerta.

El mé dico dijo a Plinio sin dejar el cadá ver:

—Le han deshecho la bó veda del crá neo a estacazos.

—¿ Quié n la ha visto primero? —preguntó Plinio, dirigié ndose al auditorio.

—Un servidor —respondió el hombretó n de las medias negras y la falda corta, que echaba el trompo a primera hora de la tarde junto a la calle de la Luz.

—¿ Ya te han soltado, so fresco?

—Sí, señ or, a las ocho.

—A ver si otro añ o te pones las faldas má s largas.

—Sí, señ or.

Como tení a el mozo la cara pintada de pimentó n, a la luz de los faroles parecí a tambié n sanguinolento.

—¿ Cuá ndo la viste?

—Cuando salí de... ahí, me vine por aquí cortando hacia mi casa y tropecé con la muerta. ¡ Aí nas me mato!

—¡ Pues vaya domingo de carnaval que llevas!

—Y que lo diga usted.

—¿ Cuá nto tiempo hará que la mataron? —preguntó Plinio al mé dico.

—Como una hora.

Llegaron unos hombres con la camilla negra y echaron el cuerpo.

—¿ Le quitamos la lechera? —dijo uno de los dos de la camilla.

—Qué má s da. Dé jasela tambié n —dijo Plinio.

Y el camillero le recogió el brazo sobre el cuerpo de modo que la lechera le quedase sobre las piernas.

Plinio y los del Juzgado esperaron a que se alejasen los de la camilla y se despejase un poco el callejó n.

Cuando tambié n marcharon los del Juzgado, Plinio entró en la vaquerí a con don Lotario y Maleza.

Quintero, el vaquero, detrá s del mostrador blanco, miró con temor a los de la justicia que entraban.

—Quintero, ¿ qué me dices de esto? —le preguntó Plinio a manera de saludo.

—Nadica sé —dijo encogié ndose de hombros.

—¿ No oí ste nada?

—No, señ or... Compró su leche como todas las tardes y marchó. Luego yo no he salido de aquí. La primera noticia me la dio el mascaró n que ahora habló con usted.

—¿ A qué hora vino la Antonia?

—Siempre viene sobre las siete y media.

—¿ Es posible que no la haya visto nadie?

—Despué s de esa hora viene poca gente.

—Bastaba con que pasara uno. ¡ Si estaba atravesada en la acera!

—Pues si alguien la vio, nada dijo, señ or Manuel.

—¿ Y no oí ste nada, nada?

—Nada, no, señ or. A lo mejor otro dí a, pero ahora, con tanto quino de má scaras por esa calle de la Feria...

Plinio, acompañ ado de Maleza y de don Lotario, salió de la vaquerí a camino de la plaza.

—Esto del carnaval debí an suprimirlo, Manuel..., por lo menos en los pueblos. Se hacen muchas barbaridades... No digo yo que en las grandes capitales, a base de baile y batallas de flores, pero en los pueblos...

—Sí, lo de siempre, todas las diversiones para los ricos; los pobres, que son tan brutos, que los parta un rayo —respondió Maleza con su habitual acritud.

—Si tú lo llamas diversió n matar a una pobre vieja indefensa... —añ adió el veterinario.

—Eso es un accidente...

Cuando llegaron a la esquina de la calle de la Luz, Plinio, que no habí a hecho ningú n comentario, dijo:

—Voy a acercarme a la casa de doñ a Carmen a ver si me dicen algo.

Y echó calle adelante, mientras Maleza y don Lotario quedaban parados en la esquina con la conversació n interrumpida.

A Plinio siempre le producí a una especial emoció n entrar en la casa de doñ a Carmen, que era la primera casa del pueblo. Desde niñ o habí a aprendido a considerar a aquella familia como lo má s grande que habí a en el mundo.

Llamó en el alto llamador de las puertas de nogal. Casi en seguida se oyó correr el resbaló n. La puerta se entreabrió. Y apareció la cara blanca y ovalada de Joaquinita.

 

—Buenas noches. ¿ Está don Onofre?

—Sí, señ or...

—Dile que estoy aquí.

—Pase usted.

Plinio pasó al amplio portal de azulejos. Luego al patio, tambié n de azulejos, con una fuente de Talavera en el centro. A Plinio, de niñ o, le parecí a aquella fuente el colmo del refinamiento.

Junto a é l iba Joaquinita, con su uniforme negro y cuello de encaje blanco, tan modosa y bella. Joaquinita era, desde hací a pocos añ os, criada de doñ a Carmen. Dirí amos que su doncella. Era hija de los caseros de una finca de don Onofre. Por su belleza y talento natural la escogió doñ a Carmen para su servicio personal.

Cuando subí an la escalera, Plinio preguntó a Joaquinita:

—¿ Sabe ya don Onofre la desgracia?

—Sí, señ or.

—¿ Quié n se lo ha dicho?

—El señ or cura, don Felipe y don Paulino, que lo oyeron en la plaza y vinieron en seguida a decí rselo.

Toda la casa olí a a maderas finas, a barniz..., «a señ oritos», pensaba Plinio.

 

 Cuando llegaron a la puerta del gabinete y Joaquinita se disponí a a anunciar a Plinio, é ste le dijo:

—Será mejor que le digas que quiero hablar con é l a solas. Aquí espero.

—Está bien.

Y Joaquina, con su aire silencioso, respetuoso y á gil, entró cerrando la puerta tras de sí.

Plinio quedó en la galerí a, mirando hacia un grueso farol de hierro forjado y vidrios coloreados que alumbraba el patio.

En seguida salió Joaquinita, sola.

—Pase usted por aquí —dijo.

Y le llevó hacia una habitació n pró xima. Era una especie de sala con muebles negros y tapicerí as de seda amarilla. Habí a varias fotografí as de familia. Una salamandra con las micas al rojo tení a la habitació n muy caldeada.

