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UNA MUERTE NATURAL



II

UNA MUERTE NATURAL

Cuando se cumplió un añ o de la muerte de la Antonia en el callejó n de la Vaquerí a, Plinio pudo reconstruir satisfactoriamente los hechos que tuvieron lugar en la villa de Tomelloso el dí a quince de abril de aquel añ o.

El dí a quince de abril de aquel añ o... nevó. Nevó rabiosamente. «Esto no ha ocurrido nunca, no lo recuerdan los má s viejos», decí an los tomelloseros. Desde la amanecida hasta bien entrada la tarde nevó sin cesar. A la nieve le costaba trabajo cuajar, é sa es la verdad; sin embargo, cuando llegó la noche, todo el pueblo estaba completamente blanco... Y aquella tarde —esto lo supo todo el pueblo al dí a siguiente—, en la casa de la calle de la Luz, ocurrieron poco má s o menos las cosas del siguiente modo:

 

Cuando Joaquinita entró a las diez de la mañ ana a llevarle el desayuno a doñ a Carmen, se la encontró con la frente apoyada en los cristales del balcó n.

—Señ orita, el desayuno.

—Hoy es dí a quince, Joaquinita.

—Sí, señ orita.

—Hoy hace quince añ os... Pero fue un dí a hermoso. Tristemente hermoso. No lo olvidaré nunca.

—¿ De qué, señ orita?

—Mis padres no me dejaron ir. Estuve todo el dí a en mi alcoba oyendo las campanas, llorando. Jamá s hubo en el mundo mujer má s triste, má s desesperada... A las seis en punto de la tarde pasó el entierro por la plaza. Me empeñ é en asomarme a las ventanas del desvá n. La pobre Antonia subió conmigo y me sujetaba de la cintura. Temí a que me desmayase... Sus amigos lo llevaban en hombros. Otros llevaban cintas.

El coche iba cargado de coronas... «Sus amigos no lo olvidan... » Estuvo parado el entierro unos minutos en la puerta del Juzgado, mientras le echaban el responso. Toda la plaza llena de gente... Habí a muerto Pepe Germá n, el señ orito má s simpá tico y má s guapo del pueblo. Desde la ventana veí a la caja color caoba..., y a los curas..., y a sus hermanos de luto... Algunos se volví an a mirar hacia esta casa... Acabaron el responso. Sonó la mú sica y la caja volvió a moverse sobre los hombros de sus amigos. La gente, rodeando el coche de las coronas, fue desapareciendo poco a poco por la calle del Campo... Antonia me tuvo que llevar a la cama casi desmayada.

Doñ a Carmen dejó de mirar por el cristal del balcó n y se volvió hacia Joaquinita, que la escuchó impasible. Le dijo:

—Joaquinita, esta tarde tienes que ayudarme.

—Sí, señ orita.

—A las cinco, cuando el señ orito haya marchado al Casino, tú misma enganchas la tartana... sin que nadie se entere. Hemos de hacer un corto viaje.

—Sí, señ orita.

Hacia las cinco y media de la tarde, por los solitarios paseos del cementerio, cubierta de nieve y entre una nevazó n lenta pero persistente, avanzaba la tartana grande de doñ a Carmen. Llevaba las riendas Joaquinita, cubierta con un amplio mantó n de lana.

Medio oculta en un rincó n de la tartana, iba doñ a Carmen, con un abrigo de felpa y en la cabeza una especie de capuz. Entre las manos enguantadas, llevaba un breve ramo de flores. No hablaba. Joaquinita miraba, pá lida e inexpresiva, al camino blanco. Doñ a Carmen, abrazada alas flores, llevaba la cabeza reclinada sobre el pecho. De vez en cuando salí an de sus labios unas palabras a medias pronunciadas, casi inaudibles.

 Dejaron la tartana en la puerta del cementerio y la señ ora, con paso muy rá pido y seguida de la doncella, cruzó el paseo central del Cementerio Viejo, y torcieron hacia la derecha, hasta llegar a una gran sepultura de má rmol blanco. Tras la puertecita de cristal de la hornacina habí a un crucifijo blanco, dos candelas apagadas, unas flores secas y un retrato desvaí do de Pepe Germá n.

Doñ a Carmen se puso de rodillas, colocó las flores sobre el má rmol y reclinó la cabeza entre las manos.

Joaquinita, envuelta en un negro mantó n, la miraba desde unos pasos de distancia, con las manos cruzadas sobre el pecho, con su bella cara inexpresiva, inmó vil.

Joaquinita no oí a bien cuanto decí a su señ orita. Hablaba y hablaba en un tono que no sonaba a rezo. De vez en cuando se inclinaba y besaba el má rmol nevado.

Llegó un momento en el que Joaquinita se vio el mantó n completamente cubierto de nieve. Comenzaba a anochecer. Su señ orita parecí a haber callado. Con la cara entre las manos ya no estaba de rodillas, sino sentada en el suelo, y recostada sobre la tumba.

Unos murmullos pró ximos rompieron el silencio de la nieve. Joaquinita volvió la cabeza. Por el paseo central del Cementerio Viejo avanzaba una comitiva de gentes, tras cuatro hombres que llevaban un ataú d.

La chica se precipitó a avisar a su ama. É sta parecí a medio adormecida. Tení a los ojos enrojecidos. Un frí o sudor —agua, como creyó Joaquinita al principio— corrí a por su frente. La llamó:

—Señ orita, señ orita, que viene gente... Vamos.

Doñ a Carmen balbuceó algo como en sueñ os, pero nada hizo por moverse.

—¡ Señ orita...!

La tomó de las axilas y tiró de ella.

—Dé jame, dé jame... Dé jame morir aquí, Joaquinita —dijo, rebelde, doñ a Carmen, volvié ndose hacia el má rmol.

Algunos acompañ antes del entierro que llegaba se habí an detenido al ver aquello. Durante unos momentos miraron indecisos. Veí an a la chica que en vano intentaba levantar a aquella mujer.

