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CAPÍTULO IX



 

Elizabeth pasó la mayor parte de la noche en la habitació n de su hermana, y por la mañ ana tuvo el placer de poder enviar una respuesta satisfactoria a las mú ltiples preguntas que ya muy temprano vení a recibiendo, a travé s de una sirvienta de Bingley; y tambié n a las que má s tarde recibí a de las dos elegantes damas de compañ í a de las hermanas. A pesar de la mejorí a, Elizabeth pidió que se mandase una nota a Longbourn, pues querí a que su madre viniese a visitar a Jane para que ella misma juzgase la situació n. La nota fue despachada inmediatamente y la respuesta a su contenido fue cumplimentada con la misma rapidez. La señ ora Bennet, acompañ ada de sus dos hijas menores, llegó a Netherfield poco despué s del desayuno de la familia.

Si hubiese encontrado a Jane en peligro aparente, la señ ora Bennet se habrí a disgustado mucho; pero que­dá ndose satisfecha al ver que la enfermedad no era alarmante, no tení a ningú n deseo de que se recobrase pronto, ya que su cura significarí a marcharse de Ne­therfield. Por este motivo se negó a atender la petició n de su hija de que se la llevase a casa, cosa que el mé dico, que habí a llegado casi al mismo tiempo, tampoco juzgó prudente. Despué s de estar sentadas un rato con Jane, apareció la señ orita Bingley y las invitó a pasar al comedor. La madre y las tres hijas la siguie­ron. Bingley las recibió y les preguntó por Jane con la esperanza de que la señ ora Bennet no hubiese encon­trado a su hija peor de lo que esperaba.

––Pues verdaderamente, la he encontrado muy mal ––respondió la señ ora Bennet––. Tan mal que no es posible llevarla a casa. El doctor Jones dice que no debemos pensar en trasladarla. Tendremos que abusar un poco má s de su amabilidad.

––¡ Trasladarla! ––exclamó Bingley––. ¡ Ni pensarlo! Estoy seguro de que mi hermana tambié n se opondrá a que se vaya a casa.

––Puede usted confiar, señ ora ––repuso la señ orita Bingley con frí a cortesí a––, en que a la señ orita Bennet no le ha de faltar nada mientras esté con nosotros.

––Estoy segura ––añ adió ––­ de que, a no ser por tan buenos amigos, no sé qué habrí a sido de ella, porque está muy enferma y sufre mucho; aunque eso sí, con la mayor paciencia del mundo, como hace siempre, por­que tiene el cará cter má s dulce que conozco. Muchas veces les digo a mis otras hijas que no valen nada a su lado. ¡ Qué bonita habitació n es é sta, señ or Bingley, y qué encantadora vista tiene a los senderos de jar­dí n! Nunca he visto un lugar en todo el paí s compara­ble a Netherfield. Espero que no pensará dejarlo re­pentinamente, aunque lo haya alquilado por poco tiempo.

––Yo todo lo hago repentinamente ––respondió Bingley––. Así que si decidiese dejar Netherfield, probablemente me irí a en cinco minutos. Pero, por ahora, me encuentro bien aquí.

––Eso es exactamente lo que yo me esperaba de usted ––dijo Elizabeth.

––Empieza usted a comprenderme, ¿ no es así? ––exclamó Bingley volvié ndose hacia ella.

––¡ Oh, sí! Le comprendo perfectamente.

––Desearí a tomarlo como un cumplido; pero me temo que el que se me conozca fá cilmente es lamen­table.

––Es como es. Ello no significa necesariamente que un cará cter profundo y complejo sea má s o menos estimable que el suyo.

––Lizzy ––exclamó su madre––, recuerda dó nde está s y deja de comportarte con esa conducta intolera­ble a la que nos tienes acostumbrados en casa.

––No sabí a que se dedicase usted a estudiar el cará cter de las personas ––prosiguió Bingley inmediata­mente––. Debe ser un estudio apasionante.

––Sí; y los caracteres complejos son los má s apasio­nantes de todos. Por lo menos, tienen esa ventaja.

––El campo ––dijo Darcy–– no puede proporcionar muchos sujetos para tal estudio. En un pueblo se mueve uno en una sociedad invariable y muy limitada.

––Pero la gente cambia tanto, que siempre hay en ellos algo nuevo que observar.

––Ya lo creo que sí ––exclamó la señ ora Bennet, ofendida por la manera en la que habí a hablado de la gente del campo––; le aseguro que eso ocurre lo mismo en el campo que en la ciudad.

Todo el mundo se quedó sorprendido. Darcy la miró un momento y luego se volvió sin decir nada. La señ ora Bennet creyó que habí a obtenido una victoria aplastante sobre é l y continuó triunfante:

––Por mi parte no creo que Londres tenga ninguna ventaja sobre el campo, a no ser por las tiendas y los lugares pú blicos. El campo es mucho má s agradable. ¿ No es así, señ or Bingley?

––Cuando estoy en el campo ––contestó –– no deseo irme, y cuando estoy en la ciudad me pasa lo mismo. Cada uno tiene sus ventajas y yo me encuentro igual­mente a gusto en los dos sitios.

––Claro, porque usted tiene muy buen cará cter. En cambio ese caballero ––dijo mirando a Darcy –no parece que tenga muy buena opinió n del campo.

––Mamá, está s muy equivocada ––intervino Eliza­beth sonrojá ndose por la imprudencia de su madre––, interpretas mal al señ or Darcy. É l só lo querí a decir que en el campo no se encuentra tanta variedad de gente como en la ciudad. Lo que debes reconocer que es cierto.