Se abrió la puerta de la sala que daba al interior del piso y entró don Onofre con aire compungido. Avanzó hacia Plinio, que se puso de pie, con sus ademanes laxos y feminoides. Aquel hombre tan corpulento, realmente le pareció siempre a Plinio una mujer que se habí a puesto encima una serie de cosas para aparecer como hombre.

 —¡ Qué horror, Manuel, qué horror! —le dijo como saludo, mientras le daba la mano—. Sié ntate, Manuel, por favor... Comprenderá s que estoy aturdido... Esto es tan monstruoso como incomprensible... ¿ Qué mal ha hecho esta mujer a nadie?

Mientras hablaba se pasaba por la cara su mano blanquí sima, adornada de sortijas, procurando con mucho cuidado que no llegase al pelo perfectamente peinado a raya.

Se sentó a su vez y miraba a Plinio con su blanca cara entre dolorida y coqueta. Luego de una pausa, dijo:

—Tú dirá s, Manuel, en qué puedo ayudarte.

—Vení a a ver si podí a usted dar algú n indicio que explicase la muerte de la pobre Antonia.

—Ya te he dicho, Manuel, no sé. Esta mujer, como sabes, fue el ama de crí a de Carmen. Cuando nos casamos, se la trajo. No tiene familia. Se pasaba el dí a trabajando. Salí a de casa lo imprescindible. No tení a trato con nadie... No me explico... Yo lo que me inclino a creer, Manuel, es que se trata de lo que podrí amos llamar un accidente de carnaval..., algú n borracho..., qué sé yo...

—¿ Tení a algú n dinero ahorrado?

—Sí, pero no lo llevaba encima, naturalmente. Carmen le mandó abrir una cartilla.

—¿ Tiene algú n heredero forzoso?

—No. Sus parientes má s pró ximos son hijos de una prima, todaví a niñ os, segú n creo.

—Y con los demá s servidores de la casa: gañ anes, caseros, guardas, ¿ tuvo alguna rencilla importante?

Don Onofre movió la cabeza, mientras se miraba las uñ as, y añ adió:

—No... Apenas tení a trato con ellos y eso cuando í bamos a alguna finca a pasar una temporada. Antonia era á spera e intransigente, pero jamá s se metí a en lo que no le importaba.

—Francamente, no sé qué pensar de este asunto. Lo má s fá cil es creer lo del accidente de carnaval, como usted dice, pero la verdad es que le han pegado con mucha sañ a, don Onofre.

 —Hay tanto bestia suelto por ahí... —dijo, haciendo un mohí n de repugnancia.

—Si a usted no le importa, me gustarí a hacerle unas preguntas a doñ a Carmen, por ver si ella, que la conocí a mejor, puede darme alguna luz.

—No tengo inconveniente, Manuel, pero hasta mañ ana por lo menos no podrá ser. Todaví a no le hemos dicho nada..., ni sabemos có mo decí rselo. Habrá que prepararla poco a poco. Era para ella como una madre. Ademá s, ya sabes que mi mujer está un poco delicada.

—Comprendo —dijo Plinio, levantá ndose—. Mañ ana vendré por la tarde, despué s del entierro.

—Mejor pasado mañ ana, Manuel. Mañ ana va a ser un dí a de muchas emociones para ella.

—Como usted quiera, pero estas cosas no conviene demorarlas.

—Comprendo.

—Hasta pasado mañ ana, entonces, don Onofre.

—Adió s, Manuel.

Y le extendió su blanquí sima mano.

 

Plinio, en el ú ltimo tramo de la escalera, encontró a Inocente, el padre de Joaquinita, que hablaba con otros gañ anes. Al ver al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, callaron y quedaron mirá ndole. Plinio se detuvo ante ellos, sin saber qué decir. Por fin, preguntó:

—¿ Por dó nde se sale al corral?

Inocente, sin añ adir palabra, con mucha diligencia, abrió una puertecita que habí a bajo la escalera.

Plinio se asomó al egido enorme.

—Enciende la luz —le dijo.

Cuando el corral quedó iluminado, Plinio fue hacia la portada que estaba en el otro extremo, mirando hacia uno y otro lado con mucho detenimiento.

—¿ Quiere usted ver algo en particular? —dijo el hombrecillo con cara astuta.

Plinio, sin responder, se fue hacia una cocinilla donde solí an lavar y echó una ojeada. Luego, a la cuadra. Despué s recorrió unos porches donde habí a carros, tí lburis y un viejo lando.

—¿ No hay cochera?

—Sí, señ or. Aquí.

Inocente echó delante y, al llegar a una gran portada, la desatrancó, encendió la luz y aguardó en un rincó n a que Plinio pasase su revista. Habí a dos automó viles. Un «Ford» un poco má s moderno que el de don Lotario, y un «Gran Paije», como decí an en el pueblo.

Examinó ambos ayudá ndose con la luz del mechero. Se inclinó muy interesado sobre el suelo del «Gran Paije». Con la yema del dedo tocó dos o tres rodajitas de papel color rosa: confeti. Luego, en el estribo, un papel estrecho, rojo. Lo tomó con disimulo y se lo guardó en el bolsillo sin decir nada.

Cuando estuvieron fuera de la cochera, Plinio quedó como pensativo.

—¿ Quiere usted ver algo má s, Manuel? —preguntó Inocente.

—No, á breme el postigo. Salgo por aquí mismo.

Cuando Plinio se encontró en la calle, bajo la luz de una esquina, miró el papelito color rojo que encontró sobre el estribo del auto grande. Decí a: «Teatro de Echegaray. Grandes bailes de Carnaval. 1925. Tarde. » Y en un sello, con tinta morada, la fecha de aquel dí a. El jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso guardó cuidadosamente el papel en la cartera, y marchó hacia su casa con la idea de llevar a su mujer y a su hija al baile del «Cí rculo Liberal».