—¿ Qué pasa? —dijo uno.

Joaquinita les hizo una señ a para que se acercasen.

—¡ Si es doñ a Carmen...! —dijo alguno.

—Hagan el favor de ayudarme a llevar a la señ ora.

Sin hacer comentarios, dos de ellos ayudaron a Joaquinita a poner a doñ a Carmen de pie. Apenas se tení a. Andaba con mucha dificultad, como borracha. Entre Joaquinita y uno de ellos, tomá ndola en los brazos, la llevaron hasta la puerta del cementerio. Los demá s se incorporaron al entierro.

Ya en la puerta la subieron a la tartana. Joaquinita tomó las riendas. La señ ora se reclinó en su hombro. El hombre que las ayudó quedó en la puerta del cementerio, junto al coche de los muertos, comentando el accidente con el cochero.

Aquella noche todo Tomelloso conocí a el suceso... Y de la farmacia de don Gerardo llevaban balones de oxí geno para ver la forma de curar una bronconeumoní a que segú n el mé dico, tení a la señ ora.

Las gentes se deleitaban en desenterrar los romá nticos y frustrados amores de doñ a Carmen con Pepe Germá n y en comentar el caso cada uno a su manera.

A los ocho dí as de la escena del cementerio, don Gonzalo, el mé dico de cabecera de doñ a Carmen, llego a esto de las diez de la noche a la tertulia de Plinio y don Lotario en el «Casino de San Fernando». Don Gonzalo parecí a satisfecho. Se frotó las manos y pidió café.

 —¿ Qué tal esa enferma? —le preguntó don Lotario.

—Yo creo que bien —dijo, mesá ndose su enorme barba blanca—. Si Dios no dispone otra cosa, mi impresió n es que la enfermedad ha hecho crisis. Ahora vengo de allí.

—Menos mal. Yo creí que no la saltaba.

—Y yo —añ adió el mé dico.

Plinio callaba. Tení a muchas cosas que preguntarle a don Gonzalo. Era la primera noche desde la caí da de doñ a Carmen que el mé dico iba al Casino, y pretendí a ponerse al dí a de la situació n de la familia y de la casa

—¿ Qué dice don Onofre? —preguntó don Lotario.

—Nada. Ya sabé is có mo es. Parece que nada le afecte. No he visto hombre igual.

—Pues la cosa es gorda.

—Y tan gorda. Como para que lo trague a uno la tierra.

—É l consideraba que su mujer estaba un poco destemplada de nervios... —apuntó Plinio—. Me lo dijo a mí.

—Pero no hasta este extremo —dijo don Gonzalo—. Ella, como su madre, es muy sensible..., muy conservadora de sus afectos, dirí a yo... Ú ltimamente la cosa fue en aumento.

—Tal vez la falta de hijos... —dijo Plinio.

—Desde luego. Eso le ha agudizado la sensibilidad hasta llegar a esto. Lo que nunca me expliqué, se lo he dicho a Manuel —apuntó el veterinario—, es có mo se casó con Onofre.

—Fue una boda impuesta por el padre de Carmen. Se sintió delicado. Ella quedaba sola y obsesionada por la muerte de Pepe. ¿ Qué iba a ser de aquella chica? Yo, de una manera indirecta, intervine en ese matrimonio —dijo don Gonzalo con cierto pesar—. Onofre la querí a... o su dinero, es igual. Onofre tiene sus cosas, pero como administrador y buena persona, lo es.

El padre pensaba, y con razó n, que así que se casara Carmen y tuviera hijos, todos sus romanticismos se los llevarí a el diablo. Los hijos hacen olvidar todas las cosas... Y no digamos los amores de antañ o. El capital, ademá s, pasaba a sus manos. Yo hubiera hecho igual con una hija mí a. ¿ No te parece, Manuel?

Manuel asintió con la cabeza.

—Fallaron los hijos y falló todo —siguió don Gonzalo—. Ella volvió a sus quimeras. Ú ltimamente era el colmo. La muerte de su padre y luego la desaparició n trá gica de Antonia agudizaron la cosa.

—¿ Y có mo se prestó Joaquinita a acompañ arla al cementerio y no comunicó ese estú pido proyecto a Onofre? —dijo Plinio.

 

 

—Nolo sé. Desde luego, la chica no ve má s que por los ojos de ella. Se la ganó en seguida. Como a todo el mundo; ya sabes có mo es Carmen... Puro corazó n.

—¿ Le dijo algo Onofre de la escapada al cementerio? —preguntó Plinio a don Gonzalo.

—Niuna palabra... Só lo dice generalidades sobre la debilidad nerviosa de su mujer... Cuando Carmen sane habrá que someterla a una estrecha vigilancia... No me extrañ arí a nada que enloquezca totalmente.

 

 

 

—He visto entrar y salir mucho a una mujer vieja en la casa —dijo Plinio.

—Sí..., es una hermana de Pedro, el mayordomo, que la han llamado en lugar de la Antonia. A ti, Manuel —añ adió don Gonzalo haciendo un inciso—, no se te va de la cabeza la muerte de Antonia.

Plinio negó con la cabeza.

—Eso tiene que salir un dí a —dijo el veterinario repitiendo palabras de Plinio en otro momento.

—O no —sentenció el guardia.

A las doce de la noche llamaron a don Gonzalo por telé fono al Casino. Hizo un gesto de extrañ eza y fue a la cabina.

Al cabo de unos minutos volvió descompuesto y precipitadamente, tomó la capa de la percha. Sus dos contertulios quedaron mirá ndole.

—Ha muerto Carmen —balbució.

Y marchó.

Plinio quedó palidí simo. Parecí a que se iba a marear. Cruzó los brazos a la altura de la barriga y quedó mirando al suelo sin decir palabra. Al cabo de un buen rato, sacó la petaca.

