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CAPÍTULO V



A poca distancia de Longbourn viví a una fami­lia con la que los Bennet tení an especial amis­tad. Sir William Lucas habí a tenido con ante­rioridad negocios en Meryton, donde habí a hecho una regular fortuna y se habí a elevado a la categorí a de caballero por petició n al rey durante su alcaldí a[L7]. Esta distinció n se le habí a subido un poco a la cabeza y empezó a no soportar tener que dedicarse a los nego­cios y vivir en una pequeñ a ciudad comercial; así que dejando ambos se mudó con su familia a una casa a una milla de Meryton, denominada desde entonces Lucas Lodge, donde pudo dedicarse a pensar con placer en su propia importancia, y desvinculado de sus negocios, ocuparse solamente de ser amable con todo el mundo. Porque aunque estaba orgulloso de su rango, no se habí a vuelto engreí do; por el contrario, era todo atenciones para con todo el mundo. De naturaleza inofensivo, sociable y servicial, su presenta­ció n en St. James[L8] le habí a hecho ademá s, corté s.

La señ ora Lucas era una buena mujer aunque no lo bastante inteligente para que la señ ora Bennet la consi­derase una vecina valiosa. Tení an varios hijos. La mayor, una joven inteligente y sensata de unos veinte añ os, era la amiga í ntima de Elizabeth.

Que las Lucas y las Bennet se reuniesen para charlar despué s de un baile, era algo absolutamente necesario, y la mañ ana despué s de la fiesta, las Lucas fueron a Longbourn para cambiar impresiones.

––Tú empezaste bien la noche, Charlotte ––dijo la señ ora Bennet fingiendo toda amabilidad posible hacia la señ orita Lucas––. Fuiste la primera que eligió el señ or Bingley.

––Sí, pero pareció gustarle má s la segunda.

––¡ Oh! Te refieres a Jane, supongo, porque bailó con ella dos veces. Sí, parece que le gustó; sí, creo que sí. Oí algo, no sé, algo sobre el señ or Robinson.

––Quizá se refiera a lo que oí entre é l y el señ or Robinson, ¿ no se lo he contado? El señ or Robinson le preguntó si le gustaban las fiestas de Meryton, si no creí a que habí a muchachas muy hermosas en el saló n y cuá l le parecí a la má s bonita de todas. Su respuesta a esta ú ltima pregunta fue inmediata: «La mayor de las Bennet, sin duda. No puede haber má s que una opi­nió n sobre ese particular. »

––¡ No me digas! Parece decidido a... Es como si... Pero, en fin, todo puede acabar en nada.

––Lo que yo oí fue mejor que lo que oí ste tú, ¿ verdad, Elizabeth? ––dijo Charlotte––. Merece má s la pena oí r al señ or Bingley que al señ or Darcy, ¿ no crees? ¡ Pobre Eliza! Decir só lo: «No está mal. »

––Te suplico que no le metas en la cabeza a Lizzy que se disguste por Darcy. Es un hombre tan desagra­dable que la desgracia serí a gustarle. La señ ora Long me dijo que habí a estado sentado a su lado y que no habí a despegado los labios.

––¿ Está s segura, mamá? ¿ No te equivocas? Yo vi al señ or Darcy hablar con ella.

––Sí, claro; porque ella al final le preguntó si le gustaba Netherfield, y é l no tuvo má s remedio que contestar; pero la señ ora Long dijo que a é l no le hizo ninguna gracia que le dirigiese la palabra.

––La señ orita Bingley me dijo ––comentó Jane­ que é l no solí a hablar mucho, a no ser con sus amigos í ntimos. Con ellos es increí blemente agradable.

––No me creo una palabra, querida. Si fuese tan agradable habrí a hablado con la señ ora Long. Pero ya me imagino qué pasó. Todo el mundo dice que el orgullo no le cabe en el cuerpo, y apostarí a a que oyó que la señ ora Long no tiene coche y que fue al baile en uno de alquiler[L9].

––A mí no me importa que no haya hablado con la señ ora Long ––dijo la señ orita Lucas––, pero desearí a que hubiese bailado con Eliza.

––Yo que tú, Lizzy ––agregó la madre––, no baila­rí a con é l nunca má s.

––Creo, mamá, que puedo prometerte que nunca bailaré con é l.

––El orgullo ––dijo la señ orita Lucas–– ofende siem­pre, pero a mí el suyo no me resulta tan ofensivo. É l tiene disculpa. Es natural que un hombre atractivo, con familia, fortuna y todo a su favor tenga un alto concepto de sí mismo. Por decirlo de algú n modo, tiene derecho a ser orgulloso.

––Es muy cierto ––replicó Elizabeth––, podrí a per­donarle fá cilmente su orgullo si no hubiese mortifica­do el mí o.

––El orgullo ––observó Mary, que se preciaba mu­cho de la solidez de sus reflexiones––, es un defecto muy comú n. Por todo lo que he leí do, estoy convenci­da de que en realidad es muy frecuente que la naturale­za humana sea especialmente propensa a é l, hay muy pocos que no abriguen un sentimiento de autosuficien­cia por una u otra razó n, ya sea real o imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas distintas, aunque mu­chas veces se usen como sinó nimos. El orgullo está relacionado con la opinió n que tenemos de nosotros mismos; la vanidad, con lo que quisié ramos que los demá s pensaran de nosotros.

––Si yo fuese tan rico como el señ or Darcy, ­exclamó un joven Lucas que habí a venido con sus hermanas––, no me importarí a ser orgulloso. Tendrí a una jaurí a de perros de caza, y beberí a una botella de vino al dí a.

––Pues beberí as mucho má s de lo debido ––dijo la señ ora Bennet–– y si yo te viese te quitarí a la botella inmediatamente.

El niñ o dijo que no se atreverí a, ella que sí, y así siguieron discutiendo hasta que se dio por finalizada la visita.



  

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