 

El baile del «Cí rculo Liberal» era el má s selecto de Tomelloso. Allí acudí a la verdadera crema del pueblo. Aunque Plinio era de condició n muy humilde, por aquello de su prestigio y fidelidad a las instituciones, en determinadas ocasiones se codeaba con los señ oritos, aunque siempre guardando las distancias y sin apearse el uniforme, que aquella noche, por cierto, era el nuevo, bien planchado, deslumbrantes los vivos en rojo y plata. El alcalde gustaba tambié n de la compañ í a de Manuel Gonzá lez en ocasiones tales como bailes, bautizos, bodas y actos pú blicos, donde «podí a haber jaleo».

 

Aquella noche, como despedida del carnaval, el baile estaba concurridí simo. Juanito Cuevas que estudiaba farmacia en Madrid, habí a traí do la novedad del charlestó n, e hizo varias exhibiciones en la pista, con su prima Florita, que fueron muy celebradas. Jorgito Casado cantó dos tangos subido en la tarima de la orquesta; y la señ ora del notario, segú n referencias, se hizo «pis» por la risa que le produjo un chiste que le contó Ramó n Marí n, recié n llegado de Cuba.

 

Cuando el baile se puso demasiado divertido, Plinio y don Lotario se metieron en la sala de billares para tomarse unas copas con cierto reposo. Llevaban unos minutos silenciosos, cuando Plinio le preguntó de pronto a don Lotario:

—Si usted matase a alguien, ¿ se le ocurrirí a despué s ir al baile?

Don Lotario le miró sin comprender.

—Explí cate —dijo al fin.

—He encontrado una entrada cortada para el baile de esta tarde en el «Teatro de Echegaray», que muy bien pudiera haber sido utilizada por alguno que tiene relació n con el crimen de hoy..., mejor dicho, de ayer —rectificó consultando el reloj.

 

Don Lotario hizo un gesto escé ptico. Luego, dijo:

—Pudo irse al baile para hacer hora.

Plinio asintió sin gran convicció n.

—O pudo irse despué s... para aturdirse..., para reflexionar..., qué sé yo. Tengo la impresió n —añ adió Plinio— que el asesino tení a muy bien pensado dó nde ir despué s de cometer su fechorí a... El baile empezaba poco má s o menos a la hora que se debió de cometer el asesinato.

 —¿ Dó nde encontraste esa entrada, si puede saberse?

—En un coche de la casa de don Onofre. Pienso que allí debió de desnudarse nuestro hombre... o mujer, despué s del crimen.

—La verdad, Manuel, es que no sé a qué demonios puede ir un asesino a un baile de má scaras una vez concluida su faena.

En é stas estaban cuando un grupo de mascarones, cubiertos todos ellos con colchas de seda, se aproximaron a los dos amigos.

—¡ Ay, Manuel, Manuel, Manuel!

—¡ Ay, Lotario, Lotario, Lotario!

—¡ Ay, Manuel..., Manuel, que no me conoces...! ¡ Parece mentira! ¡ Lotario..., qué torpe eres!

—¿ Os pagá is una copa?

—Manuel..., Manuel, como no descubras al asesino de la Antonia antes de transcurrir una semana, te expulso del Cuerpo.

—¡ Ay, Manuel, Manuel, Manuel!

—¡ Ay, Lotario, Lotario, Lotario!

 

Los mascarones pidieron unas copas en el vecino ambigú, que bebieron subié ndose las caretas discretamente. Uno de ellos, que iba provisto de una enorme garrota de palo de horca, la dejó sobre una silla junto con los guantes para poder beber con má s desembarazo.

Al verle esta operació n, Plinio y don Lotario se miraron como si coincidieran en una idea.

 —Murió a golpes de algo, ¿ verdad? —preguntó el veterinario, malicioso.

Plinio asintió con la cabeza. Y luego:

—No está mal la idea. Vamos al teatrillo.

—¿ Les decimos algo a las mujeres? —apuntó el veterinario.

—No. Volvemos en seguida.

Tomaron del guardarropa su cubretodo y cruzaron al teatrillo, que estaba poco má s allá, en la acera de enfrente, al fondo del pasadizo de Toledo.

Entraron en la contadurí a del teatro. Sentado tras su mesa, el empresario, don Isidoro, los miró sobre el cristal de sus gafas, cuyas lentes eran del tamañ o y forma de uvas, mientras sostení a entre las manos una revista ilustrada. Al fondo, las taquilleras contaban el dinero.

 —¿ De qué andan los caballeros?

—Oiga usted, don Isidoro —dijo el guardia—, ¿ se han dejado esta tarde muchas cosas en el baile?

El empresario pensó un momento y luego se dirigió a una de las taquilleras:

—Ramona, ¿ ha aparecido algo esta tarde?

—Sí, ¡ señ or: un sombrero cordobé s, un guante verde y un...

La muchacha empezó a reí r mirando a su compañ era.

—¿ Un qué? —dijo don Isidoro, mirá ndolas sobre los cristales.

—Un sosté n.

Y las mozas arreciaron la risa.

—¿ Nada má s? —les preguntó Plinio.

—Nada má s. No, señ or —dijo la llamada Ramona.

—¿ Qué es lo que quiere usted encontrar? —inquirió don Isidoro.

Plinio se rascó la cabeza bajo la gorra, como dudando:

—Qué sé yo..., algo así como un instrumento contundente: palo, garrota... ¿ Comprende?

Don Isidoro hizo un gesto afirmativo, como de hombre que lo comprendí a absolutamente todo. Y añ adió:

—Si quiere usted, cuando acabe el baile podemos hacer registro detenido. Ahora está hasta los topes y no hay manera de dar un paso.

—Lo malo es si antes lo encuentra alguien y se lo lleva —dijo Plinio como para sí. —Ponga usted una pareja en la puerta y que observen si alguno saca algo parecido a lo que usted busca... Creo haber visto a una pareja de guardias ahí en el vestí bulo —dijo don Isidoro.

—Bueno... de todas maneras luego vendré para que demos una vuelta.