—Manuel, ¿ quieres que vayamos por si hacemos falta?

—Ahora no, un poco má s tarde.

Hacia las dos, cuando iban a cerrar el Casino, los dos amigos se encaminaron hacia la pró xima calle de la Luz. Delante de ellos iban unos gañ anes con cara de recié n levantados. Llevaban en las manos unos grandes candelabros. Otros, delante, portaban un arcó n color nogal. Todaví a aguardaron un poco a que aquellos hombres, con sus trebejos de muerte, entraran en la casa de los balcones.

La puerta de la calle estaba abierta. En el portal, segú n costumbre, habí an dejado los gañ anes la tapa del arcó n para significar que habí a un muerto en la casa.

Don Lotario y Plinio subieron la escalera lentamente. En el patio de arriba encontraron a Pedro el mayordomo, que iba y vení a lloriqueando.

—Don Onofre está ahí, en el comedor —les señ aló.

Entraron. Don Onofre estaba sentado junto a la misma mesa y en el mismo silló n que aquella tarde que invitó a Plinio a jerez y a bizcochos. Le acompañ aban su hermano, don Gonzalo, don Felipe, el cura, que estaba dando cabezadas, y el padre de Joaquinita, Inocente, que se hallaba un poco aparte, como guardando las distancias de los señ ores que estaban junto a la mesa.

Le dieron el pé same. Don Onofre se inclinó un poco para alargarles la mano y volvió a sus posturas habituales de mirarse las uñ as, o pasarse la mano por el pelo. Su rostro no reflejaba la menor emoció n. El má s afectado parecí a don Gonzalo, que no levantaba los ojos del suelo, con gesto de ausencia y amargura.

En las habitaciones pró ximas se oí a ir y venir de pasos, muebles que se abrí an y cerraban.

Entró Ambrosia, la vieja sirvienta que sustituyó a Antonia, y dijo con voz de misa:

—Señ orito, ahí está n las monjas que vienen a amortajarla.

Don Onofre se levantó pausadamente y fue hacia la puerta del comedor; se asomó a ella.

—Pasen, hermanas.

Las dos monjas se pararon apenas a un paso de la puerta, ya en el comedor, y dieron el pé same a don Onofre en voz muy baja y llena de eses. Don Onofre les dio las gracias en una voz parecida, imperceptible. Luego, les hizo cruzar todo el comedor hasta la puerta opuesta. Las monjas, al pasar entre los hombres que estaban sentados, hicieron una breve inclinació n de cabeza. Entraron seguidas de don Onofre.

Plinio se dirigió a don Gonzalo:

—¿ Qué ha pasado?

Don Gonzalo, sin levantar los ojos del suelo, se encogió de hombros.

—Un colapso, Manuel, un colapso —dijo el hermano de don Onofre, que era un hombrecillo insignificante que miraba con los ojos muy entornados.

Plinio miró a don Gonzalo.

—No cabe otra cosa —dijo como para sí.

—Debió de ser a los pocos minutos de marcharse don Gonzalo —dijo el hermano dirigié ndose a don Lotario.

Habí a entrado don Onofre y, mientras volví a a su asiento, se dirigió al veterinario como enlazando sus palabras con las de su hermano:

—Fue terrible —dijo mirá ndose las manos—. Cuando marchó don Gonzalo y dijo que la enfermedad habí a hecho crisis, todos los de la casa nos pusimos alegres, muy alegres. Ya pueden ustedes imaginarse, despué s de ocho o diez dí as de zozobra... Ella quedó durmiendo, cené luego y nos quedamos de tertulia, aquí en el comedor, mi hermano, Inocente y yo. Hacia las doce pensé en retirarme.

 

 

Me disponí a esta noche a dormir con tranquilidad. Nos despedimos. Entré en la alcoba para ver si seguí a durmiendo. Joaquinita quedarí a velá ndola. Me incliné a darle un beso sin encender la luz... y la noté enormemente frí a... Encendí la luz..., llamé a todos. Estaba muerta, muerta de hací a mucho rato.

Volvió el silencio. El cura dio una cabezada tan grande, que se despabiló.

Entró Joaquinita con los ojos llorosos:

—Señ orito, dicen las monjas que si tienen un rosario bueno para poné rselo ahora, que luego se lo quitará n.

Don Onofre se pasó la mano por la frente como haciendo memoria.

Plinio la miró de arriba abajo, y para sus adentros no pudo evitar el decir: «¡ Qué hermosa es...! »

Don Onofre se levantó pesadamente y marchó seguido de Joaquinita.

El cura volvió a dormirse. El mé dico seguí a mirando al suelo al tiempo que se acariciaba la barba. Don Lotario liaba otro cigarro. El hermano bostezó. Plinio miraba a las paredes. Vio el retrato del padre de Carmen, vestido de etiqueta, con una gran condecoració n en el pecho. Má s arriba, el retrato del abuelo, vestido con el há bito de Calatrava. A la derecha y a la izquierda má s retratos de los hermanos de doñ a Carmen, de hermanas y tí as.

 

 

 

«Esta noche ha muerto el ú ltimo Calabria de la dinastí a —pensaba Plinio—, se acabaron los Calabria en Tomelloso... ¡ Qué pronto se han acabado los Calabria...! Ellos, que durante tantos añ os fueron los amos, el no va má s... »

Volvieron don Onofre y Joaquinita. Ella llevaba un rosario dorado entre las manos. Inocente miró a su hija con ojos amorosos.

El entierro fue a ú ltima hora de la tarde. Acudieron todos los estandartes y banderas de cofradí as y asociaciones religiosas. Presidió el duelo el mismo don Onofre, vestido de riguroso luto y con el pelo empapado de brillantina. Los criados de la casa llevaban el fé retro en hombros. Entre ventanas se vieron las caras llorosas de Joaquinita y de la hermana de Pedro.