––Ciertamente, querida, nadie dijo lo contrario, pero eso de que no hay mucha gente en esta vecindad, creo que hay pocas tan grandes como la nuestra. Yo he llegado a cenar con veinticuatro familias.

Nada, si no fuese su consideració n por Eliza­beth, podrí a haber hecho contenerse a Bingley. Su hermana fue menos delicada, y miró a Darcy con una sonrisa muy expresiva. Elizabeth quiso decir algo para cambiar de conversació n y le preguntó a su madre si Charlotte Lucas habí a estado en Longbourn desde que ella se habí a ido.

––Sí, nos visitó ayer con su padre. ¡ Qué hombre tan agradable es sir William! ¿ Verdad, señ or Bingley? ¡ Tan distinguido, tan gentil y tan sencillo! Siempre tiene una palabra agradable para todo el mundo. Esa es la idea que yo tengo de lo que es la buena educació n; esas personas que se creen muy importantes y nunca abren la boca, no tienen idea de educació n.

––¿ Cenó Charlotte con vosotros?

––No, se fue a casa. Creo que la necesitaban para hacer el pastel de carne. Lo que es yo, señ or Bingley, siempre tengo sirvientes que saben hacer su trabajo. Mis hijas está n educadas de otro modo. Pero cada cual que se juzgue a sí mismo. Las Lucas son muy buenas chicas, se lo aseguro. ¡ Es una pena que no sean boni­tas! No es que crea que Charlotte sea muy fea; en fin, sea como sea, es muy amiga nuestra.

––Parece una joven muy agradable ––dijo Bingley.

––¡ Oh! sí, pero debe admitir que es bastante feú cha. La misma lady Lucas lo dice muchas veces, y me envidia por la belleza de Jane. No me gusta alabar a mis propias hijas, pero la verdad es que no se encuen­tra a menudo a alguien tan guapa como Jane. Yo no puedo ser imparcial, claro; pero es que lo dice todo el mundo. Cuando só lo tení a quince añ os, habí a un caballero que viví a en casa de mi hermano Gardiner en la ciudad, y que estaba tan enamorado de Jane que mi cuñ ada aseguraba que se declararí a antes de que nos fué ramos. Pero no lo hizo. Probablemente pensó que era demasiado joven. Sin embargo, le escribió unos versos, y bien bonitos que eran.

––Y así terminó su amor ––dijo Elizabeth con impa­ciencia––. Creo que ha habido muchos que lo vencie­ron de la misma forma. Me pregunto quié n serí a el primero en descubrir la eficacia de la poesí a para acabar con el amor.

––Yo siempre he considerado que la poesí a es el alimentodel amor ––dijo Darcy.

––De un gran amor, só lido y fuerte, puede. Todo nutre a lo que ya es fuerte de por sí. Pero si es solo una inclinació n ligera, sin ninguna base, un buen soneto la acabarí a matando de hambre.

Darcy se limitó a sonreí r. Siguió un silencio general que hizo temer a Elizabeth que su madre volviese a hablar de nuevo. La señ ora Bennet lo deseaba, pero no sabí a qué decir, hasta que despué s de una pequeñ a pausa empezó a reiterar su agradecimiento al señ or Bingley por su amabilidad con Jane y se disculpó por las molestias que tambié n pudiera estar causando Lizzy. El señ or Bingley fue corté s en su respuesta, y obligó a su hermana menor a ser corté s y a decir lo que la ocasió n requerí a. Ella hizo su papel, aunque con poca gracia, pero la señ ora Bennet, quedó satisfe­cha y poco despué s pidió su carruaje. Al oí r esto, la má s joven de sus hijas se adelantó para decir algo. Las dos muchachitas habí an estado cuchicheando durante toda la visita, y el resultado de ello fue que la má s joven debí a recordarle al señ or Bingley que cuando vino al campo por primera vez habí a prometido dar un baile en Netherfield.

Lydia era fuerte, muy crecida para tener quince añ os, tení a buena figura y un cará cter muy alegre. Era la favorita de su madre que por el amor que le tení a la habí a presentado en sociedad a una edad muy tempra­na. Era muy impulsiva y se daba mucha importancia, lo que habí a aumentado con las atenciones que recibí a de los oficiales, a lo que las cenas de su tí a y sus modales sencillos contribuí an. Por lo tanto, era la má s adecuada para dirigirse a Bingley y recordarle su promesa; añ adiendo que serí a una vergü enza ante el mundo si no lo mantení a. Su respuesta a este repenti­no ataque fue encantadora a los oí dos de la señ ora Bennet.

––Le aseguro que estoy dispuesto a mantener mi compromiso, en cuanto su hermana esté bien; usted misma, si gusta, podrá señ alar la fecha del baile: No querrá estar bailando mientras su hermana está en­ferma.

Lydia se dio por satisfecha:

––¡ Oh! sí, será mucho mejor esperar a que Jane esté bien; y para entonces lo má s seguro es que el capitá n Carter estará de nuevo en Meryton. Y cuando usted haya dado su baile ––agregó ––, insistiré para que den tambié n uno ellos. Le diré al coronel Forster que serí a lamentable que no lo hiciese.

Por fin la señ ora Bennet y sus hijas se fueron, y Elizabeth volvió al instante con Jane, dejando que las dos damas y el señ or Darcy hiciesen sus comentarios acerca de su comportamiento y el de su familia. Sin embargo, Darcy no pudo compartir con los demá s la censura hacia Elizabeth, a pesar de la agudeza de la señ orita Bingley al hacer chistes sobre ojos bonitos.

 



  

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