—Mejor por la mañ ana, porque esto acabará alas mil y quinientas —dijo don Isidoro.

—De acuerdo. Prevenga usted a las mujeres de la limpieza.

—Descuide.

Cuando salieron, Plinio dio instrucciones a la pareja que habí a en el vestí bulo.

—Si veis alguna má scara salir con un palo, bastó n, llave inglesa o algo con que se pueda golpear de firme, no le dejé is marchar hasta comprobar que lo trajo é l y que no lo encontró en el baile, ¿ estamos?

—¿ Y si dicen que lo encontraron?

—Os lo llevá is para el Ayuntamiento y me llamá is.

—¡ A la orden!

—A ver si se os va a pasar...

—Descuide, jefe.

Plinio esperó pacientemente al martes para ir a visitar a doñ a Carmen. Pero los acontecimientos tomaron un rumbo especial el mismo lunes despué s de carnaval.

El pueblo quedó como sordo y opaco. Las predicaciones de Cuaresma empezaron con toda intensidad y los má s asiduos a la iglesia, un poco empequeñ ecidos durante la semana anterior, se pusieron al ataque.

Por el peso y la influencia de este cambio de banda, todo el mundo parecí a un poco arrepentido del carnaval. Aquel añ o los predicadores tomaron por bandera de escá ndalo del pasado «paganismo» la muerte de la pobre Antonia, «esa santa criada de la virtuosa doñ a Carmen». Su muerte se achacaba a los «desafueros bá quicos de la fiesta demoní aca» y no a una intenció n intemporal y premeditada. Pero lo cierto fue que el breve cadá ver de la Antonia, durante unos dí as, cubrí a todo el pueblo como un elegante acusatorio.

A Plinio le desazonaba esta situació n, pues si bien el criminal que todos señ alaban era el inaprensible «carnaval», sujeto muy difí cil de reducir a las cá rceles municipales, el crimen quedaba al desnudo. Y mucha gente, como siempre, esperaba que é l fuese capaz de atrapar al criminal, aunque para ello fuera preciso volver a vestir al pueblo de má scara y poner las cosas y personas en la misma situació n y lugar que estaban a la caí da de la tarde del ú ltimo domingo.

 

Sí, a Plinio le responsabilizaba mucho su fama de policí a infalible. Dirí ase que el pueblo entero deseaba que hubiese crí menes para verlo actuar, seguro de que al final se salí a con la suya. Pero Plinio, a quien en el fondo congratulaba esta fe que en é l tení an sus paisanos, preferí a que los crí menes se olvidasen pronto, porque así é l trabajaba má s a gusto.

 

 

Durante toda aquella semana Plinio andaba como fantasma, dirí ase que procurando esconderse de las miradas de la gente. Los comentarios y la obsesió n general le quitaban visibilidad. Plinio, el martes a media tarde, llamó nuevamente en la alta puerta de nogal de la casa de doñ a Carmen. Le abrieron en seguida. Joaquinita, con sus pasos suaves y sus ademanes á giles y juveniles, graciosos, le llevó hasta el comedor, donde merendaba don Onofre.

—Pasa, Manuel, pasa.

Don Onofre, bajo la escasa luz cenital que entraba por una claraboya que habí a en el techo del comedor, con sus ademanes delicados y suaves, mojaba bizcochos en una gran copa de jerez.

—Joaquinita, trae otra copa de jerez a Manuel.

Plinio lamentó que no le trajesen tambié n bizcochos, pues é l consideraba que la merienda má s exquisita que podí a tomar un mortal era mojar bizcochos de limó n en jerez, á gape que é l jamá s se pudo permitir.

Joaquinita le puso delante una copa mediana y se la llenó de jerez. Cuando Plinio se habí a resignado a tomar el jerez solo, Joaquinita volvió con una bandejita de plata cargada de seis u ocho bizcochos. Plinio, sorprendido, la miró, y Joaquinita le sonrió confidencialmente.

«Cualquiera dirí a —pensó Plinio— que esta niñ a ha adivinado mi deseo. »

—¿ Has averiguado ya alguna cosa, Manuel? —dijo don Onofre, mirá ndole, mientras con gesto desmayado sostení a un bizcocho entre los dedos.

—No, señ or... Ni lo veo fá cil.

 

La verdad es que Plinio, con el bizcocho envinado en la boca, en aquel comedor suntuoso, tibio, y ante aquel señ oró n, se sentí a incapaz de averiguar nada. Hablaron a retazos de la marcha de la campañ a viní cola, de una cacerí a reciente a la que habí a asistido don Melquiades Á lvarez, y de las ú ltimas disposiciones de Primo de Rivera.

El padre y el abuelo de Carmen habí an sido diputados y luego senadores del reino. Don Onofre era de familia menos distinguida, nuevos ricos de la guerra del catorce, pero é l, sin embargo, sentí a ahora ciertas veleidades polí ticas.

Se decí a que querí a aprovechar la influencia de la familia de su mujer para hacer carrera. El advenimiento de la dictadura habí a contrariado un poco sus proyectos parlamentarios y é l soñ aba con que el rey «diese lo antes posible de lado a los generales para volver a la normalidad constitucional».

No obstante, a Plinio, aquellas pretensiones polí ticas de don Onofre le parecí an banales. É l no era hombre de lucha y de decisiones radicales. Era blando, poltró n y abú lico, ademá s de afeminado. A lo má s, le gustarí a verse vestido de etiqueta y conseguir que alguna vez lo retratasen en el Blanco y Negro junto al rey con motivo de cualquier cacerí a o acto solemne.

Cuando acabó la merienda, don Onofre se levantó envuelto en su bata de seda, y entró en el despacho pró ximo. En seguida volvió con un gran puro habano que puso en las manos de Plinio. Don Onofre no fumaba.

Plinio lo encendió y comenzó a fumarlo con el mayor deleite. El olor a jerez esparcido por la habitació n, el aroma del puro, la suave penumbra que permití a la claraboya, y la luz rojiza de la salamandra pró xima, invitaban al silencio y a la quietud má s que a empezar con averiguaciones y preguntas.