La comitiva paraba cada veinte pasos para oí r un responso. La encabezaban todo el clero parroquial con gran cruz alzada. El todo Tomelloso iba detrá s, dando la despedida a la ú ltima descendiente de la familia que señ oreó el pueblo desde los albores del siglo XVIII. Plinio iba junto al veterinario y don Gonzalo en el duelo.

Los dí as siguieron su curso. La casa de doñ a Carmen se cerró a cal y canto y las gentes comenzaron a hacer cabalas sobre el futuro matrimonial de don Onofre.

El verano llegó muy pronto y Plinio se aburrí a mucho. Desde la muerte de Antonia apenas habí a tenido otro trabajo que el rutinario. Se pasaba el dí a entero en el Casino, viendo perió dicos o de miró n en las partidas gordas. Despué s de cenar le acompañ aba el veterinario. Don Gonzalo, no. Desde la muerte de Carmen no se le vio má s por el Casino.

 

 

Alguna vez lo encontró por la calle subido en la berlina amarilla. Parecí a desmejorado y sin ganas de hablar con nadie. Una triste sombra nublaba sus viejos ojos azules. Plinio lamentaba esta separació n de su viejo contertulio. La verdad era que para un buen mé dico como é l, el golpe habí a sido muy grande... Plinio tení a muchas ganas de hablar con é l largo y tendido, pero esperaba una ocasió n propicia. Los asuntos de una casa que procedí a de los comienzos del siglo XVIII habí a que tomarlos con mucha calma.

 

 

 

Los jueves por la noche la Banda Municipal tocaba en la plaza, y Plinio, como todos los socios del Casino, se sentaba en la terraza a escucharla. Entre los á rboles de la glorieta jugaban los chicos y la gente del campo se agolpaba en torno al tablado que se alzaba, pintado de verde, junto a la puerta del Ayuntamiento. Por las aceras de las calles que desembocaban en la plaza paseaban las señ oritas y sus galanteadores. Los curas se sentaban en la puerta de la sacristí a, junto a un velador de madera del cercano Casino. Era un estar y no estar en el Casino; un estar y no estar en la iglesia.

 

 

Una de aquellas noches, vio Plinio que la criada de don Gonzalo se dirigí a a los curas con cierta precipitació n. La escuchó don Felipe con mucha atenció n. Marchó la criada, don Felipe se tomó la copula de aní s de un trago y entró en la sacristí a. Al poco salió con la teja puesta, hacia la calle de la Independencia.

 

 

 

Mucha gente del Casino se dio cuenta de aquello y en las tertulias pró ximas a Plinio comenzaron a hacer comentarios de quié n podrí a haber malo en casa de don Gonzalo. É l no podí a ser, porque muchos aseguraban haberlo visto aquel mismo dí a.

La Banda comenzó a tocar Don Quintí n el Amargao, y Plinio prestó su atenció n a aquellos compases. Le hubiese gustado comentar el asunto de don Gonzalo con el veterinario, pero aquel dí a estaba en una caserí a vacunando ganado.

 

Cuando acabó el concierto y la gente comenzaba a desplazarse, el camarero se aproximó a Plinio y le dijo que le llamaba don Felipe. Plinio fue hacia la puerta de la sacristí a. Al verle llegar, don Felipe se adelantó a é l.

—¿ Me llamaba?

—Haga usted el favor de ir a casa de don Gonzalo, que quiere hablar con usted —le dijo con tono muy misterioso.

—¿ Qué le pasa a don Gonzalo?

—Está bastante mal... No creo que sea decisivo, pero é l está muy asustado.

—¿ De qué se trata?

—Vayausted —dijo el cura con gravedad—. Yo le he aconsejado esta entrevista.

Y miró a Plinio con ojos misteriosos, casi policí acos, como solí a ponerlos don Lotario.

Cuando la mujer de don Gonzalo entró a Plinio en la habitació n del mé dico, é ste estaba sentado en la cama, con mucha fatiga y gesto caí do. A Plinio le pareció asma o cosa así. Tení a puesto el mé dico un camisó n tan blanco que la barba de plata no se distinguí a apenas sobre la tela.

—Sié ntate, Manuel —le dijo con fatiga al verlo entrar en la habitació n.

—¿ Qué le pasa, don Gonzalo?

—Sié ntate, sié ntate aquí, junto a mí —dijo con cierta ansiedad.

Plinio acercó una descalzadora y se sentó junto a la cama.

—Dé janos solos —dijo don Gonzalo a su mujer, que permanecí a en la puerta.

La mujer se retiró y cerró con cuidado.

—Usted dirá.

Don Gonzalo, cuando parecí a que iba a hablar, inclinó la cabeza y comenzó a tocarse la barba con desesperació n, como no sabiendo por dó nde empezar.

Plinio aguardó pensando que no debí a fumar allí, a pesar de las ganas que tení a y de lo bien que a é l se le daba escuchar y pensar con un cigarro en la boca.

—Lleva razó n don Felipe —dijo don Gonzalo, como convencié ndose a sí mismo—. Debí hablarte de este asunto hace mucho tiempo, pero... Todaví a, en conciencia, no estoy seguro, Manuel, no estoy seguro... Llevo tres meses dá ndole vueltas a la cabeza..., es mi obsesió n. Me refiero a la muerte de doñ a Carmen Calabria.

Plinio levantó bruscamente la cabeza y quedó mirando al mé dico con sus ojillos, siempre entornados y maliciosos, mejor: socarrones.

 

 

 

—¿ Tú te acuerdas que os dije en el Casino aquella misma noche que estaba fuera de peligro, que la enfermedad habí a hecho crisis...? ¡ Yo sé lo que es una pulmoní a, Manuel! He tenido miles de casos en mi vida. Y, de pronto, aquella mujer muere, muere a los pocos minutos de salir yo de allí. ¿ Recuerdas que dijo don Onofre que a las doce el cadá ver estaba frí o? Dijeron que fue un colapso...