 

Plinio se sentí a en el mejor de los mundos. «Esto es vivir, ¡ qué demonios! », se decí a.

Entró Joaquinita y dijo a su amo que unos señ ores de Ciudad Real querí an verle.

Don Onofre quedó pensativo y luego preguntó:

—¿ Los has pasado a mi despacho?

—Sí, señ or.

—¿ Está aquella salamandra encendida?

—Sí, señ or.

—Bien, trá eme la americana y las botas de charol, mientras acompañ o a Manuel al gabinete de la señ ora. Vamos, Manuel.

 

Se pusieron de pie. Entraron por una amplia galerí a acristalada que daba al jardí n. Se detuvieron ante la primera puerta. Don Onofre llamó suavemente con los nudillos.

—Adelante—se oyó decir.

Entraron ambos. Junto al balcó n estaba sentada doñ a Carmen. Todaví a habí a mucha tarde en la calle. Ante sí tení a la señ ora una mesa camilla cubierta con un tapete de terciopelo rojo. Al verlos entrar cerró un libro muy pequeñ o de pastas verdes. Estaba vestida totalmente de luto.

—Aquí está nuestro buen amigo Manuel que desea charlar un rato contigo sobre la muerte de la pobre Antonia.

Plinio estaba medio firme con la gorra de plato sobre el antebrazo, como cuando estaba ante el alcalde.

Doñ a Carmen le tendió la mano suavemente,

—¿ Qué tal, Manuel?

—Bien, doñ a Carmen.

—¿ Y tu mujer y tu hija?

—Muy bien, señ ora, muchas gracias.

—Sié ntate, Manuel, sié ntate.

Plinio se sentó respetuosamente en un silló n que le ofrecí an y se sintió hundir hasta la incomodidad. Compuso como pudo la postura hasta quedar a su gusto y colocó la gorra de plato sobre las piernas.

—¿ No le importa que fume, señ ora? —dijo, esgrimiendo el puro.

—En absoluto, Manuel. Me gusta mucho el olor a tabaco.

—Bien, os dejo hablar a vuestras anchas, que tengo visita.

Don Onofre sacó su enorme y flojo corpachó n por la puerta, dá ndole a los faldones de su bata de seda un especial revuelo.

Quedaron Plinio y doñ a Carmen frente a frente, sin saber por dó nde empezar. Ella, a la ú ltima luz de la tarde, tení a un aire casi lí rico, de estampa romá ntica. El pelo tan rubio y abundante le enmarcaba suavemente su cara, tan blanca. Sus ojos azules, enormes, miraban a Plinio con una mezcla de tristeza y dulzura. Sobre el negro vestido, la blancura de su cara y manos deslumbraban a Plinio, que desde su mocedad fue su alejado enamorado de ella, un enamorado sin posibles esperanzas.

 —Siento mucho importunarla, señ ora, pero es preciso ver la forma de sacar algo en limpio del desgraciado accidente ocurrido a su ama... ¿ Qué piensa usted de ello?

Doñ a Carmen habí a quedado mirando hacia un punto fijo, por encima de los hombros de Plinio. Por un momento pareció que sus ojos se humedecí an. Al fin, con la voz ligeramente enronquecida, dijo:

—No sé, Manuel, no entiendo nada... Desde hace algú n tiempo noto que algo raro pasa a mi alrededor, algo que no sé explicar..., como si la atmó sfera de esta casa y del pueblo mismo se me fuese haciendo irrespirable... Es algo que me ahoga y no sé el qué.

Quedó doñ a Carmen callada. Inclinó la cabeza hacia el tapete rojo de la mesa camilla. Suavemente se pasó el pico del pañ uelo por los ojos.

 

 

—¿ Quié n cree usted que podrí a tener interé s en la muerte de Antonia?

—Nadie, Manuel, nadie.

—Su comportamiento, ú ltimamente, ¿ era normal?

—Sí..., yo creo que sí.

—Usted la conocí a muy bien. ¿ Le manifestó alguna vez hostilidad hacia alguien?

—Ella era una mujer muy reservada, pero apenas tení a otro mundo ni otros intereses que no fuesen los de esta casa..., los mí os.

—Cuando ayer tarde salió por la leche, ¿ le dijo algo especial?

—No. Como siempre, me preguntó si querí a alguna cosa. Ella iba y vení a a la vaquerí a en cinco minutos. Era su segunda salida fija del dí a. La primera, al mercado, antes de que nos levantá semos los demá s.

—¿ Qué otras personas habí a en la casa a esa hora?

—Onofre y Joaquinita. El mayordomo lleva má s de un mes en cama.

—¿ Aquí?

—No, en su casa. Al final de la calle de Mé jico.

—¿ Vio usted a..., usted perdone, doñ a Carmen, a su marido, mientras Antonia estuvo fuera?

—Sí. Estuvo sentado aquí conmigo. Viendo las má scaras.

—¿ Y a Joaquinita?

—No sé si entrarí a aquí algú n momento, pero estuvo en casa toda la tarde. Mejor dicho, durante todo el carnaval. No quiso dejarme sola. Me distrae mucho hablar con ella.

—¿ Le importa a usted que la llamemos?

—No, por Dios...

Y doñ a Carmen tocó una campanilla de plata que habí a sobre la mesa. En seguida llegó Joaquinita.

—Joaquinita, guapa, Manuel quiere hacerte unas preguntas.

Joaquinita no respondió. Quedó parada casi en el centro de la habitació n con ambas manos cruzadas sobre el delantal blanco, mirando a Plinio como dicié ndole: «Venga, pregunte lo que quiera. »

—Vamos a ver, Joaquinita, ¿ dó nde estuviste ayer por la tarde?

—Aquí —contestó rá pida.

—¿ En qué parte de la casa?