En este sentido firmé yo el certificado de defunció n. ¡ Pero si aquella mujer, Manuel, tení a el corazó n como un toro! Su estado general siempre fue bueno. Su debilidad, la debilidad ingé nita de todos los Calabria, a ella le afloró en los nervios, en una sensibilidad enferma. Pero, ¿ su corazó n...? Y la sangre le circulaba muy bien, Manuel, pero que muy bien...

—Entonces, ¿ qué cree usted que pasó?

—Su cara no me gustó nada —siguió don Gonzalo sin responder directamente a Plinio—. ¿ Tú no la viste?

—No.

—Estaba desencajada, con una contracció n rara... No la olvidaré nunca. Tení a las uñ as clavadas en el pecho..., sus propias uñ as...

Don Gonzalo calló. La fatiga le ahogaba. Descansó un poco. Luego, continuó:

—Yo estaba completamente aturdido, Manuel. Todos aquellos sí ntomas me parecieron un poco anormales, pero ¿ hasta qué punto estaba yo seguro? Uno siempre desconfí a de su sabidurí a. Cada enfermo es un caso particularí simo. ¿ Por qué a aquella mujer no pudo pasarle algo que yo ignoro? Durante el velatorio yo no dejaba de darle vueltas a la cabeza pensando qué podrí a ser aquello..., recordando todos los casos que habí a visto de muertes repentinas.

Opté por la posició n má s có moda, lo confieso: la de desconfiar de mí, la de creer que no tení a la convicció n suficiente para solicitar la autopsia de doñ a Carmen. Ello suponí a una acusació n, tal vez gratuita a los de la casa. A su mismo marido, que tú sabes que es un alma de Dios. Í bamos a dar la campanada, y al final yo podí a quedar en ridí culo. No se trataba de unos cualquiera. Ya sabes tú lo que pesan estas cosas en un pueblo. Cuando la enterraron, descansé.

Mejor dicho: creí descansar. Pero no. Entonces fue cuando comenzó mi verdadero martirio. La cosa ya no tení a remedio. Si habí a habido violencia, quedarí a impune por mí cobardí a... Y llevo tres meses, Manuel, dá ndole vueltas y vueltas al asunto. Por culpa de ello he desmejorado y me encuentro enfermo, muy enfermo... Porque cada dí a veo con má s claridad que hice mal... Y a estas alturas, estoy convencido, que Dios me perdone, que doñ a Carmen Calabria no murió de muerte natural.

—¿ Có mo cree usted que murió?

—Asfixiada.

—¿ Asfixiada, có mo?

—Seguramente con la almohada.

—Si ahora se exhumara el cadá ver, ¿ se sacarí a algo en claro?

—No. Si hubiera sido veneno, tal vez, pero los pulmones no aguantan mucho bajo tierra.

Plinio, sin darse cuenta, habí a liado un cigarro y lo encendió.

—Como comprenderá s, he relacionado esta presunta muerte con la de Antonia.

—Ya...

—Esta noche no podí a aguantar má s. Me dio la puñ eta el asma, me acobardé, creí que me tranquilizarí a confesá ndome. Pero don Felipe, con muy buen acuerdo, me ha aconsejado que é stos son asuntos de la Tierra y que en la Tierra conviene arreglarlos. Para ello nadie mejor que tú. Para é l es un secreto de confesió n; para ti..., igual, Manuel.

—Esperar... Desde la muerte de Antonia tengo la impresió n de que en esa casa hay un mal duende encerrado. ¿ Quié n es? ¿ Qué pretende? No lo sé. Luchamos con muchas dificultades para averiguar lo que pasa en la mejor casa del pueblo. Ese duende es listo y no deja huellas... hasta ahora. No hay má s que esperar, é sta es mi teorí a... Ese duende, don Gonzalo, camina muy deprisa hacia su fin y debe de estar al descubrirse.

 

 

—¿ Y si mientras esperamos ocurre otro... accidente?

—Es que no puedo hacer nada... ¿ Cree usted que el criminal es don Onofre?

—Chico, a mí me parece un alma de Dios.

—Y a mí tambié n; pero ¿ quié n sabe lo que se esconde en el ú ltimo rincó n de una cabeza? ¿ No podrí a interesarle la muerte de doñ a Carmen para heredarla y casarse con otra?

—Carmen murió sin hacer testamento. Ademá s, é l manejaba todos los bienes. ¿ Y casarse con otra...? É l era feliz a su manera. Ademá s, ¿ para qué necesitaba eliminar a Antonia?

—Podrí a saber demasiado.

—No lo veo claro.

—Igual me pasa a mí, don Gonzalo. No lo veo claro, no tengo pruebas, no lo veo ló gico... Pasemos a otra persona. A Joaquinita.

—Es una crí a...

—Desde luego. Pero una crí a que muy bien pudiera aspirar a ser la dueñ a de la casa.

—No lо creo con arrestos. Estuvo llorando todo el dí a la muerte de doñ a Carmen. Inconsolable... Ademá s, es mucho orgullo el de don Onofre para casarse con una criada.

—Depende de có mo sea la criada.

—¿ Por qué iba a eliminar a Antonia?

—Por la misma razó n: podrí a saber demasiado.

—Tampoco lo veo claro.

—Ni yo..., hasta ahora. No hubo manera de comprobar si habí a salido de casa el domingo de Piñ ata. Doñ a Carmen y don Onofre me dijeron que no... ¿ Qué puedo hacer, entonces?

—Nada.

—La vieja entró en la casa despué s de morir Antonia. En el caso de que nada tenga que ver la muerte de la criada con la muerte del ama, ¿ qué interé s podrí a tener la vieja en matar a doñ a Carmen?

—No lo veo... ¿ Y Pedro?

—Tampoco.