—Por toda la casa. A ratos con Antonia. A veces en mi cuarto. Con la señ ora. Serví la merienda al señ or.

—¿ Recuerdas exactamente dó nde estabas de seis y media a ocho de la tarde?

—No muy bien.

—Por ejemplo, a esas horas, ¿ estuviste aquí sentada con la señ ora?

—Creo que no..., era la hora de la merienda. Andarí a de un lado para otro.

—Pero ¿ entraste alguna vez a ver a la señ ora en ese tiempo?

Joaquinita estaba como pensativa, mirando a la señ ora. Doñ a Carmen, a su vez, la miraba con su semblante dulce y confiado.

—No recuerdo.

—Procura recordar.

—Sí..., ahora recuerdo que al caer la tarde pasé a encender la luz a la señ ora.

Plinio miró hacia doñ a Carmen. É sta asintió, sonriendo dulcemente.

—Perdone, doñ a Carmen, pero, ¿ usted sabí a exactamente qué hora era cuando Joaquinita pasó a encender la luz?

—Manuel, exactamente, no..., pero sí hacia esa hora que anochece.

—Si Joaquinita hubiera salido una hora o dos, ¿ usted lo hubiera notado, doñ a Carmen?

—Sí, porque me habrí a pedido permiso, o en seguida habrí a venido a decí rmelo Antonia.

 

 —Está bien, Joaquinita, no tengo nada má s que preguntarte.

—¿ Quiere usted algo, señ ora?

—No, hija.

La chica se marchó despué s de hacer una ligera inclinació n.

—Es un sol de chica. No sabes có mo me quiere. Parece mentira que habié ndose criado en una quinterí a sea tan fina, tenga tanto talento natural, tantos detalles. Fue Onofre quien la descubrió y me la trajo... Todo lo aprende en seguida.

—Sí, se ve que es chica de buena raza.

—Y volviendo a lo del crimen, Manuel, mi modesta opinió n es que fue alguna de esas personas que en carnaval se emborrachan y dejan al desnudo todos sus malos instintos. Hay quien necesita matar como hay quien necesita beber.

Plinio quedó mirando al suelo sin responder. Hubo una pausa. Despué s, con voz muy confidencial:

—Doñ a Carmen, antes me dijo que notaba en torno a sí algo raro desde hací a algú n tiempo. ¿ Le importarí a concretarme un poco? Doñ a Carmen sonrió tristemente.

—Son aprensiones, Manuel, aprensiones. A veces lo comprendo con claridad. Don Gonzalo, el mé dico, tiene razó n; con frecuencia me fallan un poco los nervios. ¡ He sufrido tanto...! Hay dí as que todo lo veo normal. Otros, el mundo se me viene encima y siento unas enormes ganas de morir. Me va desapareciendo cuanto má s quise en el mundo. Y cuando no se tienen hijos, las viejas historias no se olvidan; pesan toda la vida.

Y quedó pensativa con la cabeza levemente vuelta hacia la calle grisantona y frí a, una lá grima cayó de sus pestañ as rubias. Luego, se volvió hacia Plinio. Casi no se le veí a ya hundido en el silló n, envuelto por la noche.

Luego de una larga pausa, doñ a Carmen dijo, con voz confidencial:

—Cuando entraste, Manuel, me hiciste pensar en otros tiempos. Hací a mucho que no te veí a de cerca... Me recordaste una tarde de hace má s de quince añ os... Era una fiesta de la Cruz Roja. Te pusieron de servicio en mi mesa... Con el pretexto de hablar contigo se acercó cierta persona, ¿ recuerdas? Hablaba contigo y no dejaba de mirarme. Iba vestido de blanco, con su barbita tan negra.

Tú te diste cuenta de la maniobra, Manuel, y sonreiste bondadosamente. ¡ Có mo te lo agradecí! Má s de media hora duró aquello. ¡ Habí a tanto sol...! En la feria, que fue unos quince dí as despué s, nos hicimos novios, y tú cuando nos veí as juntos nos saludabas sonriendo... ¡ Qué feliz fui, Manuel, aquel añ o! ¡ Qué feliz! Y, luego, ¿ qué pasó? ¿ Por qué el Señ or me castigó así? ¿ Qué habí a hecho yo? Murió en unas horas, Manuel, en unas horas... ¡ Qué triste fue todo desde entonces...!

Pero no sabes lo bueno, Manuel: tengo una fotografí a de aquel dí a en el que yo presidí a la mesa. La hizo Antonio Torres por encargo de Pepe y se me ve sonriendo y mirá ndolo..., y a é l..., y a ti un poquití n... Luego te la he de enseñ ar, Manuel. Por eso siempre me recuerdas aquel dí a tan feliz, y otros..., y otros... Cuando fuimos a los toros, al palco de la presidencia con mi pobre padre, tú estabas allí de guardia tambié n. Pepe estaba en el palco de al lado. Y me daba caramelos y a tí tambié n. ¿ Recuerdas, Manuel...? Y luego, en unas horas, Manuel, en unas horas... Violentamente inclinó la cabeza sobre la mesa y comenzó a llorar con energí a y amargura.

De pronto, se abrió la puerta y se encendió la luz. Era don Onofre.

Al ver a su mujer llorando, puso un gesto de resignació n mirando a Plinio. —Que ya es noche cerrada...

Doñ a Carmen levantó la cabeza y comenzó a secarse las lá grimas sin disimular.

Plinio se sintió muy molesto y se puso en pie.

—Bien, señ ores, me marcho. Posiblemente habré de molestarles otra vez...

—No dejes de venir con frecuencia, Manuel —dijo doñ a Carmen entre sollozos.

—Sí, señ ora... Hasta otro dí a, entonces.

Y salió, seguido de don Onofre. É ste acompañ ó hasta la puerta de la calle.

—La pobre —dijo don Onofre—, sus nervios... No es feliz. La falta de hijos...

 

 

Siempre está pensando en su juventud.

Plinio asentí a con la cabeza sin saber qué decir.

—No sé —añ adió don Onofre— có mo va a acabar esto... Recordar..., recordar...

Y lo decí a con la mayor amargura.

—En fin, sea lo que Dios quiera... ¿ Te ha dado alguna luz sobre tu cometido, Manuel?

Manuel negó con la cabeza.

—Una cosa, don Onofre —dijo de pronto—. ¿ Joaquinita salió de casa la tarde del domingo?

—No. Nos lo habrí a dicho.

—Entre las seis y media y ocho de la noche, ¿ usted recuerda haberla visto?

—No exactamente, pero tampoco recuerdo haberla echado de menos... Es un á ngel Joaquinita, Manuel...

—Ya lo sé, pero conviene saberlo todo para desechar lo que no valga y quedarse tranquilo.

—Comprendo... Tú vales mucho, Manuel.

—¿ Se llevaban bien Antonia y Joaquinita?

—Sí... Antonia se pasaba dí as enteros sin hablar.

—¿ Y el mayordomo y Antonia?

—¿ Que si se llevaban bien? Sí, desde luego... No es por interé s, Manuel, pero dentro de la casa no busques ninguna anormalidad.

—Lo sé, lo sé..., pero...

—Sí...

Plinio salió a la calle llevando en sus oí dos los gemidos de doñ a Carmen. Llevando los ojos deslumbrados por su blancura, por su pelo rubio, por aquellos ojos azules que é l siempre admiró desde lejos, desde muy lejos...

Hací a mucho frí o. Se subió el cuello de la pelliza y se llegó al Ayuntamiento. Buscó a Maleza.

—Vete y enté rate si el mayordomo de doñ a Carmen estuvo enfermo en su casa el domingo de Piñ ata.

—Sí, jefe..., pero hace un frí o... ¡ Joró bales, qué oficio...!

Y salió calle adelante.

Las pesquisas de la pareja de guardias en el vestí bulo del teatro la noche del domingo de Piñ ata, no dieron ningú n resultado. En las manos de las má scaras que salí an los vigilantes no vieron má s instrumento contundente que unos zorros.

El mismo Plinio, a primera hora de la mañ ana del lunes, se recorrió el teatro de cabo a rabo sin encontrar nada de interé s.

 

Pensando en esta pista frustrada, al menos de momento, y en la falta de luz sobre el caso despué s de la segunda visita a casa de doñ a Carmen, Plinio, dando escalofrí os, marchó a cenar. «De buena gana se habrí a acostado», pero el vicio de salir al Casino era superior a sus fuerzas. Bien lo sabí a. Ademá s habí a quedado con don Lotario.

 

 

Aquella noche de febrero fue frí a de veras; sin embargo, Plinio y don Lotario acudieron al Casino despué s de cenar, como siempre. Ambos se sentaron en una mesa solitaria que habí a en un extremo del saló n grande. Todaví a, si se miraba bien por algú n rincó n, entre los espejos o sobre las molduras, se veí a algú n conffeti. En lo má s alto de la lá mpara una tira de serpentina habí a quedado enrollada en la cadena de bronce.

 

 

—¿ Qué tal tu encuesta, Manuel? —preguntó al fin don Lotario.

Plinio movió la cabeza con aire pesimista.

—¿ No ves luz?

—No... Si ha sido un accidente de carnaval, como creen todos, porque es lo má s fá cil de creer, no se averiguará nunca, como no sea por casualidad. Y si ha sido un crimen meditado, saldrá, pero tarde... En estas familias de los pueblos..., y de todos los sitios, los odios, las venganzas... y los amores, tienen un proceso muy largo. Los disimulos, las conveniencias, la vida dentro de casa, los retarda y disimula durante añ os y añ os.

—Tú, Manuel —dijo don Lotario en tono misterioso hacia Plinio—, ¿ no crees en el accidente de carnaval?

—No.

—¿ En qué te fundas?

—En el informe del forense. La muerte de Antonia fue causada por cinco o seis golpes, calcula el mé dico, dados con una barra o bastó n fino en la misma bó veda del crá neo... No se trata de un golpe de mala suerte. Hubo perfecto ensañ amiento y cá lculo...

—Ya.

—Fí jese usted, ademá s, que el crimen ocurre en el ú nico sitio cé ntrico donde nunca hay gente, ni en un domingo de carnaval... Y ¡ qué casualidad!, la Antonia sale cinco minutos de casa, todos los dí as a la misma hora, para comprar la leche y es entonces cuando muere... ¿ No le parece a usted que todo fue muy estudiado?

—Sí..., desde luego, pero nunca se sabe.

—Sí, se sabe. Hemos visto muchos carnavales en nuestra vida. Si ha habido algú n muerto ha sido en trifulca, por riñ a entre gente bebida; jamá s hemos conocido un muerto por puro accidente. Si algú n añ o se ha apaleado a alguien o le han dado un susto, pronto se averiguó que se trataba de una venganza personal de algo estudiado. La mayor parte de los llamados accidentes de carnaval son movidos por celos.

—¿ Qué quieres decir con eso?

—Nada, ¿ quié n iba a tener celos de la pobre Antonia?

Plinio le dio una chupada muy larga al cigarro y quedó pensativo. Luego arguyó:

—Cuando uno trata con gente de mala condició n o con criminales profesionales, puede presionar en las indagaciones hasta la brutalidad si es preciso, pero en la casa de doñ a Carmen te tienes que limitar a unas preguntas casi de cumplido. Tiene uno el deber, ademá s, de creerse lo que le dicen... No puedes hacer preguntas indiscretas... Se juega uno hasta el cargo. Don Onofre, aunque es tan suavecito, se molesta por nada y le basta dar un manivelazo al telé fono para que lo manden a uno a freí r espá rragos en veinticuatro horas...

—Entonces, tú, Manuel, crees que entre Onofre, Carmen y la Joaquinita está la cosa.