—Cuando murió Antonia é l estaba enfermo en cama. Ahora no tiene explicació n que ese hombre mate a su señ ora... Lo probable, don Gonzalo, es que el juego esté entre el amo y la moza o entre los dos de acuerdo. Pero la cosa es muy difí cil de creer para nosotros. No digamos para el pueblo... ¡ Hacen falta pruebas, y pruebas muy gordas...! ¿ Aparecerá n esas pruebas? Eso es lo que no sé... A lo mejor por los sucesos que vayan ocurriendo lleguemos a poseer la evidencia de la culpabilidad, pero no las pruebas.

—Te comprendo...

—La autopsia de doñ a Carmen tal vez hubiera aclarado las cosas...

—No me martirices, Manuel, no me martirices... Yo te ayudaré en lo que sea...

—No se preocupe, a cualquiera le hubiera ocurrido igual. Lo peor del mundo es cuando la infracció n de la ley se da entre personas de las que nadie puede sospechar. Todas las gestiones son dificilí simas. Si no trabaja uno bien amarrado, ¡ adió s, Madrid, que te quedas sin gente!

—En el difí cil caso de que don Onofre se casara con Joaquinita, ¿ tú crees que sacarí amos algo en claro?

—No. En todo caso la evidencia, pero no pruebas.

—¿ Y por dó nde esperas esas pruebas?

—De la paciencia y el trabajo escrupuloso. Tengo mis planes, que se los comunicaré en el momento oportuno. Usted es mé dico y tiene entrada libre en esa casa a todas horas. Podrá serme muy ú til en un momento determinado. Ademá s, confí o en la suerte. La justicia tiene má s suerte que los criminales. Pero hay que andar bien despierto.

—Bien, Manuel, veremos lo que se puede hacer.

Don Gonzalo parecí a má s animado y sin fatiga, con la perspectiva de colaborar con Plinio.

A los pocos dí as al mé dico se le pasó el asma y volvió a su vida habitual. Ni una sola noche faltaba a la tertulia del Casino. Algunas veces, sobre todo antes de comer, se juntaban el mé dico, el veterinario, Plinio y el cura en el cuartillo de guardia de la sacristí a.

 

 

Don Gonzalo, con aquellas conspiraciones y vigilancias, creí a amortiguar sus escrú pulos de conciencia profesional. El cura tambié n parecí a haber sentido una sú bita vocació n policí aca.

Con el má s absoluto de los secretos, de mutuo acuerdo, los tres personajes originariamente sabedores del «asunto doñ a Carmen» se lo comunicaron al veterinario. Fue condició n impuesta por Plinio.

 

 

 

Pero hasta diciembre las especulaciones de los cuatro se limitaron a meras elucubraciones imaginativas que Plinio escuchaba con paciencia, ya que no habí a la menor apoyatura objetiva. La casa de la calle de la Luz seguí a cerrada a cal y canto. Só lo entraban y salí an los habituales. Entre é stos, como la salud de todos los moradores parecí a excelente, no contaba don Gonzalo, y menos el cura.

 

 

 

Llegó un momento en que los cuatro hombres, a excepció n de Plinio, comenzaron a desfallecer por falta de materia comentable. Habí an agotado todas las fuentes de su imaginació n. Fue entonces cuando Plinio, un poco por animarlos y otro poco por ver lo que pasaba, sugirió la conveniencia de que el mé dico y el cura, que eran los má s amigos de la casa y cada uno por su lado, hiciesen a don Onofre una visita con cualquier pretexto.

El cura en seguida lo encontró. Irí a a pedirle una limosna para arreglar la escalerilla de la torre, que estaba en pé simas condiciones.

—Yo voy a hacerle un rato de compañ í a —dijo el mé dico, muy decidido.

Los dos fueron el mismo dí a, un domingo. El cura por la mañ ana y el mé dico por la tarde. Anochecido, se reunió el có nclave en el cuartillo de guardia de la sacristí a.

Cuando llegaron Plinio y el veterinario, el cura y el mé dico ya estaban allí.

Así que estuvieron juntos, el cura mandó a un monaguillo que habí a por allí a que se fuese a jugar a la plaza y echó una «firma» al brasero.

Plinio pidió al cura que hablase primero.

Don Felipe se echó hacia atrá s el bonete y se pasó los dedos por sus exuberantes cejas.

—He estado allí má s de una hora. Onofre está muy bien. Impasible, como siempre. Dice que así que acabe la vendimia, volverá a salir al Casino. Ha engordado un poco. Le saqué el recuerdo de su esposa y se mostró muy sentido. «Era un á ngel», dijo, pero pronto desvió la conversació n.

—¿ Qué pasa del testamento? —preguntó Plinio.

—Me dijo que estaba en los ú ltimos trá mites. Como doñ a Carmen murió sin testar, han tenido que hacer una declaració n de herederos y no sé cuá ntos lí os. Claro que el ú nico heredero es el marido. La cosa es fá cil. Por cierto que me ha dicho que una vez que esté completamente resuelto el asunto de testamentarí a, me dará una crecida cantidad para la iglesia, tal como hubiera hecho doñ a Carmen, caso de testar.

 

—Entonces ya está usted contento —dijo el veterinario, que era un tanto anticlerical.

El cura por toda contestació n se encogió de hombros.

—¿ Vio usted a Joaquinita? —preguntó Plinio.

—Só lo un momento. Pedí un vaso de agua por si acudí a. Onofre llamó al timbre, pero vino la vieja, que yo creo que es medio tonta... Cuando nos despedimos, vi a Joaquinita cruzarpor el patio de arriba. Me saludó muy ceremoniosa, pero no me atreví a pararla... Como va uno con este complejo de policí a...

—¿ Y qué má s? —preguntó el veterinario.

—Pues nada má s... La casa tiene su ritmo de siempre. Nada me llamó la atenció n, si he de ser sincero.

—Don Gonzalo tiene la palabra —dijo Plinio.

Don Gonzalo quedó silencioso y con una sonrisa que querí a ser diabó lica.

—¿ Y qué? —preguntó don Felipe, impaciente. Don Gonzalo miró a todos, hacié ndose el interesante.

—Venga, suelte —insistió el cura.

—¡ La bomba! —dijo el mé dico—. O yo no sé lo que me traigo entre manos, o Joaquinita está preñ ada de tres o cuatro meses.

La noticia produjo el efecto esperado. El cura cubrió completamente sus ojos con las cejas.

—¿ Es que se le nota? —dijo, señ alá ndose el vientre.

—No, ahí no —afirmó el mé dico—: en la cara.

El cura hizo un gesto de escepticismo.

—¿ Es que no me cree usted, don Felipe? —preguntó el mé dico, muy picado.

—Hombre, có mo no lo voy a creer... Es que la cosa es gorda.

 —Sí, señ or, muy gorda; pero hay mujeres que se les nota el embarazo en seguida. Y é sta es una. Tiene un pañ o en la cara que a mí no se me despinta.

El cura volvió a menear la cabeza.

—Ademá s estoy seguro que tiene vó mitos y que es mal embarazo. Y usted, si se hubiera fijado, habrí a visto lo mismo...

—Yo no entiendo de eso.

El veterinario sacó una risa de conejo.

—¡ No, no entiendo, y es natural! —dijo el cura, mosqueado.

—¿ Tú qué dices de eso, Manuel? —preguntó el veterinario a su orá culo.

—Me extrañ a que don Onofre cometa una pifia así.

—A lo mejor é l no lo sabe —saltó el cura, ya en situació n.

—Buena idea —dijo el veterinario.

Todos asintieron y el cura se esponjó, pasá ndose los dedos por las cejas.

—Si las cosas son como dice don Gonzalo, la situació n se aclara mucho —añ adió Plinio.

—Naturalmente —dijo el mé dico.

—Claro, que no por eso aumentan las pruebas de la muerte de Antonia y del posible asesinato de doñ a Carmen.

—Esta niñ ota lo que quiere es casarse con Onofre —exclamó el cura.

—Manuel, ¿ no convendrí a poner en guardia a don Onofre? —dijo don Lotario.

Plinio movió la cabeza con gesto escé ptico.

—No. Primero porque no hay pruebas... La segunda es que si las cosas han ocurrido como suponemos, no sabemos hasta qué punto don Onofre pueda ser ajeno a las maquinaciones de Joaquinita.

El veterinario asintió.

—¡ Qué mundo, qué mundo, Dios mí o! —exclamó el cura—. Pero si esa Joaquinita es una crí a...

—... Muy guapa —cortó Plinio.

—¡ Si Onofre es un alma de Dios! —volvió a decir sin pararse en la aclaració n del guardia.

—Sí, pero é l se trajo a la chica a servir a su casa. Es hija de unos caseros que tiene don Onofre allá en Ruidera.

—Mira, Manuel —dijo el cura—, a la tal Joaquinita no la he tratado en mi vida, pero a Onofre sí. Fuimos a la escuela juntos. No digo que no pueda haber sentido tentaciones ante la moza una vez viudo, pero eso siempre que lo haya comprometido ella. É l es hombre sin energí a y de muy cortas iniciativas. Y, desde luego, de crí menes ni hablar... É l es tontaina, como todos sabé is, para entendernos pronto.

—Sí, sí, fí ate de los tontos —dijo el mé dico.

—Me fí o, y usted tambié n, que lo conoce como yo —cortó el cura—. Es incapaz... ¿ No te parece, Manuel?

—Yo me atengo a lo que vaya trayendo el tiempo. Apenas he tratado a don Onofre, aunque me inclino a lo que usted dice.

—El aguantar durante quince añ os a una mujer enferma de los nervios, que por añ adidura está obsesionada por el recuerdo de su primer novio, puede dar iniciativas al má s lerdo —dijo el mé dico.

—Desde luego la cosa tiene miga —confirmó don Lotario.

—Si a ello se añ ade que tiene al lado a una persona con gran imaginació n llamada Joaquinita... —dijo don Gonzalo mirando al cura.

—Todo puede ser..., todo puede ser. En este maldito mundo... Pero como é l es tan tranquiló n y tan buenazo, se le hace a uno cuesta arriba —exclamó el cura.

—Sí, don Felipe, algunas veces tienen ustedes razó n y la carne es el demonio —dijo el veterinario.

—Yo lo que quisiera saber es qué hemos de hacer para evitar mayores males. Algo se podrá hacer, ¿ no? —preguntó el cura.

Plinio movió la cabeza con escepticismo.

—Entonces, cruzarnos de brazos y a esperar —siguió el cura con indignació n.

—No se ponga usted así, don Felipe —dijo Plinio con ademanes calmosos—. Veamos: vamos a ponernos en el má s fá cil de los casos: que tuvié ramos la evidencia de que la causante de todo era Joaquinita con la ignorancia total de don Onofre. Bien. Lo que procederí a en tal situació n era prevenirle...

Prevenirle era acusar abiertamente a Joaquinita. ¿ De qué? Primero de un crimen que ocurrió el carnaval pasado, sin prueba alguna de que fuese ella. Segundo, de que remató a doñ a Carmen. ¿ Fundados en qué? En un parecer del mé dico incomprobable. Usted tal vez como sacerdote podrí a hacerlo; sin embargo, yo no se lo aconsejarí a.

No se puede acusar tan gravemente a nadie sin pruebas decisivas, má xime si ella tiene ya, como afirma don Gonzalo, un hijo de don Onofre en sus entrañ as... Si a esto se añ ade que ignoramos hasta qué punto pueda tener parte don Onofre en esa supuesta culpabilidad de su criada, hace, a mi juicio, totalmente improcedente la intervenció n prematura. Por eso no me cansaré de aconsejarles, al menos es lo que yo haré como ú nico representante de la justicia, el esperar.