—No quiero decir eso exactamente. Lo que apunto es que, si yo tuviese libertad para preguntar a mi gusto, para indagar y meterme en todos los entresijos de esa casa, de las relaciones con sus criados, gañ anes, familiares, etcé tera, no le quepa a usted duda que sabrí a de Antonia algo má s de lo que sé... Segú n las declaraciones de todos, Antonia era una mujer que estaba siempre trabajando.

Que salí a de casa dos veces al dí a: al mercado y a por la leche. Que no tiene familia. Que no se trataba con nadie. Que se pasaba dí as enteros sin hablar nada, porque era así. Que su ú nica relació n un poco cordial era con su señ orita o hija de leche Carmen Calabria... Toda su vida, segú n las declaraciones, se redujo a eso. Y con eso me tengo que conformar... Una vida es mucho má s complicada, aunque sea la de una criada setentona.

—Puede haber algo de verdad, como tú dices y que ellos ignoren.

—De acuerdo, don Lotario, pero lo que no pueden ignorar completamente es los accidentes má s o menos graves que le hayan pasado a la Antonia durante los ú ltimos añ os, por ejemplo: sus riñ as con otros criados, sus desavenencias con otros miembros de la familia, su exacta relació n con don Onofre...

Piense usted que Antonia era la persona de confianza de doñ a Carmen, fue su aportació n domé stica al matrimonio... No olvide usted, esto lo sabe todo el mundo y yo lo he comprobado esta tarde, que doñ a Carmen desde hace tiempo padece un especial desequilibrio nervioso..., sigue obsesionada con el recuerdo de su novio muerto, Pepe Germá n... Esto, naturalmente, ha de desagradar a alguien...

 

—Pero ¿ qué tiene que ver la Antonia en eso (ну а Антония-то тут причем)?

 —Pero ¿ qué tiene que ver la Antonia en eso?

—¡ Ah, qué sé yo...!

Plinio volvió a quedar pensativo.

—Entonces, ¿ cuá l es tu plan, Manuel?

—Aparentar que se le da carpetazo al asunto, estar atentos a lo que pase en esa casa en lo sucesivo, y esperar. No veo otro camino.

En la puerta del saló n apareció Maleza con el cuello de la pelliza subido hasta las orejas. Buscó con la vista a su jefe. Lo vio junto al veterinario y dirigió sus pasos hacia é l.

—Buenas noches.

—¿ Qué hay?

—¿ Se paga un cafetito, jefe?

—Sié ntate. ¿ Qué pasa del mayordomo?

—Está en la cama hecho una piltrafa con el reuma desde hace no sé cuá ntos dí as.

—¿ Qué dice de la muerte de la Antonia?

—Casi nada. Que era una mujer de muy mal genio y que algú n dí a le tení an que cascar.

—¿ No sospecha de nadie?

—Parece que no... Ahora, que ya conoce usted a Pedro, es muy reservó n. Uñ a y carne de don Onofre. Yo creo que é se sabe má s que Lepe.

—¿ De qué?

—De todo lo que ha pasado siempre en esa familia.

—Claro, lleva cuarenta añ os en la casa...

—Yo creo que ahí, desde que se casó don Onofre, hay dos bandos, ¿ sabe usted?

—Sí, uno lo componen doñ a Carmen y Antonia...

—Quiquilicuatre, y el otro don Onofre y Pedro.

—¿ Y la Joaquinita? ¿ Dó nde la colocas?

—Pedro dice que es una muchacha muy lista.

—Sí, pero ¿ con quié n está?

—No ha dicho má s. Pero lo má s probable es que todaví a no cuente...

—¿ No ha dicho nada de otros criados?

—No mucho, pero lo que he sacado en claro es que la tal Antonia se llevaba a matar con todos los criados y caseros de don Onofre, mientras que defendí a con los dientes a todos los de la finca de doñ a Carmen.

—Por ahí debe de estar el busilis, Manuel —saltó don Lotario.

Maleza bebió café y se desabrochó la pelliza.

Plinio comenzó a rascarse el cogote y, de pronto, dijo, entornando los ojos:

—Oye, Maleza, ¿ sabes lo que vais a hacer tú y el Jaro?

—Usted dirá.

—Os vais a hacer una lista de todos los criados de don Onofre y de doñ a Carmen, caseros, guardas. De todos y de los que han estado ú ltimamente en la casa, y así que esté cabal, comenzaremos a tirarles de la lengua poquito a poco y con disimulo... Usted, don Lotario, por medio del herradero tambié n puede ayudarnos.

—Está bueno —dijo Maleza.

Don Lotario se frotó las manos.

Las averiguaciones con los criados de la casa de doñ a Carmen, no condujeron a parte alguna. Para no despertar sospechas habí a que hacerlas de una manera discreta y esto les quitaba eficacia. Por otra parte, estos hombres que se pasaban la semana entera en el campo, tení an una idea la mar de confusa de los problemas domé sticos de la casa del amo.

Solamente salió en claro una noticia que de momento tampoco valí a para nada. Unos caseros que hubo toda la vida en «La Chopera», finca de doñ a Carmen, despué s de un gran disgusto con don Onofre y los hombres de su confianza, habí an sido despedidos hací a pocas semanas. Ú ltimamente se habí an trasladado a un pueblo de Valencia. Se sabí a que doñ a Carmen y Antonia sufrieron mucho con este despido, ya que eran gentes muy vinculadas con la familia Calabria, y de trato muy asiduo, casi familiar.

De todas formas Plinio se puso en relació n con los parientes que habí a en Tomelloso de esta familia de caseros que marchó a Valencia. Su versió n del despido tambié n era confusa. Parece que se trataba de un simple problema de jurisdicciones surgido dentro de la finca entre los caseros y los nuevos criados de don Onofre que iban a trabajar a ella.

De todas formas, Plinio archivó estos datos en la memoria y el proyecto de una posible gestió n directa con los caseros desterrados, si llegaba la ocasió n.



  

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