Dice usted con razó n, don Felipe, que hay que evitar mayores males. Yo no los espero ya. Sea quien quiera el culpable, o sean los dos, ya tienen el camino expedito para lograr sus fines. Nadie les puede estorbar. La boda se hará sin impedimento y, si hay embarazo, se hará inmediatamente. La vida de nadie corre ya peligro. Y, sin embargo, si se tiene paciencia, el tiempo puede poner en claro las cosas y la justicia llegarа a su fin.

—Tienes muchí sima razó n, Manuel —dijo el veterinario.

—¿ Y si el tiempo no descubre nada?

—Pues el crimen quedará impune, como tantos otros —dijo el policí a.

—El cargo de conciencia no los dejará vivir —afirmó el cura.

Las posteriores reuniones de los cuatro hombres no aportaron nueva luz sobre el asunto en los finales del otoñ o. La vida seguí a tranquila en la casa de la calle de la Luz. Don Onofre, como habí a anunciado, comenzó a salir al acabar la vendimia. Despué s de comer, vestido de riguroso luto, se iba al «Cí rculo Liberal» y allí permanecí a hasta media tarde, jugando al tresillo con sus amigos.

Pero la partida de don Onofre, desde la incorporació n de é ste a la vida social del Casino, tení a un miró n má s que los de costumbre: Plinio. É ste, desde que oyese al cura y al mé dico que don Onofre iba a volver al Casino al final de la vendimia, con gran dolor de su bolsillo se apresuró a hacerse socio del «Cí rculo» —é l siempre fue asiduo del «San Fernando»—, y comenzó a frecuentar la partida de don Onofre. Cuando é ste volvió a su tertulia, Plinio ya era un habitual en ella en calidad de miró n.

 

 

Durante dos meses largos, el policí a no faltó una sola tarde. La gente lo creí a abstraí do en los accidentes del juego, pero su verdadero estudio era la cara y reacciones de don Onofre. Con la endemoniada costumbre que tení a Plinio de mirar entre pestañ as, resultaba muy difí cil saber dó nde posaba sus ojos.

 

 

 

Sus amigos y provisionales colegas en la investigació n: el mé dico, el cura y el veterinario, le preguntaban con frecuencia:

—¿ Có mo va el tresillo?

Un dí a les dijo Plinio, que ya comenzaba a cansarse de su forzada misió n:

—No he visto en mi vida un hombre má s parecido a un niñ o que don Onofre. Hasta su afeminamiento lo aniñ a má s a pesar de su corpachó n.

—Total, que no le ves un detalle —dijo el cura.

Plinio movió la cabeza negativamente.

—Ya te lo dije yo... Es un tontaina.

Cuando faltaban muy pocos dí as para Navidades, los tres amigos recibieron aviso urgente del cura.

Plinio se imaginó para lo que era. Habí a oí do a don Onofre decir en el Casino que iba a pasar una larga temporada en el campo. Se reunieron en la rectorí a al caer la tarde.

—Boda tenemos, amigos —dijo el cura sin preá mbulos—. Hoy me ha llamado muy secretamente don Onofre para avisarme que, con la mayor reserva, haga los preparativos necesarios. É l me fijará el dí a y la hora. Por supuesto que esto no lo debe saber nadie. Con razó n, quiere ahorrarse la cencerrada.

—¿ Vio usted a Joaquinita? —preguntó el guardia.

—No. No apareció en toda la casa. Me permití insinuarle si no resultarí a la boda demasiado prematura, dado que no hace un añ o que habí a muerto doñ a Carmen. No me contestó. Por primera vez en mi vida vi un gesto de dureza y decisió n firme en su cara. Creo que está bien cogido...

—Por lo visto la chiquilla es un á guila —dijo el mé dico como para sí —. Se supo ganar a doñ a Carmen hasta el extremo de ser su confidente y al mismo tiempo a Onofre, hasta el altar.

—Esto de la boda estaba previsto —dijo Plinio con desmayo.

—Sí, tú lo anunciaste hace mucho tiempo —añ adió el veterinario.

—Yo darí a cualquier cosa por no hacer ese matrimonio —dijo el cura hablando tambié n para sí.

—Lo comprendo —asintió Plinio.

—Les advierto que muchas veces me dan ganas de coger al tontó n de Onofre y contarle las cuatro verdades del barquero... ¡ Qué narices, para eso es uno cura!

—Ya hablamos de eso en otra ocasió n —añ adió Plinio con severidad.

—Sí, sí, sí —dijo el cura—, pero es que la cosa es muy gorda.

 

 

 

—En conciencia, usted no puede citar a don Gonzalo, cuya suposició n es la verdadera clave.

—Ya, ya lo sé, ¡ uf! —Y, dando un puñ etazo sobre la mesa, se levantó enrabiscado—. Si cogiese yo a la niñ ota esa en el confesonario...

—La cogerá usted —dijo Plinio, sonriendo—. Y ella, naturalmente, le dirá lo que quiera... Será una confesió n angelical, aparte de lo del embarazo, naturalmente, que si existe sí se lo confesará. Y é l tambié n.

 

 

 

El cura se paseaba como una furia por el despacho rectoral. De pronto, se detuvo ante Plinio con verdadera indignació n:

—Y tú, que eres tan buen policí a, el mejor de Españ a segú n dicen por ahí, ¿ no puedes hacer algo, no se te ocurre nada, no encuentras una prueba, la mí nima para evitar este matrimonio demoní aco? ¿ El que esa ví bora entre en la mejor sociedad de Tomelloso?

 

 

 

Plinio movió la cabeza, resignado. Luego, añ adió:

—Yo soy un pobre guardia municipal, don Felipe... Bastante hace uno para diecisé is reales que gana.

—Y a lo mejor la ví bora es é l —intervino el veterinario.

El cura lo miró con desprecio y siguió sus paseos enfurecido. Luego, má s sereno:

—No sé si me estará permitido comunicarles el dí a y hora de la boda, no lo sé. De todas formas es igual.

 



  

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